Capítulo 17

A pesar del cansancio, Sondra durmió muy poco.

Se despertó de golpe a causa del ruido procedente del otro lado de la cortina que cubría la ventana: una mescolanza de rugidos de motor de automóvil, chillidos de niños y guturales gritos de hombres. Permaneció inmóvil en la cama, completamente vestida y se preguntó por qué el 747 de la Lufthansa volaba de repente con tanta suavidad. Después, recordando dónde estaba, se levantó y se dirigió hacia la puerta que se abría a un soleado y bullicioso patio bañado por la cobriza luz de la tarde.

Jambo! —le gritó Alec MacDonald desde el otro lado.

Se encontraba de pie en la galería del dispensario en la que aproximadamente una docena de nativos descansaba a la sombra. Sondra vio asimismo a Derry Farrar inclinado sobre un niño cuyo oído estaba examinando con un otoscopio.

Le devolvió el saludo a Alec, entró en la cabaña, cerró la puerta y tardó un poco en orientarse. Había bajo la mesa un cubo de agua limpia y una desportillada palangana de porcelana. Se lavó a conciencia las manos y la cara y, luego, se quitó las prendas de viaje y se puso un sencillo vestido de algodón sin mangas. Ya más refrescada, salió al patio.

Alec se reunió con la joven a medio camino y, doblando un estetoscopio, se lo guardó en el bolsillo posterior de los vaqueros.

—¿Qué tal estás? —le preguntó.

—¡Deseando dormir cien horas más! —contestó Sondra, mirando a Derry que, con una rodilla hincada en el suelo, estaba vendándole el pie a una mujer—. ¿Necesitáis ayuda?

—Eso es todo por hoy —contestó Alec, sacudiendo la cabeza—. No te preocupes, en seguida te daremos cosas que hacer. Ahora ven a conocer a la familia.

Todos estaban reunidos en la sala comunitaria, descansando y comentando los acontecimientos del día. Allí le presentaron a los residentes de la misión: los trabajadores kikuyu, unas jóvenes y tímidas enfermeras adiestradas en Mombasa, otro médico blanco en permanencia temporal como Sondra y Alec, y varios predicadores de distintas congregaciones norteamericanas y británicas. En medio de aquel murmullo de conversaciones que casi ahogaban la transmisión de La Voz de Kenia, la sala comunitaria aparecía mucho más animada que por la mañana. Todos saludaron a Sondra cordialmente, algunos le estrecharon la mano y hasta los blancos en servicio temporal la saludaron con un «Jambo» o un «Salaam».

Sondra y Alec se sentaron a tomar té con pastas en una de las alargadas mesas alrededor de la cual se encontraban varias personas. Tras las presentaciones de rigor, Sondra fue asaltada a preguntas por los presentes, deseosos de conocer las noticias del exterior ya que La Voz de Kenia apenas informaba acerca de los asuntos internacionales.

Njangu salió de la cocina, miró a Sondra con los ojos hostiles y le depositó delante una taza cuya limpieza dejaba mucho que desear.

—Me parece que no le soy simpática —dijo la muchacha en voz baja, mientras tomaba la tetera que le ofrecía Alec.

—Njangu es así con todo el mundo. La única persona que le gusta es Derry, lo cual no deja de resultar gracioso teniendo en cuenta que antes eran enemigos.

—¿Enemigos?

—Njangu era uno de los más temidos rebeldes del Mau-Mau, y Derry pertenecía a las fuerzas policiales encargadas de reprimirlos.

Sondra conocía la historia de Kenia y sabía que el Mau-Mau era un movimiento terrorista e independentista de los años cincuenta, que había llenado las páginas de los periódicos con sus sangrientos actos de violencia.

De repente, entró en la estancia un corpulento caballero y dio unas palmadas para recabar la atención de los presentes.

—¡Buena noticia! —exclamó, blandiendo un sobre—. ¡El Señor nos ha enviado cien dólares!

—Alabado sea el Señor —musitó Alec MacDonald sobre el trasfondo de los aplausos. Entonces, para asombro de Sondra, todos empezaron a abandonar ruidosamente la sala—. Es que ha llegado el correo —le explicó Alec.

El corpulento caballero se acercó a Sondra con la mano tendida.

—¡Cuánto me alegro de conocerla! —le dijo—. Es usted la respuesta a nuestras plegarias. Siento no haber estado aquí cuando llegó, pero tenía un pequeño problema con nuestra cuenta de crédito en Voi. —El reverendo Sanders se quitó el sombrero de paja y se pasó un pañuelo por la calva. Iba vestido de blanco (zapatillas de tenis y pantalones y camisa sin cuello completamente abrochada), pero era un blanco un poco deslustrado—. Esta noche rezaremos una oración especial en acción de gracias por su llegada. ¿Ya conoce a todo el mundo?

—El doctor MacDonald ya se ha encargado de ello.

—Ah, estupendo, estupendo… Bien, tendrá que disculparme. Tengo muchas cosas que hacer en mi pequeño rebaño. Derry cuidará de usted. Kwa herí, kwa herí.

En cuanto el reverendo se hubo marchado, Sondra y Alec se quedaron solos en el comedor. Tras juguetear un poco con la cucharilla, Sondra preguntó:

—¿No vas corriendo en busca de las cartas?

—Las cartas pueden esperar —contestó Alec, ruborizándose un poco como si Sondra le hubiera leído el pensamiento—. No quería dejarte totalmente abandonada.

—Tengo entendido que el reparto de la correspondencia es un gran acontecimiento aquí.

—Desde luego. Eso cuando llega, que no es seguro. ¡Al final, cuando hayas leído tus cartas, te entrarán deseos de leer las de los demás!

—Lo creo. —Sondra pensó en las cartas que recibiría de Ruth y Mickey, pequeñas islas de familiaridad en aquella tierra desconocida—. ¿Te escribe mucha gente, Alec?

—Tengo muchos amigos y parientes en Kirkwall.

—¿Está allí tu mujer?

—No estoy casado —contestó Alec tímidamente—. Nunca he tenido tiempo para ello. Cuando finalicé las prácticas y empecé a ejercer la profesión por mi cuenta, recibí la llamada.

—¿La llamada?

—La llamada de Dios para que viniera a África.

—Ah…

—¿Y tú? ¿Me equivoco al pensar que estás libre de compromisos?

—No te equivocas.

—Bueno —dijo Alec, apoyando las manos sobre la mesa como si acabara de concluir el asunto más importante de la jornada—. Ahora tengo que ir a ver a mis pacientes. ¿Quieres ver el dispensario?

Sondra le contestó que sí. Su breve experiencia de aquella mañana con el enloquecido funcionario del departamento de Obras Públicas ya no era más que un vago recuerdo. No conocía el lugar en el que tenía previsto pasar un año.

Mientras subía en compañía de Alec los peldaños del dispensario, Sondra empezó a buscar involuntariamente a Derry con la mirada.

El minúsculo hospital fue una sorpresa para ella. No comprendía que el «excelente cirujano» Derry Farrar, tal como le llamaba Alec, pudiera permitir tanto desorden y tanta falta de higiene. ¿Dónde demonios habría estudiado medicina? Los medicamentos estaban almacenados de cualquier manera, el instrumental quirúrgico era tratado sin el menor cuidado, las historias clínicas, cuando las había, eran un auténtico desastre, y en la ruidosa sala había veinte camas —algunas de ellas con dos enfermos— y una sala de operaciones que era una locura.

—Ya sé lo que piensas —dijo Alec mientras un empleado limpiaba con desgana la sangre del anticuado quirófano—. Que no hubieras podido imaginarlo ni en la peor de tus pesadillas. Lo sé porque ésa fue mi reacción cuando llegué aquí, hace cuatro semanas.

—Estas agujas de sutura son anticuadas —dijo Sondra, pensando en el revuelo que se hubiera armado en Phoenix si se hubiera usado una de ellas.

—Lo sé, pero es lo único que tenemos y procuramos apañárnoslas.

Sondra tomó un paquete de agujas manchado de sangre. ¡Ya se habían utilizado en una operación! ¡En Phoenix, la hubieran arrojado al cubo de la basura!

—¿Quieres decir que sólo hay eso?

—Sí, y gracias que lo tenemos.

—Oh, Dios mío. ¡Y estos instrumentos! —Sondra tomó una caja y empezó a examinar los bisturíes doblados y las tenacillas sin púas—. No puedo creer que se guarden estas cosas para arreglarlas.

—¿Arreglarlas? —dijo Alec, mientras soltaba una carcajada—. Que inocente eres. Estas cosas no están pendientes de arreglo, sino que las utilizamos en nuestro trabajo.

Sondra contempló horrorizada la caja, como si los instrumentos se hubieran transformado en serpientes.

—¡Pero eso es terrible! —exclamó.

—¿A qué te refieres? —preguntó una voz a su espalda.

Derry acababa de salir del lavabo y se estaba secando las manos y los brazos con una toalla.

—Me parece que Sondra se acaba de llevar un susto —le comunicó Alec.

Derry arrojó la toalla a un cesto de mimbre, se plantó delante de Sondra con su impresionante estatura y le dijo mientras se bajaba las mangas:

—¿Y qué esperabas encontrar aquí, doctora? ¿Un hospital como el que dejaste en Norteamérica?

—No, doctor Farrar —contestó Sondra, enfurecida—, no esperaba tanto. Pero no podía imaginar que eso te pareciera aceptable.

A esas palabras siguió un embarazoso silencio, en el transcurso del cual los ojos de Derry quedaron como nublados por una tormenta de emociones. Alec se removió con inquietud y Sondra se preguntó si se oirían desde fuera los latidos de su corazón. Después, sin decir nada, Derry dio media vuelta y se alejó.

—Creo que jamás había visto a dos personas llevarse tan mal de buenas a primeras —dijo Alec, soltando un silbido.

—Quisiera saber por qué se ha ofendido tanto.

—Bueno, comprendo en cierto modo su postura. Este hospital es una creación suya. Lleva años al frente del mismo y lo defiende como a la niña de sus ojos. A Derry no le gusta que los forasteros vengan a criticar precisamente lo que constituye su mayor orgullo.

Sondra frunció el ceño y contempló el mostrador de viejos instrumentos y agujas de sutura, los amarillentos paquetes de vendas y el anticuado quirófano, y recordó las palabras que el reverendo inglés había pronunciado en Phoenix: «La misión de Uhuru se sostiene sólo con donativos. Te parecerá muy pobre y muy distinta del ambiente médico al que estás acostumbrada».

Sondra reconoció que tal vez había ido demasiado lejos en sus críticas al hospital de Derry cuando apenas llevaba unos minutos allí. Sin embargo, ello no justificaba la actitud casi hostil del médico hacia ella. Al comentárselo a Alec, éste le explicó:

—La misión necesita toda clase de ayuda, pero, a veces, los ineptos pueden ser más un estorbo que una ayuda.

—¿Eso es lo que piensa que soy? ¿Una inepta?

—Debe suponer que eres demasiado inexperta para un sitio tan duro como éste. Eres muy joven. Tendrá que enseñarte muchas cosas antes de que puedas trabajar por tu cuenta y ayudarnos un poco a llevar la carga. Pero Derry está seguro de que te darás por vencida antes de llegar a esta fase. Te confieso que cuando te vi por primera vez —dijo Alec bajando la voz—, mi primer pensamiento fue: ¿Cómo se las arreglará aquí una cosita tan frágil como ésta?

Al contemplar sus dulces ojos y su sonrisa de aliento, Sondra sintió que su cólera se esfumaba. Alec MacDonald tenía razón. Derry Farrar buscaba sin duda médicos más expertos y curtidos, médicos de campaña capaces de desarrollar su labor en adversas condiciones. Aunque ella pareciera una inepta, a veces las apariencias engañaban. Sondra estaba segura de que Derry Farrar se percataría en seguida de su error.

Hacia la puesta de sol se celebró una ceremonia en la pequeña iglesia. A Sondra le pareció que estaban allí todos los residentes en la misión menos Derry y la enfermera de guardia que estaban en la sala del hospital. Se rezó una larga oración de acción de gracias por la llegada de la doctora Mallone y no entonó nadie el himno final con más entusiasmo que Alec MacDonald. La cena consistió en cabrito asado, un estofado nativo de alubias llamado posho y montañas de fresas recién cortadas. Alec MacDonald se sentó al lado de Sondra y le explicó que las fresas crecían en Kenia todo el año, pero que jamás vería una manzana. La conversación giró sobre todo en torno al tema de la escasez de gollerías. El reverendo Sanders le preguntó a Sondra en tono esperanzado si había traído algún tarro de mermelada y, al contestarle la joven que no, se quedó un poco decepcionado.

Sondra observó que la gente se dividía en el comedor según el color de la piel; los blancos se sentaban juntos a una mesa, y los africanos a otra. Le preguntó a Alec si había alguna norma que lo exigiera.

—Oh, no, la gente puede sentarse donde le apetezca. Pero parece que a cada cual le gusta su propio grupo.

Sentado al fondo de la mesa, Derry Farrar comía en silencio. Sondra sintió curiosidad por su esposa.

—Oiga, doctora —dijo el reverendo Lambert, un pastor evangélico de Ohio sentado frente a ella al otro lado de la mesa—, ¿cuáles son las últimas noticias sobre el Watergate?

Algunos se quedaron después de la cena para escuchar la Radio de las Fuerzas Armadas, escribir alguna carta o leer el Standard que Derry había traído aquella mañana. Un grupo se reunió para comentar las incidencias de un partido del equipo de béisbol de los Corinthians. Sondra y Alec MacDonald salieron a dar un paseo en el crepúsculo africano.

—Al principio es un poco difícil —dijo Alec suavemente— venir aquí y acostumbrarse a todo eso. Yo aún no me he aclimatado.

—¿Qué harás cuando termines el año de permanencia aquí?

—Regresaré a Escocia y pondré un consultorio. La población de nuestras pequeñas islas no es muy grande, pero me permitirá vivir con holgura y mantener a mi familia si decido casarme. Supongo que me parecerá una vida muy tranquila después de todo esto, pero mi hogar y mis raíces están allí. —Alec se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros—. Y tendré la satisfacción de haber contribuido aquí a la obra de Dios.

Sondra contempló la tosca cruz de madera de jacarandá que remataba la humilde iglesia, recortándose contra el cielo de color lavanda. La religión siempre la había dejado indiferente a pesar de lo devotos que eran sus padres.

—¿Tú también predicas aparte de ejercer como médico, Alec?

—Yo no soy predicador, pero procuro explicarles a las personas a las que atiendo que es el Señor quien las cura y no yo. Ése es el propósito que perseguimos aquí; llevar esta gente a Dios. Y no resulta fácil. Se requiere mucho tiempo para ello, aunque a veces se producen éxitos instantáneos. Precisamente la semana pasada un masai fue herido por un león y nos lo trajeron al hospital. Derry y yo hicimos por él todo cuanto pudimos y, luego, todos formamos un círculo alrededor de su cama, rezando día y noche por su curación. El Señor concedió a este hombre una milagrosa recuperación y, a la noche siguiente, el nativo reconoció que Jesucristo era su salvador. Sin embargo, la tarea no suele ser tan fácil con todos. El viejo Njangu, nuestro cocinero, reconoció al Señor hace diez años cuando el reverendo Sanders le visitó en la prisión, pero ¿has visto lo que lleva alrededor del cuello? Aparte el crucifijo que le regaló la misión, lleva un cordel con un amuleto pagano para alejar la enfermedad del sueño. Los kikuyu son la gente más supersticiosa del mundo. ¿Qué piensas hasta ahora de todo eso? —preguntó Alec, deteniéndose bajo un jacarandá en flor.

—Estoy deseando aprender más cosas.

—Derry será tu mejor profesor. Cuando llegué aquí, hace cuatro semanas, ¿qué sabía yo de medicina tropical? He salido dos veces con él a recorrer la zona. Levantamos un campamento en la selva y convertimos un endrino en una clínica improvisada. Derry es maravilloso con los nativos.

—¿Y cómo conoce tan bien esta tierra?

—Nació aquí, en un lugar cercano a Nairobi. Al parecer, su padre fue uno de los primeros colonos y tenía una plantación. Los colonos solían enviar a sus hijos a estudiar a Inglaterra, que es donde Derry estudió la carrera de medicina. Durante su estancia allí, estalló la guerra y se alistó en la RAF. Derry es un héroe de guerra, ¿sabes? Según creo, combatió en la batalla de Inglaterra, llevó a cabo misiones muy peligrosas y le condecoraron con la Cruz Victoria. Dice el reverendo Sanders que Derry regresó a Kenia en mil novecientos cincuenta y tres, cuando empezó lo del Mau-Mau y entonces se ofreció como voluntario para luchar contra los rebeldes. —Alec se apartó entonces y reanudó la marcha, acompañado por Sondra—. La vida de Derry es fascinante. Los terroristas se ocultaban en la selva de Aberdare. Hacían cosas terribles tanto a su propia gente como a los granjeros blancos, a los que asesinaban y torturaban. Dicen que, aunque era favorable al autogobierno de los africanos, Derry se mostraba contrario a la táctica del Mau-Mau, por lo que, cuando la policía pidió un voluntario para que sobrevolara la selva en un avión y localizara los campamentos terroristas, él se ofreció a realizar la tarea.

»Según se cuenta, los rebeldes derribaron su aparato y le hicieron prisionero. Le torturaron…, por eso cojea. Pero se ganó el respeto de todos y, por fin, se convirtió en negociador entre el Mau-Mau y los británicos. Derry era uno de los pocos hombres a los que los rebeldes permitían entrar y salir libremente de sus campamentos secretos. Así conoció a Njangu.

—¿Cómo vino Derry a la misión?

—Cuando conoció a su esposa Jane, que trabajaba aquí como enfermera. Como ella no quería abandonar la misión, él se vino a vivir aquí. Creo que eso fue hace doce años, poco antes de la independencia.

Alec dejó de hablar y entonces se produjo un vacío lleno de extraños sonidos inefables en la noche africana. Sondra prestó fugazmente atención al Edén situado más allá del recinto, al canto de un pájaro solitario y al silencio que, al otro lado de los matorrales, los árboles y la verde hierba, se extendía sobre la zona dejando una estela de quietud tan grande que, por un momento, le produjo un intenso terror.

—¿Cuál de las enfermeras es su mujer? —preguntó después en voz baja.

—¿Cómo? Ah, te refieres a la esposa de Derry. Según creo, murió hace años al dar a luz. Aquí en la misión. Y supongo que él decidió quedarse para seguir al frente del hospital que había creado.

Se detuvieron en seco al ver de pronto a Derry Farrar, que les bloqueaba el paso.

—Menuda manera de salir a dar un paseo nocturno —dijo éste mirando a Sondra con expresión de reproche.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella.

—A los mosquitos —contestó Derry, señalando los desnudos brazos de la joven—. Los portadores de la malaria empiezan a picar a esta hora de la noche. Y será mejor que te quites estas sandalias inútiles y las cambies por unos zapatos como es debido. Si andas de esta forma por ahí, pillarás una infección de espirilos. —Después, añadió, dirigiéndose a Alec—: Acabo de examinar al funcionario de Obras Públicas. Su estado no ha sufrido variación. Si su familia viene a reclamarlo, dejaremos que se lo lleven.

—¡Pero eso no se puede hacer! —exclamó Sondra.

—Necesitamos la cama, doctora, y nuestra medicina no le sirve para nada. Buenas noches a los dos.

Cuando, por fin, llegó a su cabaña, Sondra la contempló como si fuera una mansión y pensó que se iba a quedar dormida como un tronco.

—Derry tiene razón en cuanto a los mosquitos —le dijo Alec—. Los portadores de la malaria empiezan a picar inmediaciones después de la puesta de sol. Hubiera tenido que decírtelo.

—Muchas gracias por ayudarme durante mi primer día de estancia aquí —le contestó Sondra, tendiéndole una mano.

Alec se la sostuvo entre las suyas y luego añadió:

—Si necesitas algo, estoy aquí al lado.

Sondra se dispuso a acostarse a la luz del quinqué. Estaba demasiado agotada como para pensar en sus nuevas circunstancias; tiempo habría para ello al día siguiente y a lo largo de los trescientos sesenta y cuatro días que la esperaban. Lo único que deseaba en aquellos momentos era sumirse en un profundo sueño reparador.

Apagó el quinqué, se cubrió con la sábana y notó que algo le rozaba la cabeza. Eran el nudo de la mosquitera suspendida sobre la cama que Alec le había recomendado encarecidamente que utilizara. Tras infructuosos intentos de desenredarlo, Sondra buscó a tientas la bata en la maleta.

Fuera reinaba la oscuridad. En un instante, la misión parecía haberse cerrado sobre sí misma. Pocas luces brillaban en las ventanas y el silencio llenaba la noche. Avanzó rápidamente de puntillas sujetándose la bata sobre el pecho y llamó con los nudillos a la puerta de la cabaña contigua. Un rayo de luz que se filtraba a través de un resquicio que dejaba la cortina le dijo que Alec MacDonald aún se encontraba despierto.

Cuando se abrió la puerta, parpadeó confusa y después, al darse cuenta de su error, se turbó profundamente. Derry Farrar se encontraba de pie ante ella, desnudo de cintura para arriba.

—Yo… es que… —balbuceó, enrojeciendo como un tomate y experimentando el deseo de que se la tragara la tierra—. La mosquitera… No sé cómo…

—Al principio, son un poco complicadas —dijo Derry, mirándola fijamente—. Hace falta un poco de tiempo para acostumbrarse a ellas.

En el momento en que Derry salía, Sondra vio fugazmente el interior de su cabaña: era casi tan espartano como el de la suya, parecía que llevaba muy poco viviendo allí. Sin embargo, había un sillón con una manta encima y un libro abierto colocado boca abajo sobre el asiento.

Sondra se quedó de pie en la puerta de su cabaña, observando cómo Derry desenredaba la mosquitera, la bajaba y le mostraba cómo tenía que deshacer el nudo. Sin embargo, la joven no podía apartar los ojos de su musculosa espalda y de sus nervudos brazos y de sus hombros.

—Bueno —dijo Derry, desplegando la mosquitera que cayó encima de la cama—, ahora viene lo más difícil. Sujeta las tres esquinas, te acuestas y ajustas la última a tu espalda. Tienes que cerciorarte de que no haya quedado ningún punto suelto por el que puedan colarse los mosquitos. Esta vez te lo haré yo. Acércate —le dijo con suavidad—, no puedo pasarme aquí toda la noche.

Sondra se quitó la bata, la dobló y la dejó en la maleta. Derry retrocedió mientras ella se acostaba y, después, remetió rápidamente todos los puntos de la mosquitera. Tendida en la cama, Sondra contempló la transparente carpa de circo que la rodeaba, procurando excluir a Derry de su campo visual mientras éste ajustaba las esquinas. Al terminar, Derry se dirigió hacia la puerta y apoyó una mano en el tirador. En la oscuridad, la muchacha no podía ver la expresión de su rostro, pero, por el tono de voz, le pareció que sonreía cuando le dijo:

—Será mejor que practiques porque yo no puedo venir a arroparte todas las noches. Que descanses, doctora.

Metida entre las rígidas sábanas que exhalaban un fuerte olor a jabón de hospital, Sondra esperó dormirse en seguida. Pero no fue así. Empezaba a preguntarse si alguna vez volvería a dormir con normalidad. La culpa la tenía su período de prácticas como interna en el que jamás pudo disfrutar de una noche entera de sueño ininterrumpido, porque, cuando no sonaba el teléfono o se disparaba el avisador, sufría pesadillas que la obligaban a incorporarse bruscamente en la cama con los ojos desorbitados. Hacía dos meses que las prácticas habían terminado, pero, a pesar de las ocho semanas de descanso que pasó en casa de sus padres antes de trasladarse a Kenia, aún no conseguía dormir con normalidad.

La escuela de medicina no la preparaba a una para soportar el período de prácticas. En realidad, la escuela de medicina no se parecía en nada a «lo auténtico» porque en el St. Catherine’s, los médicos siempre supervisaban la labor de los alumnos de tercero y cuarto curso; siempre había alguien situado más arriba que adoptaba las decisiones. En la escuela de medicina los conocimientos procedían de los libros de texto en los que la medicina tenía un aire sencillo y aséptico. De repente, venían las prácticas y el bisoño doctor sufría una serie de sobresaltos que iban desde la desilusión y la más negra depresión hasta el terror y el júbilo desbordante. Aquello era como la fragua de Vulcano en la que la materia prima era golpeada y moldeada sin piedad hasta dejarla convertida en una eficiente máquina capaz de adoptar acertadas decisiones. El primer día de julio del año anterior, Sondra entró en la sala que le habían asignado y un hombre de aspecto cansado que llevaba puesta una arrugada bata blanca le preguntó:

—¿Eres la nueva interna? Ahí tienes. Treinta y cinco pacientes —añadió, dejando un montón de historias clínicas en sus brazos—. Haz la ronda con toda la rapidez que puedas porque te esperan siete nuevos ingresos.

Tras lo cual se alejó y Sondra se lo quedó mirando con incredulidad. Exactamente un año más tarde —hacía apenas dos meses de ello—, un alegre jovenzuelo entró en la sala de Sondra y ella le dijo, entregándole las historias clínicas:

—¿Eres el nuevo interno? Ahí tienes. Treinta y siete pacientes para visitar y cinco en espera de ingreso. Buena suerte.

Sondra cerró los ojos y escuchó el silencio africano que se extendía más allá de las paredes de su cabaña.

Fue un año muy raro y muy difícil de describirle a otra persona que no hubiera pasado por aquel trance. Doce meses sin amigos porque no se disponía de tiempo, sin lecturas recreativas, cine o televisión, sin un día pasado fuera de aquellos muros de hormigón, sin mantener relaciones normales con la gente, sin desahogar las propias emociones ni un minuto o hacer un alto en el camino. El mejor maestro es el miedo, y las herramientas son el pánico y el sudor porque los errores en medicina no se perdonan y hay que hacerlo todo bien ya desde el principio. Las manos de Sondra aprendieron a hacer muchas cosas de las que jamás las hubiera creído capaces: punciones esternales, biopsias hepáticas, incisiones quirúrgicas.

Asimismo, tuvo que adoptar decisiones improvisadas en los momentos en que no había nadie que pudiera decirle lo que tenía que hacer. «Llévenla al quirófano; habrá que sacrificar al niño». Tantos fracasos y tantos éxitos… ¿De veras había merecido la pena?

Se relajaron gradualmente los músculos mientras su mente soltaba amarras y se perdía en el silencio nocturno. Oyó, de lejos, a MacReady, diciéndole: «Menos mal que se ha dado usted cuenta del error, Mallone. ¡Esta maldita enfermera iba a administrarle a nuestro paciente hipertenso un medicamento para subirle la presión!». Sondra esbozó una adormilada sonrisa y oyó otra voz: «Gracias, doctora, por salvar a mi niña».

Ya no estaba despierta, pero tampoco profundamente dormida. Sí, había merecido la pena porque, en aquellos momentos, se encontraba donde deseaba estar desde hacía muchos años para poder socorrer a cuantos la necesitaran. En su calidad de médica titulada, tenía muchas cosas que dar a los demás. Aquellos doce meses de angustias y sacrificios sirvieron para eso, para el día siguiente y los trescientos sesenta y cuatro días restantes.

Cuando, al final, se quedó dormida, Sondra soñó que estaba de nuevo en el hospital de Phoenix donde acababa de ingresar la señora Minelli que tenía una misteriosa erupción y ella ordenaba que se efectuaran toda una serie de análisis sanguíneos. De repente, apareció Derry Farrar con los brazos en jarras, vestido con camisa y pantalones caqui, mirándola enfurecido. «Pero ¿dónde te has creído que estás? —le decía—. ¿En el North London Hospital?».

En sueños, Sondra esbozó una leve sonrisa.