Llevaba una maleta llena de material sanitario que los empleados del hospital habían donado para la misión, mientras que la otra, más pequeña, contenía su ropa y unos pocos efectos personales. Sondra no apartaba los ojos de los mozos negros que empujaban los carritos y dejaban los equipajes en el centro de la zona de recogida. El ambiente era caótico: turistas temerosos de que sus maletas no hubieran llegado a Kenia; sudorosos hombres vestidos con traje de calle de tránsito hacia otros destinos; irritadas madres que intentaban controlar a unos revoltosos chiquillos; los miembros de un equipo de golf inglés, tratando de abrirse paso por entre los demás pasajeros para recuperar las bolsas con el monograma del equipo; y, por doquier, rostros fatigados a causa de las muchas horas de vuelo, ojos rodeados de profundas ojeras, y mal humor. Con los vaqueros, las botas del Oeste y la desteñida camiseta de la Universidad de Arizona, Sondra destacaba en medio de toda aquella gente.
Consultó el reloj. En Phoenix eran las ocho de la tarde. Los carritos vacíos de la cena bajarían en aquellos momentos por los pasillos del hospital y el doctor MacReady estaría aterrorizando a un nuevo grupo de internos. El doctor MacReady, un hombre inflexible de cuya simpatía Sondra no creía gozar, la sorprendió, pidiéndole que se quedara y haciéndole un elogio inesperado.
—Es usted una buena médica, Mallone —le dijo—. Aquí nos hace falta gente como usted. No se vaya a África, quédese con nosotros y especialícese en algo. Yo me encargaré de que le den lo que usted pida.
Sondra se sintió halagada y se alegró de contar con el aprecio de MacReady. Sin embargo, ya se había comprometido con el reverendo Ingels y la misión y se iría a África, la tierra de sus antepasados.
La misión de Uhuru se hallaba situada en una zona llena de maleza, a medio camino entre Nairobi y Mombasa. Era una de las más antiguas misiones de Kenia y tenía encomendado un territorio muy vasto poblado especialmente por taitas y masais. Cuando le dijo al reverendo Ingels que ella no era religiosa y que no podría predicar, él le contestó:
—Tenemos predicadores en abundancia, Sondra, nuestra lista de voluntarios es muy larga. En cambio, lo que más necesitamos son médicos de medicina general como tú. El hospital de la misión te necesitará para que enseñes a los nativos las normas básicas de higiene y para que vayas al bosque a atender a los enfermos que no pueden trasladarse a la misión. Créeme, Sondra, de esta forma también colaborarás en la obra de Dios.
La gente empezó a pasar por los controles de aduanas e inmigración. A Sondra le dijeron que acudiría a recibirla alguien de la misión, pero, tras recoger el equipaje, comprobó que no había nadie y empezó a preocuparse.
Por fin, vio acercarse a un hombre.
—¿La doctora Mallone? —le preguntó bruscamente.
—Sí —contestó Sondra; y le dejó llevar las maletas.
—Soy el doctor Farrar —le dijo el hombre lacónicamente mientras se abría paso por entre la muchedumbre—. Sígame —añadió, sin mirarla ni sonreír—. Las cosas irán mejor cuando se inaugure el nuevo aeropuerto.
Al cabo de unos instantes, abandonaron la aduana, salieron a la fresca mañana de Kenia y se dirigieron hacia una furgoneta Volkswagen pintada, para asombro de Sondra, con llamativas rayas de cebra. Mientras conducía el vehículo a través del denso tráfico del aeropuerto, Derry Farrar no pronunció ni una sola palabra y Sondra, turbada por ese silencio, no supo qué decirle.
Derry Farrar era un hombre muy apuesto. Bronceado y vestido con calzones y camisa caqui con las mangas arremangadas, a Sondra se le antojaba uno de aquellos legendarios cazadores blancos de antaño. Se mantenía muy erguido y sus anchos hombros y espalda eran los de un muchacho, aunque Sondra calculaba que tendría unos cincuenta años por lo menos. Parecía un hombre atrapado entre dos mundos. Llevaba el cabello negro al estilo de los hacendados ingleses —peinado hacia atrás y con una pulcra crencha lateral— y tenía unos modales amables y refinados. Y, sin embargo, el moreno tórax que dejaba entrever la camisa desabrochada no se hubiera podido encontrar jamás en Fleet Street.
Su rostro franco y al mismo tiempo enigmático era lo que más la intrigaba. Sus pobladas cejas negras perennemente arqueadas le conferían el aspecto del hombre que suele enfurecerse con frecuencia, y sus ojos, de un azul cobalto, mostraban una mirada fría e indescifrable. Era un rostro contradictorio: la apostura de Derry Farrar resultaba casi tan repulsiva como atrayente.
La furgoneta Volkswagen avanzaba por una carretera de dos carriles bordeada de lujuriantes prados y cascadas de brillantes buganvillas semejantes a las de la escuela de Castillo. Pasaron al lado de un enorme bulto con patas, que resultó ser una mujer inclinada bajo una pesada carga, siguiendo, como una acémila, a un orgulloso hombre de elevada estatura que no llevaba nada.
A Sondra le parecía increíble estar allí al cabo de tantos años de esfuerzo y determinación.
—¡Oh, Dios mío, fíjese en eso! —exclamó al ver a una jirafa que mordisqueaba las hojas de una acacia al borde del camino.
—Eso es el Parque Nacional de Nairobi —dijo Derry.
—¿Hay animales en la zona de la misión, doctor Farrar?
—Llámeme Derry. Aquí, todos nos tuteamos. Sí, hay animales. ¿Has tomado tabletas contra la malaria?
—Sí.
—Muy bien. Hubo algunos brotes. Sigue tomándolas mientras estés aquí.
—Pienso hacerlo —contestó Sondra alegremente—. Me he traído suministro suficiente para un año.
El doctor Farrar se volvió a mirarla un instante como diciéndole: «No aguantarás un año aquí». Sondra apartó inmediatamente el rostro y siguió mirando a través de la ventanilla.
La furgoneta giró al llegar a un cruce y siguió una flecha que decía: AEROPUERTO DE WILSON. Al ver que se detenían ante una terminal menos abarrotada de gente que la anterior, Sondra frunció el ceño.
—¿No vamos a ir por carretera hasta la misión? —preguntó mientras Derry descendía del vehículo.
—Está a más de trescientos kilómetros. Tardaríamos un día en llegar.
Permanecieron unos instantes en el interior de la terminal, donde Derry adquirió un ejemplar del Standard de Nairobi, y después salieron a la pista. Sondra contempló esperanzada los relucientes aparatos de la East African Airways; sin embargo, no iba a tener tanta suerte. Observó que él la conducía hacia un viejo y herrumbroso aparato monomotor.
Derry se encaramó a una de las alas, abrió la portezuela y luego le tendió una mano para ayudarla a subir.
—Madre mía —exclamó Sondra, soltando una risita—. ¿Crees que nos va a llevar?
—Supongo que no tendrás miedo a volar. Es el aparato de la misión. Recorrerás con él todo Kenia. ¡Arriba!
Cuando Sondra se hubo acomodado en uno de los pequeños asientos, el doctor Farrar le dijo, saltando otra vez al suelo:
—Vuelvo en seguida.
Pasó un minuto, cinco, diez y, por fin, quince minutos mientras Derry efectuaba una exhaustiva inspección del aparato y llenaba el depósito de combustible a través de un tubo de gamuza. Al pasar al otro lado del aparato para hacer una comprobación en la parte inferior del fuselaje, Derry levantó los ojos hacia Sondra y ésta dedujo de su expresión que no se alegraba lo más mínimo de su presencia. Aun así, no se inmutó. No iba a permitir que el mal humor de un hombre, cualquiera que fuera la causa, le estropeara aquel gran momento de su llegada a África.
Sondra abrió impulsivamente el bolso y empezó a buscar entre el revoltijo de pastillas contra el mareo, caramelos, el pasaporte y diversos documentos hasta que, por fin, encontró un sobre con matasellos de Honolulú. Mickey le había escrito una carta apresurada porque acababa de empezar su segundo año de trabajo en el Great Victoria y le quedaba muy poco tiempo para sus asuntos personales. Sondra guardaba algunos recuerdos en el sobre: una fotografía de Ruth sentada en un sofá con la pequeña Rachel de once meses en brazos y el vientre hinchado a causa de su segundo embarazo, una instantánea Polaroid de Mickey en la playa de Waikiki al atardecer, mirando asombrada por encima del hombro a alguien. Sondra sonrió, contempló los rostros de las fotografías y pensó: Ya estoy aquí, Ruth y Mickey. Lo conseguí.
Por fin, Derry se encaramó al asiento del piloto y cerró la portezuela.
—¿Quieres rezar? —dijo, volviéndose a mirar a Sondra antes de poner en marcha el motor.
—¿Cómo?
—¿Qué si quieres rezar antes de que despeguemos?
—Aunque esté un poco preocupada por el vuelo, no tienes por qué burlarte de mí —le contestó Sondra, parpadeando muy seria.
Durante un fugaz instante, el rostro de Derry se suavizó, las negras cejas se arquearon y sus labios se curvaron en un amago de sonrisa.
—Perdona. No pretendía burlarme de ti. Los miembros de la misión tienen por costumbre rezar antes de salir, incluso cuando van a pie.
—Oh, perdón, yo no quería… —empezó a decir Sondra, enrojeciendo como un tomate—. No…, gracias —añadió, apartando el rostro.
Se elevaron por encima de las verdes colinas consteladas de franjas de tierra rojiza. Sondra se inclinó hacia adelante, tratando de abarcarlo todo con la mirada. Al cabo de unos instantes, el verdor fue sustituido por hierba de color tostado, punteada de árboles en miniatura.
—Mira hacia allí —le dijo Derry sobre el trasfondo del rugido del motor—. Estás de suerte. Por regla general, lo envuelven las nubes y poca gente puede verlo.
Sondra contempló la montaña de nevada cumbre que se elevaba sobre los llanos.
—¿El Kilimanjaro? —preguntó fascinada.
—En suajili, la palabra kilima significa «montañita» y su nombre es Njaro.
Sondra contempló maravillada el impresionante paisaje de África, que pasaba de las colinas de color lavanda a las alfombras de color rojo, ocre y leonado. Con sus árboles de copa aplanada y las manchas móviles de las manadas de animales, parecía un regreso a los tiempos en que el mundo todavía era joven y nuevo. Con su majestuosa altura, el Kilimanjaro, eternamente coronado de nieve, dominaba todo el continente de África desde la cercana Tanzania.
Sondra estaba tan emocionada que apenas podía hablar. Experimentaba un alborozo y una euforia indescriptible, semejantes a los que había sentido hacía casi cinco años cuando Rick Parsons extirpó del cerebelo de un niño el quiste causante de su enfermedad. Era una sensación casi mística, un descubrimiento de la propia finalidad en la vida, un saber con toda certeza adónde iba y por qué. Sondra se estremeció.
Mientras Derry inclinaba el aparato hacia el este, la joven pudo contemplar un áspero y rojizo desierto primigenio que le recordó algunas zonas del suroeste norteamericano. Elevando la voz sobre el rugido del motor del Cessna, Derry le explicó que era el Parque Nacional de Tsavo, una de las reservas de animales más grandes del mundo. Se extendía, al parecer, a lo largo de muchísimos kilómetros. De repente, Sondra vio algo que le llamó la atención.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando con un dedo hacia abajo.
Derry tomó unos prismáticos y escudriñó el terreno.
—Es un elefante —contestó, y le pasó los prismáticos—. Aún está vivo.
Sondra miró y se apartó en seguida los prismáticos de los ojos.
—Se está muriendo —gritó Derry—, por eso se encuentra tendido de costado. Le han alcanzado los cazadores furtivos. Los muy hijos de puta aguardan a que los animales vayan a beber y entonces les disparan como si fueran patos. Les disparan flechas envenenadas y, después, los siguen mientras se alejan, enfermos y moribundos. Normalmente, tardan varios días en morir. Cuando, al final, la pobre bestia se muere, se acercan, le cortan los colmillos y dejan que el resto se pudra.
—¿No se puede hacer nada para impedirlo?
—¿Como qué? Este parque tiene una superficie de catorce mil kilómetros cuadrados de superficie y no hay más que un puñado de hombres para vigilarlo; en cambio, ahí fuera hay todo un mundo esperando ansiosamente el marfil, los cuernos de rinoceronte y las pieles de leopardo. Mientras la gente siga pagando buen dinero por ello, estos pobrecillos no tendrán ninguna posibilidad de sobrevivir. Lo denunciaré cuando llegue a la misión, pero no servirá de nada. Los cazadores furtivos están ahí abajo y saben que hemos visto al animal. Cuando lleguen los guardabosques, ya se habrán largado de aquí, pero primero le serrarán los colmillos al pobre elefante antes de que haya muerto.
Derry empezó a bajar.
—¡Agárrate fuerte! —le dijo Derry—. ¡Tengo que efectuar una pasada en vuelo rasante!
Antes de que Sondra tuviera tiempo de agarrarse, el Cessna descendió en picado.
—¡Condenadas hienas! —exclamó Derry—. ¡Nunca puedo sacarlas de la pista de aterrizaje!
Efectuaron otra pasada en vuelo rasante y, cuando, al final, el aparato tomó tierra y avanzó traqueteando por la pista, Sondra estaba medio mareada. Derry la ayudó a bajar desde el ala y le dijo:
—Ya te irás acostumbrando.
Mientras él sacaba las maletas, un paquete de correspondencia y algunas sacas del interior del aparato, Sondra miró a su alrededor. A sus espaldas, se extendía una inmensa llanura de hierba amarillenta, árboles de tronco retorcido, arbustos espinosos y tierra rojiza; pero, frente a ella, el paisaje cambiaba: unas verdes colinas se sucedían hasta llegar al pie de unos elevados peñascos envueltos en brumas. A poca distancia de la pista de aterrizaje se podían ver los edificios de la misión rodeados de árboles y setos; y algo más allá, una serie de chozas y pequeñas parcelas de tierra de labranza que punteaban las colinas y los valles.
—Es curioso —dijo Derry a su lado—. Nadie ha venido a recibirte.
Sondra vio en el rostro del hombre una expresión de perplejidad. Entonces oyeron una especie de grito que procedía del otro lado de la barrera de árboles y flores. Derry arrojó al suelo todo lo que llevaba y echó repentinamente a correr. Sin saber qué hacer, Sondra le imitó.
Cruzaron velozmente la entrada de madera bajo un rótulo que decía MISIÓN DE UHURU. Una multitud se hallaba congregada en el patio: africanos vestidos con prendas multicolores y blancos, que a Sondra le parecieron enojados o asustados, enfundados en ropa de color caqui. Se abrió camino por entre la gente y un fornido africano con camisa y calzones cortos de color caqui, sombrero de ala flexible y una insignia en el pecho avanzó corriendo en zigzag, perseguido por dos hombres y giró bruscamente a la izquierda en dirección a Sondra que se detuvo en seco. El negro chocó con la muchacha y la derribó.
—¡Detenerle! —gritó alguien.
Sondra vio que Derry corría, seguido por otro blanco con camisa a cuadros y vaqueros y un estetoscopio colgado del cuello. El negro corría esquivando las manos de los que pretendían agarrarle. Luego, sin razón aparente, se desplomó en el suelo como si alguien le hubiera disparado un tiro y empezó a retorcerse.
En el acto, Derry y el otro hombre se arrodillaron a su lado. Sondra se reunió con ellos mientras el resto de los circunstantes retrocedían murmurando.
—No sé que ha ocurrido —dijo el otro blanco, hablando con marcado acento escocés mientras sacudía la cabeza—. Me disponía a examinarle, pero, antes de que le tocara, salió corriendo del dispensario.
Derry, con una rodilla hincada en tierra, contempló la mueca de dolor que había en el rostro del negro. Éste tenía los ojos en blanco y de las comisuras de los labios se le escapa saliva y un hilillo de sangre. Sondra se arrodilló también a su lado e, inmediatamente, le comprimió con dos dedos la arteria carótida.
—Tiene un ataque —dijo. Después levantó la cabeza y vio que el hombre que tenía delante miraba al negro con visible desconcierto—. ¿Qué ocurrió? —le preguntó.
—Pues no lo sé. Apenas pude verle. Ni siquiera sé por qué vino al dispensario.
—Yo sí lo sé —terció Derry, levantándose al tiempo que se sacudía la tierra de las manos—. Conozco a este individuo. Es un funcionario del Departamento de Obras Públicas, en Voi.
Sondra contempló al hombre inconsciente que ya se recuperaba del ataque.
—Eso tiene que haber sido provocado por alguna droga —musitó, pensando en voz alta—. No conozco ningún proceso patológico primario capaz de producir semejante comportamiento.
Levantó los párpados del negro y, al ver que las pupilas eran normales, se quedó perpleja. Tenía que descartar los trastornos más lógicos ya que en todos ellos se daba un deterioro de la coordinación motriz: intoxicación etílica o alguna especie de alucinógeno…
El escocés arrodillado frente a Sondra la miró con fijeza, como si acabara de percatarse de su presencia, y le dijo:
—Le acostaremos y le mantendremos bajo control. No se puede hacer gran cosa por él hasta que averigüemos la causa. —Volvió la cabeza y llamó por señas a dos africanos. Luego añadió—: Kwenda, tafadhali.
Pero ellos no se movieron.
—Le tendremos que llevar nosotros —dijo Derry, asiendo al negro por los tobillos—. No querrán tocarle.
—¿Por qué no? —preguntó Sondra, levantándose.
—Tienen miedo.
La joven acompañó a los dos hombres mientras éstos trasladaban al funcionario inconsciente al dispensario.
—Usted debe de ser la doctora Mallone —dijo el escocés, que sostenía al negro por las axilas—. Estábamos deseando que llegara. Me llamo Alec MacDonald. Bienvenida a África.
En cuanto hubieron depositado al negro en una cama del dispensario, Sondra ayudó a Alec MacDonald a efectuarle un examen neurológico de rutina. Ambos seguían tan desconcertados como al principio. Los síntomas no se ajustaban a ningún proceso patológico conocido. Aunque las pupilas del hombre reaccionaban con normalidad, los estímulos dolorosos le dejaban insensible. Ambos médicos decidieron administrarle suero y le pidieron a una enfermera un catéter para comprobar la función renal. Sondra le tomó la presión y, al ver que estaba por debajo de setenta, dijo:
—Está a punto de sufrir un choque. Será mejor que le administremos dopamina. Hay que determinar en el acto los niveles sanguíneos y efectuar análisis del nivel tóxico…
—¡Ja, ja! —se rió alguien, induciéndoles a levantar la mirada. Derry acababa de entrar en la sala y se encontraba de pie junto a la cama con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¡Dopamina! ¡Análisis del nivel tóxico! Pero ¿dónde te has creído que estás? ¿En el North London Hospital?
—¿Por qué dices que conoces el motivo por el que este hombre haya venido al dispensario? —le preguntó Alec MacDonald.
—Porque le conozco y me parece que sé lo que le pasa.
Sondra rodeó con los dedos la campana del estetoscopio que llevaba pendiente del cuello y había descolgado de un gancho de la pared al entrar en el dispensario.
—¿Qué crees que le ocurre?
—Le echaron una maldición.
—¡Una maldición!
Los ojos de color cobalto parpadearon unos instantes mirando a Sondra y después, se posaron en los de Alec MacDonald.
—Este hombre le ha robado las cabras a otro. Al ver que no se las quería devolver, el otro le pidió a un brujo que le echara una maldición. —Contempló la cabeza apoyada sobre la almohada de cutí—. No podemos hacer nada por él.
—Por eso vino al dispensario —dijo Alec MacDonald en voz baja—. Debió de pensar que la medicina del hombre blanco podría salvarle, pero, en el último instante, se asustó y echó a correr.
—¿Quieres decir que esta enfermedad es puramente psicológica? —preguntó Sondra.
—No, doctora Mallone —contestó Derry, dando media vuelta para marcharse—. Es una maldición taita completamente real.
Sondra le observó alejarse, colérica y desalentada, y luego se dirigió de nuevo a Alec que, de pie al otro lado de la cama, la estudiaba con mal disimulado interés.
—Tenemos que hacer algo —le dijo.
—Lo que dice Derry es cierto —contestó Alec, encogiéndose de hombros—. Yo he leído casos parecidos. No podemos ayudar a este pobrecillo. —Después esbozó una cordial sonrisa de bienvenida y añadió—: Confío en que le apetezca tomarse una taza de té.
—Son las mejores palabras que he oído en todo el día —contestó Sondra con gratitud.
—Voy a ver dónde se ha metido la enfermera y luego la acompañaré a nuestro elegante comedor.
Antes de salir al calor del mediodía, el doctor MacDonald tomó un sombrero de paja colgado de un gancho junto a la puerta y se lo encasquetó sobre el rubio cabello.
—¡Un chico de las Tierras Altas como yo no ha nacido para vivir bajo este sol de justicia! —Se apartó a un lado para que la joven saliera y añadió soltando una risita—: A usted, en cambio, el sol ecuatorial le sentará de maravilla. Dentro de una semana estará más morena que una castaña.
El patio era un hervidero de actividad y todos habían reanudado las tareas interrumpidas por el extraño comportamiento del negro. Sondra vio a su alrededor rostros amistosos, casi todos ellos sonrientes y algunos mirándola con auténtica curiosidad. Dos mecánicos con los brazos hundidos en el motor de un Land Rover la saludaron en idioma suajili.
—Le han dado la bienvenida a la misión, doctora Mallone. Tendrá usted que aprender cuanto antes el suajili; es la lengua franca de África oriental.
—Parece que usted se las apaña muy bien con ella.
—¡Qué va! Sólo llevo un mes aquí. He aprendido lo más imprescindible. Con unas cuantas palabras básicas, uno se las puede arreglar bastante bien. Hay que evitar la pronunciación británica ya que ello ofende su sentido del orgullo nacional que tienen desde que consiguieron la independencia.
Llegaron a un gran edificio construido con ladrillo y chapa metálica acanalada. Fuera, en la galería cubierta de enredaderas y protegida por la sombra de los jacarandás en flor y los mangos, había algunas mesas y sillas despintadas.
—Es nuestro comedor-salón de recreo. Me temo que no es demasiado lujoso.
Cuando los ojos de Sondra se adaptaron a la luz del interior, vieron una sencilla sala con las paredes de yeso desconchadas, el techo de hojalata, unas desvencijadas sillas y un sofá alrededor de una chimenea ennegrecida, y, en el otro extremo, unas mesas alargadas con bancos.
—Una parroquia de Iowa nos regaló un televisor —dijo el doctor MacDonald mientras la acompañaba a una de las mesas—. Pero aquí apenas podemos utilizarlo. Sólo hay un canal que únicamente se recibe por la noche y retransmite, sobre todo, noticias de Kenia. Del exterior, casi nada. Siéntese, por favor. ¡Njangu!
Sondra se acomodó en un banco y Alec MacDonald se sentó al otro lado y se quitó el viejo sombrero.
—¡No sabe cuánto me alegro de verla, doctora Mallone!
—Lo mismo le digo yo a usted —contestó la muchacha con toda sinceridad.
Aunque Alec MacDonald era un apuesto rubio de facciones regulares, lo que más atraía a Sondra era su simpatía y su cordialidad, tan distintos de los autoritarios modales del moreno Derry Farrar.
—Nadie nos dijo que iba a venir una chica tan guapa —añadió Alec—. Todos esperábamos a un hombre. Disculpe… ¡Njangu! ¡Té, por favor!
El vano de la puerta situada a la espalda del doctor MacDonald estaba cubierto por una cortina de tejido batik africano a través de la cual entró un hombre llevando una bandeja. Era fornido y de piel muy oscura, tenía una edad indeterminada y cara de pocos amigos. Vestía unos polvorientos pantalones y una desteñida camisa a cuadros y se tocaba la cabeza con un gorro hecho de estómago de oveja, según le dijeron a Sondra más tarde. También le explicaron que Njangu pertenecía a la tribu kikuyu, la mayor de Kenia. El reverendo Sanders, director de la misión de Uhuru, le convirtió al cristianismo; pero todo el mundo sabía que aún adoraba en secreto a Ngai, el dios kikuyu que habitaba en la cumbre del Kenia.
Sin ninguna ceremonia, Njangu depositó la bandeja sobre la mesa e hizo ademán de marcharse.
—Njangu —le dijo Alec MacDonald—, te presento a la nueva doctora.
El negro se detuvo y musitó antes de desaparecer tras la cortina:
—Iri kanwa itiri nda.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sondra mientras Alec MacDonald le llenaba la taza de té.
—No le haga caso a Njangu. A veces es un poco brusco. Su nombre en kikuyu significa «áspero y traidor» y, a veces, le gusta demostrarnos que lo es.
—Pero ¿qué ha dicho?
Ambos se sobresaltaron al escuchar repentinamente una voz.
—Dijo que la comida que está en la boca, aún no ha llegado al estómago. —Sondra se volvió y vio que Derry Farrar se acercaba, a ellos—. Es un proverbio kikuyu. Significa que no hay que adelantarse a los acontecimientos.
Sondra frunció el ceño y miró a Alec MacDonald.
—Yo no hablo kikuyu —dijo éste, encogiéndose ostensiblemente de hombros.
—Njangu ha querido decir que el hecho de que haya venido no significa que nos pueda ser de utilidad —explicó Derry, y desapareció tras la cortina.
—No lo tome demasiado en serio, doctora Mallone —dijo Alec, mientras le colocaba la taza delante—. La gente está aquí tan decepcionada que muchas veces pierde toda esperanza.
—Decepcionada, ¿en qué sentido?
—Vienen personas buenas y bien intencionadas, pero, por distintas razones, no consiguen adaptarse.
—¿Quiere decir que lo dejan?
—Se echan atrás de mala manera —terció Derry, apareciendo de nuevo en la puerta llevando una botella de cerveza en la mano—. Llegan con la cabeza llena de visiones, enarbolan sus nobles ideales como una bandera y, al cabo de un mes, hacen las maletas y musitan por lo bajo que tienen que asistir al entierro de una tía suya.
Mientras hablaba, Sondra vio en sus ojos azul oscuro una expresión de desafío y le pareció que, en aquel preciso instante, Derry Farrar estaba haciendo una apuesta sobre el tiempo que iba a durar en la misión aquella recién llegada.
—Bueno —dijo Sondra, mirándole atrevidamente a los ojos por espacio de un segundo—, pues, yo no tengo ninguna tía, doctor Farrar.
Cuando éste se fue, Sondra tomó una galleta y Alec Mac-Donald le dijo en voz baja:
—No le haga caso a Derry. Es un buen chico, aunque un poco cínico. Aún no ha aprendido a depositar su confianza en el Señor. En cierto modo, no se lo reprocho. Ve pasar a mucha gente por aquí. Les orienta, consigue que se aclimaten y después sucumben a la añoranza, a las diferencias culturales o a la desilusión… y se largan. Sobre todo, las mujeres. Y, sobre todo, los evangélicos. Llegan aquí rebosantes de fervor y creen con toda sinceridad que los nativos acudirán en tropel a la misión para que los salven. Pero las cosas no ocurren exactamente así.
Mientras bebían el té en silencio, Sondra empezó a sentir que el cansancio se apoderaba de ella. Hacía veinticuatro horas que había salido de Phoenix y no había parado de moverse, había echado alguna que otra cabezada en los aviones y en los aeropuertos y ahora se hallaba por fin en un país desconocido, entre personas más o menos amables, respirando un aire nuevo, oyendo unos sonidos extraños al otro lado de la pared de ladrillos de ceniza, con el cuerpo en horario nocturno en un lugar donde el día acababa de empezar.
—Yo tengo intención de quedarme un año entero —dijo serenamente.
—No lo dudo. El Señor le dará fuerzas para ello.
—¿Cuánto tiempo se quedará usted aquí, doctor MacDonald?
—Al igual que usted, les prometí un año. Y llámeme Alec, por favor. Sé que vamos a ser amigos.
—¿Hay alguien permanente, aparte del director y de su mujer?
—Hay un pequeño equipo permanente integrado por personas que han convertido la misión en su hogar. Como Derry, por ejemplo.
Sondra partió otra galleta por la mitad y dejó ambos trozos en el platito.
—¿Siempre es tan brusco? Parece enojado. Es una actitud un poco extraña, tratándose de un misionero cristiano.
—Bueno, es que Derry no es un misionero, por lo menos, no en el sentido que tú le das a la palabra. Es ateo y no lo disimula. —Alec MacDonald sacudió la cabeza—. Tengo entendido que el reverendo Sanders lleva años intentando salvar su alma. Pero los caminos de Dios son misteriosos. Derry vino aquí hace años, cuando se casó con una de las enfermeras. El reverendo Sanders lo interpretó como una señal y pensó que el Señor había traído a este pecador aquí porque lo quería salvar. Tiene unos modales muy bruscos, te lo aseguro, pero, en el fondo, es bueno. Y, por si fuera poco, es un cirujano excelente.
Ambos se sumieron en el silencio, y escucharon los rumores de la vida que les llegaban desde el otro lado de las mosquiteras de las ventanas. Sondra observó que Alec MacDonald tenía unas hermosas manos, finas y suaves, cuyo contacto debía ser delicado, a diferencia de las encallecidas y morenas manos de Derry Farrar, probablemente tan ásperas y duras como su dueño.
—Debes de estar extraordinariamente cansada —dijo Alec—. Tardarás unos días en acostumbrarte al nuevo horario.
Sondra contempló la tímida sonrisa del hombre y a pesar del enorme cansancio, sintió curiosidad por averiguar algo más acerca de él.
—Me temo que aún sigo el horario de Phoenix —dijo.
—¿Eres de allí?
La fatiga no le impidió a Sondra percatarse de la curiosidad que ella despertaba a su vez en Alec. De repente, se desvaneció como por ensalmo la siniestra nube que Derry Farrar le arrojó encima en cuanto pisó la tierra de África. Pensó que ojalá hubiera acudido a recibirla Alec MacDonald.
—¿Has estado alguna vez en Phoenix, Alec?
—No, nunca. ¡Aunque me avergüence decirlo, jamás he cruzado el mar de Irlanda!
A Sondra le encantaba su marcado acento escocés, la ligera vibración de las erres.
—¿Vives en Escocia? —le preguntó.
—Sí. ¿Conoces las islas Orcadas? Generaciones de MacDonalds vivieron allí. Es mi patria chica. ¿Y tú? —preguntó—. No pareces irlandesa.
—¿Irlandesa? Bueno, es que, en realidad, no soy una Mallone. Es decir… —Sondra tomó la taza y volvió a depositarla sobre el platito. ¿Por qué la turbaba un hecho que jamás la había desasosegado en otros tiempos?—. Me adoptaron los Mallone, cuando era pequeña.
—Perdón, no quería ser indiscreto.
—No te preocupes, no me importa hablar de ello —«lo malo es que tú tienes una patria chica, mientras que yo no tengo nada»—. En cierto modo, tiene sus ventajas. Porque puedo ser lo que quiera.
Alec la estudió con visible simpatía y sin perderse ningún detalle.
—Entonces, ¿no sabes quiénes fueron tus verdaderos padres? —le preguntó con un tono de intimidad en la voz.
Sondra sacudió la cabeza.
Los ojos de ambos se encontraron durante diez latidos del corazón, el tiempo suficiente como para que un Land Rover empezara a tocar la bocina en el exterior, una cabra balara y una voz gritara:
—Twende!
Entonces, Alec MacDonald se removió en su asiento y le dijo:
—Oye, estás muerta de cansancio y yo te estoy entreteniendo con mis chácharas. Es mejor que te vayas a descansar a tu cabaña. El reverendo hubiera tenido que recibirte aquí, pero, en el último momento, tuvo que irse a Voi. Por consiguiente, yo soy algo parecido al comité oficial de bienvenida.
—Es el mejor que hubiera podido soñar —contestó Sondra, mientras se levantaba con las articulaciones entumecidas a causa del agotamiento.
—Te acompañaré a tu cabaña —dijo Alec—. Ya conocerás al resto de la gente a la hora de cenar. La misión de Uhuru se encuentra situada al borde de la carretera de Voi-Moshi —añadió por el camino—. Eso significa que nos encontramos a un paso de Tanganica, quiero decir, de Tanzania. Unos kilómetros más abajo hay un nuevo albergue de safaris construido por Hilton. Detrás de nosotros se encuentra la ciudad de Voi, que no es muy grande, pero nos abastece… cuando tenemos dinero para pagar. Éstas son las colinas Taita y los taitas son los indígenas que más suelen acudir a la misión. Asimismo atendemos a los masai a quienes conocerás cuando hagas recorridos por la zona.
—¿Y eso cuándo será?
—Cuando Derry considere que estás preparada. Él es el responsable del equipo médico de aquí.
Pasaron bajo una enorme higuera que dominaba el patio, alrededor de cuya base alguien había dejado comida y unas estatuillas de madera.
—¿Eso qué es? —preguntó Sondra.
—Una superstición de muchos africanos. Veneran a la higuera y la consideran un árbol sagrado. Njangu y otros que trabajan aquí creen que está habitada por un poderoso espíritu y le dejan ofrendas. Eso es la escuela… —Como los restantes edificios de la misión, la escuela estaba construida con ladrillos de ceniza y tejado de hojalata acanalada. A través de las ventanas abiertas se escuchaba un coro de niños que cantaban «El viejo MacDonald ana shamba, ia ia oh…»—. Estoy seguro de que piensan que yo soy el protagonista de la canción —dijo Alec, soltando una carcajada—. Tenemos dos maestras, una señora de Kent que enseña aritmética y geografía y la esposa del reverendo Sanders que da lecciones de educación cristiana. Les habla a los chiquillos de la creación y el Génesis, salen fuera y ella les muestra las maravillas que ha creado Dios. A los adolescentes, les habla de la caída del hombre. Esta gente tiene un sentido distinto de la moralidad. Nuestra tarea consiste en hacerles comprender su relación con el Señor y a que lo acepten como a su salvador.
Pasaron junto a un huerto, unos árboles frutales, cuatro pilares y un tejado de paja que servían de taller mecánico, la sencilla casa de ladrillos de ceniza del reverendo Sanders y su esposa y, por fin, una pequeña iglesia sobre suya entrada había un rótulo con la siguiente inscripción: KWA MAANA JINSI HII MUNGO ALIUPENDA ALIMWENGU, HATA AKAMTOA MWANAWE PEKEE, HI KILA MTU AMWAMINIYE ASIPOTEE, BALI AWE NA UZIMA WA MILELE.
Al ver que Sondra le miraba con expresión perpleja, Alec dijo:
—«Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Unigénito para que aquéllos que creen en Él no perezcan, sino que tengan vida eterna».
La atmósfera comenzaba a resultar opresiva. La brisa llevaba vaharadas de extraños olores de animales, polvo, humo y fruta podrida, cuya mezcla primigenia resultaba embriagadora y repugnante a un tiempo. Cuando Alec MacDonald le rozó suavemente el brazo con una mano y le dijo: «Ésta es tu casa», Sondra exhaló un suspiro de alivio.
Se encontraban frente a una hilera de achaparradas cabañas construidas, como el resto de las edificaciones, con ladrillos, madera toscamente labrada y coronadas con techumbre de hojalata. Alec abrió una puerta sin cerradura y dejó el oscuro interior al descubierto.
—Tan sólo debes beber el agua de las jarras —dijo Alec, mientras la acompañaba al interior—. Njangu le pone cloro cada día y, cuando visites el retrete de la parte de atrás, toma una vara y agítala mucho por el aire para que salgan los murciélagos.
Había una cama metálica con ropa de hospital, una bamboleante mesa con un quinqué, una jarra de agua y una cuerda tendida en un rincón entre dos clavos, de la que colgaban algunas perchas de alambre. Las maletas de Sondra se encontraban en el centro del suelo de hormigón.
A pesar de la oscuridad, el interior resultaba sofocante y claustrofóbico. Alec esbozó una sonrisa de disculpa como si él fuera el responsable de aquella escasez de medios, y le tendió una mano diciendo:
—Doy gracias al Señor de que te haya enviado, Sondra Mallone. —Ella se la estrechó y recibió un fuerte apretón a cambio. Alec sostuvo su mano un segundo más de lo necesario y, después, retrocedió en dirección a la puerta—. Que descanses —añadió.