—Feliz año, Mickey.
—Tonto, Año Nuevo fue hace tres semanas.
—Pero aún estamos en él.
—Y son apenas las ocho. Estas cosas se suelen decir a medianoche.
Jonathan se apartó y la miró con expresión de fingido reproche.
—No sabía que fueras tan esclava de los convencionalismos.
Ambos se encontraban en el apartamento de Jonathan, en Westwood, compartiendo una botella de Dom Perignon para celebrar el término del rodaje de su película Centro médico. En el suelo, sobre la alfombra, se podían ver los restos de una cena estilo merienda campestre que la casa Jurgensen’s les había enviado en un cesto envuelto en papel de celofán. Desde el tocadiscos de alta fidelidad, Joan Baez cantaba la hermosa composición Silent Running.
Mickey inclinó la cabeza y contempló las doradas burbujas de su copa. Hubiera tenido que ser una alegre velada, ambos llevaban varios días intentando reunirse, pero ahora que estaba allí, en el mundo de Jonathan y compartiendo su triunfo, se sentía extrañamente apática.
Una fuerte mano cuadrada le tomó la barbilla y una voz que siempre la emocionaba profundamente le preguntó:
—¿Qué ocurre, Mickey?
—¿Por qué me lo preguntas? —dijo ésta sin levantar los ojos.
—Estás muy callada. Como si tu cuerpo estuviera aquí, pero no tu espíritu. ¿Dónde estás, Mickey Long?
Ésta tenía que buscar las palabras más adecuadas. ¿Cómo podía explicarle que el nuevo año le trajo una inesperada tristeza? En cuanto se oyó el distante carillón del campanario de la escuela y el cirujano levantó los ojos de su tarea para decirles: «Estamos en mil novecientos setenta y dos, feliz año a todos», sintió que una fría mano le estrujaba el alma. Aquella frialdad la acompañaba a todas partes y la sintió incluso aquella tarde, mientras ambos hacían el amor.
Era el año que aguardaba con ansia y por el que tanto se había sacrificado. Sin embargo, ahora lo temía. «Necesito más tiempo». Tiempo para calibrar los sentimientos que la unían a Jonathan, para buscarle un lugar en su vida. Hacía tres semanas y un día le fue muy fácil amar a Jonathan porque aún les quedaba un año para estar juntos. Ahora, en cambio, apenas faltaban seis meses para el momento decisivo. Entonces terminaría una fase y empezaría otra, y en ella, por mucho que se esforzara, no veía la forma de encajar a Jonathan.
—Me voy mañana a las Hawai —musitó Mickey al final.
A través de las pesadas cortinas corridas en la gélida noche de enero, se escuchaba el rumor del intenso tráfico de Westwood Boulevard. La gente se dirigía a las salas cinematográficas y a los recoletos restaurantes, rodeando el edificio de la Universidad de California de Los Ángeles en un vano intento de encontrar un lugar donde aparcar. La vida seguía adelante a pesar de todo.
—¿Para tener la entrevista en el hospital? —preguntó Jonathan.
—Recibí el telegrama la semana pasada —contestó Mickey—. Quieren hablar conmigo. Estaré fuera dos días.
Jonathan frunció los labios, contempló su copa de champán y después la apartó a un lado.
—O sea que te vas —dijo.
—Tú sabes que sí, Jonathan, no he cambiado de idea. Ya te expliqué hace tiempo lo que significa para mí el Great Victoria. Es el mejor hospital del mundo en cirugía estética y hace casi tres años que sueño con ir allí. Todas mis guardias en la sala de urgencias, las operaciones en las que he participado y los contactos que hice en el St. Catherine’s perseguían el exclusivo propósito de conseguir buenos informes con vistas al Great Victoria…
Jonathan se levantó de golpe sin necesidad de que ella le hablara de la llamada del hospital. Era algo que ocurría constantemente, obligándoles a anular citas a última hora y sacándoles de los restaurantes. El avisador de Mickey sonó incluso una vez en que ambos se encontraban juntos en la cama.
—Mickey, el Great Victoria no es el único hospital del mundo —le dijo—. Podrías ir al de la Universidad de California, de Los Ángeles, o quedarte aquí, en el St. Catherine’s.
—Sí, podría, pero no quiero hacerlo. El Great Victoria es el mejor y uno de los pocos centros en los que el período de internado se contabiliza en parte como residencia. Después del internado, en cualquier otro sitio tendría que presentar una instancia para conseguir la residencia y quizá no me concedieran la plaza. En el Great Victoria, el año de internado se considera como el primero de residencia; por consiguiente, si me aceptan, tengo garantizados ambos puestos.
—No estás segura de que te acepten.
—No. Son unas de las plazas más codiciadas del país. Competiré con cientos de aspirantes. Por eso me conformo con hacer este trabajo en el servicio de cirugía estética del St. Catherine’s. Necesito muchas municiones y, cuando acuda a la entrevista, me esforzaré al máximo por convencerles de que les hago falta.
—Y si no lo consigues, ¿qué piensas hacer?
—Lo conseguiré, Jonathan.
—Mickey, si no lo consigues…
—En tal caso, podría quedarme en el St. Catherine’s. Pero conseguiré esta plaza, Jonathan.
—A partir de julio, ¿un año en las Hawai? —le dijo él, acariciándole una mejilla.
—Seis años; olvidas los cinco de residencia.
—No puedo vivir seis años sin ti, Mickey —dijo Jonathan, apartando el rostro mientras se golpeaba la palma de una mano con el puño de la otra.
—Pues, entonces, vente conmigo.
—Tú sabes que no puedo hacerlo —contestó el joven, volviéndose súbitamente a mirarla—. Sabes lo que pretendo hacer aquí. ¡No puedes exigirme que lo deje todo!
—Sin embargo, tú me pides a mí que lo haga.
Jonathan respiró hondo, tratando de calmarse. No era la primera vez que discutían sobre aquel asunto. Ya lo hicieron cuando, hacía dos semanas, acudieron al Ayuntamiento en compañía de Ruth y de Arnie. Fue una rápida ceremonia civil en el transcurso de la cual Sondra Mallone lloró de emoción y Jonathan y Mickey fueron más conscientes de una dolorosa verdad que no deseaban afrontar.
—Yo seguiré en nuestro apartamento —dijo Ruth mientras almorzaban todos juntos en un pequeño restaurante cercano al Ayuntamiento—. Los seis meses que faltan para la graduación serán cruciales. No puedo ir a Tarzana y venir de ella todos los días.
—¿Cuándo te irás a Seattle? —le preguntó Jonathan a Arnie.
—En cuanto liquide los asuntos que tengo pendientes. Le he vendido la mitad de mi participación en la empresa a mi socio y él ya tiene a otro en mi lugar. En seguida empezaré a buscar un trabajo en Seattle. Ruth se reunirá inmediatamente conmigo en junio.
Jonathan y Mickey intercambiaron una mirada de mutuo reconocimiento de los sacrificios de sus amigos.
Jonathan se levantó bruscamente, haciendo un gesto de impotencia. Estaba acostumbrado a salirse con la suya y a ser el amo del asunto.
—Vamos a dar una vuelta, Mickey —dijo, dirigiéndose al armario para tomar la chaqueta—. Siento claustrofobia.
Para asombro de la joven, en lugar de seguir el camino del océano y la escuela, Jonathan siguió con su Porsche el de la autopista de San Diego en dirección norte y, desde allí, se fue hacia el oeste por la autopista de Ventura. Viajaban en silencio y cada uno de ellos trataba de inventarse nuevas palabras y nuevas persuasiones. Al ver que Jonathan atravesaba Woodland Hills y se dirigía hacia el extremo menos densamente poblado del valle de San Fernando, Mickey empezó a sentir curiosidad.
Después, Jonathan salió por la rampa de circunvalación del valle y tomó la dirección oeste, hacia las colinas, lejos de las luces y del tráfico, hasta que terminó la carretera y se encontraron en un camino sin asfaltar. Había dejado el valle a su espalda y reinaba la más absoluta oscuridad. Al final, los faros delanteros iluminaron una oxidada verja y un rótulo semipodrido que decía: PROHIBIDO EL PASO. Jonathan detuvo el vehículo y apagó el motor.
—¿Dónde estamos? —preguntó Mickey.
Él se volvió a mirarla en la oscuridad y le acarició el cabello.
—Aún no quería mostrártelo. Me hubiera gustado darte una sorpresa. Pero creo que ya ha llegado el momento. Ven.
La tomó de una mano mientras pisaban la grava, siguiendo el círculo blanco del faro del automóvil. El aire nocturno era muy frío y la oscuridad parecía casi siniestra. Jonathan se detuvo ante una verja cerrada con cadenas en la que un viejo rótulo rezaba: propiedad privada, y le soltó la mano.
—Pero ¿qué haces? —le preguntó Mickey en voz baja.
—Ya lo verás —contestó Jonathan, sacándose una llave del bolsillo.
Al cabo de un momento, se abrió la verja y Jonathan tomó de nuevo la mano de la joven y entró con ella.
Al principio, fue como caminar en el vacío, en una especie de negro túnel que no era ni cielo ni tierra; pero, en cuanto la linterna de Jonathan empezó a iluminar algunas zonas, Mickey distinguió retazos de edificios, barracones y almacenes, escaparates de tiendas con los cristales rotos y las puertas despintadas, trozos de acera, un rótulo de calle a punto de caer. Era una pavorosa ciudad desierta.
—¿Dónde estamos? —volvió a preguntar, estremeciéndose de miedo.
—En los viejos Estudios Morgan. Cerrados y abandonados en los años treinta.
—¿En unos estudios cinematográficos?
Se adentraron en la oscuridad, pasaron ante formas indefinidas, tropezaron con cascotes no identificados y obligaron a las patitas de invisibles animalillos a escapar a toda prisa.
—El viejo Alexander Morgan era un tirano y un loco —dijo Jonathan en voz baja como si temiera despertar a los fantasmas dormidos—. Pero hizo unas películas mudas fantásticas. Era un genio aunque, al final de su vida, con el advenimiento del cine sonoro, sus películas cambiaron y se convirtieron en grotescas y absurdas hasta que las Oficinas Hayes le expulsaron de la industria cinematográfica.
Mickey trató de ver en la noche lo que Jonathan veía, percibiendo en las sombras los solitarios espíritus de las grandes películas del pasado.
—¿Por qué me has traído aquí?
Él se volvió a mirarla y, bajo el débil resplandor de las estrellas que le iluminaba el rostro, Mickey pudo ver la intensidad de sus ojos.
—He comprado todo esto, Mickey —dijo Jonathan—. Voy a devolver la vida a este lugar.
—Pero…, ¿no está todo en ruinas?
—En buena parte, sí, pero hay muchas cosas que se pueden aprovechar. Y no me refiero sólo a los edificios y a las instalaciones, Mickey, sino al terreno. El sitio es ideal. Cuando los primeros cineastas vinieron a California, se instalaron aquí por el paisaje y por el sol. De día, te podrías percatar de cuán adecuado es este sitio para rodar películas. Sí pudieras ver lo que veo yo —añadió, apartándose de ella e iluminando con la linterna las espectrales fachadas—. No pienso pasarme la vida haciendo películas de aficionado, Mickey, quiero hacer grandes cosas, darle al público algo que merezca la pena. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Tú creías que las películas se hacían con muchas luces y sillas de lona y gente corriendo de un lado para otro. Vuelve dentro de seis meses, Mickey, y eso es lo que vas a ver aquí.
Como tantas otras veces le había ocurrido, Mickey se sintió envuelta por la energía que emanaba de Jonathan y, por un instante, vio lo que él veía. Después, la imagen se desvaneció y la muchacha comprendió de repente la razón de que él la hubiera llevado hasta allí: quería que sustituyera su sueño por el de él.
—Cásate conmigo, Mickey —le dijo Jonathan sin mirarla ni tocarla—. Quédate aquí, sé mi mujer y ayúdame a construir todo esto.
—No puedo —susurró la joven.
—¿No puedes o no quieres?
—Yo quiero, Jonathan, tú lo sabes. Deseo pasar el resto de mi vida contigo. Si supieras cuanto pienso en ello y las cosas tan bonitas que me imagino… Tú y yo juntos, unos hijos, compartirlo todo…
—Yo tengo esta misma visión, Mickey —dijo el joven, asiéndola por los hombros con fuerza.
—Pero ¿cómo podría ser?
—Bastaría que lo quisiéramos. Puedes quedarte en Los Ángeles. Ambos podemos dedicarnos a nuestros sueños respectivos. Quédate conmigo, Mickey, te lo suplico.
Mickey le miró con los ojos llenos de lágrimas y, en aquel instante, un extraño sonido rompió el silencio nocturno.
—¿Qué es eso? —preguntó Jonathan.
—Mi avisador —contestó Mickey, introduciendo una mano en el bolso.
—¿Se ha disparado sin querer?
—No.
Jonathan guardó silencio un instante y, después, perdió los estribos. Mientras le arrebataba el aparatito de la mano, gritó:
—¡Mickey! ¿Ni siquiera una noche? ¿Esa noche que habíamos preparado sólo para nosotros? ¿Por eso no te bebiste el champán…, porque tenías que estar serena? ¿Hicimos el amor y lo sabías, brindamos por mi película y lo sabías? Sabías que, de un momento a otro, me ibas a dejar para irte al hospital…
Antes de que la muchacha pudiera darse cuenta, Jonathan levantó un brazo y, describiendo un arco, arrojó el aparatito y éste se perdió en la noche, emitiendo señales como un pequeño Ovni.
—¿Estás tan ocupada con tus cosas que ni siquiera puedes dedicarme una noche? —le preguntó, asiéndola por un brazo y sacudiéndola brutalmente—. ¡Dime en qué pensabas cuando hacíamos el amor! ¿En una intervención quirúrgica? ¿En el paciente de la habitación C?
La soltó enfurecido y se volvió de espaldas.
—¡Jonathan! —exclamó Mickey, asiéndole por una muñeca—. Pero ¿es que no lo comprendes? ¡Mi sueño es tan importante para mí como lo es el tuyo para ti! ¡Y me ocupa tanto tiempo como a ti el tuyo! Estar en una sala de urgencias forma parte de mi trabajo, de la misma manera que todo lo que se relacione con el rodaje de una película forma parte del tuyo. Es lo que tengo que hacer. Si lo dejara, ya no sería yo misma. Oh, Jonathan, no sabes cuanto te quiero —añadió dulcemente—. Pero ¿no te das cuenta? Lo nuestro no puede ser. Somos demasiado parecidos, somos dos personas distintas en dos mundos distintos y con dos sueños completamente distintos. Sólo podríamos permanecer juntos si uno de nosotros abandonara aquello que constituye la esencia de su vida. Yo tengo que irme a las islas Hawai y tú tienes que quedarte aquí a construir tus estudios y a hacer tus películas. No quiero que dejes todo eso, no quiero vivir con el simple cascarón de un hombre. ¿Te gustaría a ti vivir con alguien que fuera tan sólo la mitad de lo que soy?
En aquel momento, Jonathan la estrechó impulsivamente entre sus brazos, hundió el rostro en su cabello, y Mickey se echó a llorar.
Era un esplendoroso día de abril: las buganvillas color lavanda y escarlata habían florecido de la noche a la mañana y los jacarandas habían estallado en miles de minúsculos capullos púrpura; había rosas amarillas y llamativas flores de cactus anaranjadas. Todo ello destacaba sobre el color esmeralda de los céspedes y el blanco de los edificios de Castillo.
De pie con su alta y esbelta figura al borde del acantilado, Mickey contempló el océano. A lo lejos, a muchos kilómetros de distancia, se encontraban las islas Hawai. Ya se imaginaba los hoteles, las anchas playas de fina arena, las verdes lagunas y, en medio de todo ello, el Great Victoria Hospital en el que tanto deseaba trabajar.
¿Cómo podía dejar a Jonathan?
Éste la llamaba todos los días, le decía que quería verla, pero Mickey tenía miedo. Las heridas no sanan si se vuelven a abrir constantemente. Era mejor romper en seco. Jonathan no estaba de acuerdo con ello. Mickey sabía cuál era la secreta esperanza, que abrigaba: que el Great Victoria la rechazara. Entonces, no tendría más remedio que quedarse y todo estaría resuelto.
Interiormente Mickey temía abrigar la misma esperanza.
La muchacha miró el reloj. Era la hora de irse. Aquel día se iban a entregar las respuestas a las solicitudes de plaza de interno. La ceremonia se celebraría en Hernández Hall, donde el doctor Hoskins entregaría un sobre a cada uno de los setenta y cuatro alumnos de la promoción.
Se sentó entre Sondra y Ruth, que estaban mucho menos nerviosas que el resto de sus compañeros. Gracias a los tres años que se había pasado trabajando en la sección de maternidad, el hospital de Seattle, en el que Ruth presentó su solicitud, ya le había concedido una plaza de interna. Sondra envió todas sus solicitudes a hospitales de Arizona y Nuevo México y, por consiguiente, estaba segura de que podría pasar algún tiempo con sus padres antes de ver realizado su sueño en África.
Mickey no podía estarse quieta en el asiento. Sabía que tres compañeros suyos habían enviado asimismo solicitudes al Great Victoria. Además, en otras escuelas de medicina del país habría graduados que, a lo mejor, también querrían ir al Great Victoria. Mientras se distribuían los sobres y se escuchaban gritos de alegría o decepción, Mickey vio que uno de sus tres competidores se volvía a abrazar a su vecino de asiento. Se desanimó un poco, pero, al mismo tiempo, pensó: «¡Ahora podré quedarme con Jonathan!».
Abrió el sobre con temblorosas manos y, al leer la noticia, se sumió en una especie de sopor.
Casi todos sus compañeros se quedaron a tomar emparedados de queso y una copa de vino en la sala de recepciones, pero Mickey, Sondra y Ruth decidieron regresar a casa. Al entrar, el teléfono estaba sonando.
Era Jonathan.
—¡Mickey! —gritó, emocionado—. ¿A que no sabes una cosa? ¡Me han nombrado candidato a un Óscar! ¡Acabo de recibir el telegrama! ¡Al mejor documental! Mis padres han organizado una fiesta en mi honor esta noche. Quiero que vengas, Mickey, quiero que estés a mi lado. Déjame que vaya a recogerte. Ven a celebrarlo conmigo, Mickey.
—Me han aceptado en el Great Victoria, Jonathan.
—Mickey —le dijo el joven tras una pausa—, te quiero a mi lado cuando me otorguen este Óscar. Quiero que nos casemos. Iré por ti…
—No puedo, Jonathan.
—Muy bien, Mickey —le dijo él tras un prolongado silencio—. Tú decidirás. A las ocho en punto de esta tarde, estaré junto al campanario de la escuela. Te esperaré diez minutos. Tú misma adoptarás la decisión. Si quieres casarte conmigo, si quieres pasar el resto de tu vida a mi lado, si me amas, Mickey, estarás allí.
—No estaré, Jonathan.
—Sí estarás. Sé que no me defraudarás en semejante momento. A las ocho en punto junto al campanario.
Mickey regresó a la orilla del mar, atraída por las antiguas arenas y el eterno fluctuar de las olas, como si éstas pudieran darle una respuesta. Se sentó en compañía de las aguzanieves que correteaban por allí, escarbando en la arena con sus afilados picos de aguja. En aquel recodo de la playa, no se observaba la menor huella de civilización; arriba, a sus espaldas, se levantaba la escuela de medicina entre pinos de Monterrey y manzanillos. Mickey experimentó la sensación de encontrarse en un lugar incontaminado, en un espacio de la tierra y del tiempo situado más allá de toda inquietud, en un fragmento de espacio virgen desde el que pudiera contemplar el océano y liberar su alma de la angustia que la oprimía.
Dobló las piernas y apoyó la frente en las rodillas. Había llegado muy lejos, pero aún le quedaba un largo trecho por recorrer. Su vida estaba llena de paradojas: tenía que renunciar a lo que más quería para poder tener lo que más estimaba; tenía que abandonar un sueño para que otro pudiera hacerse realidad.
Sin embargo, ya sabía cuál iba a ser su decisión. Cuando Chris Novack le borró la mancha de la cara, le dio una segunda oportunidad en la vida. Mickey se hizo el propósito de pagarle en cierto modo aquella deuda. Sin embargo, era algo que no podía medirse ni con riquezas ni con palabras; era una deuda del corazón, un deseo de emularle, de continuar su labor y llevar aquella misma esperanza y consuelo a otras personas desdichadas. Rebasaba con mucho el simple deseo de convertirse en médica y era más bien una obligación, un deber y una búsqueda de la perfección.
Echaría de menos a Jonathan. Sufriría por aquella pérdida y le amaría siempre, pero sabía lo que tenía que hacer.
Fue, probablemente, la peor noche de su vida. Tuvo que luchar físicamente consigo misma contra una fuerza que atraía su cuerpo como un imán. Cuando las manecillas del reloj se acercaron a las ocho, el tormento se hizo insoportable.
Se imaginó a Jonathan aguardando solo al pie del campanario…
«Corre hacia él. Déjate amar de verdad una vez en la vida. Ve a las islas Hawai. Toma el futuro que te corresponde».
Ocho campanadas sonaron en el campus de la escuela y se extendieron hacia el océano para ser llevadas por las olas hasta las tentadoras islas de blanca arena. Conteniendo la respiración, Mickey clavó los ojos en la puerta, medio esperando que él irrumpiera de repente y la tomara en sus brazos.
Permaneció largo rato mirando la puerta, pero él no apareció.