En la radio del automóvil sintonizada con la emisora KFWB, Mick Jagger cantaba: «Es de noche…, sentado, veo jugar a los niños…».
Ruth miró a través de la ventanilla. Tenía a su derecha una vista espectacular: un negro terciopelo constelado de rubíes, esmeraldas y diamantes, el valle de San Fernando de noche, engalanado con las luces de Navidad. Pero, en realidad, Ruth no lo vio. Veía en su mente la imagen de una joven, no demasiado guapa, pero sí graciosa, con una corta melena de cabello castaño y unos pensativos ojos oscuros. Antes de que finalizara la noche, se lo tendría que decir a Arnie y no iba a ser fácil encontrar el momento adecuado.
Unos cálidos dedos le tomaron una mano y la levantaron hasta unos labios. Ruth se volvió a mirarle con una sonrisa.
—Te tomas muchas libertades con mi cuerpo, ¿eh?
—Nunca tengo bastante —le contestó Arnie, mordiéndole el pulgar mientras tomaba las peligrosas curvas de Mulholland Drive con una sola mano al volante.
—Será mejor que me la devuelvas porque la necesito mañana.
—Con mucho gusto la dejaré, hermosa doncella, siempre y cuando no me digas para qué la necesitas —dijo Arnie soltándole la mano.
Ruth no conseguía comprenderlo: Arnie no exageró lo más mínimo la noche en que se conocieron cuando le dijo que las conversaciones médicas no le gustaban.
—Arnie, ¿podemos parar un momento?
—¿Ahora? —preguntó él, arqueando las cejas—. ¿Qué quieres, que nos besuqueemos un poco?
—Quiero hablar.
—La familia nos espera, Ruth —dijo Arnie, mirando la esfera luminosa del reloj del salpicadero—. A mi madre le dará un ataque si llegamos tarde.
Ruth exhaló un suspiro al pensar en la familia de Arnie. El señor Roth, un sereno y discreto contable como Arnie, dos hermanos, uno epidemiólogo y otro corredor de fincas, tres hermanas ya casadas y con ocho hijos en total, unos primos que vivían en Northridge y unos ancianos tíos que llevaban una «activa» vida de jubilados, todos ellos presididos por la voluminosa y matriarcal señora Maxime Roth, una mujer cuyo generoso corazón era casi tan grande como su exuberante busto. Una familia, en realidad, muy parecida a la que tenía Ruth en Seattle.
La joven, que raras veces desistía de sus propósitos y nunca le dejaba decir a Arnie la última palabra, esta vez cedió sin protestar.
—De acuerdo, Arnie —dijo—. Ya hablaremos más tarde.
Había, como de costumbre, más comida en la mesa de la que hubiera podido zamparse un regimiento y la señora Roth exhortaba constantemente a todo el mundo a que comiera más.
—¿No os gusta? —les preguntaba mientras los niños correteaban de un lado para otro y los mayores hablaban todos a la vez.
Sin embargo, a Ruth le gustaba aquel ambiente tan parecido al de su casa.
Al final, la señora Roth les permitió levantarse de la mesa, considerando que ya todos se habían refocilado, y Ruth tomó a Arnie del brazo, al tiempo que le dirigía una significativa mirada. La casa de los Roth se erguía en lo alto de una loma de Encino desde la que se podía contemplar el valle de San Fernando brillando como un joyel. Mientras en el cuarto de juegos los gritos de los niños se mezclaban con la conversación de los mayores y con el sonido a todo volumen de dos televisores y un estéreo, Ruth y Arnie salieron al silencioso jardín. La piscina iluminada y unas lamparitas de exterior arrojaban unos conos de luz que les permitían orientarse en su paseo.
—Casémonos, Arnie —dijo Ruth, tras unos minutos de silencio.
—Pues claro que sí —contestó él, oprimiéndole cariñosamente una mano—. Lo haremos en junio. ¿O acaso no te acuerdas?
—Ahora mismo, quiero decir.
—Pero, qué impetuosa eres, mujer —replicó Arnie, riéndose muy quedo.
—Hablo en serio, Arnie. No puedo esperar más.
—¿Cómo que no puedes esperar más? —preguntó él, deteniéndose en seco para mirarla.
Las palabras no le habían salido como ella quería. Dejándose arrastrar por la emoción del momento, Ruth no pronunció las frases que con tanto cuidado había preparado. Lo dijo todo con excesiva brusquedad, haciendo rápidos gestos con las manos. Le explicó atropelladamente a Arnie que necesitaba tener un hijo en seguida, antes de que su trabajo como interna y residente se lo impidieran; le dijo que deseaba tener un hijo antes de cumplir los treinta años y que aquel deseo era tan vehemente que la volvía loca. Arnie la escuchó en silencio, desconcertado por aquella nueva y repentina aspiración de Ruth, tras haberse pasado tres años afirmando que deseaba esperar algún tiempo antes de tener hijos. Mientras intentaba asimilar aquellas frases inconexas, los datos biológicos y el calendario que con tanta precisión había elaborado Ruth, Arnie captó otra cosa que no le transmitieron las palabras de la joven sino la desesperada expresión de sus ojos, el tono suplicante de su voz y el terror que parecía haberse apoderado de ella.
¿Por qué?, se preguntó. Nada de cuanto ella le explicó justificaba en realidad aquella repentina necesidad de tener un hijo en seguida. Volvió a pensar que no conocía de verdad a Ruth Shapiro, que había en ella corredores ocultos y corrientes secretas. A lo largo de aquellos tres años de relaciones, varias veces se le ocurrió pensar que Ruth era un misterio.
—Si nos casamos ahora —le contestó muy despacio—, ¿dónde viviremos? Mi apartamento está demasiado lejos para ti y dudo que a estas alturas del año encontremos alguna vivienda vacía cerca de la escuela.
Ruth contempló la húmeda hierba. Aquél iba a ser el instante más delicado. ¿Y si Arnie no estuviera de acuerdo e insistiera en esperar? Ruth quería tener un hijo en seguida para demostrarle a su padre que no había pagado un precio demasiado alto por sus estudios de medicina, para demostrarles a todos que podía conseguir cualquier cosa que se propusiera. Pero ¿por qué era tan importante aquella necesidad? ¿Valía la pena poner en peligro sus relaciones con Arnie?
—Seguiríamos como hasta ahora —contestó Ruth en voz baja—. Sólo serían seis meses.
—¿Estas segura de que el hospital te aceptaría como interna estando embarazada? —le preguntó Arnie.
—Si organizamos las cosas de manera que pueda dar a luz en septiembre —se apresuró a contestar Ruth—, sólo estaría embarazada durante dos meses y medio o al máximo tres de mi período de interna y me quedarían libres los nueve restantes.
—Pero ¿cómo nos las vamos a arreglar? ¿Yo con un nuevo trabajo y tú como interna?
—Estoy segura de que al principio mi madre nos echaría una mano. Podríamos buscar a una estudiante que cuidara del niño. Sé que podemos hacerlo, Arnie —dijo Ruth, tomándole una mano—. Es muy importante para mí.
Él frunció el ceño, debatiéndose entre el sentido común y el rostro suplicante de Ruth.
—Sí tanto significa para ti… —dijo al final, encogiéndose de hombros.
Ruth se arrojó en sus brazos y hundió el rostro en su cuello.
—¡Oh, gracias, Arnie! Todo irá bien, ya lo verás. Será estupendo…