Ruth quería disputar otra carrera, pero, esta vez, el premio no sería un estuche de acuarelas, ni unas buenas notas o un puesto de honor en la clase.
Sería un hijo.
Sentada en un sillón de terciopelo situado en el extremo más alejado de Encinitas Hall, bajo el sol de octubre que penetraba a través de las ventanas, estaba calculando los ciclos lunares y las fechas con un calendario, un bloc de notas y un lápiz sobre las rodillas, cuando la distrajeron unas voces femeninas. Levantó los ojos y vio a un grupo de alumnas de primero alrededor de la chimenea. Se preguntó fugazmente de dónde procedería aquella nueva raza de estudiantes de medicina.
Eran unas treinta jóvenes de largo cabello lacio peinado detrás de la oreja, sentadas con las piernas cruzadas en el suelo, todas enfundadas en calzones cortos, vaqueros o pantalones deportivos, blusas de estilo campesino, camisas de hombre y jerséis o camisetas que decían «Una Mujer sin un Hombre es como un Pez sin Bicicleta». Estaban vagamente familiarizadas entre sí como si se conocieran de toda la vida y no desde hacía apenas un mes; cuatro negras y dos chicanas hablaban con las anglosajonas con una soltura inimaginable en otros tiempos.
Desconcertaron a Ruth el primer día del programa de Orientación, hacía cuatro semanas cuando, tras haberse ofrecido voluntariamente a darles la bienvenida, llegó armada con los consejos que le dio a ella Selma Stone hacía tres años. Descubrió que sus palabras eran innecesarias porque las chicas ya lo sabían todo. ¿Qué había ocurrido? ¿Cuáles eran los misteriosos canales de comunicación femenina que habían cruzado el país en todas direcciones, difundiendo la noticia por doquier? ¿Cómo era posible que aquellas treinta muchachas llegadas de treinta lugares distintos fueran desconocidas, pero ya se conocieran entre sí y estuvieran unidas y de acuerdo en todo?
En una semana modificaron el código de la indumentaria. Moreno les gastó la jugarreta del cadáver, pero se vio obligado a disculparse ante toda la clase. El doctor Morphy eliminó cuidadosamente de su vocabulario palabras tales como «cariño» y «nena» y, precisamente en aquellos momentos, un viejo cuarto de Mariposa Hall estaba siendo reformado para ser convertido en lavabo de señoras.
¿Por qué? ¿Por qué triunfaban aquellas chicas allí donde sus antecesoras fallaron? ¿Era sólo una cuestión de número, puesto que constituían un tercio de la clase y forzosamente había que contar con ellas, o sería cierto que las mujeres estaban cambiando de verdad, eran más audaces y conscientes del lugar que ocupaban en el mundo y formaban una raza distinta?
Ruth sacudió la cabeza, las felicitó mentalmente y volvió a concentrarse en el proyecto que tenía sobre las rodillas.
Establecer la fecha del parto era una cuestión muy peliaguda. Tenía que calcularlo con toda la precisión que pudiera permitirle la naturaleza. En caso de que su estado de gestación fuera muy avanzado en el momento de empezar a trabajar como interna, el hospital no la aceptaría y le ofrecería el puesto a otra persona; por otra parte, sí aplazara demasiado la concepción, se pasaría embarazada casi todo el período de interna y eso tampoco sería aconsejable. Sin embargo, conociendo al personal sanitario del hospital de Seattle en el que había trabajado durante tres veranos y en el que pensaba cumplir su período como interna, confiaba en que le permitieran empezar, siempre y cuando su embarazo no estuviera avanzado hasta el punto de no poderles ser de ninguna utilidad.
Pensó que el séptimo mes sería un buen momento para empezar. De este modo, ya habría dejado atrás los mareos matinales y otras molestias, su volumen aún le permitiría moverse con soltura y, en septiembre, ya todo habría terminado. Le concederían una o dos semanas de permiso y, por tan poco tiempo, no le buscarían un sustituto.
Muy bien.
Ruth tomó papel y lápiz e hizo nuevamente la ecuación. Se tomaba la fecha del comienzo del último período, se añadían siete días, se contaban tres meses a la inversa y salía la fecha del parto. Ruth tenía unas menstruaciones muy regulares y, por consiguiente, podía señalar con exactitud en el calendario las fechas de sus futuros ciclos. Tomó el cinco de noviembre, primer día de su siguiente período, añadió siete días, retrocedió tres meses y vio que el parto se produciría a mediados de agosto.
Demasiado pronto.
El ciclo volvería a empezar el dos de diciembre. La ecuación le daba esta vez el nueve de septiembre.
Ruth sonrió, dejó el lápiz y se reclinó en su sillón. Sería un buen momento para tener un hijo. Bastaría con que mantuviera relaciones sexuales en los días centrales de su ciclo de diciembre, es decir, entre los días doce y dieciséis.
Para ello necesitaría la colaboración de Arnie.
En los casi tres años que llevaba con Arnie Roth, desde su encuentro durante la fiesta de fin de año de 1969, ambos habían hablado de matrimonio sólo en un par de ocasiones, siempre por iniciativa de Arnie, ya que ella no quería ni oír hablar del asunto. No se podía negar que sus argumentos eran de peso: si él tenía su trabajo en Encino y ella estudiaba en Palos Verdes, ¿dónde podrían encontrar un sitio para vivir que fuera cómodo para ambos? Además, sería absurdo que se casaran puesto que no podría verse más de lo que se veía estando solteros. El plan era casarse en junio inmediatamente después de que Ruth finalizara los estudios. De este modo, Arnie dispondría de cuatro semanas para disolver la sociedad de la que formaba parte y ambos podrían trasladarse a Seattle e instalarse en una casa, antes de que Ruth empezara a trabajar como interna en el hospital el primero de julio. Ruth sabía que Arnie no vería ninguna ventaja en el hecho de casarse en octubre, con tantas prisas. «Hemos esperado tres años, Ruth —le diría—. Podemos esperar otros seis meses. No quiero vivir separado de mi mujer durante los primeros meses de matrimonio».
Ruth tenía por tanto que resolver la cuestión de cómo convencer a Arnie de que se casaran ahora y siguieran viviendo separados hasta que ella terminara los estudios.
Amaba profundamente a Arnie Roth. Sus suaves modales y su afectuosa presencia eran el único bálsamo de su vida. Su serenidad era como un contrapeso que la ayudaba a superar las tensiones de los exámenes y la expectante espera de las notas. Arnie siempre estaba a su disposición. Una noche de lluvia en que Ruth le preguntó cómo podía soportar su nerviosismo, sus altibajos y la preeminencia que ella atribuía a los estudios, él le contestó con toda lógica que lo que se tenía que hacer se tenía que hacer:
—No hay nadie que pueda llegar a ser el primero o la primera de la promoción sin poner en ello sangre, sudor y sacrificios. Algún día, Ruth, todo eso quedará atrás y podrás disfrutar de una merecida paz y tranquilidad. Yo invierto ahora en nuestro futuro.
Ambos compartían un sueño perfecto: Ruth obtendría el título de medicina, se instalarían en Seattle, trabajaría tres años como residente y después montaría un consultorio particular de obstetricia. Por fin, cuando su situación económica ya estuviera consolidada, formarían una familia. Arnie tenía razón, el futuro merecía la pena.
Sólo que ahora todo había cambiado.
Cuando Ruth se fue de Castillo en junio para pasar el verano en Seattle en compañía de su familia, llevaba en el bolsillo el preciado trofeo de un cuarto lugar en la clase. Era la cuarta de setenta y nueve alumnos. Ahora su padre no tuvo más remedio que reconocer que había conseguido su propósito y sus esfuerzos no fueron vanos. E incluso, para asombro de Ruth, no tuvo inconveniente en reconocerlo.
—Lo conseguiste, Ruthie, y me sorprende. Sí sólo hubieras aprobado, hubiera creído que era por pura casualidad. Pero el cuarto lugar de la clase ya es otra cosa. —Ruth estaba que no cabía en sí de orgullo. Ni siquiera Joshua se graduó en West Point en semejante lugar—. No obstante…
Mientras contemplaba a través de las ventanas de Encinitas Hall la corteza blanco grisácea del plátano del jardín y las hojas rojizas y doradas que se arremolinaban en el sendero, recordó la sombría expresión del rostro de su padre, preguntándole solemnemente:
—Pero ¿qué precio has pagado, Ruthie? ¿Merecen la pena todos estos sacrificios? Cuando termines y empieces a ejercer, tendrás treinta años. Será tarde para fundar una familia. Sacrificarás tu feminidad a cambio de convertirte en médica. No serás una mujer completa. Te has construido una vida anormal, Ruthie.
Ruth se fue muy pronto de Seattle. Regresó al sur de California dos semanas antes de que empezaran las clases y se fue a vivir al apartamento que Arnie tenía en Tarzana para que él la consolara de su pena y amargura con el antídoto de su amor y de su incansable fortaleza. Pero Ruth ya se había recuperado de la herida del verano y estaba urdiendo fríamente un plan para demostrarle a su padre que estaba equivocado.
Se abrió la puerta de doble hoja del fondo y apareció Sondra. Su amiga la saludó con una mano, se acercó a la máquina automática para comprarse una barra de chocolate y luego se reunió con ella.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó, mirando de soslayo al grupo de discusión congregado alrededor de la chimenea.
¿De dónde sacaban aquellas chicas el tiempo para discutir? ¿Por qué no se iban al Gilhooley’s a beber cerveza y morderse las uñas?
—Ya lo tengo resuelto —contestó Ruth, mostrándole sus cálculos a Sandra.
Ésta los examinó y asintió con la cabeza. En su opinión, Ruth cometía un error casándose tan pronto, pero se había empeñado tanto que ella ya ni siquiera intentaba disuadirla.
—Voy a tomarme una hamburguesa al Gilhooley’s. ¿Te vienes conmigo? —le preguntó.
—No puedo. Esta noche tengo que revisar doce gráficos y buscar unos datos en la biblioteca.
Cualquier persona se hubiera conformado con ocupar el cuarto lugar de la clase; desde luego, a Sondra le encantaba ser la número doce y Mickey se daba por satisfecha con el número quince. En cambio, Ruth se esforzaba como una loca e incluso decidió hacer un trabajo especial para acumular más méritos. A Sondra le parecía increíble que Arnie tuviera tanta paciencia. Le asombraba que siguiera viviendo con Ruth y no insistiera en verla, aguardando a que fuera ella quien le llamara y organizara las citas. Ahora se preguntaba cómo se las arreglaría Ruth para convencerle de que se casara tan pronto con ella y tuvieran un hijo.
—Prueba con Mickey —le dijo Ruth, consultando su reloj—. Creo que tiene libre esta noche.
—Ah, pero ¿no lo sabes? Mickey tiene una cita. Con Jonathan Archer.
Ruth apartó la mirada y empezó a recoger sus cosas. Tenía sus propias ideas sobre el asunto, pero prefería guardárselas. Jonathan Archer había provocado un desconcierto general, ¿Cinéma vérité? ¿Una mirada objetiva sobre la actividad de un gran centro médico, real como la vida misma? ¡Y un cuerno! Todas las enfermeras se presentaban cada día con impecables uniformes nuevos, los rostros hábilmente maquillados y el cabello perfectamente peinado como si tuvieran que acudir a una fiesta, siempre sonrientes y eficaces, serenas y abnegadas. Y de los hombres, mejor era no hablar: las arrugadas chaquetas blancas desaparecieron como por arte de ensalmo al igual que los cigarrillos colgando indiferentemente de las comisuras de los labios y las conversaciones salpicadas de palabrotas. De repente, todos se convirtieron en una colonia recién estrenada de doctores Kildare[1]. ¡Y la vérité brillaba completamente por su ausencia!
A Ruth no le gustaba demasiado aquel joven cineasta. No podía una doblar una esquina en el St. Catherine’s sin tropezarse con Jonathan Archer y su monstruosa cámara, entorpeciendo el trabajo de la gente mientras su ayudante se movía de un lado para otro con las lámparas halógenas de tungsteno, acercándole a una el micrófono cuando llamaba a la cafetería para preguntar si les quedaba un poco de carne salada.
Pues bien, aunque no se lo hubiera confesado a Sondra y a Mickey, Ruth ejerció presión para que, en la medida de lo posible, se impidiera a Jonathan Archer el acceso al departamento de maternidad.
—Esta semana la llamó todas las noches —le dijo Sondra a Ruth mientras ambas se encaminaban hacia la puerta—. Hoy es la primera noche que tiene libre. La llevará a ver una película suya antibelicista titulada ¡Nam! Ganó un premio en el Festival Cinematográfico de Cannes de este año y dice Mickey que, a lo mejor, la nominan para un Óscar.
Aunque Jonathan Archer no fuera santo de su devoción, Ruth deseaba que Mickey tuviera mucho éxito con él. Aquélla iba a ser su primera cita —la broma de la sala de urgencias no contaba— y Ruth esperaba que todo fuera bien.
Cuando salieron a la desapacible tarde de octubre, Sondra le dijo a su amiga:
—Te vas a quedar sola esta noche, Ruth. Quiero asistir a una conferencia sobre medicina tropical en Hernández Hall.
—Dejaré la luz encendida —gritó Ruth a sus espaldas; y añadió para sus adentros: «Qué suerte tienes, Sondra».
El futuro de Sondra estaba perfectamente organizado, sus objetivos eran muy claros y no había obstáculos ni relaciones que pudieran entorpecerlos. A lo largo de aquellos tres años, Sondra Mallone había, procurado mantenerse apartada de los hombres y siguió el rumbo que se había fijado hacía tiempo. En el transcurso de las vacaciones de verano, el reverendo inglés, el pastor de la parroquia de sus padres en Phoenix, le preguntó si estaría dispuesta a dedicar cierto tiempo a una misión cristiana de Kenia, y ella le contestó que sí. En julio empezaría a trabajar como interna y permanecería un año en un hospital de Arizona, trasladándose después a África donde sus compañeras de apartamento estaban seguras de que iniciaría una vida de aventuras, descubrimientos y realización personal.
Mientras se abrochaba el jersey, Ruth bajó por el camino que conducía a la biblioteca médica en la que pensaba pasar unas cuantas horas. Necesitaba reflexionar y preparar la táctica que iba a emplear con Arnie; y después quería dedicar algún tiempo a su proyecto especial para poder subir a puestos más altos.
Faltaban ocho meses para junio y Ruth quería ser la primera de la promoción.
Mickey le abrió la puerta y le miró con expresión compungida.
—Lo siento, Jonathan, intenté localizarte. No puedo salir contigo esta noche porque ha surgido un imprevisto.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó él, de pie bajo la lámpara del porche.
—Estoy de servicio en la sala de urgencias.
—¿Tan de repente? Esta tarde no lo estabas cuando hablé contigo. ¿Es obligación o te ofreciste voluntaria?
—Pues, verás —contestó Mickey, apartando los ojos de su penetrante mirada—, me lo pidieron por favor.
—Y tú no les dijiste que no. Entonces, ¿puedo, por lo menos, pasar y esperar contigo a que te llamen?
—Bueno, es que, en realidad, tengo que estar en el hospital. Cuando llega algún caso urgente…
—No estás lejos. Además, yo te puedo llevar en mi automóvil.
Tras dudar un instante, Mickey se apartó a un lado y le franqueó la entrada.
—Supongo que no hay inconveniente —dijo—. Aunque las noches del sábado suelen ser muy movidas.
Jonathan entró y se quitó el grueso jersey de estilo marinero que llevaba puesto. Aquella noche iba vestido de un modo informal, con vaqueros azules y botas de excursionista.
—¿Por qué lo aceptaste? ¿Te pagan por ello?
—No, no me pagan ni un céntimo —contestó Mickey, cerrando la puerta y dirigiéndose a la cocina.
—Entonces, ¿por qué?
—¿Cerveza, vino o Coca-Cola? —le preguntó la joven desde la cocina.
—Cerveza, por favor. Dime por qué aceptas este servicio que no te corresponde.
Mickey regresó y le ofreció una botella de cerveza sin vaso mientras abría una lata de Coca-Cola para sí misma.
—Para adquirir experiencia —contestó—. Quiero especializarme en cirugía estética y, para eso, hay que saber hacer muy bien las suturas. Cuando participo en alguna operación, lo máximo que me permiten hacer es sostener los retractores. Las suturas se reservan para los internos y los residentes. —Se dirigió al salón confortablemente caldeado en aquella fría noche de octubre y se acomodó en el sofá. Jonathan se sentó frente a ella en un sillón—. Además —añadió, levantando las piernas y doblándolas bajo su cuerpo—, en la sala de urgencias los residentes especializados en cirugía estética se quedan siempre con los mejores bocados. El resto se deja para los internos y, a nosotros los estudiantes, nos dan las sobras. Pero en las noches en que hay mucho trabajo y las lesiones se acumulan, nos permiten hacer suturas. Por otra parte, yo he pedido hacer el período de internado en un hospital muy prestigioso, la competencia va a ser muy dura y quiero tener un buen expediente.
Jonathan tomó un sorbo de cerveza, se reclinó en el sillón y miró a su alrededor.
—Bonita casa —dijo.
—La hemos ido mejorando a lo largo de los años, añadiendo nuestro toque personal. Estaba completamente vacía cuando nosotras nos mudamos aquí, hace tres años.
—¿Nosotras?
—Mis compañeras de apartamento y yo —contestó Mickey, y le explicó cómo se hicieron amigas y le habló con toda naturalidad de sí misma y de la vida que llevaba en Castillo.
Mientras la escuchaba, Jonathan se preguntó cómo se las podría arreglar para descolgar el teléfono sin que ella se diera cuenta y poder disfrutar así de su compañía.
—Perdona —le dijo Mickey al cabo de un rato—, te estoy aburriendo, ¿verdad?
—Creo que eres la mujer más preciosa que jamás he conocido. Lo digo completamente en serio, Mickey. En sentido físico. Eres una maravilla. Ayer eché un vistazo a las primeras copias de las tomas que hicimos el miércoles en la sala de urgencias y eres increíblemente fotogénica. Hasta Sam se sorprendió. Quedas muy natural en película, Mickey. Me parece que te equivocaste de profesión.
—¿Así engatusas tú a las chicas? —le preguntó la muchacha, echándose a reír.
Sin embargo, sabía muy bien que Jonathan hablaba en serio.
—El sueño de todo director es encontrar una belleza natural como la tuya. Y no me refiero sólo al aspecto —dijo él, dejando la botella de cerveza sobre la mesita e inclinándose hacia adelante; había apoyado los codos en las rodillas y tenía las manos cruzadas—. Tienes una forma muy especial de moverte. Se desprende de ti como una especie de corriente, Mickey.
—En fin —dijo ésta, haciendo girar incesantemente en sus manos la lata de Coca-Cola. En el silencio, sólo se oía el distante rumor de las olas. Al final, añadió en voz baja—: Antes me llamaban zarrapastrosa.
Jonathan se levantó y se sentó a su lado en el sofá. Mickey percibió toda la fuerza de su energía a través del breve espacio que les separaba; la sentía en sus ojos, en su cuerpo, en su voz.
—Déjame hacer una película sobre tu vida, Mickey.
—No.
—¿Por qué? Es una historia extraordinaria y a la gente le encantaría verte.
—No, Jonathan —le dijo la joven—. No pienso dedicarme al cine. No quiero hacerme famosa. Quiero ser pura y simplemente una médica. Por favor, no intentes convencerme ni cambiarme, Jonathan.
—Mickey —dijo él, tomándole una mano—, yo no quisiera cambiarte ni por un millón de dólares.
Después la besó y ella se asombró de lo fácil que resultó. Antes, cuando besaba a un hombre, siempre temía que él experimentara repulsión aunque se sintiera atraído por ella a otro nivel. Jamás pudo entregarse por entero y besar sin inquietud.
Jonathan fue su primer hombre.
La atrajo hacia sí y su beso se volvió exigente. ¿Cuáles serían las reglas?, se preguntó ella con el corazón desbocado.
Y en aquel momento, sonó el teléfono.
Jonathan se apartó y Mickey se levantó de un salto. La conversación fue muy breve.
—¿Judy? ¿Laceraciones faciales? ¡Será una broma! ¡Pues claro que sí, iré en seguida!
Jonathan la observó mientras se dirigía al dormitorio; poco después, salía con el jersey, el bolso y una bata blanca cuidadosamente doblada sobre el brazo.
—Lo siento, Jonathan —dijo Mickey con dulzura—, de veras tengo que irme.