Capítulo 11

Aquella fría tarde de un jueves en que el viento radicado soplaba sobre las grisáceas aguas del océano y las olas rompían enfurecidas contra la arena, la sala de urgencias estaba relativamente tranquila.

Tras haberse pasado una hora observando cómo el residente de mayor antigüedad extraía una moneda de cinco centavos de la garganta de un niño, Mickey se fue a lavar las manos. En aquel instante, se acercó al doctor Harold, un amable médico auxiliar y, apoyándose en la pared con los brazos cruzados, le dijo:

—Recuerdo que una noche estaba aquí y nos enviaron a un niño que tenía una moneda en la garganta. Avisaron al doctor Peebles y le explicaron lo que ocurría. Contestó que estaba cenando y no pensaba venir para extraer una moneda de cinco centavos de la garganta de un chiquillo. El interno le dijo: «No es de cinco centavos sino de diez, señor». «En este caso —replicó Peebles—, voy en seguida».

Mickey sonrió cortésmente. Le habían contado la historia en repetidas ocasiones, cada vez con nombres distintos y con distintos tipos de moneda.

—¿Señorita Long? —dijo la enfermera de recepción, acercándose con una historia clínica en la mano—. Hay un hombre en la sala tres. Fuertes dolores abdominales.

—Gracias, Judy.

Mickey abrió el cuaderno de la historia y le echó un vistazo mientras se aplicaba crema en las manos. Se trataba de un tal L. B. Mayer, de sesenta y tantos años, tenía náuseas, vómitos, dolor en el cuadrante inferior izquierdo, y no tenía SEGURO DE ENFERMEDAD.

Los alumnos de cuarto de medicina no hacían el diagnóstico, no recetaban medicamentos y no decretaban el ingreso de los pacientes en el hospital. Cuando Mickey terminara, el hombre sería examinado por un interno; a continuación, intervendrían uno o dos residentes de menor antigüedad y todos ellos anotarían los mismos datos hasta que, al final, vendría el residente de mayor antigüedad y adoptaría una decisión definitiva. Aunque Mickey era la primera y más insignificante fase de aquel proceso, siempre procuraba acercarse a cada caso como si ella fuera la única responsable y, por consiguiente, su examen era siempre exhaustivo.

La historia clínica apenas decía nada. Tendría que llenar cinco páginas en blanco, lo que normalmente le llevaba una o dos horas. Llamó con los nudillos a la puerta de la habitación tres, la abrió y, sonriendo profesionalmente, dijo:

—Buenos días, señor Mayer, soy la doctora Long y voy a…

—Ya estamos a la tarde, doctora —dijo Jonathan Archer, esbozando una pícara sonrisa mientras se levantaba de un salto de la mesa de examen.

—¿Cómo…?

Jonathan se situó detrás de Mickey, cerró la puerta corriendo el pestillo y después le quitó la historia clínica de las manos.

—L. B. Mayer, ¿comprende? ¿No conoce usted al famoso productor cinematográfico Louis B. Mayer? Siéntese, por favor, doctora. Mire lo que traigo. —Tomó un cesto que había junto a la pila y sacó un mantel a cuadros—. Bollos, crema de queso —dijo, sacando un termo del cesto— y café de Jamaica.

—Señor Archer…

—Nada de protestas, doctora, no sabe usted el trabajo que me ha costado.

—Pero ¿qué hace usted, señor Archer?

El director cinematográfico extendió él mantel sobre la mesa de examen y desenroscó el tapón del termo.

—¿No va a sentarse? —le preguntó.

—Quiero que me diga qué pretende…

Jonathan Archer se volvió bruscamente, la miró muy serio y le dijo:

—Al final, comprendí que la única forma de verla a usted consiste en ser un paciente.

—Pero usted no lo es, señor Archer.

—Puedo serlo.

Mickey contempló sus increíbles ojos azules y las pequeñas arrugas que los rodeaban.

—No lo creo —le dijo por fin.

—Examíneme.

—Tengo cosas que hacer —contestó Mickey, sintiéndose halagada y un poco estúpida también.

—Doctora Long, lo único que yo quiero es charlar un rato con usted para conocerla mejor. Verá, le dije a la enfermera que la enviara aquí cuando usted no estuviera ocupada. Es un día muy tranquilo. Comeremos un poco, charlaremos otro poco…

—¿Aquí?

—¿Y por qué no? Si la necesitan, la enfermera ya sabe dónde está. ¿Qué dice?

—La verdad es que no puedo —contestó la joven, contemplando la comida del cesto mientras aspiraba el agradable aroma del café—. No estaría bien —añadió.

—Muy bien, pues. Usted se lo ha buscado —dijo Jonathan, esbozando una cautivadora sonrisa mientras se encaminaba hacia la puerta.

—¿Qué va usted a hacer?

—También soy un buen actor, doctora. Long. Voy a revolcarme por el suelo, profiriendo gritos de dolor.

—No se atreverá.

—Y luego les diré que usted se ha negado a examinarme y amenazaré con presentar una querella.

Mickey se apoyó en la pila y empezó a reírse cubriéndose las mejillas con las manos.

—Y, además, lo mostraré todo en mi película y se verá usted envuelta en tal escándalo que…

—De acuerdo.

—… podrá considerarse afortunada si le permiten ejercer la medicina en el pueblo más miserable de Arkansas…

—Dije que de acuerdo.

—¿De acuerdo?

—Me quedo —dijo Mickey, levantando una mano—. Pero sólo porque me muero de hambre y únicamente durante unos minutos.

—¿De veras le gusta todo eso? —preguntó Jonathan, señalando con la mano el manguito de medir la presión, los pequeños instrumentos sumergidos en una solución rosada y las pulcras cajas de agujas de sutura y de apósitos.

—Pues, francamente, sí.

El hombre volvió a llenarle la taza de café; después, vertió el resto del contenido del termo en la suya, y tomó un sorbo en silencio mientras clavaba en ella sus profundos ojos azules.

—¿Dónde está Sam? —preguntó Mickey.

—En el laboratorio, examinando las primeras copias.

—¿Copias?

—Las tomas que hemos rodado hasta ahora.

—Lamento decirle que no he visto ninguna de sus películas. Apenas voy al cine.

—La verdad es que sólo hice dos y la primera no llegó a estrenarse —dijo Jonathan, soltando una carcajada—. No esperaba que tuviera tanto éxito. Yo sólo pretendía abrirle los ojos al público. Nunca pensé que eso pudiera ser tan traumático.

—¿En qué escuela de cinematografía estudió usted?

Jonathan tomó otro bollo y lo untó generosamente con crema de queso y una tira de salmón ahumado.

—En ninguna —contestó—. Soy abogado. Universidad de Stanford, mil novecientos sesenta y ocho.

—¿Hace películas en su tiempo libre?

—En régimen de plena dedicación. Estudié derecho para complacer a mi padre. Él quería que me incorporara a su bufete de Beverly Hills, pero yo nunca tuve esta ambición, a mí siempre me tiró el cine. De chico solía hacer novillos para ir a ver películas. Sin embargo, terminé los estudios, me hice abogado como él quería y cumplí, por así decirlo, el contrato. Después, colgué mi elegante traje de calle y me compré una cámara cinematográfica. —Jonathan tomó un bocado del bollo, masticó despacio, sorbió un poco de café y añadió—: Desde entonces, mi padre no ha vuelto a dirigirme la palabra.

—Lo siento —dijo Mickey, acercándose la taza a los labios.

—Ya se le pasará, siempre hace lo mismo. Mi hermano mayor también se rebeló. Se dedica a los seguros marítimos. Pero, en cuanto tuvo su primer hijo, a mi padre se le cayó la baba ante el primer nieto y se lo perdonó todo.

—¿Así pretende usted recuperar su favor? —dijo Mickey, mirándole por encima del borde de la taza—. ¿Teniendo un hijo?

—Se dará por satisfecho con cualquier cosa que venga, un hijo o mi primer millón de dólares —contestó Jonathan, esbozando una sonrisa mientras rezaba en silencio para que no sonara el maldito timbre de aviso.

Mickey pensó lo mismo y se sorprendió un poco. Desde que se despidió de Chris Novack, en el verano de 1969, hacía más de dos años, se había consagrado por entero a sus estudios de medicina, excluyendo cualquier otra cosa.

—¿Qué clase de médica va usted a ser?

—Especialista en cirugía estética.

—¿Por qué?

Mickey le habló de su mancha y de Chris Novack sin la menor turbación. Hacía dos años y medio, hubiera preferido morirse antes que comentar aquel tema. Jonathan Archer la miró frunciendo el ceño.

—¿En qué lado la tenía? —le preguntó.

—Adivínelo.

Él se levantó y se acercó a la mesa de examen sobre la que Mickey se encontraba sentada con las piernas colgando. Le tomó suavemente la barbilla y la inclinó a uno y otro lado, mirándola primero con el ojo de un cámara cinematográfico y, después, sencillamente, con el de un hombre.

—No la creo —dijo al final.

—Pues es verdad. Y, además, aún está ahí. El doctor Novack no la quitó, sino que se limitó a cubrirla. Tengo que andarme con mucho cuidado con el sol y, cuando me ruborizo, sólo se me pone colorada una mejilla.

—Hágalo para que yo lo vea.

—¡No puedo ruborizarme a voluntad!

Jonathan se aproximó un poco más a ella, le rozó las piernas con las suyas sin soltarle la barbilla y le dijo en voz baja:

—Me gustaría hacerle el amor aquí mismo, sobre esta mesa de examen.

Mickey contuvo la respiración y notó que se ruborizaba.

—Ya veo —dijo el hombre, retrocediendo—. Sólo se le ha puesto colorada la mejilla izquierda. —Mickey le miró mientras Jonathan volvía a su silla y tomaba otro bollo—. O sea que quiere especializarse en cirugía estética para librar al mundo de toda su fealdad, ¿eh?

—La gente no es culpable de lo que la naturaleza le da. Por el sólo hecho de que hayas nacido guapo…

—¿Usted cree?

—Yo hablaba en…

—Se le ha vuelto a poner colorada una mejilla, doctora Long.

Mickey dejó la taza encima de la mesa y se levantó.

—Yo no me he burlado de la historia de su vida.

—¡Un momento, por favor! —dijo él, poniéndose inmediatamente de pie—. Le pido perdón, no quería ofenderla. Lo siento de veras —añadió, asiéndola por un brazo—. Le suplico que no se vaya.

—Yo no era fea, Jonathan —dijo Mickey, mirándole—. En realidad, pocas personas lo son. Pero yo me veía así. La mancha sólo parecía una quemadura del sol, pero yo estaba convencida de que resultaba grotesca y me comportaba como si lo fuera. Cuando el doctor Novack me quitó la mancha, me convertí en una mujer distinta. De la noche a la mañana, nació otra Mickey Long…, la verdadera. Lo que más cambió fue la imagen que yo tenía de mí misma. Y eso es lo que yo quiero hacer en la vida, ayudar a las personas que padezcan algún defecto físico a tener una mejor imagen de sí mismas y, por consiguiente, a ser más felices.

Jonathan la miró, cautivado por el hechizo de su voz y la belleza de su rostro.

—Es usted extraordinaria —dijo, lamentando sus impertinentes comentarios de hacía un momento.

Se miraron mutuamente y, cuando Jonathan le comprimió levemente el brazo, Mickey experimentó una fuerte atracción física semejante a la que sólo sintió una vez, hacía dos veranos, en brazos de Chris Novack.

—Ya le he contado la historia de mi vida —dijo Jonathan, muy despacio—. Ahora, cuénteme usted la suya.

—No hay nada que contar.

—¿Familia?

—No tengo. Mi padre nos abandonó cuando yo era pequeña y mi madre murió hace dos años.

—O sea que está usted sola en el mundo.

—Sí…

Cuando el timbre de aviso interrumpió aquel momento mágico, ninguno de los dos reaccionó. Y cuando se oyó la voz de la enfermera, ambos siguieron mirándose en silencio.

—Perdone, Mickey —dijo la enfermera—, tiene que hacer una punción lumbar.

Al final, Jonathan se movió y Mickey carraspeó y miró el reloj.

—En seguida voy, Judy, gracias —contestó Mickey. Una vez en la puerta, se volvió a mirar a Jonathan y añadió—: Gracias por el almuerzo. Ha sido estupendo.

—¿Cenamos juntos el sábado por la noche?

—Estoy de guardia —contestó la muchacha, sacudiendo la cabeza.

—¿Y cuándo no está de guardia?

—Cuando estoy de servicio.

—¿Y el resto del tiempo?

—Me lo paso en la cama.

Jonathan exhaló un suspiro. A otra le hubiera contestado con un comentario picante —«Entonces, me reuniré contigo en la cama»—, pero con Mickey Long no podía hacerlo. Le parecía una chica aparte.

—Trabajo muchas horas, Jonathan. Lo siento. Treinta y seis ocupadas y dieciocho libres. Y, además, tengo las clases y muchos libros que leer.

—Nos lo ponen un poco difícil.

—Sí.

—¿No puede buscarse un poco de tiempo libre? ¿Sólo un poquito?

—Lo intentaré —contestó Mickey, mirándole por última vez antes de abrir la puerta.