Mientras corría por el pasillo, Mickey chocó con un joven que llevaba una cámara cinematográfica.
Tenía muchas cosas en la cabeza: cumplir su periodo como interna en Hawai, decidir si debía asistir o no al seminario de cirugía de aquel fin de semana, atender al niño de la sala seis que se había tragado un imperdible abierto. Tropezó con el joven de la cámara porque estaba consultando el reloj; llevaba tan sólo dos horas de guardia y ya iba con retraso.
Al pasar frente a la sala de las enfermeras, Ruth aspiró el aroma del café recién hecho y se notó el estómago vacío. Llevaba en la sala de urgencias desde la medianoche de la víspera y no se molestó siquiera en volver a casa, sino que se quedó dormida en una sala de examen; se despertó al amanecer, se tomó una ducha en los vestuarios de las enfermeras y volvió a bajar a la sala de urgencias para efectuar otra agotadora guardia de dieciocho horas. Estaba pensando en la última vez que comió —un poco de pastel de piña que se había tragado apresuradamente en el comedor del hospital hacia el mediodía del día anterior— y se preguntaba si le quedaría algún minuto libre para comer cuando chocó con el joven y poco faltó para que lo derribara al suelo.
—¡Oh —exclamó Mickey—, cuánto lo siento!
El joven resbaló hacia atrás con la enorme cámara cinematográfica apoyada en el hombro.
—Yo tengo la culpa —dijo, recuperando el equilibrio—. No miraba por dónde iba.
—¿Le he hecho daño?
—Sobreviviré —contestó el chico, soltando una carcajada mientras se bajaba la cámara del hombro—. Gajes del oficio.
A su espalda había un muchacho con un gran estuche negro colgado en bandolera del hombro.
—¿Les puedo ayudar en algo?
—No, muchas gracias, no ha pasado nada. Siga con lo suyo.
Mickey iba a ver a un paciente. Eran las ocho de una bonita mañana de octubre y la sala de urgencias del St. Catherine todavía estaba bastante tranquila, aunque Mickey sabía que pronto empezaría el caos.
—¿Son ustedes periodistas?
El de la cámara la miró por un instante y después dijo:
—Ah, no sabe quiénes somos. Perdone, nos dijeron que todo el mundo había sido informado. Soy Jonathan Archer —añadió, tendiéndole una mano—. Y éste es Sam, mi ayudante.
Perpleja, Mickey le estrechó la mano y saludó con la cabeza al ayudante, el cual le correspondió sonriendo.
—No, lo comprendo —dijo Mickey—. ¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí?
—Jonathan Archer —repitió el de la cámara como si pensara que ella tenía que conocerle a la fuerza—. Estamos rodando una película.
—¿Cómo?
—Yo creía que lo sabía todo el mundo —dijo él, estudiando la bata blanca, el estetoscopio y la historia clínica que Mickey llevaba en una mano—. ¿Pertenece usted a la plantilla del hospital?
—En cierto modo, sí —contestó Mickey, venciendo el impulso de echar a correr. El año de aprendizaje en el hospital le había enseñado a mantenerse en perpetuo movimiento y hacer siempre tres cosas a la vez. Los turnos de guardia de cuarto curso apenas dejaban tiempo para tomarse una taza de café y mucho menos para detenerse a charlar con un desconocido. Pero, aún así, sentía curiosidad—. ¿Qué clase de película?
—Es un documental —contestó Jonathan Archer, sonriendo de oreja a oreja—. Sam y yo nos pasaremos unas semanas aquí, filmando todo cuanto ocurre en el hospital. Cinéma vérité puro.
Mickey le observó con mal disimulado interés. Jonathan Archer parecía un vulgar fontanero que hubiera acudido a la sala de urgencias para arreglar una avería. Llevaba unos vaqueros azules limpios, pero muy remendados; la descolorida camiseta con la leyenda «Vivo en el Mundo del Cine» permitía adivinar la fortaleza de sus anchos hombros y de su musculoso tórax, y el cabello castaño le llegaba hasta los hombros. Mickey calculó que tendría unos veintiocho o veintinueve años.
Él la miró a su vez con sus profundos ojos azules, asombrándose de que aquella belleza tan singular pudiera permanecer oculta dentro de los muros de un hospital. El largo cuello, el cabello rubio platino peinado severamente hacia atrás, los acusados pómulos y la fina nariz eran propios de la belleza clásica de una primera bailarina.
—¿Con quién he tenido el placer de chocar?
—Soy la doctora Long.
—Ah, es usted médica.
—Bueno, en realidad, soy estudiante de cuarto de medicina. Pero ante los pacientes nos tenemos que presentar así y ya lo digo sin darme cuenta. ¿Le he estropeado algo? —preguntó en tono de disculpa—. ¿Alguna toma, quizás?
—No, aún no habíamos empezado. Sólo estábamos explorando el terreno, la disposición general, la iluminación, los ángulos, cosas de este tipo.
—¿Es usted el cámara?
—Soy el productor, el director, el cámara, la anotadora y el chico de los recados.
Mickey sonrió y dijo:
—Yo pensaba que las películas se rodaban siempre con muchas luces y reflectores y con sillas plegables de lona y cincuenta personas corriendo de un lado para otro.
Jonathan le devolvió la sonrisa, y Mickey observó que se le formaban unas finas arrugas alrededor de los ojos.
Unos preciosos ojos azules en un hermoso rostro bronceado.
—Eso depende de la película que se haga. Lo nuestro no es Ben-Hur. El cinéma vérité no exige un equipo de filmación muy grande. Lo formamos Sam y yo, el plató es el hospital y ustedes son los actores.
—¿Y el argumento?
—Lo cuenta el propio hospital.
Qué curioso. Hacía apenas un instante, Mickey tenía una prisa loca y un millón de cosas en que pensar, y ahora estaba allí, hablando nada menos que de cine con un perfecto desconocido.
—¿La puedo invitar a tomar un café?
Mickey pensó que ojalá no le hubiera hecho la pregunta porque era precisamente lo que más le apetecía hacer en aquel momento. Sin embargo, tenía que decir que no muy a pesar suyo. Sabía que, en cuanto viera al último paciente, las salas de examen volverían a llenarse. Habría que suturar laceraciones, aplicar escayolas, poner sueros, extraer líquido cefalorraquídeo, atender a madres histéricas, complacer a los médicos… La lista era interminable. En medio de todo aquel barullo, tendría que intentar almorzar, saltarse probablemente la cena, regresar corriendo al apartamento para cambiarse de ropa y quizá, con un poco de suerte, echar una rápida cabezadita en una cama vacía.
—Lo siento, pero no puedo —contestó, alejándose—. Que tenga mucha suerte con la película.
—Ya volveremos a vernos, doctora Long.
Mickey iba a decir algo, pero cambió de idea y se fue corriendo.
Chocó por segunda vez con Jonathan cuando doblaba apresuradamente una esquina, y ambos se echaron a reír ante la coincidencia. Jonathan Archer la invitó a almorzar, pero ella declinó la invitación. Volvió a tropezar de nuevo con él, pero esta vez no chocaron, cuando se dirigía a la sala de archivos en busca de una historia clínica. Jonathan y Sam acababan de filmar unas tomas en la sección de psiquiatría. Sólo pudieron intercambiar unas palabras porque Mickey se alejó, pidiéndole disculpas por no poder aceptar su invitación a tomarse un café y unos bollos. La cuarta vez, Mickey estaba tan preocupada con la perspectiva de trasladarse a las Hawai ocho meses más tarde, siempre y cuando el Great Victoria Hospital la aceptara, que Jonathan Archer tuvo que agarrarla del brazo para que le prestara atención. Esta vez estaban en el lugar adecuado, la cafetería del hospital, y era el momento adecuado, es decir, el mediodía, Jonathan le preguntó si podía almorzar con ella, pero Mickey se fue corriendo porque tenía cosas que hacer. Jonathan Archer empezó a preguntarse si ella le evitaba, y Mickey se hizo asimismo la misma pregunta.
Estaba nerviosa. Mientras se lavaba concienzudamente en la pila situada fuera de la sala de quirófano, Mickey trató de recordar todo lo que había aprendido en el último semestre, cuando estuvo en la sección de cirugía primero, lavarse bien las manos y los brazos, utilizando un cepillo de Betadine y contando las pasadas: veinte en las uñas, diez en cada dedo y en cada mano, seis alrededor de las muñecas, seis en el resto del brazo más allá del codo. Después, empezando por las yemas de los dedos hasta llegar al brazo, manteniendo las manos en alto y procurando que el agua se escurriera desde los dedos hasta el codo. Por fin, cambiar el cepillo de mano, añadir más jabón y repetir el procedimiento con la otra extremidad.
Como todos los principiantes, Mickey se frotaba demasiado fuerte y, como es lógico, se hacía daño. Con el tiempo, aprendería a lavarse con la energía suficiente como para eliminar las bacterias sin arrancarse de paso la piel. Ya había aprendido a mantener el cuerpo apartado de la pila y a ponerse la mascarilla antes de empezar a lavarse. No sabía por qué, en las películas, los médicos se lavaban siempre sin la mascarilla puesta. ¡Si lo hicieran en un hospital de verdad, los echarían a patadas!, pensó.
Miró el reloj. Un lavado correcto llevaba exactamente diez minutos. Quería hacerlo todo muy bien porque iba a actuar como ayudante del doctor Hill en una intervención. El doctor Hill era el jefe del servicio de cirugía y todo el mundo aseguraba que era un coco y se comía crudos a los alumnos.
Ahora venía lo más difícil: cruzar el pasillo y franquear la puerta cerrada, con los guantes y la bata esterilizada puestos sin contaminarse. En el transcurso del último semestre, una enfermera (las que enseñaban a los estudiantes el procedimiento eran las enfermeras y no los cirujanos) la mandó tres veces seguidas a la pila antes de darse por satisfecha. Sosteniendo los brazos en alto ante sí para que el agua se le escurriera por los codos, Mickey avanzó de espaldas, empujó la puerta con el trasero y se alegró de que la enfermera ya tuviera a punto la toalla porque se notaba los brazos fríos y pegajosos. Bajo la mirada crítica de la enfermera de campo, Mickey se secó primero una mano y luego la otra sin acercar la toalla a la ropa y después se secó los brazos hasta los codos, sosteniendo la toalla entre el pulgar y el índice, y se puso los guantes sin desgarrarlos —lo cual no era precisamente una tarea fácil— mientras la otra enfermera le ataba la bata por detrás.
La intervención aún no había empezado, pero Mickey sudaba a mares.
—¿Va a ayudar a Hill? —le preguntó una voz masculina desde el otro lado de la pantalla de la anestesia.
Mickey no podía verle. El paciente ya estaba dormido y preparado, la enfermera ya le había cubierto con las sábanas esterilizadas y el anestesista permanecía oculto tras la barrera verde.
—Sí —le contestó la joven.
—Buena suerte.
Era la sexta vez que le deseaban buena suerte aquella mañana. ¡No era posible que el doctor Hill fuera tan terrible como decían!
—¡Es una auténtica fiera en la sala de quirófano! —le dijo la enfermera jefe, señorita Timmons, en los vestuarios—. Se cree una especie de dios y le gusta que los estudiantes de medicina se vayan con el rabo entre las piernas. Y, por si fuera poco, acostumbra pegar en los nudillos.
Esto último ya se lo habían dicho varios compañeros suyos de clase que habían pasado por la sección de cirugía. Sí uno cometía un error, Hill le golpeaba los nudillos con un instrumento.
—¡Muy bien, pues, vamos allá! —tronó una voz mientras se abría la puerta. Un hombre alto y fornido, trajeado con unas prendas esterilizadas de color verde le presentó a la enfermera unos chorreantes brazos y se secó rápidamente las manos. Mientras le ataban la bata por detrás, escrutó a su ayudante con fría mirada—. ¿Es usted la alumna de cuarto que me tiene que ayudar?
—Si, doctor.
—¿Cómo se llama?
—Soy la doctora Long.
—Todavía no. ¿Ha ayudado usted alguna vez en una apendicitis, señorita Long?
—No, doctor, pero leí algo en el último…
—Se sitúa usted a este lado —dijo él, acercándose a la mesa en tres grandes zancadas.
Mickey tragó saliva y se colocó en el lugar indicado, frente al doctor Hill, y apoyó ligeramente las manos sobre las sábanas. Percibió el leve calor del cuerpo del paciente y la suave subida y descenso de la respiración asistida.
—Si se desmaya durante la intervención, señorita Long, apártese de la mesa. Bueno, señoras, ¿todos preparados? —Las enfermeras asintieron con la cabeza—. Chuck, ¿estás bien despierto ahí detrás?
—Todo listo —contestó el anestesiólogo desde el otro lado de la pantalla.
El doctor Hill se situó a la altura de la zona del abdomen descubierta y le dirigió a Mickey una prolongada mirada inquisitiva. Después dijo:
—Siempre empezamos con el bisturí. Supongo que habrá usted oído hablar de lo que es un bisturí, ¿no es cierto, señorita Long? Cuando se pide un bisturí, no se extiende la mano abierta tal como se hace con otros instrumentos. En este caso, perdería usted un dedo. Se coloca la mano en la posición en que estará cuando utilice el instrumento. Así. —El doctor Hill extendió la mano sobre el campo esterilizado de la intervención con la muñeca doblada hacia abajo y el pulgar en contacto con las yemas de los restantes dedos de la mano, mano de mantis religiosa, y la enfermera le introdujo el mango del bisturí en el hueco formado por los dedos—. En una situación ideal —prosiguió diciendo el cirujano—, no hace falta pedir nada. Bastan los gestos. Si la enfermera es una persona capacitada, ni siquiera son necesarios los gestos porque ella ya tendrá a punto el siguiente instrumento antes de que uno lo precise. Ahora vamos a cortar, señorita Long. Sostenga constantemente una esponja de gasa en la mano. En eso consiste ser ayudante. Usted me ayuda, ¿está claro?
—Sí, doctor.
Mickey extendió una mano hacia el carrito, tomó una esponja de gasa de diez por diez centímetros, tres hemóstatos para cohibir la hemorragia y una aguja de sutura enhebrada.
Dejando pausadamente el bisturí, el doctor Hill la miró con sus fríos ojos grises y le dijo:
—Eso, señorita Long, no hay que hacerlo jamás. ¿Ve usted todas estas esponjas que nuestra enfermera ha dispuesto ahí abajo? Para eso está ella aquí, señorita Long. Para ayudarnos. Nosotros trabajamos, aquí en la herida, y ella trabaja junto al carrito. Nunca tome nada del mismo.
Más colorada que un tomate, Mickey trató de sacar la curvada aguja de sutura de la gasa, pero se le enredó el hilo. El doctor Hill la miró sin decir nada mientras sus manos se movían torpemente, tratando de desenredar la gasa y la aguja hasta que, por fin, la enfermera se inclinó hacía ella y le dijo amablemente:
—Deme, yo lo haré.
—Perdón —musitó Mickey, tomando la gasa que le ofrecía la enfermera.
—Bueno —dijo el doctor Hill, recogiendo el bisturí—, cuando se corta el cuerpo humano, éste sangra. Y hay que secar la sangre mientras el cirujano trabaja. Para eso la ha puesto Dios en la tierra, señorita Long, para que me seque la sangre del paciente. Como la sorprenda sin la esponja en la mano, pensaré que no tiene usted ni idea del por qué está en una sala de quirófano y le pediré que se vaya.
Con un experto movimiento, el cirujano cortó la piel y la grasa y Mickey introdujo en el acto una gasa en la herida. Una vez empapada ésta de sangre, la sacó e introdujo otra. El doctor Hill la miró en silencio sin mover las manos. A Mickey le empezaron a pulsar las sienes mientras secaba la sangre, tiraba la esponja, tomaba otra, secaba y volvía a tirarla. Se disponía a introducir otra esponja de gasa en la herida cuando el doctor Hill le preguntó en tono cortante:
—¿Tiene usted intención de seguir haciéndolo hasta que el paciente se muera desangrado? Seque la sangre y, después, quítese de en medio para que yo pueda cauterizar.
El cirujano tomó un instrumento que parecía un bolígrafo con una aguja en un extremo y un hilo eléctrico conectado al otro. Aplicando la aguja a distintos puntos de hemorragia, el doctor Hill dejó un camino de zonas chamuscadas a lo largo de la herida. El procedimiento duró unos minutos y Mickey captó en seguida en qué consistía: comprendió lo que se proponía hacer el doctor Hill y le fue secando rápidamente la sangre para que viera el punto de hemorragia hasta que las esponjas de gasa salieron milagrosamente limpias y la herida abierta quedó seca y rosada.
—A partir de este instante, señorita Long, sostendrá usted constantemente un hemóstato en la mano. Si la hoja del bisturí corta un vaso, tendrá usted que cerrarlo en seguida. Extienda la mano así.
Mickey lo hizo automáticamente como el hierro atraído por un imán, y, al instante, le colocaron un hemóstato en la palma de la mano derecha. Mickey utilizó la izquierda para sostener la tenacilla mientras introducía los dedos de la derecha por las anillas. Como un relámpago, el doctor Hill le golpeó fuertemente la mano con la suya. Mickey le miró sobresaltada.
—Nunca utilice las dos manos, señorita Long —le dijo el cirujano—. En cirugía no se pueden hacer movimientos inútiles. Se extiende la mano y la enfermera ya le coloca el instrumento en posición de uso. No hay que manipular nada, y sólo se debe utilizar una mano. Vuelva a repetirlo.
Tragándose la rabia, Mickey soltó el hemóstato y volvió a extender la mano. La enfermera le colocó otro y, sin percatarse de ello, la joven levantó la mano izquierda. Esta vez, el doctor Hill utilizó el primer hemóstato para propinarle un fuerte y doloroso golpe en los nudillos.
—Otra vez —le ordenó.
Mickey le miró con rabia, soltó el hemóstato y extendió de nuevo la mano. Notó el peso del instrumento en la palma de la misma y se esforzó con toda su alma en introducir los dedos en las anillas sin usar la otra mano. El hemóstato le resbaló sobre las sábanas esterilizadas y cayó al suelo con estrépito.
—Otra vez —repitió Hill, clavando en ella sus fríos ojos.
Al caérsele el siguiente hemóstato al suelo, Mickey recibió otro golpe en los nudillos, pero a la sexta vez, consiguió introducir torpemente los dedos en las anillas.
—Estupendo —dijo el doctor Hill en voz baja—. No son ésos los dedos que hay que utilizar.
Mickey hubiera querido arrojarle el hemóstato a la cara, propinarle un bofetón, preguntarle si había nacido con la habilidad congénita de manejar el instrumental quirúrgico y decirle dónde quería que le metiera los malditos hemóstatos. Pero, en su lugar, extendió la mano, recibió la tenacilla, introdujo rápidamente el pulgar y el dedo del corazón en las anillas e inclinó la punta hacia la herida.
Tras repetidas aplicaciones de la esponja de gasa y del cauterio, el doctor Hill posó los instrumentos y dijo:
—El encanto de la incisión McBurney, señorita Long, es que no hay que cortar el músculo, sólo henderlo. —Insertando los primeros dos dedos de cada mano en la herida, levantó los codos y abrió la herida—. Vamos a ver, señorita Long, ¿cuáles son los aspectos clínicos de una apendicitis no perforada?
Mickey reflexionó un instante y contestó:
—Leve dolor abdominal iniciado en el epigastrio, asociado a menudo con pérdida del apetito y vómitos que, al cabo de unas horas, se resuelve en un dolor localizado en el cuadrante inferior derecho. La fiebre suele ser ligera. Se observa a menudo un espasmo muscular en la parte inferior derecha del abdomen, una elevación del recuento leucocitario y la velocidad de sedimentación puede ser…
—Yo no utilizo la velocidad de sedimentación en mis pacientes de apendicitis, señorita Long, porque suele carecer de valor para el diagnóstico. Enfermera, dele un Goulet a mí ayudante. —Mientras sus dedos se introducían en la cavidad pelviana para buscar el apéndice, el doctor Hill añadió—: Hay que manejarlo siempre con mucho cuidado porque el apéndice podría ser demasiado friable como para permitir una flexión sin ruptura, en cuyo caso la base se separa primero del ciego en lugar de hacerlo al revés. Babcock, por favor, enfermera.
Tras retirar el trocito de tejido rosado semejante a una lombriz y colocarlo en la mesa de campo, el doctor Hill hundió el muñón ligado con una sutura en forma de asa de bolso y añadió:
—Hay varias maneras de hacerlo, señorita Long. ¿Puede decirme por qué elijo este método?
—Supongo, doctor, que será porque, en caso de que se produzca un absceso en el lugar del muñón enterrado, con este cierre hay más posibilidades de que reviente en el ciego y no en la cavidad peritoneal.
—Muy bien, señorita Long. Es usted más lista que la mayoría de los estudiantes —dijo el cirujano. Después, miró hacia la pantalla del anestesiólogo y añadió—: Ya vamos a cerrar, Chuck.
—Las constantes vitales son estables, Jim —contestó el anestesiólogo, asomando por detrás de la pantalla la cabeza cubierta por un gorro verde.
—Catgut crómico —le dijo el doctor Hill a la enfermera, extendiendo una mano—. Y dele las tijeras a la señorita Long. Si espero a que ella las pida, nos vamos a pasar aquí hasta el día del juicio final.
El anestesiólogo se apartó del oído el auricular del estetoscopio y, mientras Hill iba cerrando las capas abdominales, preguntó:
—Bueno, ¿qué piensas de este tipo del cine, Jim? Ha armado un revuelo tremendo en todo el hospital.
—A mí no me importa, siempre y cuando no me dificulte el trabajo.
—¿Viste su última película? —preguntó la enfermera de campo desde su taburete del rincón—. Yo lloré como una loca.
—¿Qué película era? —preguntó la enfermera instrumentista, enhebrando otra aguja de sutura.
—¿No has oído hablar de ella? Provocó un gran escándalo. Dicen que el Departamento de Justicia trató de impedir su proyección.
—Yo la vi —rezongó Chuck— y me pareció una basura comunista.
—¿Qué película era? —volvió a preguntar la enfermera instrumentista.
—Se titula ¡Nam! y es un documental sobre la guerra —contestó la otra enfermera—. Es un tema muy impresionante, pero muy bonito también. Dicen que se fue a la línea de combate y lo filmó a través de la mirada de un soldado. Tuve muchas pesadillas, pero me pareció conmovedora.
—Maldita sea, señorita Long —gritó Hill—, la corta demasiado larga. Córtemela usted, enfermera, por favor.
Tras lo cual, arrancó las tijeras de las manos de Mickey y las arrojó al carrito del instrumental.
—En el Times de Los Ángeles decían —añadió la enfermera de campo— que, a pesar de su juventud y su escasa experiencia cinematográfica, Jonathan Archer es un valor a tener en cuenta.
Mickey apoyó las manos sobre las sábanas quirúrgicas y contempló el rítmico movimiento de las manos del doctor Hill y el periódico corte de las suturas por parte de la enfermera. Tragó saliva con la garganta seca y trató de respirar con normalidad. Aquello no volvería a ocurrirle jamás…