Capítulo 9

—¿Me va a doler?

—Sólo las inyecciones locales. Y también más tarde cuando pase el efecto de la xilocaína.

Mientras el doctor Novack preparaba la bandeja de instrumentos, Mickey apartó el rostro y miró hacia la ventana de la séptima planta desde la cual se podía contemplar una vista del Pacífico, fluctuando y agitándose bajo la lluvia de febrero.

—¿Está asustada, Mickey?

—Sí.

—¿Quiere un tranquilizante?

—No.

Contestó sin mirarle y sin ver lo que hacían sus manos con los terroríficos instrumentos que había en la bandeja. Tenía las palmas de las manos húmedas y se las secaba sin cesar con un arrugado pañuelo.

En los siete días transcurridos desde que accedió a que le practicaran la intervención, Mickey trató de prepararse para aquel momento, pero todas las seguridades que el doctor Novack le dio e incluso las reflexiones que ella misma se hizo parecieron disolverse en la grisácea lluvia. Al fin y al cabo, se trataba de un procedimiento experimental sin ninguna garantía. En la fiesta de la noche de fin de año de Encinitas Hall, el doctor Novack la asió de un brazo y le dijo:

—Creo que le puedo arreglar la cara.

Tras haber escuchado aquellas palabras, Mickey ya no pudo huir. Volvió a sentarse en el banco mientras el médico le explicaba:

—Tengo una beca para investigación en el St. Catherine. Soy especialista en cirugía estética y estoy experimentando diversos métodos de extirpación de los hemangiomas. Por eso la miraba con tanto descaro. Buscaba a alguien que pudiera utilizar como caso definitivo. He empleado, con éxito, el sistema en varios pacientes, pero se trataba de defectillos. Para la conclusión de mi trabajo, necesito un caso espectacular. ¡Y ya lo tengo!

Mickey guardó silencio. Le tenía mucho miedo, no al Chris Novack o al dolor, sino a la decepción. Le preguntó, una y otra vez, si daría resultado y él le contestó que no podía ofrecerle «ninguna garantía».

—La mancha es muy extensa. No recuerdo haber visto ninguna que cubriera por completo la mejilla. Se trata de una zona muy sensible y el procedimiento es delicado. Primero, le haré una prueba en la espalda donde no quedará ninguna señal, para comprobar si se produce alguna reacción.

—¿Qué tendré que hacer?

—Nada. Sólo venir a mi consulta cada tercer sábado del mes. Tardaremos una hora y calculo que serán necesarias seis o siete sesiones. Tendrá que permitirme tomar fotografías antes y después, y necesitaré su autorización firmada para utilizar su nombre y sus fotografías.

—¿Y si no saliera bien?

—¿Se refiere a sí quedara peor que antes? No.

Mickey tragó saliva y decidió lanzarse; pero entonces el doctor Novack le dijo:

—Otra cosa, nada de maquillaje durante el proceso. No podemos correr el riesgo que se produzca una infección.

Mickey se quedó helada. Si el médico sólo le iba a hacer un trocito cada vez, ello significaba que el resto de la mancha resultaría visible, y el hecho de ir por la calle sin maquillaje sería como ir desnuda. No podía hacerlo, y así se lo dijo al doctor Novack.

Sin embargo, no contaba con la fuerza irresistible de sus compañeras de apartamento, las cuales insistieron, la engatusaron, la amenazaron y no le concedieron ninguna tregua.

—Ya he sufrido demasiadas decepciones —dijo Mickey llorando.

—Las decepciones jamás han matado a nadie —replicaron Ruth y Sondra casi al unísono.

Poco a poco con su optimismo y entusiasmo, fueron venciendo los recelos de su compañera.

—¡La cara no es vuestra! —contestaba Mickey, tratando de defenderse—. ¡Vosotras no sabéis lo que es eso!

Sondra decidió adoptar una drástica medida. Mientras Mickey dormía arrojó al excusado el contenido de todos sus tarros de maquillaje.

Sentadas con los libros sobre las rodillas, Ruth y Sondra aguardaban ahora en el pasillo a que Mickey saliera de su primera sesión con el doctor Novack.

—Ya se ha probado todo —le dijo el médico a Mickey, sentada inmóvil en un sillón muy parecido a los de los dentistas—. Durante años, los médicos han utilizado toda clase de remedios para eliminar los hemangiomas, pero los resultados siempre fueron desalentadores. Esta cicatriz que tiene usted junto a la oreja es consecuencia de un fallido intento de injerto. No se preocupe, Mickey, yo se la quitaré.

No hacía falta que le especificara cuáles eran los métodos —la congelación, las incisiones, las cauterizaciones— porque Mickey los conocía todos y la mayoría de ellos no sólo habían resultado inoperantes, sino, también, increíblemente dolorosos.

—Tiene usted mucha suerte, Mickey, lo suyo es un hemangioma capilar. Sí fuera de tipo cavernoso, tendría que pedirle primero a un neurocirujano que la interviniera para interrumpir el principal aporte de sangre.

Cuando los dedos del médico le tocaron el cabello, Mickey respingó. La primera vez que se lo apartó de la cara para darle un vistazo, Mickey creyó morir de vergüenza. Jamás se acostumbraría a sentir el aire rozándole aquella mejilla, a sentir su mirada escrutadora y a percibir el contacto de sus dedos, explorando aquella parte, tan celosamente guardada, de su rostro.

—Voy a empezar en la proximidad de la oreja. De esta manera, si no sale bien, no se notará —dijo el médico en tono tranquilizador. Mickey llevaba el cabello recogido hacia atrás y envuelto en una toalla. Por la mañana se lavó bien el rostro con Phisohex, siguiendo las instrucciones que le habían dado. Con la cabeza de la paciente echada hacia atrás y de cara hacia la pared, el doctor Novack le aplicó otra toalla bajo la barbilla y volvió a lavarle la mejilla derecha con Phisohex. Luego, la joven le oyó dejar una cosa y tomar otra al tiempo que le decía:

—Bueno, Mickey, ahora unos cuantos pinchazos. Es la xilocaína.

Mickey notó un punzante dolor y después le pareció que se le desprendía la mejilla derecha y que ésta flotaba hacia las manos del doctor Novack que la trabajaría aislada de su cuerpo.

—He procurado igualar al máximo su pigmento cutáneo, Mickey. Tiene usted una piel preciosa que sería la envidia de muchas mujeres si la dejara al descubierto. Y, además, es usted muy guapa, Mickey. Pero ¿cómo van a poderlo saber los demás si lo único que usted, les permite ver es la nariz? Ahora le estoy aplicando el pigmento —añadió el doctor Novack, mientras le daba un suave masaje con las yemas de los dedos.

La muchacha oyó después un ruido que le hizo experimentar el impulso de dar media vuelta y echar a correr. El temido clic de un interruptor y el zumbido de un motor. Cerró los ojos y se imaginó lo que el médico sostenía en la mano: un instrumento que parecía una pluma estilográfica dotada de una punta de diminutos hilos que vibraban hacia adelante y hacia atrás para introducir el pigmento en la piel: la aguja de tatuaje.

Cuando salió una hora más tarde, pálida y temblorosa, pero con una sonrisa de alivio en los labios, Ruth y Sondra se levantaron de un salto. Rodeándole los hombros con un brazo, el doctor Novack le dijo:

—Conserve el vendaje todo cuanto pueda. Si ocurriera algo, llámeme en seguida. Vuelva el miércoles por la tarde para que le eche un vistazo. Procure recogerse el cabello hacia atrás y buena suerte.

Sondra corrió a abrazarla. Mientras contemplaba el vendaje y la piel escarlata que asomaba por debajo del mismo, Ruth puso los brazos en jarras y le dijo:

—¡Jesús, Mickey Long, pareces la novia de Frankenstein!

Llegó el mes de mayo y, con él, los exámenes de fin de curso. Una especie de paño mortuorio pareció cubrir Castillo a medida que se acercaban los exámenes y los alumnos se entregaban febrilmente a los estudios. Era el punto crucial en el que los que no aprobaran tendrían que dejarlo, el momento decisivo de la carrera. Todo el mundo decía que, si se lograba superar el primer año, lo demás venía rodado. Las fiestas y reuniones terminaron y Encinitas Hall se fue vaciando poco a poco hasta que, al final, en las tardes y noches de los sábados, sólo quedaron unos cuantos estudiantes de tercero y cuarto que vestían batas blancas, descansando en espera de que se iniciaran sus turnos de guardia. Toda la vida social quedó en suspenso; la playa estaba desierta, los teléfonos dejaron de sonar, la correspondencia no se contestaba, la luz brillaba durante toda la noche en los apartamentos y en las habitaciones de la residencia y en el campus se respiraba una atmósfera de tensa espera.

Las tres inquilinas del apartamento de la Avenida Oriente estaban tan obsesionadas y preocupadas como todos los demás alumnos, pero en su microcósmico ambiente había un motivo adicional de inquietud.

Ruth quería subir a un puesto más alto. Del número doce en noviembre pasó al noveno en enero y al octavo en los últimos exámenes trimestrales. No podía retroceder de ninguna manera y tampoco quería quedarse estancada en el octavo lugar.

Sondra proyectaba pasar un largo verano en compañía de sus padres a los que estaba segura de que tardaría mucho tiempo en volver a ver.

Y a Mickey se le acercaba la hora de tener la última sesión con el doctor Novack.

Nadie la miraba. Al principio, alguien volvió la cabeza en clase o la miró con leve curiosidad al cruzarse con ella en el patio —¿habría sufrido un accidente?, se preguntaban—, pero, después, ya no le prestaron la menor atención. Mickey esperaba las sesiones con incontenible emoción y solía acudir a la cita con mucha antelación, pero no quería mirarse al espejo. Cuando se lavaba, se peinaba o se cepillaba los dientes, lo hacía como si estuviera ciega; temía sufrir una decepción y procuraba aplazar al máximo el momento de la «revelación». Cuando Ruth y Sondra la miraban, no veían nada excesivamente llamativo: la cara de Mickey aparecía hinchada, tenía un color negro azulado y estaba cubierta por un vendaje. Al cabo de unos días, la inminencia de los exámenes y el nerviosismo de última hora se superpusieron al suplicio de Mickey y éste cayó casi en el olvido.

Un fin de semana, en vísperas del temible examen de Estadística, el doctor Novack le preguntó a Mickey si le importaría que la presentara en el seminario anual de Cirugía Estética.

Se dedicaba a retirarle las pequeñas suturas de nilón del lugar en que le había extirpado la cicatriz junto a la oreja. Aquel día no iba a haber tatuaje, aquello había terminado el sábado anterior.

—¿Le importaría, Mickey? El seminario se celebrará dentro de dos semanas, el último fin de semana antes de que terminen las clases. Es una reunión anual en cuyo transcurso se presentan distintos trabajos. Habrá mucha gente, alrededor de unos sesenta especialistas en cirugía estética procedentes de todo el país. ¿Cree que podría venir?

Mickey se encontraba sentada, como de costumbre, de cara a la pared y tenía las manos apoyadas en el regazo.

—¿Qué tendré que hacer?

—Poca cosa. Yo pasaré las diapositivas y pronunciaré una breve conferencia. Después me gustaría que usted se acercara para que pudieran verla.

—No puedo —susurró la joven.

El doctor Novack ya le había quitado el último punto. Después hizo un ovillo con la gasa y lo arrojó al cubo. A continuación dio la vuelta en el taburete giratorio para mirar a Mickey.

—Yo creo que sí —le dijo con suavidad.

—No.

—No puedo obligarla a hacerlo, desde luego. Pero piense en lo maravilloso que sería. Muchos médicos podrían conocer mi nueva técnica, la observarían, verían los resultados que se pueden conseguir y, una vez de vuelta en sus ciudades, podrían ayudar a otras personas que se encuentran en la misma situación en que usted se encontraba.

—¿En que yo me encontraba? —preguntó la joven, mirándole sorprendida.

—No se ha mirado usted al espejo, ¿verdad, Mickey? Tenga. —El doctor Novack tomó un espejo de mano y se lo colocó delante. La muchacha cerró instintivamente los ojos—. Mire sin miedo. Creo que hemos alcanzado un éxito resonante.

Mickey abrió los ojos y miró. Su mejilla derecha ofrecía un aspecto espantoso: cicatrices rosadas, enrojecimiento, tumefacción…

Pero la mancha había desaparecido.

—Todo eso se irá con el tiempo —le dijo el doctor Novack, rozando con las yemas de los dedos distintos puntos de la mejilla—. Si sigue las instrucciones que yo le di y no toma el sol, dentro de seis meses nadie podrá adivinar lo que antes había aquí.

—Muy bien —dijo Mickey, mirando a Chris Novack con una trémula sonrisa en los labios—. Iré.

—Ya viene —dijo Sondra, apartándose de la ventana y corriendo nuevamente la cortina.

Ruth se escondió en la cocina y Sondra se reunió con ella; contuvieron la respiración en la oscuridad. Cuando oyeron el rumor de la llave al introducirse en la cerradura, ambas tuvieron que reprimir la risa. Se abrió la puerta y la silueta de Mickey se recortó contra el color lavanda de la atmósfera crepuscular de junio.

—¿No hay nadie en casa? —peguntó Mickey en la oscuridad—. Habrán salido —musitó para sus adentros.

En aquel momento, Sondra encendió la luz y Ruth empezó a gritar:

—¡Sorpresa! ¡Sorpresa!

Mickey pegó un brinco.

—Pero ¿qué…? —preguntó sobresaltada mientras el bolso y los papeles se le caían al suelo.

—Sorpresa, sorpresa —gritaron sus compañeras, acercándose a ella y asiéndola por las muñecas—. Anda, vamos a celebrarlo.

—Pero, eso, ¿a qué viene? —preguntó Mickey mientras se la llevaban a los dormitorios—. ¿Han expuesto ya las notas?

—Todavía no. Ven.

Sondra se situó a sus espaldas y Ruth la empujó suavemente hacia el interior de la habitación. Mickey miró boquiabierta a sus sonrientes amigas.

—¿Qué es eso? —preguntó al final con un hilillo de voz.

—La celebración de tu presentación en sociedad, Mickey Long —contestó Ruth, dándole otro suave empujoncito en la espalda—. Anda, a partir de ahora ya eres otra.

Mickey se acercó lentamente a las cosas que había sobre la cama como temerosa de que éstas le pegaran un mordisco: un precioso vestido de seda azul sin mangas, unos elegantes zapatos del mismo tono, un pequeño estuche que contenía pendientes con incrustaciones de oro, una caja de maquillaje llena de colores, una bolsa de plástico transparente con rulos de vapor y un secador para el cabello, un chal de un famoso diseñador y un multicolor pañuelo en tonos verdes, azules y aguamarina, elegantemente dispuesto a los pies de la cama con una tarjetita que decía: «Úsame para echarte el cabello hacia atrás».

—No lo entiendo…

—Son nuestros regalos de presentación en sociedad.

—No, no puedo aceptarlos…

—Mira, Mickey Long —dijo Ruth—, eso lo hacemos no sólo por ti, sino también por nosotras. ¿Qué sentiríamos si nuestra Mickey fuera a la elegante cena de mañana por la noche vestida como una zarrapastrosa delante de todos aquellos cirujanos? ¡Tenemos que proteger nuestra imagen!

Mickey se echó a llorar y Sondra la imitó. Ruth sacudió la cabeza y tomó un cepillo del tocador.

—Lo primero que vamos a hacer —dijo, tomando un mechón del rubio cabello de Mickey—, ¡es cambiarte de peinado!

Chris Novack dijo que la recogería a las siete. La cena se iba a celebrar en el gran salón de actos del St. Catherine’s. Aunque el apartamento se encontraba a dos pasos, él insistió en recogerla. Sondra le abrió la puerta y Ruth le saludó desde la cocina.

—¡Nos costó Dios y ayuda convencerla! Ahora está en su habitación, tratando de decidir lo que va a ponerse.

Él sacudió la cabeza y se echó a reír. A su debido tiempo —Chris Novack estaba seguro por haber sido testigo de ello muchas veces—, Mickey se acostumbraría a su nuevo aspecto y cambiaría. A algunas personas les costaba un poco.

—Hola, doctor Novack.

—¿Mickey? —dijo él, volviéndose a mirarla asombrado.

La joven entró con paso vacilante en el salón como si no supiera caminar con zapatos de tacón. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en la nuca por medio de un bonito pañuelo. Mantenía la cabeza inclinada, pero, al acercarse a él, la levantó y esbozó una tímida sonrisa. Llevaba un poco de carmín en los labios, un toque de colorete en las mejillas y una pizca de sombra de verde en los párpados. Sin embargo no era tan sólo una Mickey Long maquillada. Se había producido en ella un cambio mucho más profundo, como sí le hubieran modificado la estructura ósea y el espíritu y con él toda su carne hubiera sido remodelada.

El doctor Novack se quedó sin habla.

—Que te diviertas mucho —dijo Ruth, volviéndose como si buscara algo—. Te esperaremos levantadas, Mickey.

Fue el último paseo que dieron por la playa. En el apartamento las maletas ya estaban preparadas y los pasajes de avión se encontraban en el interior de los bolsos. Sondra y Ruth se irían; Mickey se quedaría. Le habían ofrecido un trabajo como auxiliar de enfermera durante el verano en el St. Catherine’s, lo cual le permitiría de paso conservar el apartamento hasta el regreso de sus compañeras.

Sus pies se hundieron en la tibia arena y los pulmones se llenaron de brisa marina mientras el viento les despeinaba el cabello y les azotaba el rostro. Era un precioso día de playa, con un cielo intensamente azul, unas blancas nubes y grandes bandadas de gaviotas que chillaban sobre los acantilados. Ruth, Mickey y Sondra experimentaban la sensación de encontrarse al borde de un precipicio, y eran plenamente conscientes de que acababa de cumplirse una etapa de sus vidas.

Ruth regresaba a Seattle con un sexto lugar en el bolsillo: Arnie Roth la aguardaría cuando regresara en otoño. Sondra había sido aceptada como voluntaria en un programa sanitario que se iba a desarrollar en una reserva india. Y Mickey tenía un nuevo rostro, que, en aquellos instantes, protegía del sol con un enorme sombrero.

Habían dejado muchas cosas a sus espaldas, pero les quedaban muchas más por delante. El mes de septiembre parecía muy lejano.