Capítulo 8

Ruth llevaba una hora en la sección de maternidad y ya contaba los minutos que faltaban para marcharse. Lo aborrecía con toda su alma.

Estaban en febrero, en la segunda semana del cursillo de Práctica Hospitalaria. Éste empezó muy bien y los alumnos visitaron todos los departamentos, recibieron información sobre la estructura y el personal sanitario y, al final, aprendieron a utilizar los estetoscopios, los aparatos de medir la presión, los oftalmoscopios y los martillos para la comprobación de los reflejos. Los alumnos se dividieron en grupos, se facilitó a cada estudiante un equipo de examen y, después, hicieron prácticas los unos con los otros, aprendiendo a leer la sístole y la diástole, a distinguir los rumores de las válvulas y a evaluar las constantes vitales. Luego los grupos fueron enviados a los distintos departamentos, y pasaron cuatro días en cada uno de ellos. Al término de cuatro semanas, se realizaría un examen práctico y otro escrito para comprobar lo que habían aprendido y hacer una valoración del programa experimental.

La víspera, los alumnos visitaron el departamento de ginecología en el que les mostraron cómo se efectuaba un examen de la pelvis. El doctor Mandell los congregó alrededor de una cama situada en el fondo de la sala donde una agraciada mujer no se avergonzó de que le hicieran preguntas íntimas y de que la miraran doce desconocidos. Cuando Mandell corrió la cortina y anunció que iba a mostrarles cómo se efectuaba un examen de pelvis, la mujer se tendió en la cama, se portó muy bien e incluso colaboró.

—No es una auténtica paciente —les explicó el doctor Mandell antes de empezar las visitas—. Es una prostituta contratada por el hospital para que se pase una mañana en la cama e interprete el papel de paciente de ginecología. Es el único medio de poder enseñar cómo se efectúa este tipo de examen. Las verdaderas pacientes se ponen nerviosas, contraen los músculos y no hay manera de aprender nada.

Ruth lo pasó bien en el departamento de ginecología y pensó que había aprovechado la jornada; aquel día, en cambio, le correspondía la sección de partos. Allí, sólo podía haber dos alumnos a la vez y los estudiantes se iban turnando durante tres días mientras el resto del grupo visitaba otros servicios. El doctor Manden escogió aquella mañana a Ruth y a Mark Wheeler, y les mostró dónde tenían que cambiarse; y después, se reunió con ellos en la sala de enfermeras.

Tras ser presentados a la señora Caputo, enfermera jefe de la sección de obstetricia —una severa mujer que les recordó su obligación de no molestar y no hacer preguntas—, visitaron las dos salas de preparación para el parto, las cuatro salas de parto y la sala de recuperación… Todo era muy frío, aséptico e impersonal. Un barullo tremendo reinaba en la sección.

Nadie prestaba la menor atención al doctor Mandell y a los residentes. Era un día especialmente ajetreado. Se había presentado un parto difícil en una sala y, cuando Ruth miró a través de la ventanilla de la puerta, vio un enorme montículo cubierto de verde sobre la mesa de operaciones, rodeado por tres hombres y dos mujeres que se habían puesto las mascarillas. En la sala contigua, una atareada enfermera disponía todo lo necesario para realizar una cesárea de urgencia. Desde la puerta de la sala de recuperación, vieron a una pálida mujer asistida por una enfermera vestida de verde y finalizaron el recorrido frente a la puerta de una de las dos salas de partos.

La sección de partos era exactamente igual que la de quirófano que había visitado la semana anterior, lo que sorprendió ligeramente a Ruth. Nunca creyó que dar a luz fuera un procedimiento quirúrgico ni que hubiera tanto jaleo. A través de la gruesa puerta se escuchaban los gritos de la madre y las palabras de aliento de quienes la atendían: «¡Empuje!» y «¡No empuje!». En el aire se percibía el rumor sincopado de varios monitores cardíacos y el silbido de dos autoclaves de vapor. Sonó un teléfono, pero nadie se puso al aparato. Dos hombres discutían en una sala. Al final, un grito desgarró de súbito el aire y los dos alumnos se sobresaltaron.

—En eso se nota que estamos en una sala de partos —les dijo el doctor Mandell—. En el barullo.

Ruth y el doctor entraron en una habitación; en cambio, Mark Wheeler se quedó fuera, con la cara más pálida que su rubio cabello aclarado por el sol de Malibú. Sólo una de las cuatro camas estaba ocupada y, cuando se acercaron para ver a la paciente, Ruth se quedó de piedra.

—¡Era una niña!

—Bueno —dijo el doctor Mandell—, vamos a echar un vistazo a la historia.

Era una historia de color amarillo, lo cual significaba que se trataba de una paciente de beneficencia, las que utilizaban los estudiantes, residentes e internos para hacer prácticas. Ruth sabía que las historias de color de rosa eran intocables: correspondían a los pacientes de pago que disponían de sus propios médicos.

La joven miró sonriendo a la niña, pero ésta no le devolvió la sonrisa. Dos enormes ojos castaños dominaban su pálido rostro; su cabello era rubio y lacio y tenía los labios cenicientos. Con el camisón de hospital pegado al cuerpo a causa del sudor, la muchacha miraba a los desconocidos con recelo, pero sin la menor curiosidad. Como era una paciente de beneficencia, probablemente la habrían examinado muchas personas vistiendo batas blancas o verdes, que ni siquiera se habrían tomado la molestia de presentarse.

Ruth procuró concentrarse en la historia.

—Lenore tiene una dilatación de cinco centímetros —dijo el doctor Mandell—. Puesto que la dilatación máxima del cuello de la matriz es de diez puede decirse que está a medio camino. —Cerró el cuaderno y lo colgó de nuevo a los pies de la cama—. Bien, aquí no tenemos nada que ver. Vamos a la sección de cesáreas.

Al salir, Ruth volvió la cabeza. Los dos grandes ojos de la muchacha la estaban mirando. Una vez en el pasillo, oyeron un grito procedente de otra sala y el doctor Mandell dijo sonriendo:

—¡Parece que hemos elegido bien el momento!

Se detuvo a hablar un momento con la señora Caputo que acababa de pegarle una bronca a una ruborosa enfermera. Ruth observó que la enfermera jefe sacudía la cabeza y levantaba un dedo. Al regresar, el doctor Mandell dijo:

—Lo siento, en esta sala sólo puede entrar un alumno cada vez. Venga señor Wheeler. Usted será el primero.

Ruth les vio entrar en una sala aún vacía y oyó que una voz femenina les decía:

—Muy bien, pero que procure no desmayarse.

Después, decidió echar otro vistazo a través de la ventanilla de la puerta de al lado. Vio los hombros del médico. El parto seguía su curso, pero había al parecer alguna dificultad.

Vio asomar una cabecita y retirarse después de nuevo como si el niño aún no estuviera dispuesto a salir.

Cada vez que el niño asomaba la cabeza, la mujer lanzaba un grito.

—¡Dios bendito, denle un poco más de epidural! —oyó que decía el médico.

La mujer protestó un poco, pero se calló en seguida. La cabeza del chiquillo ya no asomaba.

—¡Empuje! —gritó el médico, con la espalda completamente empapada de sudor—. ¡Vamos, empuje!

La mujer lo intentó, pero no pudo. La anestesia le había relajado los músculos.

Al final, el médico tomó un fórceps y consiguió sacar al niño, el cual fue recogido por las manos enguantadas del ayudante.

Ruth se apartó de la ventanilla y clavó los ojos en la fría pared de azulejos verdes del otro lado…

Un borroso bulto de color verde pasó ante sus ojos. Una enfermera abrió un armario, sacó unas sábanas de color verde y corrió a la sala de partos. A través de la puerta fugazmente entreabierta Ruth pudo escuchar el rumor sincopado de los monitores cardíacos, el llanto de un recién nacido, el zumbido de un aparato de respiración artificial y el ruido de la válvula de succión de la pared.

—Pero ¿esto qué es? —gritó alguien.

Ruth se apartó de la puerta. «Conseguiré superarlo», pensó. En aquel momento, se abrió la puerta de doble hoja del fondo del pasillo y entraron dos hombres enfundados en batas blancas, empujando una camilla. Aparecieron inmediatamente unos ayudantes vestidos de verde que mandaron retirarse a los camilleros, empezaron a dar y a recibir órdenes y retiraron la sábana que cubría a una mujer en avanzado estado de gestación, al tiempo que protestaban por la ausencia de algo y maldecían a los de la sala de urgencias, y empujaban la camilla hacia una sala de partos mientras alguien gritaba:

—¡Deprisa, hay que sacar al niño en seguida!

En el instante en que se abrió la puerta, Ruth vislumbró fugazmente a su compañero Mark Wheeler, más pálido que la cera, pegado contra una pared. El doctor Mandell fue a reunirse con el resto de los alumnos del cursillo que se encontraban en la sección de patología, en la que Ruth hubiera deseado estar en aquellos momentos.

Un patético grito la obligó a mirar hacia la puerta de la primera sala de preparación para el parto.

Ruth se acercó a la cama. Como era la mayor de cinco hermanos, estaba acostumbrada a ver a una mujer embarazada, aunque nunca tuvo una participación directa en el proceso del parto. Su madre iba engordando progresivamente hasta que llegaba el momento de llevarla al hospital. Al cabo de una semana, regresaba a casa con un sonrosado niño en los brazos.

Todo aquello le resultaba completamente desconocido. Lenore estaba recostada contra las húmedas almohadas, tenía las huesudas manos sobre el abdomen hinchado y una manta por encima de las piernas. Por debajo del camisón le salían varios tubos conectados con un aparato que metía un ruido infernal y vomitaba una tira de papel gráfico. Uno de los delgados brazos de Lenore estaba fijado a una rígida tabla y de su muñeca salía un tubo conectado con una botella de suero colgada por encima de la cama. Alrededor de la mitad superior del otro brazo tenía enrollado un manguito de medición de la presión. Sobre la mesilla había dos clases de estetoscopio, una caja de guantes de goma esterilizados, una linterna quirúrgica, una palangana y un termómetro.

Ruth miró a su alrededor y comprendió que el ambiente de la sala pretendía ser «alegre»: papel de pared con margaritas sobre fondo amarillo, cortinas estampadas con limones y piñas rodeando cada cama y un bonito cartel de unos niños persiguiendo unas mariposas pegado a la parte posterior de la puerta. Sin embargo, dominaban más los detalles típicamente hospitalarios: la chillona iluminación más clara que la luz del día, las relucientes camas cromadas, las sábanas almidonadas, el suelo de linóleo y la fría atmósfera general. «Jamás tendré a mis hijos en un lugar como éste», pensó Ruth.

Cuando volvió a mirar a Lenore, vio en sus ojos una silenciosa pregunta y comprendió que la niña deseaba saber quién era, pero no se atrevía a preguntárselo. «Preséntense siempre como “doctor” —les dijo el doctor Mandell—, eso infunde confianza en el paciente».

—Hola, soy la doctora Shapiro.

Al ver que el rostro de Lenore se relajaba, Ruth experimentó una punzada de remordimiento. «Por favor, no te fíes de mí. No tengo ni la más remota idea de lo que ocurre».

—Tengo miedo, doctora —contestó la muchacha con voz quejumbrosa.

—Pues, claro —le contestó Ruth, dándole unas palmadas en el hombro—. Es muy natural. Es tu primer hijo, ¿verdad?

¡Qué pregunta tan estúpida!

—Sí —contestó Lenore, mirándose el abultado vientre.

Hubiera deseado añadir algo más, pero no sabía qué decir.

—¿Estás sola? —le preguntó Ruth con suavidad.

—¡Sí, completamente sola! —contestó Lenore, irguiendo la cabeza—. No tengo a nadie. Mi novio, cuando le dije que estaba embarazada, se largó y creo que ahora está en San Francisco. Vivíamos varios chicos juntos, pero Frank y yo formábamos pareja. Yo era su novia y no me acostaba con ningún otro. Cuando él se fue, el grupo se deshizo.

—¿Dónde vives ahora?

—Por ahí.

—¿Dónde está tu familia?

—En el Este. Crucé el país en autostop el año pasado. Después, conocí a Frank y quise sentar la cabeza, pero me salió mal.

—Lo siento —murmuró Ruth—. Pero ahora, por lo menos, tendrás al niño.

—Sí…

Las interrumpieron unas voces masculinas. Al volverse, Ruth vio a dos hombres vistiendo unos monos verdes, Uno de ellos era el médico que acababa de asistir a un parto, utilizando el fórceps. Llevaba toda la pechera manchada de sangre.

—Francamente, yo a las mujeres les administro escopolamina —dijo, acercándose a la cama de Lenore—. Desvarían un poco y gritan como locas durante el parto, pero después no se acuerdan de nada y me dan las gracias. Ni dolor ni recuerdo del alumbramiento. Bueno, vamos a ver este caso. Primípara, cinco centímetros. Nos la mandaron de urgencias. En todos estos casos hay que comprobar siempre la posibilidad de que haya enfermedades venéreas.

Ruth se hizo a un lado. El médico leyó la historia y, luego, la pasó en silencio a su ayudante. Tras echar un vistazo al gráfico del monitor fetal, sacó un par de guantes de goma de la caja y se los puso.

Cuando retiró la sábana, Lenore apretó instintivamente los muslos.

—Un poco tarde para cerrar las piernas, ¿no te parece? —le dijo el médico a la chica—. Vamos, cariño, no podemos perder todo el día contigo.

Mientras la examinaban, ambos médicos comentaron la situación sin dirigirle ni una sola mirada a la niña. Al terminar, el médico sentenció:

—Ocho centímetros, la cabeza está todavía muy alta en la pelvis. Vamos a tomarnos un café.

Al ver que se quitaban los guantes, Lenore hizo acopio de valor y les dijo en voz baja:

—Mi niño está muy abajo. Lo noto.

—No es verdad, encanto, aún tienes que esperar un poco.

—Por favor, ¿me puede dar algo contra el dolor?

—Eso no podemos hacerlo, guapa —contestó el primer médico—. Podría detenerse el proceso del parto. No te comportes como una chiquilla, porque lo que te ocurre es completamente normal.

Cuando estaban a punto de marcharse, la señora Caputo entró corriendo en la sala.

—Doctor Turner, acaban de llamar de urgencias. Ha habido un accidente en la autopista de la Costa. Uno de los lesionados es una mujer embarazada. Está a punto de dar a luz. Puede que el feto haya sufrido daños. La suben ahora mismo.

—¡Oh, Dios mío! Vamos, Jack, ven a ayudarme. Caputo, llame a mi despacho y dígales que anulen mi reserva en el Scandia.

Ruth se acercó de nuevo a la cama y vio que dos lagrimones rodaban por las mejillas de Lenore. Antes de que pudiera decirle algo, el rostro de la muchacha se contrajo en una mueca y su cuello se arqueó a causa del dolor.

—Me duele mucho —gritó, casi sin resuello—. ¡Me está matando! ¡Me voy a morir!

—No te vas a morir —le dijo Ruth, tomándole una mano—. El doctor tiene razón, eso es algo completamente normal.

—Sí, pero se equivoca en lo de la cabeza del niño. No está arriba, sino aquí abajo. Noté cuando bajaba.

—¿Estás segura? —preguntó Ruth, tras mirarla un momento.

En el acto se arrepintió de sus palabras, al recordar la universal filosofía médica: el médico sabe mejor las cosas que el paciente, al paciente no hay que hacerle caso.

Lenore no tuvo tiempo de contestar. Su rostro se contrajo en otra mueca, se le hincharon las venas del cuello y las sienes y, después profirió un grito y se relajó sobre la cama, jadeando.

Ruth la miró alarmada. Las contracciones eran muy seguidas.

—Oh, Dios mío —exclamó Lenore—, estoy sangrando.

—No es posible —le dijo Ruth, procurando conservar la calma. Pero ¿dónde estaba la gente? Se volvió a mirar hacia la puerta y, después retiró cuidadosamente la manta que cubría a la chica. Entre las piernas de la misma se observaba la presencia de un líquido claro—. No pasa nada —añadió con fingida serenidad—, no es sangre. Acabas de romper aguas.

—Ya viene otra. —Lenore apretó la mano de Ruth con tanta fuerza que poco faltó para que se la descoyuntara—. ¡Ayúdeme, doctora! ¡Ya viene! ¡Tengo miedo!

—Voy por alguien —dijo Ruth, soltándose de la presa de Lenore—. No te preocupes, todo irá bien.

Pero no fue así. En el pasillo reinaba el caos más absoluto. La víctima del accidente de circulación fue introducida en la sala de partos rodeada por seis personas. Alguien le arrancó de encima la ensangrentada ropa, otra persona sostenía una mascarilla de oxígeno sobre su rostro, una tercera empujaba un carrito de reanimación cardíaca mientras que una cuarta se dedicaba a introducir gel en las hojas del desfibrilador. Todo el personal disponible que no trabajaba en la cesárea de la sala contigua luchaba por las vidas de aquella mujer y de su hijo; incluso había dos personas que no pertenecían al equipo quirúrgico. Aquello era un auténtico desbarajuste y Ruth no sabía qué hacer.

Al ver a la señora Capoto, se acercó corriendo a ella y le dijo:

—La chica de aquella sala ya empieza a…

La enfermera jefe la apartó bruscamente a un lado; sostenía en sus brazos un equipo de instrumental quirúrgico de emergencia.

—¡Quítese de en medio! La chica es una paciente del doctor Turner, él ya se encarga de todo. Como vuelva a meterse donde no la llaman, mandaré que la echen fuera.

Ruth regresó junto a Lenore a la que sin darse cuenta, ya consideraba su paciente, y la encontró retorciéndose de dolor en medio de otra contracción. El monitor cardíaco fetal registraba un ritmo irregular, la botella de suero golpeaba contra el soporte metálico, el abdomen de Lenore se levantó y la manta cayó al suelo.

Oh, Dios mío, pensó Ruth con la boca seca. Va a nacer.

En un rápido movimiento, Lenore la agarró por la muñeca.

—Ayúdeme —le suplicó la niña con voz ronca—. Ayúdeme, por favor, doctora.

Ruth trató de apartarse y miró angustiada hacia la puerta. Si pedía ayuda a gritos, asustaría a Lenore. Tenía que aparentar tranquilidad.

Al ver que se producía otra contracción, Ruth comprendió la horrible verdad: no podía dejar sola a la chica.

«Dios mío, Dios mío —pensó mientras buscaba entre los barrotes del cabezal de la cama—. ¿Dónde estará el timbre de llamada? ¿Por qué no ponen un interruptor de urgencia? ¿Por qué no entra alguien a mirar?».

Todos sus temores quedaron confirmados a la siguiente contracción cuando vio asomar fugazmente la cabeza del niño.

Se puso, temblando, un par de guantes de goma tal como se lo había visto hacer al doctor Turner, y se situó entre las piernas separadas de Lenore. Cuando apareció por segunda vez la cabeza, extendió las manos, dispuesta a agarrar un resbaladizo balón de fútbol, así describían la cabeza del niño algunos textos. Pero el niño no seguía el texto: la cabeza se retiró y Lenore volvió a relajarse.

«Ahora saldré a pedir ayuda…».

Precisamente en aquel momento el niño volvió a asomar la cabeza y Ruth se llevó un susto de muerte: había algo alrededor del cráneo.

Empezó a sudar frío y, por un instante, temió desmayarse. La obstrucción sólo podía ser una cosa: el cordón umbilical.

—Espera —le dijo a Lenore—, la próxima vez no empujes.

—¡Tengo que hacerlo! ¡No puedo contenerme!

—No, no empujes…

Cuando, a la siguiente contracción, asomó de nuevo la cabeza, Ruth se aterrorizó. Una especie de cuerda de color púrpura precedía al suave cráneo, pero después se detuvo a la entrada y se quedó blanca debido a la presión de la cabeza. Ruth pensó con rapidez. Cada vez que comprimía el cordón, el niño interrumpía el aporte de sangre y oxígeno que recibía de su madre. En caso de que la situación se prolongara, moriría antes de nacer.

Ruth no se percató de que estaba llorando. A través de las lágrimas sólo vio sus propias manos moviéndose instintivamente sin obedecer a ninguna lógica, y sus dedos introduciéndose en la vagina para buscar la suave cabeza redonda y el pulsante cordón. Al producirse una nueva contracción, consiguió apartar la cabeza del cordón, pero, una vez finalizado el espasmo, notó que el cordón regresaba al mismo sitio y comprendió que volvería a quedar bloqueado a la siguiente contracción.

Sin pérdida de tiempo, saltó de la cama, corrió a los pies de la misma y accionó la manivela. Poco a poco, Lenore empezó a inclinarse hacia atrás a medida que bajaba la cabecera, de la cama y subían los pies. Ruth regresó a su sitio y aguardó la siguiente aparición de la cabeza. Esta vez, el cordón no corría tanto peligro, pero estaba pinzado de todos modos; la joven introdujo una mano y sostuvo la cabeza.

Ruth hubiera podido jurar que pasaron horas mientras Lenore gritaba y ella introducía la mano y sostenía la cabeza para apartarla del cordón. Cuando empezó a pedir ayuda a gritos y alguien entró corriendo en la sala, las lágrimas se le convirtieron en llanto y, al ver que una enfermera la sustituía, introduciendo una mano enguantada en el mismo lugar donde ella introdujo la suya, rompió a llorar sin poderse contener. Un fuerte brazo le rodeó los hombros y la guió hacia una silla que había en un rincón. Se escucharon unas apresuradas pisadas y el rumor de las ruedas de la cama que unos camilleros sacaban de la sala. Después…, silencio total.

A los pocos minutos, una sorprendida enfermera le trajo a Ruth un café y le quitó los ensangrentados guantes. Al cabo de un rato, la joven no supo cuánto, un hombre vestido de verde entró en la sala, sudoroso, aunque sin manchas de sangre. El desconocido la miró con asombro y le dijo que era el doctor Scott.

—Creo que no la conozco —dijo, sentándose frente a ella en otra silla y buscando la placa del nombre en su bata—. ¿Es usted enfermera?

Ruth tragó saliva. Aún no se había recuperado por completo.

—No, soy estudiante de medicina.

—Ah, ya comprendo. ¿Tercer curso? ¿Cuarto?

—Primero.

—¿Estudiante de medicina de primero? —El hombre arqueó las cejas hasta casi rozar el borde de su gorro de cirujano—. ¿Y qué hace usted aquí?

Ruth le explicó que aquél era el primero de los tres días que iba a pasar en la sección de maternidad como parte del programa PM.

—Pues, desde luego, ya ha podido saborear en qué consiste de verdad la medicina —le dijo el doctor esbozando una sonrisa—. Tiene usted suerte. Cuando yo estudiaba, no puse los pies en un hospital hasta tercero, y le aseguro que me llevé una impresión terrible. ¡Estuve a punto de desmayarme cuando presencié la primera punción espinal! Es bueno que los estudiantes empiecen a familiarizarse un poco con todo eso ya desde el principio. De este modo, los que no tienen auténtica vocación médica, pueden dejarlo. En tercero, uno se encuentra atrapado y ya es demasiado tarde para dejarlo. ¿Se le ha enfriado la afición a la medicina después de esta experiencia? —preguntó, tras estudiar a la muchacha un instante en silencio.

—No.

—Ya debía tener usted algunos conocimientos —dijo el doctor Scott, mirándola con simpatía—. ¿Ayudante de enfermera? ¿Auxiliar sanitaria? ¿Nada en absoluto? —preguntó al ver que ella sacudía la cabeza—. ¿Quiere usted decir que es la primera vez que asiste a un parto?

—Ni siquiera he visto a una gata tener gatitos.

—Es asombroso —dijo el médico, cruzando los brazos y mirándola con una extraña expresión—. Supo exactamente lo que había que hacer. No se asustó ni echó a correr. Se quedó a su lado.

—Pero me puse a llorar como una tonta.

—Todos lo hacemos alguna vez —contestó el médico, encogiéndose de hombros. Tras estudiarla un instante en silencio, añadió—: Usted ya ha eliminado este obstáculo del camino. ¿Piensa dedicarse a obstetricia?

—A medicina general.

—Podría seguir esta especialidad. Aquí es donde usted hace falta.

Ruth le miró asombrada y después contempló el estúpido papel de pared, con los limones y las piñas, y el lugar que había ocupado antes la cama de Lenore. «¿Aquí?», se preguntó en silencio.

—¿Se encuentra bien Lenore?

—Perfectamente. Ha tenido un niño precioso. Gracias a usted. ¿Quiere verlo?

—Sí.

El doctor Scott se levantó con ella y, asiéndola del brazo, la acompañó fuera de la sala.