Capítulo 7

Lo que menos deseaba Mickey aquella noche era ir a una fiesta.

—Te sentará bien —le dijo Sondra, observándola mientras se aplicaba otra capa de maquillaje en la mejilla—. Vives como una monja enclaustrada, Mickey. Ruth y yo somos tus únicas amigas.

—Me basta y me sobra con ello.

—Ya sabes a qué me refiero.

Sí, Mickey lo sabía muy bien. Mezclarse con otras personas, intercambiar ideas. A Sondra eso le resultaba muy fácil porque tenía una personalidad extrovertida y una cara exótica. Ruth, por su parte, estaba tan segura de sí misma, que no tenía la menor dificultad en hacer amistades y en salir con hombres, tal como lo estaba haciendo con Steve Schonfeld. Las dos compañeras de Mickey no tenían ni la más remota idea de lo que significaba andar por la vida con una marca en la cara. El sólo hecho de pensar en aquella fiesta de fin de año la paralizaba de espanto: habría montones de gente y todos la estudiarían con malsana curiosidad.

Sin embargo, Sondra estaba empeñada en que fuera a la fiesta y Mickey se sentía profundamente en deuda con ella.

Hacía cuatro semanas, cuando acababan de terminar los exámenes trimestrales, Mickey se desmayó en la cocina. Ruth había salido con Steve y en casa sólo estaba Sondra. Fue un desmayo sin importancia, pero ambas se llevaron un buen susto. Al averiguar la razón —Mickey vendía su sangre al hospital y se saltaba los almuerzos para ahorrar dinero—, Sondra la reprendió por la falta de confianza que tenía con sus compañeras. Pues claro que la ayudarían a sufragar los gastos de la residencia de su madre; Sondra se podía permitir aquel lujo y Ruth se ofreció a colaborar en cuanto se enteró de lo ocurrido.

Fue un gesto muy hermoso por parte de ellas y Mickey se tranquilizó en seguida. Dejó de vender su sangre, empezó a comer con normalidad y acudió a ver a su madre, llevándole ramos de sus flores preferidas. Aquel incidente tuvo, además, otra repercusión: Sondra y Ruth la salvaron de la desesperanza y le hicieron comprender, por primera vez en su vida, que podía contar con alguien más que con su madre porque tenía unas amigas de verdad.

Ante la insistencia de Sondra, Mickey no podía negarse.

—¿Irá también Ruth? —preguntó, acercando el rostro al espejo para cerciorarse de que la mancha estaba completamente cubierta.

Sondra puso los brazos en jarras y sacudió la cabeza. ¡Menuda pareja! La una estaba asustada de la vida y la otra se había casado con los libros. ¿Qué iba a hacer Ruth Shapiro la noche de fin de año? ¡Estudiar! ¡Pero estudiar, además, una asignatura de una clase que aún no había empezado!

—Me he pasado todo el día intentando convencerla. Ya verás como al final lo consigo.

Sondra deseaba que sus dos amigas acudieran a la fiesta y lo pasaran bien.

Por su parte, ella la esperaba con ansia porque sabía que Rick Parsons estaría allí. Desde el día de la operación, ambos habían compartido tan sólo una cena apresurada y un almuerzo interrumpido. La cena tuvo lugar el mismo día de la intervención de Tommy. Rick la invitó impulsivamente a cenar en un restaurante italiano donde ambos pasaron el rato discutiendo acerca de la cuestión que más le interesaba a Rick: alejarla de sus sueños africanos y convencerla de que se especializara en neurocirugía. No lo consiguió durante aquel primer asalto, pero volvió a la carga dos semanas más tarde en el transcurso de un almuerzo en el hospital, interrumpido por una llamada urgente. Rick era un hombre muy persuasivo y Sondra empezó a dudar un poco de la conveniencia de irse a África, habiendo en casa tantas tareas interesantes que hacer, tal como él le decía.

Rick Parsons también era persuasivo en otras cosas. Por primera vez en su vida, Sondra había conocido a un hombre del que hubiera podido enamorarse fácilmente. Mientras se preparaba para la fiesta, se preguntó si empezaría a enamorarse aquella misma noche.

Sentada en su habitación, con la espalda apoyada en la pared, Ruth oyó los rumores de sus compañeras que se arreglaban para ir a la fiesta. Ruth se debatía entre ir o no ir.

Aunque Sondra se burlara, a Ruth no le parecía descabellado estudiar una asignatura cuyas clases aún no habían empezado. Las altas calificaciones que había obtenido en los exámenes trimestrales las consiguió precisamente gracias a que estudió cuando los demás holgazaneaban. El número doce de la clase, ése era el lugar que ocupaba Ruth Shapiro en aquellos momentos. En un curso de ochenta y cuatro, ella era la número doce, mientras que sus compañeras de apartamento ocupaban los números diecinueve y veintiséis. Estaban en el tercio superior y eso las llenaba de satisfacción. Sin embargo, Ruth aspiraba a mucho más. Mientras los otros se iban al Gilhooley’s para celebrar los aprobados o para ahogar las penas, ella se quedaba en el apartamento a estudiar.

Estuvo tentada de llamar a su casa para comunicar a su familia la buena noticia, pero luego lo pensó mejor y se detuvo a medio marcar el número. Le pareció oír a su padre: «¿Cómo? ¿El número doce? ¿Y cuántos alumnos hay en tu clase, Ruthie? ¿Doce?». Sabía que eso no iba a ser suficiente para él. A Mike Shapiro sólo le impresionaba la perfección absoluta, como la de su hermano Joshua, en West Point, o la de Max, en la Universidad del Noroeste. La competencia era muy dura, pero Ruth estaba segura de su triunfo.

Sandra llamó con los nudillos a la puerta y entró sin esperar respuesta.

—¡Vamos, Ruth, que la PH no empieza hasta dentro de un mes!

Así lo llamaba Sondra. En realidad, el nombre del cursillo era Práctica Hospitalaria y consistía en un programa experimental que acababan de instaurar en Castillo. Casi todos los estudiantes de medicina seguían dos cursos de ciencias y sólo empezaba a poner los pies en el hospital en tercero. Entonces, ya era demasiado tarde para que los alumnos no aptos para el ambiente hospitalario pudieran abandonar los estudios. En Castillo se les ocurrió la idea de convertir a los alumnos de primero en cobayas de experimentación: durante los cursos de ciencias, participarían en un programa de orientación de seis semanas en el St. Catherine’s. Les proporcionarían chaquetas blancas y estetoscopios y acompañarían a los médicos en sus visitas a los pacientes. No harían nada, se limitarían a observar, pero eso sería suficiente para eliminar, ya de entrada, a los que no fueran idóneos para el ejercicio de la medicina.

Ruth quería prepararse muy bien. Ya tenía el estetoscopio y estaba estudiando un ejemplar de segunda mano de la Guía para el examen físico, concentrándose sobre todo en las constantes vitales —temperatura, pulso, respiración—, por ser éstas el fundamento en el que se basaba toda la estructura de la medicina moderna.

—Ruth Shapiro —dijo Sondra—, ¡voy a contener la respiración y a ponerme de color violeta hasta que te vistas!

Ruth miró a su compañera. Sondra estaba tan emocionada que hasta le brillaba la piel. No era para menos. Valía la pena enamorarse de Rick Parsons. A diferencia de Steve Schonfeld…

—¿No irá Steve a la fiesta?

Ruth no les contó a sus compañeras la horrible escena que había tenido con él. Prefirió olvidar el incidente y actuar como si jamás le hubiera conocido. ¿Cómo pudo ser Steve tan desconsiderado e insensible?

Ruth reflexionó unos instantes y, después, comprendió que en la calle y en la casa habría demasiado jaleo y no se podría estudiar.

—Muy bien, tú ganas —dijo al fin, apartando el libro a un lado—. Iré con vosotras.

Ruth se puso sus mejores galas: unos pantalones de punto azul marino de perneras anchas y una blusa blanca con volantes fruncidos en el escote y en los puños, para demostrarle a Steve Schonfeld, en caso de que asistiera a la fiesta, que la ruptura con él le importaba un bledo. Mickey eligió un vestido color hoja de té y una chaqueta de color avena. Sondra, por su parte, estaba sensacional con un sencillo vestido de punto de color amarillo pálido y una cinta a juego en el negro cabello.

Decidieron ir a pie desde el apartamento a Encinitas Hall y no tardaron en verse rodeadas por un numeroso grupo de estudiantes que, en la gélida noche de diciembre, avanzaban como mariposas nocturnas atraídas por la luz y la música de Encinitas Hall.

La sala estaba abarrotada. El fuego ardía alegremente en la enorme chimenea de piedra, las velas parpadeaban en los candelabros de pared de hierro forjado y las mesas rebosaban de platos y botellas. Todo el mundo hablaba a la vez sobre el trasfondo de las melodías del nuevo musical Hair. Las tres muchachas se quedaron de pie en la orilla de aquel mar de cultura y contracultura: estudiantes de medicina vestidos con chaqueta y corbata del brazo de muchachas en minifalda y pantimedias estampadas, profesores severamente vestidos, acompañados de sus esposas tocadas con elegantes sombreros estilo cosaco; se aspiraba en el aire un extraño aroma que no era de incienso. Unas luces intermitentes de colores se encendieron en los altavoces estereofónicos al finalizar la música de la Era de Acuario; por encima de los murmullos, se podían oír claramente de vez en cuando palabras como: trasplante de corazón, ciclamatos, Onassis y Vietnam.

Venciendo el impulso de dar media vuelta y regresar al apartamento, Ruth les dijo a sus amigas:

—Me apetece una cerveza.

Mientras Ruth se abría camino por entre la gente, Mickey buscó con la mirada el lavabo y Sondra intentó localizar a Rick Parsons.

A dos pasos de la mesa en la que se distribuía la cerveza y el vino, Ruth se tropezó con Adrienne, la estudiante casada de su curso.

—¿Has visto a mi marido? —le preguntó ésta con dos cervezas en la mano—. Está de guardia. ¡A ver si le han llamado y me ha dejado aquí sola! —añadió, soltando una risita afectada.

—¿Sabe ya dónde hará las prácticas de interno? —le preguntó Ruth.

—No, pero será en St. Catherine’s o en el hospital de la Universidad de California, en Los Ángeles. De eso estamos seguros.

—Si lo mandan a Los Ángeles, ¿dónde viviréis? Porque aquí le quedaría un poco lejos para venir en coche, ¿no?

—Ah, pero ¿no lo sabes? ¡Estoy embarazada! ¡Sí, de veras! ¡Precisamente caí en el ocho por ciento de fallos que se registran con el diafragma! De todos modos, estamos contentos.

—¿Y cómo te las vas a arreglar para poder seguir estudiando?

—Bueno, pienso tomarme un descanso. El niño nacerá en verano y, como no podremos dejarlo al cuidado de nadie, me tomaré un año de reposo. Cuando Jim empiece a trabajar como interno, tendremos un poco más de dinero y podremos pagar a una «canguro» y él también podrá estar un poco al cuidado del niño. Entonces, yo volveré a Castillo.

Ruth la miró asombrada.

—El doctor Hoskins me ha concedido permiso. Volveré y terminaré. Pero ahora la carrera de Jim nos interesa más, ¿comprendes? Si él dejara el trabajo de interno para estar al cuidado del niño mientras yo estudiara aquí en Castillo, puede que no se le volviera a presentar una buena oportunidad. Por consiguiente, nos pareció mejor que él terminara primero y se estableciera. Yo seguiré más tarde, ¿comprendes?

—Sí, comprendo. Bueno, pues, que tengas mucha suerte, Adrienne. Te echaremos de menos.

Mientras reanudaba su interrumpido camino hacia el bar, Ruth pensó: Ya sólo quedamos tres…

No quería que ocurriera. Esperaba no tropezarse con él en toda la velada, pero allí estaba Steve con dos vasos de vino blanco en las manos.

—Hola, Ruth —le dijo Steve, ruborizándose levemente.

—Hola, Steve —contestó la joven—. ¿Cómo estás?

—Bien, muy bien. —Steve miró nerviosamente a derecha e izquierda—. ¿Y tú?

—También. ¿Ya sabes dónde harás las prácticas de interno?

—Todavía no —contestó él, mirando de nuevo a derecha e izquierda—. Ojalá me envíen a Boston —añadió, riéndose.

—Espero que lo consigas.

—Gracias…

Ruth pensó que aquél hubiera sido el mejor momento para decirle lo que opinaba de él. Era extraño que, siendo un estudiante de medicina, no hubiera comprendido su afán de conocer las notas. La causa de la separación entre ambos había sido el deseo de Ruth de ir corriendo a Encinitas Hall donde estaban expuestas las notas en el tablero de anuncios.

De eso habían transcurrido tres semanas y Ruth lo recordaba todo con claridad, Era una brumosa noche en la que una sirena de niebla sonaba tristemente en la oscuridad. Le dijeron que ya habían salido las notas y cruzó corriendo el campus para verlas, pero entonces se tropezó con Steve que deseaba charlar un rato con ella. Ruth le explicó muy bien la razón de su prisa. ¿Por qué no la comprendió? Estudiaba medicina desde hacía tres años y medio y hubiera tenido que saber lo que eran esas cosas. Le dijo, por tanto, que le vería luego y se fue a Encinitas Hall.

Unos días más tarde, cuando le llamó, Steve se mostró muy frío con Ruth y le dijo que era mejor que no siguieran viéndose. Al preguntarle la muchacha el porqué, le contestó:

—No puedo competir con los libros, Ruth. Eres demasiado ambiciosa para mí. Necesitas a un tipo que esté dispuesto a soportarlo todo.

La miró ahora con la misma expresión con que le había hablado por teléfono: triste, desconcertado y hasta un poco resentido. Ruth estuvo a punto de comentarle el tema allí mismo, delante de toda aquella gente. Hubiera querido preguntarle si había olvidado cómo era aquella lucha y cuántas veces había sido esclavo de las mujeres en su camino hacia la cumbre. Steve era el quinto de su clase. Ruth hubiera querido preguntarle por qué le dijo que jamás podría mantener relaciones normales con un hombre mientras siguiera empeñada en ser el número uno y en superar a todo el mundo. Pero después decidió ahorrarse la molestia. Si él, un estudiante de cuarto curso de medicina, no podía comprender su esfuerzo, ello significaba que aquellas relaciones no merecían la pena. ¿Por qué todos los hombres de su vida le aconsejaban siempre que se conformara con ser la segunda pudiendo ser la primera?

—Bueno —dijo Steve, alejándose—, tengo que irme. Ya nos veremos.

—Sí, ya nos veremos…

Al ver al doctor Parsons junto a la chimenea, Sondra le dijo a Mickey:

—Ven, vamos a reunimos con Rick.

—No, ve tú —contestó Mickey—. Yo prefiero ir a sentarme.

Mientras su amiga iba en busca de un escondrijo entre las macetas de palmeras enanas, Sondra trató de abrirse camino hacia la chimenea. Rick Parsons estaba muy guapo con su chaqueta de tweed, pantalones beige y jersey de cuello cisne, conversando con un grupito de amigos. Al verla, sonrió y le hizo señas con una mano.

—Hola, ¿cómo estás?

—Muy bien.

—Me alegro de que hayas venido, tengo una buena noticia para ti.

Sondra decidió en aquel momento lanzarse de cabeza sin pensarlo más. Esta vez, se iba a enamorar.

—¿De qué se trata?

—¿Te acuerdas de Tommy, el del astrocitoma quístico?

—Sí.

¿Cómo hubiera podido olvidarle?

—¡Ya hemos conseguido una recuperación de casi el ciento por ciento!

Sondra esbozó una radiante sonrisa de felicidad.

—Creo que no conoces a nadie —dijo Rick, indicándole con un gesto a sus acompañantes.

Los nombres le eran desconocidos, pero todos iban precedidos del título de doctor. Sondra aún tardaría algún tiempo en conocer a los médicos de Castillo.

—Encantada de conocerle —le dijo a cada uno a medida que se los iban presentando.

Al final, Rick añadió:

—Y ésta es Patricia, mi mujer.

Sondra miró parpadeando a la mujer que tenía al lado. Era muy bonita, vestía con elegancia y sonrió cordialmente mientras le decía:

—Me alegro de conocerte. Rick me ha contado que quiere reclutarte para la práctica de la neurocirugía. ¿Vas a capitular?

Sondra se la quedó mirando en silencio. ¿Su mujer? ¿Le habló él en algún momento de su mujer? Recordó todas sus conversaciones con Rick y comprendió que, aunque él le había dado a entender cierto interés, jamás le había hablado de sí mismo.

—No —contestó, soltando una carcajada un poco falsa—. No tengo intención de rendirme. Tomé hace mucho tiempo la decisión de irme a África.

Uno de los componentes del pequeño círculo, un anciano caballero de melena leonina, dijo con voz de barítono:

—Cualquiera diría que cobra una comisión para atraer a la gente al servicio de neurocirugía. ¡En estos instantes, tres de nuestros residentes están allí gracias a los buenos oficios de Rick!

—Eso será porque la desgracia en compañía no es tan dura de soportar —dijo otro entre las risas del grupo.

Sondra hubiera deseado que se la tragara la tierra. ¿Cómo era posible que una mujer tan cautelosa y precavida como ella se hubiera llamado a engaño? ¡Él no me sedujo, yo me equivoqué!

—No tienes nada para beber, Sondra —le dijo Rick—. Te acompaño al bar.

—No, gracias —contestó la chica, retrocediendo rápidamente—, ya me las arreglaré. En realidad, he venido con unas amigas. Nos veremos luego. —Se puso roja como un tomate al ver que él la miraba desconcertado. ¡Rick Parsons no tenía ni idea!—. Me alegro de haberles conocido a todos y de que Tommy esté bien —añadió.

Tras lo cual, dio media vuelta y se perdió entre la gente.

Llevando una cerveza en una mano y un trozo de apio en la otra, Ruth recorrió la sala, dirigiéndose hacia la periferia de la misma mientras observaba la pleamar y la bajamar del movimiento social. Reconoció a muchos compañeros de clase, a algunos profesores y alumnos de cursos superiores y también a unos cuantos parroquianos del Gilhooley’s que trabajaban en el St. Catherine. Todos estaban como aturdidos y parecían libres de preocupaciones. Daban la impresión de haber llegado a su destino y de no tener ningún asunto pendiente en los restantes edificios de la escuela. Era como si Mariposa, Manzanitas y Balboa no existieran. Deteniéndose a descansar detrás de una palmera, bajo el retrato de Juanita Hernández, una hidalga de ojos de fuego vestida a la española y con mantilla, Ruth se terminó el apio y pensó que ojalá se hubiera traído las fichas.

A su lado, un grupito escuchaba arrobado las palabras de un hombre a quien la joven no conocía, que comentaba cierta teoría médica; a Ruth le pareció que levantaba excesivamente la voz y hacía unos gestos demasiado ampulosos.

—Disculpe —dijo una voz a sus espaldas—. ¿Es eso una isla de cordura?

Al volverse, Ruth vio unos extraordinarios ojos castaños y, debajo de ellos, una tímida sonrisa.

—Quédese a mi lado, por favor —le contestó, acercándose un poco más a la palmera para dejarle sitio—. ¡Al parecer, los pacientes se han hecho los amos del manicomio!

El hombre no era muy alto, sólo unos pocos centímetros más que Ruth, y no llamaba especialmente la atención a primera vista; pero, si se le observaba la cara con mayor detenimiento, se descubrían en ella unas facciones agradables, una boca que sonreía con facilidad y unos ojos que parecían la quintaesencia de la tolerancia.

—Me siento fuera de lugar —le dijo a Ruth, sonriendo modestamente—. No soy médico y aquí parece que todo el mundo lo es.

Ruth miró con el ceño fruncido al bocazas que pretendía dominar la sala con el fulgor de su sabiduría médica.

—Todos no somos así —dijo Ruth—. Éste es una de las más horribles excepciones. Qué presumido es ese tipo. ¡Con los aires que se da, podría volar hasta el techo!

El desconocido se ruborizó levemente y la miró sonriendo.

—Me temo que él es la razón de que yo esté aquí.

—No me diga, ¿es amigo suyo?

—Peor. Es mi hermano el doctor Norman Roth y yo soy Arnie Roth —contestó él tendiéndole una mano.

Ruth le miró un instante y, luego soltó un resoplido.

—El próximo ruido que oiga será el de Ruth Shapiro escondiéndose bajo tierra. Le pido disculpas.

El joven siguió mirándola con la mano extendida.

—No se preocupe. Norm es muy vanidoso y lo sabe. Pero, por lo demás, es un buen chico. ¿Se siente usted también perdida en esta muchedumbre?

—Me temo que formo parte del gremio —contestó Ruth, sacudiendo la cabeza y sonriendo.

—¿Es usted enfermera?

—Soy estudiante de medicina. Primer curso. ¿No es usted médico como su hermano?

—No, por Dios. Norman ya cumplió afortunadamente con esta obligación familiar. Yo nunca pude soportar nada relacionado con la medicina o los enfermos.

—¿A qué se dedica entonces?

—Soy auditor de cuentas. Tengo las oficinas en Encino, una cosa limpia y bonita, sin sangre ni muerte.

—La medicina no es sólo sangre y muerte, señor Roth. Hay, asimismo, la otra cara de la moneda: la vida.

Él asintió sin demasiado convencimiento. Después posó en Ruth sus grandes ojos castaños, líquidos y soñadores como los de un venado.

—O sea que estudia usted medicina. ¿Es tan duro como dicen por ahí?

—Cien veces más.

—Sé que hay que trabajar muchísimo. ¿Tiene tiempo de salir con los amigos?

Ruth contempló su sincera sonrisa y pensó para sus adentros: «Procura no acercarte demasiado a mí. Yo no puedo tener unas relaciones normales con un hombre».

—Me temo que soy uno de esos estudiantes que apenas salen a la superficie para respirar. Verá usted, yo quiero ser la mejor, la primera de la promoción, y, como es lógico, me queda muy poco tiempo para otras cosas.

—Me parece admirable.

—¿De veras? —preguntó Ruth asombrada.

—Admiro a las personas que saben lo que quieren y están dispuestas a sacrificarse para conseguirlo.

—Algunos amigos míos no opinan lo mismo.

—En tal caso, su amistad no es verdadera.

Ruth empezó a relajarse poco a poco hasta que, de repente, se alegró de que Sondra la hubiera llevado a rastras a la fiesta.

—¿Qué le parece si probamos algo de aquel bufé? —preguntó él, apartándose a un lado para que la muchacha le precediera.

Ruth le dirigió su más radiante sonrisa y pensó: «Ya ves, Steve Schonfeld, te equivocaste de medio a medio…».

Desde su escondrijo del rincón, Mickey observaba el desarrollo de la fiesta. Cómo envidiaba a Ruth, que compartía en aquellos instantes un plato de fiambres con un simpático desconocido riéndose alegremente con él mientras agitaba su corta melena castaña. ¡Qué suerte, poder estar segura del propio cuerpo!

Buscó a Sondra con los ojos y vio súbitamente a un hombre que la miraba desde la entrada.

Le dio un vuelco el corazón e, instintivamente, experimentó el deseo de echar a correr. Volvió a mirarle. Acababa de entrar con un grupo de personas y no cabía la menor duda de que la estaba mirando.

El pánico se apoderó de ella. Apartándose de la pared, empezó a mirar a derecha e izquierda. ¡Santo cielo, el hombre se acercaba!

Mickey se deslizó a lo largo de la pared, se ocultó detrás de una de las palmeras y encontró, para su inmenso alivio, la puerta que conducía a los lavabos. Sería su salvación. Muerta de angustia, cruzó el umbral de la puerta y bajó corriendo por el corto pasillo que conducía al lavabo de señoras.

Una vez allí, se alegró de que no hubiera nadie y se acercó inmediatamente al espejo para examinarse la cara. ¿Por qué la miraba tanto aquel desconocido? Se echó el rubio cabello hacia atrás, sacó el tarro de maquillaje del bolso y se aplicó otra capa.

Después se volvió a peinar meticulosamente el cabello hacia adelante, procurando darle la mayor apariencia de naturalidad posible, y volvió a salir.

El hombre la estaba esperando.

—Hola —le dijo sonriendo—. La he visto entrar. Soy Chris Novack.

Mickey contempló la mano tendida, pero no la tomó. El pequeño pasillo se le antojó de repente un lugar amenazador. La puerta cerrada a través de la cual se escuchaban los amortiguados rumores de la fiesta, le parecía muy lejana.

—¿Estudia usted aquí, en Castillo?

Mickey procuró no mirarle directamente a la cara, sino de soslayo, tal como tenía por costumbre, y vio, para su consternación, que era muy guapo. Alto, delgado y de unos cuarenta y pico de años.

—Habla usted inglés, ¿verdad? —le preguntó él, sonriendo.

—Sí…

—La vi de pie sola y pensé que, a lo mejor, le apetecería un poco de compañía en esta última noche del sesenta y ocho. ¿Quiere que le traiga algo de comer o beber?

—No, gracias —se apresuró a contestar Mickey.

—Yo soy nuevo en los Ángeles y casi no conozco a nadie —dijo el desconocido, haciendo una significativa pausa—. En fin…, ¿es usted estudiante o acaso enfermera…?

—Estudio medicina.

—Ah, ¿sí? ¿En qué curso está?

La muchacha bajó la mirada y retorció la correa del bolso entre sus dedos.

—Perdone —dijo él al cabo de unos instantes—, no tenía intención de molestarla, pero quería conocerla y pensé que era mejor ir directamente al grano.

Al levantar la mirada, Mickey vio en el rostro del hombre una sincera expresión compungida.

—La culpa es mía —le dijo con un hilo de voz—. No estoy muy acostumbrada a tratar con la gente.

—Me asombra, siendo usted una chica tan bonita.

Mickey apartó la mirada en silencio.

—Bueno, ¿me permite que le traiga alguna bebida?

—Sí, me apetece una Coca-Cola. Quise acercarme al bar hace un rato, pero no lo conseguí.

—Eso parece una jungla —dijo él, riéndose—. Por cierto, ¿cómo se llama usted?

—Mickey.

—¡Mickey! Es un nombre muy poco corriente. ¿Es diminutivo de algo?

—No, simplemente Mickey.

—¿Por qué decidió estudiar medicina?

Al llegar a la puerta, Chris Novack asió el tirador y tomó a Mickey suavemente por el codo.

—En recuerdo de mi padre —contestó la muchacha, pidiéndole a Dios que el desconocido no se situara a su derecha—. Murió de una enfermedad incurable cuando yo era pequeña —añadió, soltando su mentira habitual. Si hubiera confesado que decenas de visitas infructuosas a los médicos la indujeron a dedicarse a la investigación médica, el hombre se hubiera fijado en su cara—. Mi madre y yo nos pasamos muchas horas a su lado. Creo que fue entonces cuando pensé que me gustaría dedicarme a salvar vidas.

—¿Y eligió la especialidad?

—Investigación. Me gustan los laboratorios.

Rodeados de gente, trataron de abrirse camino hacia el bar. Chris Novack la tomó del brazo. Una vez conseguido su objetivo, el apuesto acompañante de Mickey miró a su alrededor sosteniendo dos resbaladizas botellas en las manos.

—Aquí no hay ni un centímetro de sitio —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Qué le parece si probamos suerte fuera?

Sosteniendo las botellas de Coca-Cola en alto, Chris la acompañó hacia la puerta hasta que ambos sintieron sobre sus rostros la suave caricia del aire nocturno invernal.

En el patio no había tanta gente como dentro y pudieron encontrar un húmedo banco donde sentarse.

—En el transcurso de los próximos dos años es probable que cambie usted de idea varias veces —dijo Chris Novack, tras tomar un sorbo de Coca-Cola—. Cuando, en tercero, empiece a pasar por las distintas secciones hospitalarias modificará varias veces sus planes. En pediatría, dirá que quiere ser pediatra. En patología, decidirá ser patóloga. Ocurre siempre.

Mickey contempló su perfil derecho mientras hablaba. Antes de tomar asiento vaciló un poco y se sentó a su derecha. Era una habilidad que había perfeccionado a lo largo de muchos años de práctica. Sentados bajo el centenario roble blanco californiano, escucharon la música, las risas y el murmullo de las conversaciones de los invitados. Chris Novack tomó otro sorbo de Coca-Cola, sopesó cuidadosamente las palabras que se disponía a pronunciar, y, al final, preguntó:

—¿Me permite hablarle de su cara?

A Mickey se le cayó la botella de las manos. Se oyó un estrépito de vidrios rotos y el líquido se le derramó sobre los pies.

—¡Oh, Dios mío, cuánto lo siento! —exclamó Chris, poniéndose en pie de un salto.

—No pensé… —dijo Mickey, temblando de pies a cabeza mientras se acercaba una mano a la mejilla.

—Lo siento —repitió Chris. Al ver que Mickey hacía ademán de marcharse, apoyó rápidamente una mano en su brazo y añadió—: Espere, por favor, y escúcheme. Sé que es muy difícil para usted hablar de eso, pero…

—Tengo que irme —contestó la joven en voz baja.

Mientras Mickey daba media vuelta y Chris Novack la asía fuertemente por un brazo, el carillón del campanario de la universidad empezó a sonar en la brumosa noche. En medio de los gritos de júbilo y el sonar de claxones que saludaban el nacimiento de 1969, Chris Novack obligó a Mickey a mirarle y le dijo, levantado la voz para que la oyera:

—Soy médico, Mickey. Cirujano. Por eso quería hablar con usted. Creo que yo puedo arreglarle la cara.