—No lo entiendo —dijo la enfermera, sacudiendo la cabeza—, con esta ropa todo el mundo está hecho un fardo. En cambio, usted parece que lleve un modelo de alta costura. Qué envidia me da.
En la espalda de la bata de Sondra faltaban dos corchetes y la enfermera tuvo que aplicar una ancha tira de esparadrapo. Era imposible encontrar una prenda en buen estado y casi todas las enfermeras andaban por el departamento con las batas llenas de parches; por si fuera poco, el servicio de lavandería del hospital enviaba la ropa sin tener en cuenta las tallas y las enfermeras raras veces encontraban la suya. En cambio, Sondra tuvo la suerte de encontrar unas prendas que le iban que ni pintadas, el color verde no estaba desteñido por un exceso de lavados y los bolsillos no colgaban. Incluso el horrible gorro de papel le sentaba de maravilla y realzaba el color moreno de su piel, los acentuados pómulos y los ojos almendrados.
—Cuidado con los lobos —musitó la señorita Timmons, riéndose por la bajo.
A Sondra, encontrarse en un departamento de cirugía le producía una sensación extraña. No ignoraba que algún día tendría que ser el primero, pero no pensaba que se le ofreciera tan pronto aquella oportunidad. Eso solía ocurrir en tercero, cuando se iniciaban las prácticas. Ella, en cambio, a las seis semanas de haber empezado y recién terminados los cuatro años de estudios en la Universidad de Arizona sin la menor preparación médica u hospitalaria, ya podría penetrar en aquel sagrado recinto.
El ambiente ofrecía el curioso y gélido aspecto de un cuarto de baño, todo a base de azulejos, reluciente cromo, plástico y cristal. La iluminación blanca y fría era más clara que la del sol. Todo estaba herméticamente cerrado y no había ventanas que le recordaran a uno la hora, el tiempo climatológico o el mundo exterior. Se podía ver todo un laberinto de pequeñas estancias alicatadas de verde en las que reverberaban los murmullos de las conversaciones, el rumor del agua de los grifos y el tintinar de botellas de vidrio. En el aire se aspiraba un antiséptico olor jabonoso; unos respiradores descargaban una fría atmósfera que producía sensación de sequedad en la piel. Todo el mundo andaba de un lado para otro y el ajetreo resultaba casi aterrador. La señorita Timmons se apartó a un lado con Sondra, sacó de una caja una floreada mascarilla de papel y le indicó la forma de ajustársela.
—Pellizque la nariz así. Eso es. Las personas que utilizan gafas tienen problemas porque se les empañan.
En cuanto se hubo puesto la mascarilla, Sondra comprendió por qué razón las enfermeras de la sala de quirófano llevaban los ojos tan maquillados. ¡Eran la única parte de la cara que se les veía!
—Tenemos que repasar unas cuantas normas —dijo la señorita Timmons. El rumor y el ajetreo que reinaban aquella mañana en el departamento de cirugía del St. Catherine’s eran tremendos, pero aun así y a petición del doctor Parsons, la enfermera jefe se tomó la molestia de dedicar un poco de tiempo a orientar a aquella estudiante de medicina—. No toque nada. Ni se mueva. La colocaré en un lugar de la sala y usted deberá permanecer allí, clavada en el suelo como un árbol. Si tiene que moverse, pida permiso primero a la enfermera circulante, es la única que no está esterilizada. Va a haber mucha gente allí dentro porque se trata de un caso de cirugía cerebral.
—¿Tendré que lavarme?
—¿Lavarse? ¡Santa inocencia, estará usted a dos metros y medio del quirófano! No, no permitimos que los no iniciados se aproximen al campo esterilizado. Lo siento, ni bata ni guantes.
La enfermera jefe se alejó de prisa, y Sondra se quedó de pie al lado de las pilas en las que se lavaban los médicos. Vio pasar algunas camillas con enfermos y, poco después, las vio salir vacías; los aparatos de color rojo de la anestesia entraban y salían de las salas; se oían voces que daban órdenes. Alguien pasó corriendo con expresión asustada, dos hombres vestidos de verde se apoyaron contra una pared con los brazos cruzados y varias enfermeras, vestidas también de verde corrían de un lado para otro con bandejas de humeantes instrumentos.
Un hombre vestido de verde, con la mascarilla subida y el cabello oculto por el gorro, se acercó a las pilas junto a las que se encontraba Sondra, abrió la bolsa que contenía una esponja de lavado quirúrgico y, después, examinó lentamente a Sondra de arriba abajo mientras se mojaba los brazos.
—Hola —le dijo, mirándola con ojos risueños—. ¿Eres nueva?
—Sólo estoy de visita.
El hombre arqueó las cejas.
—Soy estudiante de medicina —le explicó Sondra, observando inmediatamente que su interlocutor perdía todo interés por ella.
Se apartó a un lado cuándo vio acercarse a otros dos hombres de verde con las caras ocultas tras las mascarillas. Tomaron unas esponjas, y se mojaron con agua las manos y los brazos mientras hablaban de las líneas centrales de la presión venosa. Al ver a Sondra, uno de ellos se apartó de la pila y le dijo:
—¡Hola! ¿Dónde habré estado yo durante toda tu vida?
Sondra se rió suavemente detrás de la mascarilla.
El segundo cirujano se volvió a mirarla y le dijo:
—Tienes que perdonar a mi amigo, está un poco loco. Eres una de las nuevas enfermeras, ¿verdad?
Antes de que Sondra pudiera contestar, el primer cirujano terció diciendo:
—No hables con él, ha sufrido lesiones cerebrales de tanto respirar vapores de anestesia.
El segundo arrojó la esponja, se acercó y dijo, mirándola con picardía:
—Oye, la vida es demasiado corta y no hay que perder el tiempo en preámbulos. Dame tu número de teléfono y dime a qué hora sales del trabajo.
En aquellos momentos, se acercó diligente una enfermera y les dijo:
—Acaban de llamar del laboratorio del doctor Billings. Dicen que no hay sangre para su paciente.
—¡Cómo! —exclamó el segundo cirujano, tomando una toalla de papel y alejándose deprisa, seguido de la enfermera.
El otro cirujano, que aún no había terminado de lavarse, miró detenidamente a Sondra y, al cabo de un rato, le preguntó:
—¿Cómo es posible que seas la única persona de aquí que no corre como una gallina decapitada? ¿Estás acaso en período de orientación o algo por el estilo?
—No trabajo aquí. Sólo soy una visitante.
—Ah —dijo él, enjabonándose el otro brazo—, eso lo explica todo. La Timmons nunca permite que sus enfermeras estén con los brazos cruzados. ¿A quién vienes a observar?
—Al doctor Parsons.
—Ya. Lo vi en el programa. Craneotomía. ¿Has visto alguna vez una operación cerebral?
—No.
—Pues, mira, si lo resistes hasta el final, te invito a cenar. ¿Qué te parece?
Sondra vio que tenía unos bonitos ojos castaños de largas pestañas negras. Pero fue lo único que pudo ver. El cabello estaba completamente oculto, no se le veía la cara y, con aquella especie de holgado pijama verde, no se podía adivinar cómo era su figura. Y ni siquiera imaginar su edad.
—No creo —contestó Sondra sonriendo.
—No crees, ¿qué? ¿Que puedas resistir toda la operación?
—Eso, estoy segura de que sí.
El cirujano arrojó la esponja a un cubo y se enjuagó los brazos desde las puntas de los dedos hasta el codo, procurando que el agua le resbalara por éste. Mientras se apartaba de la pila con las manos levantadas, dijo:
—Olvídate del caso de Parsons. Yo tengo algo interesantísimo. ¿Has visto alguna vez una «juanetectomía»?
Sondra se echó a reír y exhaló un suspiro de alivio al ver a Rick.
—Sanford, bribonzuelo —dijo Parsons, dándole una palmada en la espalda a su amigo—. Desde luego, sabes engatusar a las damas, ¿eh?
—¿Quién es, Rick? ¿Una enfermera de tu equipo?
—Sondra Mallone, te presento a Sanford Jones, cirujano ortopédico. Sanford, te presento a Sondra, estudiante de medicina.
El doctor Jones la miró parpadeando, se ruborizó un poco y se retiró deprisa a su cuarto. Rick cruzó los brazos y se apoyó en la pila.
—Algunos de estos tipos suelen meterse mucho con las enfermeras porque las consideran presa fácil. En cambio, las médicas los intimidan. Veo que has conseguido venir.
—Pocas cosas me hubieran inducido a dejar la clase de fisiología de esta mañana, teniendo en cuenta que la semana que viene hay examen trimestral. ¡Pero lo de hoy no me lo podía perder!
—¿A quién tienes en fisiología? ¿A Art Rhinelander? Bueno, pues, sí no me falla la memoria, concéntrate en el ácido desoxirribonucleico y los nucleótidos y todo irá bien. —Mientras tomaba una mascarilla y se ataba las tiras inferiores alrededor del cuello, Sondra no pudo dejar de reconocer que estaba muy guapo con aquel «pijama» verde. En cuanto Rick se hubo colocado la mascarilla, Sondra observó que tenía unos preciosos ojos grises. Después, el joven se bajó la mascarilla y dijo—: La Timmons quiere que vayamos siempre con la mascarilla puesta, pero yo hago a veces alguna excepción. —El doctor Parsons se quitó un guante quirúrgico del bolsillo, lo estiró unas cuantas veces en todas direcciones y después, con gran asombro por parte de Sondra, se lo acercó a los labios y empezó a soplar para hincharlo—. Te voy a contar algo sobre este caso —dijo, haciendo una pausa—. Los síntomas de nuestro paciente empezaron poco a poco: ataxia en el lado izquierdo, es decir, pérdida gradual de la coordinación motora; nistagmo, que es un movimiento involuntario constante del globo ocular; dolores de cabeza y vómitos causados por un aumento de la presión intracraneal; cabeza inclinada hacia un lado. La radiografía mostró una distensión de las suturas craneanas, los ventriculogramas revelaron hidrocefalia y los angiogramas permitieron descubrir una masa avascular en el hemisferio cerebeloso. Diagnóstico: tumor quístico cerebral.
El guante completamente hinchado parecía un melón con cresta de gallo. Rick lo cerró por debajo con un nudo, se sacó un rotulador del bolsillo y dibujó una cara de payaso en él.
—Vamos a abrir el cráneo del paciente para ver qué es la masa. ¿Sigues empeñada en presenciar la operación?
—Sí.
—Muy bien, pues. Bájate la máscara que quiero presentarte a nuestro paciente.
Sondra se llevó una tremenda impresión. Al otro lado de las pilas, tendido en una camilla excesivamente grande para su cuerpecillo, vio a un niño de seis o siete años de edad. Estaba pálido y adormilado y llevaba en la cabeza un gorro quirúrgico que se le había ladeado un poco, dejando al descubierto el cuero cabelludo recién rasurado.
—Hola, Tommy —dijo Rick, acercándose a la camilla y apoyando una mano en un brazo del chiquillo—. Soy el doctor Parsons, ¿te acuerdas de mí?
Dos grandes ojos azules le miraron durante largo rato.
—Sí, me acuerdo —contestó por fin el niño.
Volviéndose hacia Sondra, Rick le dijo en voz baja:
—La lentitud de la coordinación mental se debe al aumento de la presión intracraneal. Además, tenía diplopía y visión borrosa. —Dirigiéndose al niño, añadió—: Te traigo un regalo Tommy.
Cuando Rick sacó el guante hinchado con cara de payaso que llevaba escondido a la espalda, Tommy tardó un poco en reaccionar, pero, al final se le iluminó el rostro.
Sondra apartó la cara para disimular las lágrimas que le habían asomado a los ojos.
—Vamos —le dijo Rick, tomándola suavemente de un brazo—. Voy a tener que dejarte un rato. Ahora, ponte la mascarilla si no quieres que la Timmons nos eche a los dos a patadas. Yo sólo me la quito para los niños, para que me vean la cara y me reconozcan y no se asusten tanto.
—Rick, ¿cuáles son sus…?
—¿Posibilidades? —El doctor Parsons acompañó a Sondra a la sala de quirófano y la situó en una esquina, lejos del equipo y de las mesas esterilizadas—. No lo sabremos hasta que lo abramos. Si es un tumor, las posibilidades no serían demasiado buenas. Si es un quiste, serían mejores. Y si conseguimos encontrar el nódulo parietal del quiste y lo sacamos, las posibilidades serían excelentes. Si quieres rezar una oración, te lo agradeceremos.
Sondra tardó varios años en poder evocar aquella escena y comprender su significado. Era toda una abigarrada mezcla de superficies cromadas y tonos verdes, de personas y de instrumental quirúrgico, de ruidos extraños y de largos tubos y botellas que se llenaban y vaciaban sin cesar; de luces cegadoras e instrumentos que entraban limpios y relucientes y salían chorreando sangre; de rápidas órdenes y constantes vitales indicadas a cada momento, y de toda clase de recuentos y mediciones repetidos sin cesar y de largas pausas en el transcurso de las cuales Rick y su ayudante trabajaban sobre un paisaje de valles y colinas húmedas de color malva que eran el cerebro de Tommy. Le practicaron una incisión media al niño, que se hallaba tendido boca abajo con la cabeza inclinada; trabajaron en la base del cráneo, abriendo la primera vértebra cervical y el foramen magnum. Ambos cirujanos llevaban puestos unas luces parecidas a las linternas de los mineros. Tras aspirar un viscoso líquido amarillento, Rick se dirigió a la enfermera de campo y le dijo:
—Avise a Patología, por favor. Estamos listos para entregar muestras. —Luego añadió, dirigiéndose a todos en general, a las dos enfermeras, al anestesiólogo y a Sondra—: La masa es en un setenta por ciento quística. Vamos a hacer una biopsia de la pared quística y después buscaremos el nódulo parietal que segrega este líquido.
Cuando el doctor Williams, patólogo, se llevó las muestras al laboratorio para examinarlas al microscopio, el equipo de cirugía hizo una pausa. Rick apoyó una mano en la mesa, y descargó el peso del cuerpo sobre una pierna; su ayudante se acomodó en un taburete y hasta la auxiliar de limpieza se apartó del quirófano y se sentó, cruzando las manos sobre una toalla esterilizada. Rick se dirigió a Sondra. Tenía la mascarilla húmeda y la ropa manchada de sangre.
—Puedes acercarte un poco más —dijo, haciéndole una seña—. Así está bien. Inclínate todo cuanto puedas, quiero que veas eso. —Con un separador, Rick señaló cuidadosamente el cerebelo color marfil de Tommy, bajando por el suave tejido mantecoso separado por un retractor de cinta—. El quiste se encuentra en el hemisferio cerebeloso y no en el tronco cerebral. Fíjate cómo se hunde la parte inferior del cerebelo cuando la toco. Aquí se ve el acueducto distendido y la oclusión del cuarto ventrículo que causa la hidrocefalia. He insertado un catéter en el ventrículo para descomprimirlo y, luego, he pinchado el quiste para sacar el líquido y descomprimir la zona a lo largo de los estratos. Sospecho que es un astrocitoma quístico, uno de los trastornos cerebrales más frecuentes en los niños. Si estoy en lo cierto y podemos extraer todo el nódulo, las posibilidades de Tommy serán inmejorables.
Al cabo de unos minutos regresó el doctor Williams y, entregándole las muestras de tejido a la enfermera de campo que las introdujo en frascos de formol, dijo:
—Parece un astrocitoma juvenil, Rick. La pared quística es claramente gliótica.
El equipo volvió a reunirse y se pasó una hora extirpando cuidadosamente el nódulo de la pared del quiste para evitar que volviera a reproducirse; después Rick se apartó del quirófano para que la enfermera de campo le enjugara el sudor de la frente.
—Ahora ya le voy a cerrar —le dijo a Sondra—. Primero, introduciré un catéter por debajo del cráneo hasta la cisterna magna para desviar el líquido cefalorraquídeo. Ahora mucha irrigación, por favor —añadió, dirigiéndose a la enfermera de campo. Fórceps bipolar.
Todos se relajaron y empezaron a trabajar con más tranquilidad. El anestesiólogo puso la radio y sintonizó con la emisora KJOI. «Si viene usted a San Francisco —decía el locutor—, no olvide prenderse una flor en el pelo». Cerraron el cráneo con alambres, practicaron puntos de sutura en el cuero cabelludo y aplicaron una enorme venda blanca alrededor de la cabeza de Tommy. Luego las enfermeras se hicieron cargo del niño, lo lavaron con esponjas y toallas limpias y lo trasladaron a una camilla mientras ambos cirujanos se quitaban las batas de papel. Para asombro de Sondra, las prendas que llevaban debajo estaban completamente empapadas de sudor.
Rick tomó el gráfico del paciente, dijo que iba a hablar con los padres del niño y, encaminándose hacia la puerta, se quitó la mascarilla y añadió, dirigiéndose a Sondra:
—Dame veinte minutos y te invitaré a tomar un café.
Era una extraña sensación. Sondra no acababa de entender qué le sucedía. Sentada junto a la alegre mesa anaranjada de la cafetería del hospital decorada en tonos anaranjados y amarillos, tomó un sorbo de café y miró a su alrededor. No había mucha gente a aquella hora de la tarde —algunos visitantes, unas cuantas enfermeras que cambiaron de turno, un grupito de muchachas riéndose en un rincón—, y Sondra se alegró de que así fuera. Le dolía espantosamente la cabeza.
Miró a Rick, que aún no se había quitado las prendas verdes, y le vio agitar el brazo mientras hablaba por teléfono. ¿Estaba enfadado? Desde donde ella estaba, Sondra no podía adivinarle. Acababan de sentarse cuando le llamaron por el sistema de megafonía.
Sondra apartó la mirada y se concentró en el café. Era incapaz de explicarse la extraña sensación que experimentaba.
La intervención duró cinco horas y, mientras se encaminaban hacia el ascensor, Rick le dijo que Tommy tenía excelentes posibilidades de curarse.
—Los niños tienen una extraordinaria capacidad de recuperación.
—¿Se le reproducirá el quiste?
—No lo creo. Me parece que hemos conseguido extirpar todo el nódulo parietal que producía el líquido. La presión se ha normalizado y seguramente recuperará la coordinación dentro de un par de semanas.
—¿Le someterán a radiaciones?
—Tratándose de un astrocitoma juvenil, no hace falta. Tommy tiene mucha suerte.
Sí, el niño tenía mucha suerte. El caso era difícil y peligroso, pero había tenido un final feliz. Por consiguiente, ¿por qué experimentaba Sondra aquella sensación tan… rara?
Miró el enorme reloj de pared y fue consciente del paso del tiempo. La clase de anatomía había terminado hacía media hora. Ruth y Mickey ya estarían en casa. Mickey prepararía la cena y Ruth seguiría estudiando. «Eso es lo que yo tendría que hacer —se dijo Sondra en tono de reproche—. ¡Los exámenes trimestrales tienen lugar la semana que viene!».
Volvió a mirar a Rick Parsons. No cabía duda de que era un hombre muy apuesto. A Sondra le gustaba. ¿Sería acaso éste el motivo de su extraña desazón? ¿Temía que aquellas relaciones le complicaran la vida en aquel momento? Los estudios de medicina exigían mucho tiempo y una entrega total. Pensó en lo que le había ocurrido a Joanne, una de las cuatro chicas solteras de la clase. Conoció a un hombre durante la primera semana de clase, se enamoró y dejó los estudios para casarse e irse a vivir a Maine. La otra cara de la moneda era Ruth. Sondra sabía que ésta había tenido varios amigos en el pasado —un novio formal durante sus años de estudio en la escuela superior y después varios «encuentros», tal como ella los llamaba, en la universidad— y que, en aquellos instantes, salía con Steve Schonfeld, el estudiante de cuarto con quien se tropezaron la víspera en el Gilhooley’s. Ruth salió con él un par de veces y comentó que le gustaría llevárselo a la cama, pero consiguió, al mismo tiempo, evitar las complicaciones que invariablemente acompañaban a los idilios.
Sondra envidiaba el aplomo de Ruth. Sabía que ella jamás podría actuar de aquella manera. O amaba apasionadamente o no amaba en absoluto, para ella no había término medio. A diferencia de Ruth, Sondra no podía tener relaciones físicas con un hombre y mantenerse al mismo tiempo emocionalmente distante.
Ésta era la razón de que jamás hubiera tenido un novio propiamente dicho y de que sus salidas con chicos jamás hubieran culminado en nada significativo. Sondra prefería mantener unas relaciones puramente amistosas con los hombres y estar completamente libre para perseguir sus objetivos. No era ningún delito ser virgen a los veintidós años (en contra de la opinión de algunas amigas suyas de Phoenix); ya habría tiempo, cuando fuera médica, de encontrar al hombre adecuado e iniciar unas relaciones normales.
Entonces, ¿por qué experimentaba la impresión de que las cosas no marchaban del todo bien mientras aguardaba sentada en la cafetería del St. Catherine’s By-the-Sea a que regresara a la mesa aquel residente especializado en neurocirugía?
—Perdona —le dijo Rick, lanzando un suspiro mientras se acomodaba en la silla—. ¡Llamada urgente de mi corredor de Cambio y Bolsa!
Sondra trató de devolverle la sonrisa. El dolor de cabeza se le había aliviado un poco, pero persistía la extraña sensación que había experimentado en la sala de quirófano.
Rick removió en silencio el café, aparentemente absorto en sus pensamientos.
—Te ha dejado hecha polvo, ¿verdad? —le preguntó al final.
—¿Cómo? —dijo Sondra, parpadeando.
—Que la operación te ha dejado hecha polvo. Te lo veo en la cara.
Sondra estudió el rostro de Rick y empezó a comprender algo sobre sí misma que el joven, prácticamente un desconocido, acababa de resumirle en pocas palabras.
«La operación te ha dejado hecha polvo». Claro. Era eso. Aquella inquietud sin nombre que sentía desde que volvió a ponerse la ropa de calle. No tenía nada que ver ni con el amor ni con Rick Parsons y sus temores acerca de las relaciones y los compromisos; era algo mucho más hondo. Una especie de miedo ancestral, una curiosidad latente que discurría por su alma como un río y de la que apenas había tenido conciencia hasta que las palabras de Rick Parsons la iluminaron de golpe. Por primera vez, Sondra Mallone comprendió en qué consistía efectivamente la medicina.
—A mí también me ocurrió lo mismo —le dijo Rick muy despacio—, pero yo no estaba entonces en la Facultad de Medicina, sino en la escuela superior y mi padre, que era cirujano, quiso un día llevarme para que le viera operar. Era una simple intervención de la vesícula biliar, pero la impresión que recibí fue muy fuerte, de todos modos. Se me encendieron todas las luces por así decirlo.
Sondra experimentó una extraña sensación de ingravidez y se percató de que el dolor de cabeza había desaparecido. Sentía el absurdo deseo de gritar: «¡Sí! ¡Sí!». Sin embargo, se limitó a cruzar los brazos mientras se inclinaba hacia adelante.
—¿Sabes una cosa? —dijo muy seria—. Hasta ahora me creía, con toda sinceridad, la estudiante de medicina más aplicada del mundo. Me parecía haber oído la llamada de la vocación. Y, en cierto modo, era verdad. Pero no era eso. Tal como tú has dicho, me ha dejado hecha polvo.
—La primera intervención quirúrgica suele ejercer dos clases de efecto en una persona. O bien sientes una repugnancia absoluta —lo que ocurre muy a menudo, puedes creerme—, o bien te atrae inmediatamente como un imán. Por eso te invité a venir. Nada supera en eficacia a una experiencia directa.
Sondra entrelazó fuertemente las manos sobre la mesa. Rick tenía razón, muchísima razón. Eso fue exactamente lo que había ocurrido: aquella primera vez le hizo comprender de verdad lo que eran la vida y la muerte. Tomar a un niño como Tommy, que parecía condenado a morir sin remedio, y devolverle a la vida y a su familia… En eso consistía todo aquel caos de batas verdes y objetos cromados, de gritos y carreras y de aparente desprecio de la dignidad humana. Todo ello se reducía en último extremo a una sola cosa: la conservación de la vida.
—Ahí es donde se comprenden las cosas de verdad —prosiguió diciendo Rick como si hubiera leído los pensamientos de la joven—. En la sala de urgencias se ven cosas dramáticas, desde luego, y la sección de maternidad es muy interesante. Pero, en mi opinión, la cirugía es lo que de verdad salva la vida de los enfermos. Cuerpos maltrechos y destrozados, incluso los feos cuerpos que traen los especialistas en cirugía estética, nosotros los arreglamos y los dejamos como nuevos. Eso es lo más importante, Sondra, y creo que éste debería ser tu objetivo.
La muchacha sacudió la cabeza para decir que no. Aunque Rick había identificado con acierto la sensación que ella experimentaba —sí, era tremendo ver la vida y la muerte prácticamente cara a cara—, su futura vocación no era ésa. La experiencia por la que había pasado en la sala de quirófano no le infundió el deseo de convertirse en cirujana; la cirugía en sí misma no le interesaba. Sin embargo, fortaleció en ella la determinación de salir al ancho mundo para llevar sus aptitudes y conocimientos donde fueran más necesarios. Tommy era un niño afortunado porque tenía el St. Catherine’s y al doctor Parsons. Pero ¿qué decir de los millones de seres que sufrían sin tener ningún moderno centro médico al que acudir, ni médicos experimentados que pudieran ayudarles? ¿Qué decir de las personas como sus verdaderos progenitores…, de los pobres, de los desheredados, de los que ya habían perdido toda esperanza?
La llamada de la vocación médica que había escuchado hacía años no era nada en comparación con el sonido de la trompeta que ahora la convocaba. Experimentaba una sensación muy semejante a la que le produjo el descubrimiento de la verdad sobre sí misma a los doce años. Aquel día pasado en compañía de Rick Parsons le hizo comprender, sin asomo de duda, cuál era el rumbo que debería seguir en la vida.
Ahora lo sabía, estaba completamente segura de ello.