En la autopista de la Costa del Pacífico, al otro lado del St. Catherine’s Hospital, había un pequeño centro comercial que ofrecía todos los servicios de que pudiera precisar una comunidad médica: la Linterna Mágica que daba películas subtituladas, un establecimiento de ultramarinos, una lavandería que funcionaba las veinticuatro horas del día, una bollería, una sucursal de los almacenes Safeway, una pequeña librería, una tienda de uniformes y el Gilhooley’s.
En cuanto entraron, con los jerséis constelados de gotitas de lluvia, Sondra, Ruth y Mickey se alegraron de la decisión que habían tomado. La estridente música obligaba a olvidarse de todos los pensamientos; las mesas estaban ocupadas por hombres y mujeres que charlaban y se reían; había calor, luces y movimiento. De repente, Ruth vio a Steve.
—¡Hola! —le saludó muy contenta.
Ruth había conocido a Steve Schonfeld en el transcurso de una reunión social en Encinitas Hall y el último fin de semana había ido con él a ver la película de Bergman Fresas salvajes. Steve era un alumno de cuarto, muy alto y bien parecido.
—Nos hace señas de que vayamos a su mesa —dijo Ruth.
—Prefiero no ir —dijo Mickey, mirando al suelo.
Steve y los tres hombres que le acompañaban iban enfundados en blancas chaquetas de hospital, lo cual significaba que estaban de guardia.
—Mickey tiene razón —dijo Sondra—. Busquemos una mesa e invitémosle a reunirse con nosotras.
No era fácil encontrar una mesa vacía en el Gilhooley’s, pero Ruth descubrió una y empezó a abrirse camino entre la gente que permanecía de pie junto a la barra. Dejó el bolso sobre la mesa de estilo ranchero rodeada por cuatro sillas y apartó a un lado los platos sucios y las servilletas arrugadas. Cuando llegaron Sondra y Mickey, Steve Schonfeld ya estaba allí y las miró sonriente.
—Oye, Ruth, ¿qué haces lejos de los libros?
Era la burlona pregunta que él solía hacerle siempre. En dos semanas, Ruth había rechazado cuatro veces sus invitaciones, alegando que tenía que estudiar. Incluso las dos horas que ambos pasaron en la Linterna Mágica, tratando de desentrañar el significado de la película de Bergman, estuvieron acompañadas de fotocopias de ecuaciones enzimáticas a las que Ruth echaba un vistazo de vez en cuando.
Una vez hechas las presentaciones, Steve se sentó y les dijo:
—Estoy de guardia, por consiguiente, no puedo prometeros mi agradable presencia durante mucho rato. —Después cruzó los brazos sobre la mesa y preguntó—: Bueno, ¿qué celebramos? ¿El cumpleaños de alguien?
—El primer día de disección —contestó Ruth, haciendo una mueca.
—Ah, por eso hay aquí tanta gente. El Gilhooley’s nunca está tan lleno los miércoles por la noche. Me extrañaba un poco. Aún recuerdo mi primer cadáver. ¡Me pasé varias semanas deprimido!
Ruth experimentó una punzada de envidia. Con los estetoscopios en los bolsillos y las placas de los nombres en las solapas, Steve y sus compañeros de cuarto curso ya trabajaban en el hospital con los pacientes. Eran unos métodos de estudio muy modernos: dos años de ciencia pura con profesores que eran más filósofos que médicos y después, en tercero, los alumnos ya empezaban a entrar en contacto con la enfermedad y la medicina. Ruth esperaba con impaciencia la llegada de aquel momento para poder hacer lo mismo que hacía su padre.
Pasó un compañero de Steve y dijo, haciendo una mueca:
—Me voy. Tengo que ir a poner dos sueros.
Steve sacudió la cabeza y se echó a reír.
—Será la séptima vez en una semana que le llaman para que vaya a poner los sueros —dijo—. Pronto se dará cuenta y aprenderá. Yo aprendí en seguida.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sondra, buscando con los ojos a una camarera.
—El St. Catherine es un hospital de prácticas y, por consiguiente, dejan para los estudiantes la mayor cantidad de trabajos auxiliares posible. Uno de ellos son los sueros y, por esta causa, las enfermeras de las salas no vigilan los niveles de las botellas, y éstas se agotan sin cesar. Cuando se acaba el suero, hay que volver a pinchar al enfermo y empezar otra vez desde el principio. Una noche de la primavera pasada, me sacaron cuatro veces de la cama para que volviera a poner sueros. Entonces señalé la botella colgada por encima de la cama y le dije al paciente: «¿Ve este líquido? ¿Ve este tubo? Bueno, pues, procure que no se agote porque entonces le entraría aire en la vena y se moriría».
—¡No! —exclamó Sondra.
—Como lo oyes. Y no me ha fallado ni una sola vez. En cuanto empieza a bajar el nivel del líquido, el paciente toca el timbre de la enfermera y ésta le cambia la botella. De eso hace seis meses y nunca he tenido que volver a poner un suero.
—Pero, entonces, el paciente se tiene que pasar despierto toda la noche —dijo Sondra.
—Mejor él que yo. —Al ver en el rostro de Sondra la habitual expresión de reproche típica del estudiante de medicina novato e idealista, se inclinó hacia adelante y dijo—: Mira, cuando empieces a hacer guardias, te darás cuenta de que el sueño vale más que el oro. Si se pasa uno toda la noche despierto poniendo sueros, al día siguiente está hecho polvo y no puede hacer el trabajo que verdaderamente importa.
Sondra le miró con aire dubitativo y pensó que, cuando ella estuviera en cuarto curso, procuraría no caer tan bajo.
—Parece que las camareras nos tienen olvidadas —dijo Ruth, tratando de llamar la atención de una de las chicas.
—No es eso. Es que el señor Gilhooley no esperaba tanta gente. Hoy no tiene a todo el personal de servicio. Lleva más de veinte años al frente del local y tendría que estar preparado para el primer día de disección de cada curso, digo yo.
—Me muero de sed —dijo Ruth.
—Tendré mucho gusto en ir a buscaros algo a la barra. ¿Qué os apetece?
—Una gaseosa de régimen —contestó Ruth.
—Yo, una copa de vino blanco —añadió Sondra.
Mickey estaba completamente absorta y con la mirada perdida a lo lejos.
Antes de que pudieran distraerla de su abstracción, se acercó otro compañero de Steve y le dijo a éste:
—Esta vez nos llaman a los dos. Acaban de ingresar a un accidentado grave en la sala de urgencias. ¡Vamos!
—Lo siento, señoras —dijo Steve, levantándose rápidamente—, otra vez será. Ruth, ¿irás a la fiesta de Todos los Santos del próximo sábado?
—Pues claro —contestó la chica sonriendo—. Te veré allí.
Un sudoroso y rubicundo ayudante de camarero se acercó a la mesa, retiró los platos y pasó un paño húmedo, pero las camareras seguían brillando por su ausencia.
—Yo iré por las bebidas —dijo Sondra, levantándose—. Vigilad vosotras por si vierais a una camarera. Mickey, ¿una Coca-Cola para ti?
—¿Hum? Ah, sí, una Coca-Cola, por favor.
Uno de los extremos de la larga barra donde un joven se dedicaba a divertir a sus amigos con sus anécdotas de hospital, no estaba tan abarrotado como el otro. El propio señor Gilhooley, un hombre alto y fuerte que se reía con voz de trueno, estaba también allí, y escuchaba con los codos apoyados en el mostrador. Sondra se acercó y vio a un joven en vaqueros y camisa deportiva, rebuscando por entre los frascos de aceitunas y encurtidos del otro lado de la barra. Se volvió a mirar y observó que sus amigas ya habían conseguido los menús y los estaban estudiando.
—Perdone —le dijo al chico de la barra.
Éste la miró sonriendo y siguió su tarea.
Sondra carraspeó y dijo, levantando un poco más la voz:
—¿Podría servirme, por favor?
Eso era lo malo que tenían los sitios como aquél: si no te gustaba el servicio o la comida, no tenías ningún otro lugar donde ir. Te tenían agarrada por el cuello.
El joven volvió a mirarla, parpadeó y luego se enderezó al tiempo que Sondra le decía:
—Una Coca-Cola, una gaseosa de régimen y una copa de vino blanco, por favor.
—¿Me deja su carné de identidad?
Sondra le miró asombrada. Jamás se lo habían pedido.
—Tengo más de veintiún años.
—Lo siento —dijo él—, las normas son las normas.
Sondra se encogió de hombros, apoyó el bolso sobre la barra y buscó el billetero en su interior. Lo abrió y se lo mostró al chico. Éste lo examinó, mirando de la foto a la cara de la chica y de nuevo a la foto, como si quisiera entretenerse.
—Es legal —le dijo Sondra.
—¿De veras mide sólo un metro sesenta y tres?
Sondra le miró con fijeza. Era bastante bien parecido y no demasiado alto; cuando sonreía, se le formaban unos hoyuelos en las mejillas.
—Ese permiso es de Arizona —dijo el chico—. No es válido en California.
—¡Cómo!
—Bueno, bueno —dijo el joven, riéndose—. Por una vez, pase. Pero sólo porque nunca supe negarle nada a una cara bonita. Marchando una Coca-Cola, una gaseosa de régimen y un Chablis.
Sondra le miró mientras sacaba los vasos y los llenaba. El joven los deslizó hacia ella y le dijo:
—Un dólar y cincuenta centavos.
Sondra sacó un billete y tres monedas de cuarto y contestó:
—Quédese con el resto.
—Muchas gracias.
El muchacho hizo saltar una moneda de cuarto en el aire y se la metió en el bolsillo.
Sondra vio en el acto que iba a tener dificultades en llevar las bebidas en triángulo a causa de la copa de vino. Mientras intentaba decidir si hacer dos viajes o llamar a una de sus amigas, se acercó el señor Gilhooley por el otro lado de la barra. Se secó las manos con una toalla y dijo algo que, sobre el trasfondo de la música de Monday, Monday, sonó como:
—¿Buscas algo, doctor?
—Necesito una raja de limón, Gil. ¿Dónde las guardas?
Gilhooley emitió un gruñido, sacó un pequeño cuenco vacío y, musitando algo por lo bajo, se encaminó hacia una puerta que daba acceso a la cocina.
Sondra estaba todavía allí con las manos alrededor de las tres bebidas, sin saber qué hacer.
—Perdone —le dijo el joven, esbozando una tímida sonrisa.
—No es usted un camarero.
—Pues, no.
—¡Y yo que le di un cuarto de dólar!
—Le aseguro que me hace mucha falta. Ya sabe usted que los residentes andamos siempre sin un céntimo en el bolsillo. No me vendría nada mal que me diera otro cuarto…
—¿Es usted médico?
—Rick Parsons —contestó él, tendiéndole una mano por encima de la barra—. Ya sé que es usted Sondra Mallone y mide un metro sesenta y tres.
Cuando Gilhooley regresó llevando un cuenco lleno de rajas de limón y lo depositó sobre la barra, Rick Parsons no le hizo el menor caso porque los limones le importaban un pimiento.
—Bueno —dijo Rick—, ¿es usted enfermera?
—Estoy en primer curso de medicina.
—¿De veras? —dijo el doctor Parsons, inclinándose hacia ella por encima de la barra.
Desde la mesa, Ruth contempló a Sondra en amistosa conversación con un apuesto desconocido. El hombre mostraba un evidente interés por Sondra y ésta hablaba con él como si le conociera de toda la vida. Ruth pensó desde un principio que Sondra sería muy popular y saldría con muchos chicos; sin embargo, ocurrió precisamente lo contrario. En efecto, Sondra era muy popular y llamaba la atención de los hombres dondequiera que fuera, pero no experimentaba el menor interés por ellos y procuraba conservar las distancias y no comprometerse. Ruth se asombraba de su habilidad: atraía a los hombres y conseguía rechazarlos sin ofenderles. ¿Cómo lo hacía? Pero, sobre todo, ¿por qué? En fin, pensó la joven, concentrándose de nuevo en el menú, a lo mejor, la respuesta estaba ahí. Sondra tenía tanta facilidad para atraer a los hombres que no veía el menor reto en ello.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Ruth a Mickey, apartando a un lado el menú.
—¿Hum? Ah, sí, estoy bien. Lo que ocurre es que no consigo quitarme de la cabeza la maldita disección.
—Ni yo. Cuando era pequeña, mi padre nos contaba siempre viejas historias de su época de estudiante, Algunas eran terribles. —Ruth alineó el tenedor, el cuchillo y la cuchara en tres líneas perfectamente paralelas sobre la servilleta—. Mi padre fue el primero de su promoción, sobre más de cien alumnos.
Mickey asintió con aire distraído, sin mostrar excesivo interés por la conversación, y entonces Ruth se dedicó de nuevo a observar a la gente.
Muchos rostros le eran vagamente conocidos. Casi todos los chicos eran alumnos de la escuela de medicina y habían prescindido de los trajes y corbatas de rigor en la escuela, trocándolos por vaqueros, camisetas, uniformes de faena del Ejército y modernos pantalones acampanados. Había asimismo algunas mujeres, la mayoría enfermeras de uniforme, aunque también estaban los habituales elementos de todas las facultades de medicina: muchachas de las cercanas localidades de El Segundo y Santa Mónica con vestidos a lo Heidi y botas de combate, que buscaban una invitación a cenar de balde y un amigo médico. El local estaba muy animado y se oían constantes carcajadas por doquier. Sin embargo, mirando objetivamente a toda aquella multitud, Ruth se percató de que, en muchos casos, la alegría era ficticia y pretendía encubrir el terror que se había apoderado de los alumnos de primer curso de Castillo.
Las parpadeantes velas de las mesas iluminaban unos rostros nerviosos, unos ojos en perpetuo movimiento y unas expresiones inquietas. Todos bebían demasiada cerveza, fumaban sin parar, reían con demasiada estridencia y hablaban en forma sincopada. El mensaje estaba tan claro como si alguien lo hubiera escrito en un letrero: el terror de la escuela de medicina se había apoderado de los alumnos.
Ruth estaba tan familiarizada con eso como con los latidos de su corazón. Por mucho que estudiara, devorara fichas durante las pausas, se aprendiera cosas de memoria, leyera, trazara diagramas y tomara apuntes en clase, tenía la impresión de que no se esforzaba lo bastante. Sus compañeras de apartamento se las arreglaban para dedicarse a otras actividades —Mickey iba a visitar a su madre en la residencia los fines de semana y Sondra pasaba largas y solitarias horas en la playa—, pero ella no podía permitirse aquel lujo. Claro que sus compañeras no tenían su mismo espíritu de superación. Una vez Mickey llegó a decir que se daría por satisfecha si pudiera clasificarse entre el primer tercio de la promoción. ¿Qué clase de ambición era ésa? ¿Qué objeto tenía participar en la carrera si no se aspiraba a ocupar el primer puesto?
La competición era muy dura. Los ochenta y siete alumnos (tres ya se habían largado) eran la flor y nata de sus respectivas universidades, y todos ellos disputaban la carrera con el mismo propósito que Ruth: al fin y al cabo, estaba en juego el honor de la familia, o había que pagar la deuda a unos padres que cancelaron un seguro de vida para enviar al hijo a la universidad, o continuar la tradición familiar —hijos de médicos que seguían los pasos de sus progenitores—, o había todo un clan de esperanzadas personas, aguardando el momento de tener a un nuevo médico en la familia.
La tensión que se respiraba en el aire se hubiera podido cortar con un cuchillo. Después del emocionante juramento, el doctor Hoskins los hizo bajar de nuevo a todos a la tierra:
—Trabajen con ahínco y lo conseguirán. Los que piensen que eso es coser y cantar se quedarán en el camino. Como es lógico, nos encantaría alcanzar un éxito del cien por cien, pero la ley de los promedios es muy dura. No todos los que hoy están sentados aquí conseguirán el título.
Inmediatamente, los alumnos empezaron a mirarse mutuamente como si quisieran descubrir alguna señal, algún pentagrama en la frente del condenado que indicara de antemano si debía uno quedarse y seguir luchando o bien retirarse en seguida con elegancia. Sin embargo, Ruth Shapiro no se amilanó. Muy al contrario: cuanto peores fueran los presagios, tanto mayor sería su determinación.
Mientras pensaba en ello, y dándose cuenta súbitamente de que, en vez de estudiar, estaba sentada cómodamente en su silla con los brazos cruzados, se incorporó de golpe, abrió el bolso y sacó un montón de fichas. Quitó la goma elástica, se la enrolló alrededor de la muñeca y leyó la primera ficha: «Nombre de los atributos específicos del sistema linfocitario B».
Junto a la barra, el doctor Rick Parsons preguntó:
—Pero ¿por qué África?
Sondra vio, a través del espejo que había detrás del mostrador, a sus dos compañeras. Mickey estaba como hipnotizada y Ruth examinaba unas fichas. Sondra comprendió que tenía que regresar junto a ellas porque el hielo de las bebidas ya se empezaba a fundir.
—¿Le importaría reunirse conmigo y mis amigas, doctor Parsons?
—Rick, por favor. Lo haré encantado. Un segundo, voy por la chaqueta.
Sondra le vio abrirse camino por entre la gente hasta llegar a una mesa situada en un rincón en la que tres hombres y una mujer enfundados en batas blancas charlaban a la luz de la vela. Vio que les explicaba algo y que ellos miraban hacia donde ella se encontraba, asintiendo con la cabeza. Rick regresó con una chaqueta de ante y se la echó sobre los hombros. Sondra no pudo dejar de pensar que estaba muy atractivo.
—Es un golpe muy duro, ¿verdad? —comentó Rick Parsons minutos después cuando él y Sondra ya se encontraban sentados alrededor de la mesa tras haber hecho las presentaciones—. Descubrir que una hora en la escuela de medicina equivale a todo un curso de preuniversitario. Además, es un mazazo contra el orgullo.
Ruth esbozó una cortés sonrisa y pasó a estudiar la siguiente ficha: «Describa el mecanismo extrínseco del inicio de la coagulación». Mientras el doctor Parsons hablaba del terror que había experimentado durante el primer curso, Ruth recitó mentalmente: «Liberación del factor tisular y de los fosfolípidos tisulares…».
—Todos estos tipos de aquí —dijo Rick, moviendo un brazo en cuya muñeca resplandecía un Rolex de oro— eran lo mejorcito de la universidad. Vinieron llenos de audacia, confiados y presumidos y después, zas, el Duro Despertar.
—En el transcurso de la segunda semana —dijo Sondra riéndose—, me sentía como la reina blanca de Alicia en el País de las Maravillas, ¡la que tenía que correr para no cambiar de sitio!
—Es cierto —convino Rick mientras Ruth seguía estudiando sus fichas—. Seguramente ya habréis descubierto que una clase perdida nunca se puede recuperar. Una hora perdida en la escuela de medicina es una hora perdida para siempre.
Ruth pasó a la siguiente ficha: «Describa el mecanismo intrínseco del inicio de la coagulación», cerró los ojos y contestó mentalmente: «Activación del factor XII y liberación de fosfolípidos plaquetarios por trauma sanguíneo…».
—¿Tu amiga se comporta siempre así? —le preguntó Rick a Sondra—. Es bueno relajarse de vez en cuando.
—Ruth no para nunca de estudiar. Es una Supermujer.
Parsons miró distraídamente a Mickey, pensando que, si se apartara un poco el cabello de la cara, destacarían más sus bonitos ojos verdes. Al sentirse observada, Mickey se movió nerviosa en la silla. Pensó que ojalá se hubiera quedado en casa. Había demasiada intimidad y ella no encajaba en el grupo. Quería que la dejaran en paz con sus pensamientos y preocupaciones. La disección le había tocado una fibra muy sensible y vulnerable y, en aquellos instantes, se sentía dominada por una angustia indecible.
El cadáver de su mesa correspondía a una mujer no demasiado mayor, de unos sesenta y pico de años, con muy buen aspecto externo. Pero había muerto debido a «complicaciones derivadas de una neumonía neumocócica inicial», concretamente, de un foco extrapulmonar de infección neumocócica en el endocardio.
Una simple infección respiratoria superior acabó en muerte.
En aquellos momentos, la madre de Mickey estaba aquejada de neumonía.
La señora Long había ingresado en la residencia el año anterior, cuando se fracturó la cadera a causa de una caída. La fractura se soldó y la señora Long pudo volver a caminar con la ayuda de un bastón, convirtiéndose en una de las residentes más activas y animadas de la casa. Sin embargo, una inesperada y violenta neumonía que se le declaró hacía cuatro semanas la obligó a guardar cama y le hizo perder nueve kilos. Mickey fue a verla el sábado y le trajo flores y revistas, pero se asustó mucho al verla tan enflaquecida y debilitada.
Por si fuera poco, la factura de la residencia ascendió mucho. Su madre necesitaba cuidados especiales, medicamentos, oxígeno, análisis de laboratorio y frecuentes visitas del médico. El seguro no cubría aquellos gastos y, por consiguiente, tenía que hacerse cargo de las facturas el pariente más próximo, que era Mickey. En caso contrario, tendrían que trasladar a la señora Long a un centro público, lejos de sus amigos y del soleado jardín de aquella residencia privada en la que tan a gusto se sentía. Pero Mickey no podía permitir semejante cosa. Haría toda clase de sacrificios para que su madre fuera feliz. Después de los esfuerzos que la señora Long había realizado durante tantos años para mantenerlas a las dos, trabajando a veces dos turnos seguidos para poder pagar las facturas del médico y los gastos que ocasionaba el defecto físico de su hija, ¿cómo iba ella a abandonarla?
Bueno, no podía buscarse un empleo: la escuela prohibía que los alumnos trabajaran durante el curso y, además, carecía de tiempo. Aunque no era tan estudiosa como Ruth, Mickey dedicaba treinta horas semanales al estudio. ¿De dónde iba a sacar el dinero que necesitaba?
—Neurocirugía —dijo Rick Parsons en respuesta a una pregunta de Sondra—. Soy residente de último año.
—¿Y por qué neurocirugía? —preguntó la joven, acercándose la copa de vino a los labios.
Por un momento, Ruth levantó los ojos de «la acción antitrombínica de la fibrina» para observar a sus compañeros de mesa. Rick Parsons mostraba un evidente interés por Sondra y ésta le trataba con su habitual desparpajo. Ruth pensó en Steve Schonfeld. Al finalizar la película de Ingmar Bergman, la besó larga y apasionadamente y ella se preguntó cómo podría encontrar tiempo para sostener un idilio, teniendo en cuenta su apretado programa. Pese a todo, estaba decidida a encontrarlo porque, a diferencia de Sondra, ella experimentaba muchos deseos de entablar relaciones con un hombre.
—No me explicaste lo de África —dijo Rick Parsons, agitando despacio su bebida.
Se encontraba sentado de lado con un codo sobre la mesa y el otro brazo apoyado en el respaldo de la silla. Sus rodillas rozaban apenas las de Sondra.
Estuvieron largo rato charlando y sólo interrumpieron la conversación para pedir más vino y unas hamburguesas. Sondra se refirió a sus deseos de ir a África y Parsons le habló del cerrado mundo de una sala de quirófano.
—¿No has visto nunca una operación? —le preguntó—. Te garantizo que, si catas la cirugía, te olvidarás para siempre de África. Mira, mañana por la mañana tengo una craneotomía. Haz novillos y ven a verla. Cuarto piso. Pregunta por la señorita Timmons, ella te hará pasar.
Mientras Mickey garabateaba unos números en la servilleta —calculando los ahorros que podría reunir comiendo menos y vendiendo sangre— y Ruth estudiaba en sus fichas el papel de la vitamina D en el control de la concentración de calcio en el plasma sanguíneo, Sondra Mallone accedió a reunirse con Rick Parsons al día siguiente, en el departamento de cirugía del St. Catherine.