Grabadas en el dintel de piedra de Mariposa Hall podían leerse las palabras MORTUI VIVOS DOCENT. Los alumnos de primer curso habían pasado muchas veces por allí a lo largo de los seis días anteriores, pero sólo al llegar el primer día de práctica de disección pudieron comprender por entero el significado de aquellas palabras: Los muertos enseñan a los vivos.
Ruth ocupó su lugar habitual en la última fila del aula y, como era temprano, se sacó de la bolsa de lona la Fisiología humana de Guyton y la abrió por la página de «Control genético de la función celular». Durante las primeras seis semanas transcurridas desde la pronunciación del juramento hipocrático por parte del doctor Hoskins, Ruth se dedicó a estudiar con ahínco: cualquier minuto que tuviera libre lo empleaba en el estudio. Aquella mañana de octubre, mientras sus compañeros de clase iban ocupando gradualmente los asientos y manoseaban los equipos de disección que sostenían sobre las rodillas, Ruth Shapiro trató de aprenderse de memoria los codones de los veinte aminoácidos comunes presentes en las moléculas proteínicas del ácido desoxirribonucleico.
—Hola.
Ruth levantó los ojos y vio a una bonita pelirroja sentada a su lado. Era su compañera de curso, Adrienne, casada con un alumno de cuarto.
—Estoy muy nerviosa —le dijo ésta—. Mi marido ha intentado prepararme un poco, pero me muero de miedo. ¡Jamás he visto un cadáver!
—Todo irá bien —dijo Ruth con su habitual pragmatismo—. Hay que aceptarlo como algo inevitable.
—Oye, quiero prevenirte. —Adrienne se inclinó hacia ella y bajó la voz—. Mi marido dice que uno de los instructores de anatomía se mete mucho con las mujeres porque no le gusta tenerlas en clase. Como nos toque Moreno, lo vamos a pasar mal.
—¿Por qué?
—Cada año hace lo mismo. Después de la clase teórica, pasamos al laboratorio de disección y siempre hay una mesa en la que falta el cadáver. Se trata inevitablemente de la mesa que corresponde a una chica. Moreno hace como que elige a alguien al azar para que vaya al sótano a buscar uno. Pero siempre escoge a una mujer.
—Bueno, no creo que…
—Es verdad. Mi marido dice que el primer día de la clase de anatomía en su curso, envió a una chica al sótano y ésta ya no volvió a subir.
—¿Qué le pasó?
—Cuando vio la piscina en la que se conservan los cadáveres, no lo pudo resistir y regresó llorando a su habitación de la residencia.
—¿Volvió después?
—Desde luego. Es una alumna de cuarto, ya la conoces. Se llama Selma Stone.
Ruth asimiló la nueva información y dijo para sus adentros: «Que pruebe Moreno a meterse conmigo». En aquel momento, vio que los alumnos se pasaban una hoja y que cada uno escribía algo en ella.
—¿Qué es? —preguntó.
—Una especie de hoja en la que se recogen firmas.
—Yo creía que no pasaban lista.
—Y no lo hacen. Eso no se hace para controlar la asistencia, sino para las asignaciones de disección.
Cuando le llegó la hoja, Ruth se quedó perpleja. Debajo de las firmas de los alumnos había un número. En la parte de arriba se indicaba que había que firmar y anotar la propia estatura. Ruth firmó y añadió debajo: 1,60.
La hoja pasó de las manos de Adrienne a las de Mickey que acababa de ocupar el último asiento de la fila. Poco faltó para que llegara con retraso por culpa de su obligada visita al lavabo de señoras de Encinitas Hall. Firmó rápidamente y anotó 1,75. Sondra, que estaba charlando con un compañero, fue la última en recibir la hoja. Estampó su firma y, en lugar de la estatura, por distracción anotó su peso: 55 kilos.
El doctor Morphy subió a la tarima, tomó un puntero articulado y, sin más preámbulos, dio comienzo a la clase de anatomía. Al cabo de media hora de trazar rápidos diagramas en la pizarra y de hacer un somero repaso de términos generales como «anterior» y «posterior», envió a todos los alumnos a los laboratorios.
Sumidos en un sobrecogedor silencio, los estudiantes salieron a un largo y frío pasillo en el que les indicaron dónde estaban las batas de laboratorio. Exceptuando a Mickey, a las chicas les costó encontrar batas de su talla y terminaron doblándose las mangas. En los grandes bolsillos, guardaron los cuadernos de notas y los equipos de disección.
Un auxiliar de laboratorio que sostenía en la mano la hoja que previamente se habían pasado los alumnos fue anunciando los nombres y los números de las mesas que les correspondían. Cuando la gente ocupó los puestos indicados quedó desvelado el misterio de la hoja: las mesas de disección estaban situadas a distintas alturas y se asignaban a los alumnos de acuerdo con la estatura. Debido a ello, Mickey se vio obligada a trabajar con tres hombres; Sondra, Ruth y la otra chica fueron destinadas a la misma mesa.
Por desgracia, todas las chicas acabaron en el laboratorio del señor Moreno.
Éste, que era un hombre bajito, entró en el laboratorio con mucho empaque. Mientras los alumnos se removían inquietos junto a las mesas sobre las que se encontraban los cadáveres cubiertos con una sábana, Moreno les dijo solemnemente:
—En el siglo catorce, a los estudiantes de la Escuela de Salerno se les exigía, antes de la disección, celebrar una misa por la salvación del alma del cadáver. Aunque en Castillo no lleguemos a este extremo, insistimos mucho en el respeto a los cadáveres. No habrá, repito, caballeros, NO habrá uso indebido de los cadáveres. Nadie entrará aquí en mitad de la noche para llenarlos de caramelos de gelatina, no se introducirán salchichas en las vaginas ni se cortaran los miembros. Llevo veinte años enseñando anatomía y he visto de todo. No hay travesura médica que no haya visto. ¡Cualquier profanación, lo repito, caballeros, CUALQUIER profanación de un cadáver, se traducirá en la expulsión inmediata de la escuela!
El hombrecillo bajó el puntero y contempló con aire condescendiente los aterrorizados rostros de los alumnos, sabiendo muy bien que las travesuras iban a producirse de todos modos. Era algo inevitable.
—Bueno, pues —añadió, bajando un poco la voz—, encontrarán ustedes una hoja informativa prendida en cada cadáver, en la que se indica las estadísticas vitales y la causa de la defunción. En general, se trata de indigentes sin familiares ni amigos que puedan correr con los gastos del entierro. Para tranquilizar sus conciencias, caballeros, les diré que la escuela se encargará de que los restos sean debidamente enterrados. —El instructor pasó por entre las mesas sobre las cuales se encontraban los siniestros bultos cubiertos por sábanas verdes—. En cada mesa hay guantes desechables y un folleto explicativo. —Al llegar a la última mesa se detuvo, y frunció el ceño. Reinaba en la sala un silencio espectral, sobre todo porque los alumnos se esforzaban en no aspirar los desagradables vapores de la formalina—. Vaya —dijo Moreno, simulando sorprenderse—, aquí no han subido el cadáver. Alguien tendrá que ir al sótano por él. —Se volvió y se acercó a la mesa de laboratorio donde estaba la hoja. Arqueando las cejas con exagerada indiferencia, añadió—: Vamos a ver quién está en la mesa doce. Ah, ya lo tengo. Elegiré un nombre al azar. Mallone, ¿dónde está usted?
Sondra levantó una mano.
—Muy bien. Vaya a buscar el cadáver. Tome el ascensor y baje hasta el sótano. Dígale al encargado que nos falta un cadáver y súbalo.
El ascensor bajó chirriando. El corredor del sótano estaba lleno de olores irrespirables. En el techo había unas bombillas que despedían una mortecina luz, creando sombras amenazadoras en todas partes. El corazón de Sondra se desbocó. La muchacha pasó por delante de varias puertas cerradas carentes de placas indicadoras; y ya estaba empezando a preguntarse si se habría perdido cuando una de las sombras se movió de repente, y le dio un susto de muerte.
—Vaya —exclamó un anciano enfundado en un mono y en una camisa a cuadros—, la estaba esperando.
—¿De veras? —preguntó Sondra, tragando saliva.
—Es el primer día de disección, ¿eh? Y le ha tocado Moreno, ¿verdad? Venga por aquí, señorita. —El hombre se dirigió renqueando a una puerta abierta y entró acompañado de Sondra, en una vasta sala parecida a una cisterna donde la intensidad de los vapores de formalina hacían asomar inmediatamente las lágrimas a los ojos—. Le voy a escoger uno de los más bonitos —dijo el anciano empleado, tomando una larga vara parecida a los ganchos antiguamente utilizados en los teatros de variedades para retirar del escenario los malos números—. Los bonitos no dan tanto miedo.
A través de las lágrimas, Sondra pudo ver que la piscina hundida en el pavimento de hormigón era análoga a la de cualquier gimnasio, sólo que, en lugar de agua, estaba llena de líquido conservante y los cuerpos momificados de color pardusco no nadaban, sino que flotaban suavemente. El hombre extendió el gancho, acercó un cadáver al borde de la piscina y empezó a izarlo.
El rostro del muerto estaba enteramente cubierto con gasa blanca, y las manos aparecían cruzadas y atadas sobre el pecho como en actitud de plegaria. Sondra vio que era el cuerpo de una joven.
—Le hago un favor, señorita, dándole un cadáver tan bonito como éste. No es corriente que nos lo traigan tan jóvenes. Es una desconocida. El Hospital del Condado tiene un trato con la escuela. De esta manera, el condado se ahorra los gastos del entierro y, además, la escuela les da dinero por el cadáver. —El hombre empujó el cadáver hacia una camilla con las patas abatidas que había en el suelo—. Moreno hace lo mismo cada año. Es un miserable. Los cadáveres de arriba son todos viejos y arrugados, no van a servir de gran cosa. En cambio, el suyo, señorita, ya que Moreno le hizo esta faena, yo… —el anciano enderezó las patas de la camilla—, le voy a dar el mejor que tenemos. Usted y sus compañeros serán la envidia de… ¿Qué le pasa? —El hombre extendió rápidamente la mano y la asió del brazo—. ¿Se va a desmayar?
—No —contestó Sondra, acercándose una mano a la húmeda frente.
—Yo se lo subiré. Subiré el cadáver en el ascensor y usted puede utilizar la escalera.
—¿Dice usted… que lo hace cada año? —preguntó Sondra en un susurro.
—Sólo con las chicas. No le gusta que haya mujeres en la escuela y procura que lo pasen mal.
—Comprendo. —Sondra quería respirar hondo, pero no pudo. Estaba a punto de desmayarse—. Ya me las arreglaré yo sola, gracias.
—Mire, señorita, a mí no me importa subírselo.
—No se moleste. ¿Vuelvo por el mismo camino por donde vine? ¿Me hace el favor de… cubrirla? Gracias.
Cuando el ascensor llegó al tercer piso y se empezaron a abrir las puertas, Sondra apenas se tenía en pie y notaba un zumbido en los oídos. Por dos veces creyó desmayarse, pero la sostuvo la fuerza de la cólera. Cuando las puertas se abrieron del todo, vio que veinte rostros la miraban en medio del espectral silencio que reinaba en la sala.
El señor Moreno se acercó y la miró inexpresivamente.
—Me asombra que haya conseguido hacerlo usted sola, Mallone, ¡teniendo en cuenta que no sabe distinguir entre su estatura y su peso!
Había fallecido de una hemorragia producida por una lesión que ella misma se provocó en la matriz. Tenía diecisiete años y no había sido identificada ni reclamada. Era una perfecta desconocida.
Sondra apenas sacó provecho de la tarde que pasó en el laboratorio de disección; sus ojos color ámbar resbalaron por encima de las cosas y sus pensamientos se agitaban en tumultuoso torbellino. «No ha sido identificada ni reclamada».
Mientras regresaba al apartamento, en aquella bochornosa tarde de finales de verano, apenas se fijó en las grisáceas nubes que se acumulaban a su izquierda sobre el océano. «Diecisiete años. No reclamada».
¿Qué le habría ocurrido a la muchacha? ¿Por qué lo hizo? ¿Qué circunstancias la indujeron a dar aquel trágico paso?
—Procuren que sus sentimientos personales no dificulten su labor —les aconsejó Moreno—. Algunos estudiantes se dejan llevar por los sentimientos y la disección les afecta emocionalmente. Por eso se cubren los rostros de los cadáveres. Trabajan ustedes con un cuerpo. No lo olviden.
Pero Sondra no pudo. Cuando llegó al apartamento, encontró a Mickey muy deprimida, sentada junto a la mesa de la cocina con una mejilla blanca como la cera y la otra roja como un tomate. Ruth, a quien correspondía preparar la cena, abrió en silencio unas latas de chiles.
—Vaya día —exclamó Sondra, mientras dejaba el bolso sobre la mesa—. ¡Desde luego, no estaba preparada para eso!
—Moreno es un cerdo —musitó Ruth.
Sondra echó un vistazo a la comida diseminada sobre el mostrador de la cocina —chiles con carne y rebanadas de pan blanco— y dijo:
—¿Sabéis una cosa? Creo que no sería mala idea que nos fuéramos a cenar fuera, esta noche.
Mickey la miró, primero con alborozo y luego con cierta inquietud.
—¿Al Gilhooley’s? —preguntó.
Sólo estuvo allí una vez. Era el local en el que los estudiantes de medicina bebían cerveza, escuchaban la música del tocadiscos automático y desahogaban sus tensiones y frustraciones. Siempre estaba abarrotado de gente que hacía un ruido infernal, y Mickey se sentía muy cohibida allí. Sin embargo, aquella noche le apetecía ir, sólo para salir y hacer algo distinto.
—Pues no lo sé —respondió Ruth, muy despacio.
Tenían que aprenderse de memoria la Tabla de Sustancias Osmolares y leer cincuenta páginas del texto de Farnsworth para el siguiente lunes.
—Invito yo —dijo Sondra, tomando el bolso—. ¡Vamos, ya es hora de que nos tomemos un descanso!