El mes de septiembre es el más caluroso del verano en el sur de California. Aquel miércoles por la tarde en que las tres volvieron a reunirse, el bochorno era insoportable y no soplaba ni la más ligera brisa del océano. Bajaron por la Avenida Oriente en el Mustang de Sondra.
Minutos más tarde, subieron hasta los apartamentos del segundo piso, y Ruth se sacó un bloc de notas del bolso y se lo entregó a Sondra.
—Aquí están los cálculos. La casera quería que hiciéramos un depósito para la limpieza, pero la convencí de que lo mantendríamos todo muy limpio. Son ciento quince dólares mensuales y me dijo que los gastos no superan los diez dólares. He calculado unos ciento cincuenta al mes de comida. Por consiguiente, nos saldrá todo por menos de cien dólares mensuales a cada una. Teniendo en cuenta que en la residencia nos cobran ochocientos semestrales, ¡nos podremos ahorrar nada menos que trescientos dólares por cabeza! —dijo Ruth. Luego se sacó la llave del bolsillo del Levi’s, abrió la puerta y dijo—: ¡Adelante! ¡Bienvenidas al Paraíso!
El apartamento era pequeño, pero estaba muy bien amueblado y enmoquetado. No había nada en las paredes color marfil y tampoco en las estanterías ni encima de las mesas, pero las tres muchachas adivinaron en seguida el futuro aspecto de la vivienda: Sondra se imaginó los cojines y los carteles, Ruth empezó a distribuir mentalmente toda clase de macetas con plantas y cuadros por doquier. Mickey Long pensó en la intimidad de que podría gozar.
—¿Qué os parece? —les preguntó Ruth.
—¡Me encanta! —exclamó Sondra—. Me traje de Phoenix unos carteles preciosos. Miremos donde miremos, podremos ver castillos, ríos y puestas de sol. Unos cojines anaranjados animarán un poco este sofá. —Después, se situó en el centro del salón y miró a su alrededor con una sonrisa complacida—. Puede que incluso pongamos una alfombra oriental —añadió.
—Alto ahí —dijo Ruth, levantando la mano—. Yo no puedo permitirme estos lujos. Tengo que dar cuenta de todo lo que gasto.
—No importa —contestó Sondra alegremente—, yo tengo mucho dinero y me encargaré de la decoración.
Mickey se acercó cautelosamente por el pasillo como si temiera algún peligro.
—Bueno, ¿tú qué piensas, Mickey? —le preguntó Ruth, apoyando las manos en sus anchas caderas.
Mickey se estremeció de emoción. Sí, sería estupendo. Le podrían dar un toque personal y sería un sitio muy tranquilo. Además, le saldrían mejor las cuentas. Entre la beca, el préstamo estudiantil y el dinero ganado con sus empleos de verano, podría sufragarse los estudios y pagarle la estancia a su madre en la residencia en la que tan a gusto se encontraba.
—Nos sortearemos los dormitorios con pajas —dijo Ruth, dirigiéndose a la cocina donde había una escoba.
Mickey la asió del brazo y se ofreció voluntariamente a ocupar el único dormitorio que no tenía ventanas. Las ventanas y los espejos eran la desgracia de su vida.
Regresaron a la residencia, cargaron sus pertenencias en el Mustang y, al atardecer, regresaron al apartamento. Sondra abrió las ventanas para que entrara la tonificante brisa marina, en tanto que Ruth sacaba las cosas que había comprado en Safeway por la mañana: una olla para calentar agua y hacer la comida, un frasco de café instantáneo, queso, galletas, papel higiénico y una caja de velas de quince horas de duración. Mientras colocaba una vela en cada habitación, dijo:
—La casera asegura que mañana quitarán la luz. Este fin de semana podremos dedicarnos a comprar algunas cosas para la cocina y el cuarto de baño.
Sondra tardó un buen rato en arreglar su habitación, cuando ya el dorado sol se había ocultado tras el horizonte del Pacífico y las sombras alargadas anunciaban la noche. El póster de las panteras de Janice Nakamura lo colocó directamente encima de la cama para poder verlo en cuanto se despertara; el equipo de escritorio en cuero que le habían regalado cuando se graduó lo dispuso cuidadosamente sobre el escritorio, justo bajo la ventana y, al lado, puso una fotografía enmarcada de sus padres en el Gran Cañón; colgó los vestidos en el lado derecho del armario, y las faldas y blusas en el izquierdo; alineó los zapatos en el suelo como si fueran soldaditos. Alisó las mantas que la casera les había prestado hasta que ellas compraran las suyas, ahuecó la almohada y retrocedió para estudiar el efecto del conjunto.
La primera etapa, pensó muy satisfecha. La primera etapa del viaje definitivo…
Antes de reunirse con las otras dos muchachas, Sondra se asomó un instante a la ventana. Como ya le había advertido Ruth, no se divisaba el mar, pero lo tenían cerca, más allá de las palmeras y los tejados de las casas. El océano de Sondra. Percibía su ritmo y podía inhalar su incesante respiración. Cerrando los ojos y agudizando el oído, podría escuchar el oleaje que tantas promesas encerraba y el mundo que con tanta fuerza la llamaba. Sondra tenía la certeza de que un día podría ir; era una de aquellas verdades inmutables que no admitían discusión. Tenía que enderezar ciertos entuertos, estaba en deuda con la sangre de la que procedía. Tenía que forjar su propia identidad y encontrar su lugar en el mundo, regresando a la remota raza oscura de la que formaba parte. Sondra Mallone se encontraba a la orilla de un mar inmenso que la llamaba, y esta idea la emocionaba tanto como el juramento hipocrático pronunciado por el doctor Hoskins durante la ceremonia de bienvenida. Era como la promesa del término de una búsqueda.
En la cocina, Ruth extendió el queso sobre las galletas. Trabajaba sola a la luz de una vela. Mickey se encontraba todavía en el cuarto de baño.
Ruth se sorprendió de que sus manos fueran tan firmes. Por dentro, temblaba de miedo. Al final, consiguió dar el gran paso.
«A pesar de mi padre —pensó—, no fracasaré. Conseguiré llegar a la meta y seré la primera, aunque en ello me vaya la vida».
Su padre, uno de los médicos más famosos del estado de Washington, sufrió una decepción cuando, hacía veintitrés años, su esposa dio a luz a una niña en contra de todos sus deseos y previsiones. Once meses más tarde, nació Joshua y todo quedó perdonado. Después vino Max y, por fin, David, Judith fue la última y, por consiguiente, la más querida. Como si antes no hubiera tenido una hija y todo lo hubiera guardado para la más pequeña, Mike Shapiro se volcó en Judith y la convirtió en la princesa que por derecho le hubiera correspondido ser a Ruth.
Sin embargo, ésta no se lo reprochaba demasiado. Fue una niña torpe, regordeta y decepcionante, que siempre derramaba la leche o llevaba migas de pastel pegadas a la barbilla. Al llegar a la edad adulta, decidió competir con sus hermanos: Joshua estudiaba en la academia de West Point y su fotografía dominaba la repisa de la chimenea del salón; Max se preparaba en la Universidad del Noroeste para ser un eficiente colaborador de su padre; y David llevaba trazas de convertirse en una primera figura de la abogacía.
—Nunca lo conseguirás, Ruthie —le dijo su padre cuando la vio rellenar las instancias—. ¿Por qué no puedes aceptar lo que eres? Búscate un buen chico, cásate y ten hijos.
Pero ahí estaba precisamente el intríngulis: Ruth jamás había tenido un verdadero fracaso. Algunas veces, en su infancia y adolescencia, cometió el imperdonable error de ser corriente, aunque nunca fracasó en realidad. No era una niña superdotada, pero tampoco tenía la culpa de que, en la única carrera en la que ocupó un lugar de honor, no participaran otras niñas a causa de la lluvia y de que, por muy retrasada que hubiera llegado, le hubieran tenido que otorgar el premio de todos modos. Sin embargo, aquella hecatombe tuvo asimismo su lado bueno: Ruth Shapiro saboreó fugazmente las mieles de la admiración de su padre y, tras haberlas saboreado una vez, quería repetir.
Mientras colocaba las galletas sobre una bandeja de papel, pensó: «Esta vez no llegaré la tercera. Seré la primera sobre noventa».
Mickey se pasó mucho rato en el cuarto de baño, pero no se maquillaba o peinaba, sino que se contemplaba simplemente el rostro en el espejo, Un rostro que se burlaba de ella.
Cuando nació, la mancha era muy pequeña, el beso de un hada, le decía su madre. Pero después empezó a extenderse desde la oreja hasta la nariz y desde la mandíbula hasta la raíz del cabello. Algunos compañeros de la escuela primaria fueron muy crueles con ella. Le decían: «Oye, Mickey, tienes una lonja de jamón en la cara»; o aseguraban que su piel era venenosa y, por consiguiente, nadie podía acercarse a ella. Stanley Furmanski le dijo que aquellas manchas se iban haciendo cada vez más grandes hasta que, al final, estallaban y todo el cerebro se derramaba por fuera. Los maestros aconsejaban a los niños que fueran compasivos con las personas desgraciadas y Mickey experimentaba el deseo de morir. Regresaba a casa llorando y su madre la consolaba con besos y abrazos.
En la escuela superior las cosas no mejoraron. Las chicas hacían amistad con ella para poderle hacer preguntas más personales sobre la mancha; y los chicos la invitaban a salir para ganar apuestas con sus amigos: cinco dólares si conseguían besar aquella mejilla. En el transcurso de todos aquellos años, su madre la llevó a infinidad de médicos. La mayoría de ellos decían que la mancha estaba demasiado vasculosa y no le daban ninguna solución; otros hacían algún experimento con escalpelos, hidrógeno líquido o hielo seco, y le dejaban la cara más fea y con más cicatrices que antes.
Al final, las peores cicatrices no fueron las de la cara, sino las del alma. Terminó los estudios en la escuela superior y redujo los cuatro cursos inferiores universitarios a tres, convirtiéndose, a los veinte años, en el elemento más joven del primer curso en Castillo. Mickey Long estaba absolutamente convencida de su inferioridad y de que su papel en la vida era dedicarse sólo al trabajo.
Al principio, le pareció extraño que los seis examinadores no le hubieran preguntado en otoño por qué quería ser médico. Pensaba que aquella pregunta se la hacían a todo el mundo. Puede que, al verle la cara, ya se imaginaran la respuesta. Al fin y al cabo, eran médicos y no tenían un pelo de tontos. Cualquier profesional de la medicina hubiera podido adivinar cuántos consultorios habría visitado Mickey en dieciocho años, contando a partir de sus dos años de vida en que la roja mancha era del tamaño de una moneda. Cuántas manos frías sobre su rostro, cuántos meneos de cabeza. Sufrió decepciones sin cuento y escuchó demasiados veredictos negativos. Todos debieron comprender que Mickey había decidido dedicarse a ayudar a la gente y descubrir un medio de eliminar aquella humillante situación…, aunque ya fuera demasiado tarde para ella.
Alguien llamó a la puerta y se sobresaltó. Al abrir, vio a Sondra con su sonriente rostro iluminado por la vela que sostenía en la mano.
—Perdona —dijo Mickey—. En adelante, prometo no ocupar tanto rato el cuarto de baño.
—No te preocupes. Sólo llamaba para anunciarte que el banquete ya está listo.
Ruth colocó las galletas y el queso sobre la mesa y escanció Coca-Cola en vasos de plástico.
—Tendré que andarme con cuidado con estas cosas —dijo mientras sus compañeras se sentaban alrededor de la mesa iluminadas por el parpadeante círculo de la luz que arrojaba la vela—. Necesito controlar mi peso constantemente. Cuando era pequeña, cada vez que me sorprendían bebiendo una Coca-Cola o comiendo caramelos, mi padre me quitaba cinco centavos de la asignación semanal. Cuando estudiaba séptimo grado, me ofreció diez dólares si conseguía perder cinco kilos.
—Este fin de semana saldremos de compras —dijo Sondra, devorando una galleta como si estuviera muerta de hambre—. Compraremos algunos alimentos de régimen. ¿Qué os parece si nos turnamos en la preparación de la comida, alternando una semana cada una?
Ambas jóvenes miraron a Mickey para ver si estaba de acuerdo, pero ésta no respondió nada.
—¿Sabes una cosa, Mickey? —dijo Ruth, sacudiéndose las migajas de la camiseta—. Tendrás que aprender a ser un poco más expansiva si quieres ser médica —médica, ya no médico, la llamaban a veces, según los signos de los nuevos tiempos—. ¿Cómo piensas comunicarte con tus pacientes?
Mickey carraspeó e inclinó la cabeza.
—Es que no pienso ser una médica de esta clase. Yo quiero dedicarme a la investigación.
Ruth asintió; de repente lo comprendió todo. La personalidad y el aspecto físico no cuentan en un laboratorio, lo que hace falta allí es cerebro y aplicación.
—Y tú, Ruth —dijo Sondra—, ¿en qué tipo de medicina quieres especializarte?
—En medicina general. Ahora, algunos la llaman medicina familiar. Abriré un consultorio en Seattle. ¿Y tú?
—Yo saldré al ancho mundo —contestó Sondra—. He sentido este anhelo durante toda mi vida, pero no sabría describirlo. Siempre experimenté curiosidad por saber qué hay al otro lado de la montaña. —El brillo de la llama se reflejó en sus ojos ambarinos y el sedoso cabello negro le caía sobre los hombros—. No sé por qué mi verdadera madre me dejó. Ignoro si murió al darme a luz o si no pudo quedarse conmigo. Es un pensamiento que a veces me obsesiona. Nací en mil novecientos cuarenta y seis cuando las relaciones interraciales no eran vistas con buenos ojos. Quisiera saber que ocurrió. ¿Conoció a mi padre, se enamoró y después su familia la rechazó? ¿Permanecieron juntos o mi padre la abandonó? ¿Quién era negro, mi padre o mi madre? Me gustaría irme a África al terminar las prácticas de interna. Me encantaría entrar en contacto con mi otra mitad.
Más allá de las ventanas encortinadas se levantó un fuerte viento oceánico que golpeaba los cristales como si quisiera entrar en la habitación. Era un viento húmedo y salado, un viento vivo que nevaba en su seno un beso de Neptuno, el rey de los mares. Invitaba a la introspección y la reflexión acerca de lo que ocurría en aquellos momentos y de lo que ocurriría en el futuro. Ruth, Mickey y Sondra acababan de conocerse, pero ya habían echado a andar por un emocionante y aterrador camino desconocido. Aquellos cuatro años les iban a enseñar a ser dueñas de la vida y de la muerte. Y eso no era ninguna tontería.
Ruth carraspeó, levantó el vaso y pronunció un brindis:
—Por nosotras. Por tres futuras médicas.