Capítulo 2

A decir verdad, Sondra Mallone no necesitaba que la ayudaran a llevar las maletas, pero esto era una buena excusa para entablar amistad con un nuevo vecino. El joven la vio cuando sacaba el equipaje de su Mustang rojo cereza en el aparcamiento de la residencia universitaria e insistió en llevar él solito las cuatro maletas. Se llamaba Shawn, era alumno de primer curso como Sondra y la consideraba, erróneamente, demasiado delicada como para poder transportar aquel equipaje.

Casi todos los hombres cometían la misma equivocación con Sondra. Su apariencia física era engañosa. Nadie podía imaginar la fuerza de sus delgados brazos adquirida mediante la asidua práctica de la natación bajo el ardiente sol de Arizona. De hecho, Sondra Mallone inducía asimismo a error por otras muchas razones. Con su exótica cara morena, no parecía en absoluto una Mallone, pero eso se debía a que, en realidad, no lo era.

El día en que, a los doce años, encontró por casualidad los documentos ocultos de su adopción, Sondra empezó a comprender algo sobre sí misma. Se le aclaró de golpe el significado de la desconcertante zona gris que percibía en su interior, de aquella vaga sensación de ser incompleta, tan semejante al dolor fantasma que siente una persona a la que se le ha amputado una extremidad. Aquellos papeles le confirmaron que le faltaba algo y que había en el mundo una parte suya todavía por descubrir.

Mientras subían al segundo piso de Tesoro Hall, Shawn habló por los codos sin apartar los ojos de Sondra. Nadie le había dicho que se alojaría en una residencia mixta. En su tierra natal, semejante hecho hubiera sido inaudito y, por consiguiente, le encantó descubrir que una de las residentes iba a ser una preciosa joven como las que a él le gustaban.

Sondra apenas hablaba, pero sonreía mucho y se le formaban unos hoyuelos muy graciosos en las mejillas. Shawn le preguntó de dónde era y se sorprendió de que, con su piel aceitunada y sus ojos almendrados, fuera sencillamente de Phoenix, Arizona. A Sondra le pareció que el joven era muy simpático y pensó que le gustaría cultivar su amistad, aunque sin pasar nunca de ahí. Ya se encargaría ella de que ello no ocurriera.

—¿Es usted sexualmente muy activa? —le había preguntado uno de los examinadores, en otoño.

Eso tuvo lugar durante la entrevista personal que se celebraba para establecer si el aspirante era apto para ser admitido en la escuela. A Sondra le constaba que a los varones no les hacían jamás semejante pregunta. Sólo una chica ligera de cascos podía plantear problemas. Por ejemplo, quedarse embarazada, dejar los estudios y hacer perder tiempo y dinero a la escuela.

—No —contestó Sondra con toda sinceridad.

Sin embargo, cuando le preguntaron «¿Practica el control de la natalidad?», tuvo que reflexionar un poco. No lo practicaba porque no le hacía falta. No obstante, para que supieran que era una mujer que controlaba su matriz y, por consiguiente, su vida, les contestó:

—Sí.

Lo cual no era, al fin y al cabo, ninguna mentira: la continencia era el mejor sistema para controlar la natalidad, el anticonceptivo más seguro.

—¿Qué te pareció el Programa de Bienvenida de esta mañana? —le preguntó Shawn al llegar al segundo piso.

Sondra abrió su bolso Chanel acolchado y sacó la llave de la habitación. Hubiera tenido que instalarse en la residencia la víspera, pero se había retrasado debido a una fiesta que le organizaron por sorpresa sus amigos, y llegó a Los Ángeles por la mañana, justo a tiempo para asistir a la ceremonia inaugural.

—Me sorprendió un poco que la escuela tuviera un reglamento sobre cómo hay que vestir —dijo, abriendo la puerta y echándose a un lado para que Shawn pudiera entrar con las maletas—. Era algo que no me preocupaba desde mis tiempos en la escuela superior.

Shawn dejó las tres pesadas maletas en el suelo y el neceser para cosméticos sobre la cama.

Las maletas eran de color blanco y llevaban las iníciales de su propietaria en letras doradas.

—¡Oh! —exclamó Sondra, acercándose a la ventana que se abría por encima del escritorio.

Era exactamente lo que ella esperaba: la franja azul del océano entrevista a través de las palmeras y los pinos de Monterrey.

Sondra Mallone, que había vivido los veintidós años de su existencia tierra adentro en Arizona, envió instancias de admisión a diversas escuelas de medicina situadas cerca del agua: un océano o bien un río que serpenteara hasta perderse de vista en el horizonte y le recordara sin cesar que al otro lado había otra tierra, aquella tierra llena de desconocidos con sus propias costumbres y formas de vida que siempre la atrajo desde que era niña. Algún día, cuando terminara los estudios y estuviera en posesión del título, se iría allí y conocería el mundo…

—¿Por qué quiere ser médico? —le preguntaron los examinadores en otoño.

Sondra ya sabía que se lo iban a preguntar. Su asesor de la Universidad de Arizona la había preparado para la entrevista y le explicó el tipo de respuesta que los examinadores desean escuchar.

—No les digas que quieres ser médico porque quieres ayudar a la gente —le aconsejó el asesor—. Aborrecen esta contestación porque, en primer lugar, suena a falso y, en segundo, denota muy poca originalidad. Además, saben muy bien que son contadas las personas que acuden a una escuela de medicina por motivos puramente altruistas. Les gustan las respuestas sinceras, directamente salidas de la corteza cerebral o del billetero. Diles que buscas seguridad en tu profesión, que tienes un interés científico en la erradicación de la enfermedad. Pero no se te ocurra decirles que quieres ayudar a la gente.

—Porque quiero ayudar a la gente —contestó Sondra con firmeza, y los seis examinadores comprendieron que lo decía en serio.

Buena parte de la fuerza de Sondra residía en sus ojos grandes y ligeramente oblicuos sobre unos pómulos muy pronunciados. Eran como dos gotas de ámbar que miraban con audacia y que casi nunca parpadeaban.

Las razones que le asistían eran mucho más profundas, pero no había por qué entrar en detalles. El deseo de Sondra de ayudar a las personas que le habían dado el ser —fueran quienes fueran— no era incumbencia de aquella gente. Le bastaba con sentirlo y con habérselo fijado como objetivo en la vida. Sondra ignoraba quiénes eran sus padres ni por qué motivo la abandonaron, pero su piel, oscura, el sedoso y liso cabello negro, las largas extremidades y los fuertes hombros denotaban a las claras cuál era el origen de la mitad de sus ascendientes. Tras descubrir los documentos de la adopción y averiguar que no era, en realidad, la hija de un acaudalado hombre de negocios de Arizona, sino el fruto de una ignorada tragedia, Sondra oyó una llamada lejana.

—No quiero trabajar en la clínica de un club de campo —les dijo a sus padres—. Estoy obligada por ellos a ir donde me necesiten.

—Es una suerte que tengas coche —le dijo Shawn a sus espaldas.

Sondra se volvió a mirarle y le vio apoyado en el marco de la puerta, con las manos metidas en el bolsillo de los vaqueros.

—Me dijeron que Los Ángeles era una ciudad muy extensa —añadió él—, pero no me esperaba tanto. ¡Llevo aquí cuatro días y aún no logro entender cómo se orienta la gente!

—Puedes pedirme el coche siempre que lo necesites —le dijo Sondra.

—Gracias —contestó Shawn.

Enfundada en unos pantalones Levi’s de color blanco y un jersey negro de cuello cisne, Ruth Shapiro corría como alma que lleva el diablo por el camino embaldosado que conducía al edificio de la administración. El primer día de clase no tenía suficientes horas como para poder abarcarlo todo y pensó que seguramente habría una enorme cola de gente en la Caja. Era corta de piernas y tendía a la obesidad, por lo cual tenía que hacer un considerable esfuerzo. La urgencia y la necesidad de llegar a tiempo, le hizo recordar otra carrera en la que había participado siendo niña.

Por aquel entonces contaba diez años de edad y era una regordeta chiquilla de cabello castaño que corría agotada por la polvorienta pista que rodeaba la escuela primaria de Seattle. Se movía torpemente en un desesperado esfuerzo por ganar en honor de su padre; tenía que conseguir aquel trofeo, se lo llevaría a casa como una ofrenda para demostrarle que estaba equivocado, que ella también podía triunfar. Por eso su corazón de diez años le latía con furia y sus rechonchas piernas daban vueltas y más vueltas bajo la llovizna ante la mirada de los escasos espectadores que se habían tomado la molestia de asistir al acontecimiento deportivo. Al final, Ruth llegó a la línea de meta, no en primero ni en segundo lugar, sino en el tercero, pero eso no importaba porque también había un premio para la que se clasificara en tercer lugar, una preciosa caja de acuarelas que ella protegió de la lluvia bajo su impermeable mientras regresaba a casa y que, cuando su padre volvió del hospital, depositó tímidamente sobre sus rodillas como un sacrificio votivo. Y, por primera vez en su vida, su padre se enorgulleció de ella.

Ganarse la admiración de un hombre que llevaba diez años resentido con ella por haber nacido niña fue una hazaña de mucho mérito. El doctor Mike Shapiro colocó la caja de acuarelas sobre la repisa de la chimenea en la que se exhibían perpetuamente las fotografías y trofeos de sus tres hijos varones y durante varios días les mostró el premio a las visitas.

—¿Qué os parece? —decía—. ¡Lo ganó nuestra pequeña Ruthie en una carrera!

Durante seis días Ruth disfrutó del orgullo paterno y creyó que, a partir de aquel momento, todo iría bien y se acabarían las críticas y las miradas de decepción. Pero un día, durante el almuerzo, su padre le preguntó con indiferencia:

—Por cierto, Ruthie, ¿cuántas niñas participaban en la carrera?

Fue un día aciago en el que estalló de una vez por todas la efímera burbuja de su triunfo.

—Tres —contestó la niña con un hilillo de voz.

Su padre soltó una sonora carcajada y la cosa, acabó convirtiéndose en un chiste familiar contado una y otra vez a lo largo de los años, sin que en ninguna ocasión el doctor Shapiro dejara de destornillarse de risa.

—¡Uy! —gritó en ese momento Ruth, saltando sobre un pie y dejándose caer en la hierba.

Una piedrecita se le había introducido en la sandalia y le producía una dolorosa punzada en el talón.

La víspera, su padre la acompañó inesperadamente al aeropuerto. Ruth pensaba que sólo estaría su madre y que todo se reduciría a un beso y un abrazo de despedida entre ambas, pero su padre sacó el automóvil y ella creyó por unos instantes que había llegado el ansiado momento de la reconciliación. Pero, se equivocó. El doctor Shapiro entregó el equipaje de su hija en el mostrador, la acompañó a la puerta de salida, y se limitó a estrecharle la mano mientras le decía:

—Te doy de tiempo hasta Navidad, Ruthie. Entonces, te darás cuenta de que yo tenía razón.

Navidad. Sólo cuatro meses. Quince semanas para comprobar si se cumplían los sombríos pronósticos del doctor Mike Shapiro.

—¡La escuela de medicina! —había exclamado el padre al enterarse de la noticia, el año anterior—. ¿Que quieres estudiar medicina? Eres una soñadora, Ruthie. Juega sobre seguro y limítate a lo que puedes hacer. Cuanto más alto subas, más dura será la caída, y ya sabes lo mucho que te afectan los fracasos. Nunca fuiste una buena perdedora, Ruthie. ¿Crees que estudiar medicina es coser y cantar? No, no me hagas caso, no soy más que un médico, ¿qué sabré yo del asunto? Inténtalo si te apetece, pero recuerda que no es un camino de rosas.

Pero lo que le había dicho, no era justo. Él jamás les hablaba en aquel tono a Joshua o a Max, nunca los desanimaba. Incluso la pequeña Judith, la menor, era alentada a menudo por su padre a soñar con la luna. «¿Por qué sólo yo? ¿Por qué no puedes quererme a mí?».

Cuando volvió a levantarse y empezó a recoger todas las cosas que se le habían caído del bolso de cuero, el campanario dio las doce. Ruth maldijo por lo bajo. La caja cerraba de doce a dos.

Mickey Long franqueó la puerta de cristal del Manzanitas Hall y salió a la suave atmósfera del mediodía de septiembre. Miró a su alrededor y estudió por un instante el plano de la escuela para orientarse.

Manzanitas Hall era el quinto edificio que visitaba infructuosamente aquella mañana tras haber salido del paraninfo. El recinto universitario no era muy grande y ya no le quedaban muchos edificios en los que buscar. Si sus sospechas resultaban fundadas, se llevaría un disgusto tremendo. Mientras bajaba por uno de los caminos embaldosados para dirigirse a Encinitas Hall —el achaparrado edificio de estilo colonial español en el que solían celebrarse los acontecimientos recreativos y sociales—, el miedo se apoderó de ella.

Pasó apresuradamente por delante del campanario, pensando que aquella escuela era un poco rara y no se parecía en absoluto a los centros que conocía. ¿Dónde estaban los tableros de anuncios y los carteles, invitando a la gente a incorporarse al SNCC y al CORE, es decir, al Student Non-violence Coordinating Cominee y al Congress of Racial Equality (Comité Coordinador Estudiantil contra la Violencia y Congreso de la Igualdad Racial)? ¿Dónde estaban las octavillas, los oradores improvisados y los agitadores? ¿Dónde estaban el Vietnam, el Poder Negro y el Movimiento por la Libertad de Expresión? Era como si hubiera recorrido hacia atrás el túnel del tiempo y se encontrara en los adormilados años cincuenta, cuando los estudiantes universitarios eran alumnos y a los profesores se les trataba de usted. La Escuela de Medicina Castillo era preciosa, pulcra, elegante y estaba adornada con multicolores y cuidados parterres de flores, céspedes color de esmeralda, caminos embaldosados, fuentes españolas de azulejos, edificios de estilo colonial estucados en blanco, arcos morunos y techumbres de tejas rojas. Era una vieja escuela en la que se respiraba una atmósfera un tanto decrépita, una escuela rica que olía vagamente a conservadurismo.

Y eso era lo que inquietaba a Mickey en aquel momento: la escuela era demasiado tranquila.

¡Qué contraste con el centro universitario en el que acababa de graduarse, la Universidad de California de Santa Bárbara, dónde los chicos incendiaron el Banco de América! ¿Cómo demonios se podría perder en aquel lugar tan soñoliento? ¿Dónde estaba su protección, las multitudes, los ciclistas, las parejas haciendo el amor sobre la hierba? ¿Dónde estaban los guitarristas, los mendigos, los grupos que discutían sentados a la sombra de los árboles? En resumen, ¿dónde estaba el camuflaje que le permitiría disolverse y pasar inadvertida? Se llevó una sorpresa. Cuando presentó la instancia, no pensó que Castillo fuera un lugar tan pulcro, pacífico y ordenado. Allí no tendría más remedio que destacar, ¡y la gente se fijaría en ella!

«¿Hice bien en venir aquí?».

Al final, encontró lo que buscaba. Un lavabo de señoras. Se acercó a él como se acercaría a un oasis un hombre perdido en el desierto. Para Mickey Long, los primeros días en un lugar desconocido eran siempre una tortura. Hasta que los nuevos compañeros se acostumbraban a su cara, tenía que soportar las miradas de asombro, la franca curiosidad, la fugaz compasión y, por fin, la turbación de sorprender a sus interlocutores mirando y tratando acto seguido de simular que no se habían dado cuenta de nada. Por esta razón, Mickey Long siempre vestía muy discretamente; se ocultaba tras los anodinos grises y beiges para pasar desapercibida. Las multitudes eran su mejor defensa.

En aquel momento se apartó del rostro la sedosa cortina de cabello rubio, destapó un frasco y empezó el ritual. Al terminar, Mickey Long volvió a cubrir las mejillas con el cabello y se aplicó un toque de Laguna Peach de Revlon en los labios. Le gustaba el maquillaje y le hubiera encantado ponerse atrevidos coloretes como hacían las demás chicas, pero ella no podía llamar la atención.

Salió de Encinitas Hall y volvió a consultar el plano. ¡Era imposible que en toda la escuela no hubiera más que un lavabo! Decidió saltarse el almuerzo para ir buscando y señalando en el plano todos los lavabos de la escuela. Se dirigió a Rodríguez Hall, encaramado en los farallones de Palos Verdes cortados a pico sobre el océano.

Sondra se encontraba todavía en la puerta de su habitación charlando con Shawn cuando vio que otra estudiante venía por el pasillo. Llevaba un vestido color marronáceo y abrazaba contra el pecho, como si fuera un escudo, un gran bolso de paja; la parte de cara que se le veía a través de la melena color pomelo era de un tono carmesí encendido.

—Hola —dijo Sondra, observando entonces que el rubor de la chica era unilateral—, soy Sondra Mallone —añadió, tendiendo una mano a la recién llegada.

—Hola —contestó Mickey, estrechando tímidamente la de Sondra—, yo soy Mickey Long.

—Éste es Shawn, un vecino del pasillo.

Shawn observó unos instantes a Mickey y apartó la mirada en seguida.

Echándose el largo cabello negro hacia atrás con un gracioso gesto de las manos, Sondra comentó:

—Creo que he sido la última en llegar. Shawn ha tenido la amabilidad de subirme las maletas, pesaban como condenadas.

Mickey permanecía de pie en el pasillo, con expresión cohibida, acercándose de vez en cuando la mano a la mejilla para cerciorarse de que los cabellos le cubrían la mancha de nacimiento. Se escuchaba el rumor amortiguado de unas voces detrás de las puertas cerradas de los dormitorios.

—Bueno —dijo Sondra por fin—, creo que tenemos que prepararnos para tomar el té, ¿verdad, Mickey?

Ésta asintió, exhalando un suspiro de alivio, y se encaminó rápidamente hacia su habitación, Nada más entrar, Shawn comentó en voz baja:

—Pobrecilla. Yo pensaba que esas cosas se curaban hoy en día.

Shawn empezó a hablar de la escuela y de los distintos rumores que circulaban sobre Castillo, pero Sondra no le prestó la menor atención. Pensaba en lo rara que era Mickey Long y se sorprendía de que quisiera ser médico. ¿Cómo podía soportar todo aquel cabello sobre la cara? Luego apoyó la mano en un brazo de Shawn y dijo:

—Las chicas estamos invitadas a tomar el té dentro de un rato. Lo ofrece la mujer del doctor Hoskins. Será mejor que empiece a arreglarme.

«Arreglarte, ¿para qué? Yo te encuentro estupenda», le dijo él con la mirada. Se apartó inmediatamente del marco de la puerta y se sacó las manos de los bolsillos.

—Esta noche habrá una fiesta en el refectorio después de la cena. ¿Vas a ir?

—Me he pasado conduciendo prácticamente durante toda la noche desde Phoenix —contestó Sondra mientras negaba con la cabeza—. ¡Pienso apagar la luz a las ocho!

Shawn no hizo ademán de marcharse, sino que se la quedó mirando por espacio de un minuto en silencio.

—Si puedo hacer algo por ti, cualquier cosa que necesites —dijo después, transmitiéndole un mudo mensaje con sus ojos azules—, estoy en la habitación doscientos tres.

Sondra le vio alejarse por el pasillo y pensó que era un muchacho simpático y correcto, aunque hablara con un leve acento pueblerino. Tras dudar un instante, llamó con los nudillos a la puerta de Mickey, que se abrió un poquito y aparecieron unos tímidos ojos verdes.

—Soy yo —dijo Sondra alegremente—. Quería preguntarte cómo te vas a vestir para asistir al té de la señora Hoskins. Yo no sé qué ponerme.

Mickey abrió la puerta de par en par y miró a Sondra con extrañeza.

—Debes de estar bromeando. Puedes ir tal como vas.

Sondra llevaba lo mismo que se había puesto para asistir a la ceremonia de bienvenida en el paraninfo: un minivestido sin mangas de gasa de algodón color crema estampado a topos blancos, y unos elegantes zapatos blancos de tacón. Era un atuendo muy corriente, pero que pocas mujeres podían lucir con gracia. Con sus largas piernas y su piel morena, a Sondra le quedaba de maravilla.

—Yo no tengo ningún atuendo de mucho vestir —dijo Mickey, llevándose otra vez la mano a la cara.

Sondra comprendió que Mickey intentaba ocultar la señal de nacimiento, cubriéndose la mejilla con aquella horrible capa de maquillaje y peinándose el cabello hacia un lado como lo había llevado la famosa estrella cinematográfica Verónica Lake. Sin embargo, no conseguía el resultado apetecido. Más aún, pensó Sondra, los esfuerzos que hacía Mickey por ocultar aquella enorme mancha color vino de oporto que le cubría la mejilla eran contraproducentes y contribuían, en realidad, a que la gente se fijara más en ella. Con su precioso cabello color pomelo y sus bonitos ojos verdes, Mickey Long hubiera estado mucho más guapa con prendas en distintos tonos de azul que con aquel vulgar vestido color pardo que llevaba.

—Vamos a ver qué hay por aquí —dijo Sondra.

Mickey sólo tenía una maleta muy vieja llena de montones de jerséis y faldas de color gris o beige y unos cuantos vestidos muy feos, todos ellos de los almacenes Sears y J. C. Penney. Todo era anticuado y más bien tristón.

—Se me ocurre una idea —dijo Sondra de repente—. Te voy a prestar uno de mis vestidos.

—Oh, no creo que… —empezó a decir Mickey.

—Pues, claro que sí, ven conmigo —dijo Sondra, tomando a su compañera de la mano y regresando con ella a su propia habitación; colocó en el acto una de las maletas sobre la cama y la abrió.

Mickey contempló asombrada la enorme cantidad de blusas y faldas, sedas, algodones y prendas de punto de todos los modelos y colores imaginables. Sondra lo fue sacando todo sin el menor cuidado; arrojaba determinadas cosas a un lado, extendía algunas sobre la cama y sostenía otras junto al rostro de Mickey para estudiar el efecto.

—Creo que no me va —dijo Mickey.

Sondra sacó un minivestido Mary Quant a cuadros negros y azules con mangas blancas y lo sostuvo bajo la barbilla de Mickey.

—No es mi talla —protestó la muchacha—. Nada me sentará bien porque soy más alta que tú.

Sondra reflexionó un instante; después asintió y dejó la prenda sobre la cama.

—Bueno, la ropa no es lo más importante, ¿verdad? Yo en eso soy un poco exagerada. ¿No te parece asqueroso todo lo que llevo? —Hizo un infructuoso intento de meter la ropa de nuevo en la maleta; después se dio por vencida y sacudió la cabeza—. A veces, incluso me avergüenzo. Siempre tuve todo lo que quise —añadió, poniéndose muy seria—. Nunca he pasado ningún tipo de privación.

Unas súbitas carcajadas masculinas atrajeron su atención hacia la puerta.

—Ignoraba que la residencia era mixta —dijo Mickey con cierta inquietud.

—Y yo ignoraba que las habitaciones serían tan pequeñas. ¿Dónde demonios pondré yo todas estas cosas?

Sondra recordó su casa de Phoenix, aquel enorme «rancho» de dos niveles donde ella poseía un precioso dormitorio con cuarto de baño y un guardarropa casi tan grande como aquella habitación. Era la primera vez que vivía fuera de casa. Durante sus cuatro años de estudios universitarios, Sondra había vivido con sus padres porque nunca le interesó demasiado la vida social y jamás le hizo falta un apartamento para recibir a sus amistades. La vida de Sondra sólo tenía un objetivo, el cual era justamente la razón de su presencia en Castillo. Todo lo demás —alternar en sociedad, salir con chicos— era secundario.

De repente, oyeron un estrépito en el pasillo al que siguió una maldición por lo bajo. Se asomaron a la puerta y vieron a una joven con pantalón Levi’s blanco y jersey de cuello cisne negro que se agachaba a recoger unos libros esparcidos por el suelo. La chica se alisó con las manos el corto cabello oscuro y dijo sonriendo:

—¡Torpe nací y torpe seré toda mi vida!

Mickey y Sondra la ayudaron a recoger los libros y las tres se presentaron mientras comentaban el primer día de escuela.

—Me siento como una chiquilla —dijo Ruth Shapiro cuando por fin consiguió abrir la puerta de su dormitorio y las tres entraron en él—. Mi vida es un continuo ciclo de empezar a asistir a escuelas. ¡Cada cuatro años una, con matemática regularidad!

—Dicen que esto ya es el final —contestó Sondra, riéndose.

Observó que, al igual que ella misma y Mickey, Ruth aún no se había instalado en el dormitorio. La bolsa de lona todavía estaba cerrada y sobre el escritorio sólo había un neceser de plástico.

Ruth dejó el bolso y volvió a alisarse el cabello. Un gran medallón con el signo astrológico de Libra captaba sobre su exuberante busto los rayos del sol poniente que penetraban a través de la ventana.

—¡Tengo la impresión de que voy a ser estudiante toda la vida!

—¿Ya tienes los libros? —le preguntó Sondra, leyendo los títulos de los lomos—. ¿De dónde sacaste el tiempo?

—Lo busqué. Esta noche quiero echarles un vistazo. Sentaos, por favor. —Ruth se quitó las sandalias y se dio masaje en la zona del pie lastimada por la piedrecilla—. Voy a tener que agenciarme unos zapatos para no transgredir las normas. ¡Y llamaré a mi madre para que me envíe unas cuantas faldas!

—Y yo tendré que alargarme todos los dobladillos —dijo Sondra, sentándose en el borde de la cama.

—Bueno, ¿sois las dos de California? —preguntó Ruth, tomando el bolso.

—Yo soy de Phoenix —contestó Sondra.

Ambas miraron a Mickey, que todavía permanecía de pie.

—Yo soy de por aquí —dijo ésta por fin como si fuera una sospechosa de asesinato confesando su crimen—, del Valle.

—He oído hablar mucho de él —terció Sondra, tratando de ayudar a Mickey en el difícil proceso de entablar nuevas amistades.

—¿Dejaste a alguien allí? —preguntó Ruth, estudiando la mejilla de Mickey sin el menor disimulo.

—¿Que si dejé a alguien?

—Me refiero a un novio.

A Mickey le entraron ganas de reírse. Los hombres no eran muy aficionados a salir con mujeres como ella. Pero le daba igual. Ya hacía mucho tiempo que se había resignado.

—No, sólo a mi madre.

—¿Dónde vive? —preguntó Sondra.

—En Chatsworth. En una residencia situada en el extremo del Valle.

—¿Y tu padre?

Mickey contempló la buganvilla morada que enmarcaba la ventana del dormitorio de Sondra.

—Mi padre murió cuando yo era pequeña. Jamás le conocí.

Era mentira. En realidad, su padre había huido con otra mujer, abandonando a su esposa y su hija de un año.

—Comprendo muy bien la situación —dijo Sondra—. Yo tampoco conocí al mío. Ni a mi madre. Soy hija adoptiva.

—¿Sabes una cosa? —intervino Ruth, sacando una cajetilla de cigarrillos del bolso—. Esta mañana, cuando te vi en el paraninfo, pensé que debías de ser polinesia. Ahora me pareces más mediterránea.

Sondra se echó a reír, mientras se alisaba la falda sobre las rodillas.

—¡Te quedarías asombrada de las cosas que me dice la gente! Una persona insistió en que yo debía de ser india. De la zona de Bombay.

—¿No tienes ni idea de quiénes fueron tus padres?

—No, pero me imagino cómo debían ser. En la escuela superior había una niña que se parecía a mí. La gente nos tomaba a veces por hermanas, pero no lo éramos. Era de Chicago, pero de madre negra y padre blanco.

—Comprendo.

—Ahora no me importa. Lo he aceptado. Mi madre lo pasó muy mal cuando crecí. Me refiero a mi madre adoptiva. Cuando me adoptaron, yo era muy pequeña y pensaron que, en cuanto creciera, me parecería a mi padre, que es moreno. Pero, después, empecé a tener un aspecto diferente. Con el tiempo, me fui pareciendo cada vez menos a ellos, lo que preocupaba mucho a mi madre. Pertenece a toda clase de clubes y se mueve en los mejores círculos. Sé que, durante algún tiempo, le causé muchos problemas. Sobre todo, cuando mi padre decidió dedicarse a la política. Pero, entonces, por suerte para mí, vinieron los derechos civiles y, de repente, el hecho de ayudar a los negros no sólo se consideró aceptable, sino que se puso de moda. Y ella ya no tuvo que dar más explicaciones a la gente, contando no sé qué historia de unos antepasados italianos.

Ruth y Mickey miraron a Sondra sin ver en su aspecto ningún tipo de problema. Ruth, que siempre había tenido que batallar con su peso, y Mickey, cuyo rostro le cerraba muchas puertas, pensaron que la exótica belleza y la gracia singular de Sondra Mallone no sólo no tenía por qué justificarse sino que, además, era digna de envidia.

—¿Eres hija única? —preguntó Ruth.

—Fue suficiente para mi madre —contestó Sondra, asintiendo solemnemente—. A mí me hubiera encantado tener un montón de hermanos y hermanas.

Ruth encendió un cigarrillo y se apartó el humo del rostro.

—Yo tengo tres hermanos y una hermana. ¡Y me hubiera gustado ser hija única!

—Debe de ser bonito tener hermanos —dijo Mickey en voz baja; por fin, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la puerta del armario.

Ruth estudió el extremo encendido del cigarrillo con sus ojos castaños y pensó que estaba muy bien tener hermanos siempre y cuando hubiera suficiente amor paterno para repartir.

En aquel momento, llamaron a la puerta. Al volverse, vieron a una joven de pie con una botella de sangría y cuatro vasos.

—Hola, soy la doctora Selma Stone, de cuarto curso. Me han nombrado comité personal de bienvenida a la escuela de Castillo.

Tenía un aspecto muy de Costa Este con la falda de tweed, blusa de seda y collar de perlas. Al igual que la misma escuela, Selma Stone era una viva representación de pasados tiempos conservadores. Tomó una silla del escritorio de Ruth, se sentó y cruzó las piernas.

—¿Dices que eres de cuarto curso? —preguntó Ruth, aceptando el vaso de vino—. ¿Cómo es posible entonces que seas la doctora Stone?

—Bueno —contestó Selma, echándose a reír—, es que en tercero se empiezan a hacer prácticas en el hospital —el de St. Catherine, justo al otro lado de la autopista— e insisten en que nos presentemos ante los pacientes como doctores. De este modo, los enfermos ignoran que somos estudiantes de medicina y se quedan más tranquilos. Ya llevo un año en eso, pero no seré médica de verdad hasta dentro de nueve meses.

Ruth contempló el color rubí de la sangría y pensó que no era justo engañar a los pacientes y arrogarse el privilegio de utilizar un título todavía no adquirido.

—Me ofrecí voluntaria para daros personalmente la bienvenida a la escuela antes del té de esta tarde. Es una tradición desde que se empezaron a admitir alumnas. ¡Hace tres años yo era la única chica de mi clase y estaba asustadísima! Vino a saludarme una alumna de último curso ¡y no sabéis cuánto se lo agradecí!

Sondra clavó en Selma Stone sus bellos ojos, color ámbar. ¿Cómo debió sentirse al ser la única mujer en una clase de noventa chicos?

—Supongo que tendréis preguntas que hacer —dijo Selma, estudiando detenidamente los rostros de las tres muchachas: la del cabello castaño corto no iba a plantear ningún problema; tenía una mirada implacable y decidida. Aquella guapa chica de exóticos rasgos o bien tendría muchos líos con los hombres o bien sabría sacar provecho de la situación según lo segura que estuviera de sí misma. En cambio, la tercera, la rubia que se escondía detrás de la melena, tenía un aspecto de persona acosada. Selma dudaba de que pudiera salir adelante.

—Tengo que hacerte una pregunta —dijo Mickey—. ¿Dónde están los lavabos de señoras?

—Se pueden contar con los dedos de una mano. Sólo hay uno de señoras en toda la escuela. Está en Encinitas Hall.

—¿Sólo uno? ¿Por qué?

—Cuestión de logística. La presencia femenina en Castillo jamás ha superado el ocho por ciento por clase. Es más, cuando aquí se admitieron por primera vez mujeres en los años cuarenta, el cupo se limitaba a dos chicas por clase. Y, puesto que no había profesorado femenino y sigue sin haberlo, no era posible destripar todos los edificios para instalar nuevos servicios.

—Entonces, ¿cómo…?

—Por la mañana, te aguantas las ganas y, cuando se acerca el período, llevas constantemente puesto lo necesario porque no te dará tiempo a salir de clase e irte corriendo a Encinitas Hall.

Mickey se notó un nudo en la garganta. ¡No podía pasar sin el cuarto de baño!

—¿Cómo tratan aquí a las chicas? —preguntó Sondra.

—Tengo entendido que, hace años, muchos eran contrarios a que las mujeres pudieran titularse en Castillo. Pensaban que eso disminuiría el prestigio del diploma. Aún notaréis un poco de oposición en los profesores más viejos. Algunos os someterán a prueba sin cesar. A otros les encanta descubrir los puntos débiles de una alumna. Procurad tragaros las lágrimas. Si lloráis, se os echará en cara vuestra condición de mujer.

Mientras se acercaba el vaso a los labios, Ruth Shapiro rechazó mentalmente las agoreras predicciones de aquella pitonisa. Nada ni nadie le impediría alcanzar la meta.

—Pero conseguiréis sobrevivir —se apresuró a añadir Selma—. Debéis mantener siempre una actitud profesional, recordando en todo momento que Castillo no se parece en nada a las abiertas y liberales universidades de las que seguramente procedéis. Esta escuela es muy rígida y tiene todo el conservadurismo propio de un club masculino. Nosotras somos aquí unas intrusas.

—¿Y los alumnos? —preguntó Sondra—. ¿Qué piensan de nosotras?

—En general, nos aceptan como a iguales, aunque todavía hay algunos que nos consideran una amenaza. Os querrán humillar, os recordarán quién es el que manda o bien sentirán curiosidad y querrán averiguar qué tal sois. Creo que algunos incluso nos tienen miedo. De todos modos, si procuráis manteneros distantes en vuestras relaciones con ellos y os concentráis en el principal motivo por el que estáis aquí —estudiar medicina—, no tendréis problemas.

Había una larga mesa cubierta de damasco oscuro y, junto a cada plato, tarjetas con los nombres de los comensales y un ramillete para cada muchacha. Para empezar, tomaron una copa de vino blanco junto a la enorme chimenea de piedra situada en un extremo de la espaciosa sala de recreo y, mientras conversaban, tuvieron ocasión de averiguar nuevos detalles sobre el reglamento de Castillo. La señora Hoskins, la esposa del decano, era una mujer muy cordial que llevaba guantes blancos y se dirigía a las alumnas llamándolas «chicas», asegurándoles que sus futuros maridos se iban a sentir muy orgullosos de ellas.

Sondra, Mickey y Ruth regresaron en silencio a sus habitaciones en el perfumado crepúsculo, mecido por el suave rumor de las olas que rompían mansamente contra los acantilados. A su izquierda, las oscuras siluetas de los edificios Mariposa, Manzanitas y Rodríguez se recortaban sobre las palmeras y el cielo color lavanda como siniestros heraldos del futuro que les aguardaba en los próximos cuatro años. En cambio, a la derecha, al otro lado de la autopista de la Costa del Pacífico, se podía ver el dorado monolito del St. Catherine’s By-the-Sea, el hospital en el que harían sus prácticas, brillando como un faro al final de un túnel oscuro. Las tres pisaron con aprensión las centenarias baldosas.

Al llegar a la entrada de Tesoro Hall, se sintieron inundadas de repente por la luz del interior, la música de rock y las carcajadas masculinas.

—¿Cómo demonios vamos a poder estudiar con todo este jaleo? —preguntó Ruth—. ¿Sabéis una cosa? Lo he estado pensando mucho. ¿Qué os parece esta residencia?

—¿A qué te refieres? —inquirió Sondra.

—Pagamos mucho dinero por vivir aquí y fijaos en cuanto ruido meten. ¿Qué os parece si las tres nos mudamos a un apartamento?

—¿A un apartamento?

—Fuera del recinto universitario. He visto por ahí unos cuantos letreros. Estoy segura de que, repartido entre tres, el alquiler nos saldría mucho más barato que lo que pagamos aquí…, donde no tendremos tranquilidad para poder estudiar —dijo Ruth, mirando con el ceño fruncido hacia el lugar del que procedían la música y las risotadas—. Además, aquí nos cobran la limpieza y la lavandería. Nos podríamos limpiar el apartamento y lavar la ropa. Y está la cuestión de la comida. ¿Qué os pareció el almuerzo de este mediodía?

Ambas jóvenes trataron de recordarlo; había sido una cosa más bien mediocre.

—Yo soy muy buena cocinera —dijo Ruth— y, además, no hago tres comidas diarias. Aquí nos cobran el desayuno, el almuerzo y la cena tanto si los tomamos como si no. Pensad en el dinero que podríamos ahorrarnos… Pero lo más importante sería la tranquilidad. Nada de chicos correteando por los pasillos.

A Mickey se le iluminaron los ojos al pensar que podría estar sola, lejos de las miradas de los hombres.

—A mí me parece una buena idea —dijo.

Sondra pensó en el diminuto dormitorio y en los jóvenes serviciales como Shawn, simpáticos y bienintencionados, pero un poco entrometidos.

—No me vendría mal un poco más de espacio —dijo—, pero no quiero vivir lejos del mar.

Acordaron que Ruth se encargaría de buscar el apartamento. Faltaban dos días para el comienzo de las clases, lo cual significaba que tendrían tiempo para encontrarlo, mudarse y resolver todo el papeleo relacionado con la devolución del dinero del alojamiento en la residencia. Sellaron el pacto con un apretón de manos.