Ahora estaban otra vez desnudos, o casi, formando fila para recibir un uniforme nuevo, y distribuyéndose frente a carteles que decían EXTRA GRANDE, GRANDE, MEDIANO y PEQUEÑO, después de quitarse las prendas grises de la cárcel y arrojarlas al interior de un arcón. El nuevo uniforme era un verde indefinido, apenas, pensó Farragut, un verde verdoso, apenas el verde de Trinity y los largos meses de verano, pero en todo caso un matiz más intenso que el gris de los muertos en vida Sólo a Farragut se le ocurrió entonar un compás de «Mangasverdes», y el Cornudo fue el único que sonrió. En vista de la solemnidad de este cambio de color, el escepticismo y el sarcasmo debían parecerles triviales y despreciables, pues por este verde claro los hombres de Amana habían muerto o habían yacido horas en el barro, vomitando y desnudos. Era un hecho. Después de la revolución, la disciplina fue menos rigurosa, y no se revisaba la correspondencia, pero el trabajo de los hombres aún valía medio atado de cigarrillos diario y este cambio de uniforme era el resultado principal obtenido por el disturbio del Muro. Ninguno de ellos era tan estúpido que dijera: «Nuestros hermanos murieron por esto», y casi ninguno era tan estúpido que no pensara en la incalculable avaricia implícita en el hecho de cambiar el atuendo de la población carcelaria con un costo universal y para beneficio de un puñado de hombres que podían pasar más tiempo practicando natación submarina en las Antillas Menores, o haciéndose montar en yates, o en lo que más les agradase. Había una acentuada solemnidad en este cambio de atuendo.

El cambio de ropa fue parte de una atmósfera de amnistía que prevaleció en Falconer después que se aplastó la rebelión del Muro. Marshack había vuelto a colgar sus plantas con el alambre que Farragut había robado, y nadie había encontrado la tecla afilada. Después de la distribución de los uniformes nuevos, era natural que se hiciesen modificaciones. La mayoría de los hombres deseaba que el uniforme nuevo fuese cortado y cosido nuevamente con mayor ajuste. Pasaron cuatro días antes de que se vendiese hilo verde, y la provisión se agotó en una hora, pero Bumpo y Tenis, que sabían coser, formaron un equipo y dedicaron una semana a realizar las pruebas y los cambios. —Toc, toc —dijo el Cornudo, y Farragut lo invitó a pasar, aunque no deseaba realmente, ni nunca había deseado ver a su compañero. Sencillamente, quería oír una voz que no fuera la de la televisión, y sentir en su celda la presencia de otro hombre, de un compañero. El Cornudo era un compromiso, pero no tenía alternativa. El Cornudo se había hecho achicar de tal modo el nuevo uniforme que sin duda le dolía. El asiento de los pantalones seguramente le apretaba el trasero como la silla de una bicicleta de carrera, y era evidente que la entrepierna lo lastimaba. Farragut se dio cuenta, porque se le contrajo la cara cuando se sentó. A pesar de todo el sufrimiento, pensó Farragut con ánimo implacable, no había nada grato que ver, pero por lo demás su pensamiento acerca del Cornudo generalmente era poco caritativo. Cuando su compañero se sentó y se dispuso a hablar de nuevo de su esposa, Farragut pensó que el Cornudo tenía un ego inflable. Mientras se preparaba para conversar, parecía que lo estaban llenando de gas. Farragut pensaba que este aumento de tamaño era palpable, y que al hincharse el Cornudo arrojaría de la mesa el ejemplar de Descartes, elevaría la mesa contra los barrotes, arrancaría el inodoro y acabaría destruyendo el camastro donde él descansaba. Farragut sabía que el relato del Cornudo sería desagradable, pero lo que Farragut ignoraba era qué importancia podía asignar a las cosas desagradables. Existían, eran invencibles, pero la luz que emitían no se equiparaba con su prominencia. El Cornudo afirmaba poseer una rica veta de información, pero los hechos que él poseía a lo sumo parecían reforzar la ignorancia, la suspicacia y la capacidad de desesperación de Farragut. Suponía que todo eso era parte de su propia disposición, y que quizá necesitaba cultivarlo. El apremio y el optimismo impetuoso podían ser despreciables, y teniéndolo en cuenta no protestó cuando el Cornudo se aclaró la garganta y dijo: —Si me pidieras mi consejo acerca del matrimonio, te aconsejaría no prestar mucha atención a la encamada. Creo que me casé con ella porque sabía encamarme muy bien, quiero decir que era de mi tamaño, que apareció en el momento oportuno, que fue excelente durante años. Pero luego, cuando comenzó a acostarse con todos, no supe qué hacer. No pude obtener consejo de la iglesia, y la ley me dijo únicamente que debía divorciarme, pero, ¿y los chicos? No querían que yo me fuese, aunque sabían lo que ella hacía. Ella incluso habló conmigo del asunto. Cuando me quejé porque se encamaba con todos, me dio esa conferencia acerca de que no era una vida fácil. Me dijo que chupar todos los penes de la calle era un modo muy solitario y peligroso de vivir. Me dijo que se necesitaba coraje, sí, de veras me lo dijo. Me ofreció esa conferencia. Dijo que en el cine y en los libros uno lee que es una cosa muy agradable y fácil, pero que ella tenía que afrontar toda clase de problemas. Me habló de la vez en que estaba viajando, y fue a ese bar y restaurante, a cenar con algunos amigos. En Dakota del Norte se aplica la ley según la cual uno come en un lugar y bebe en otro, y ella había pasado del lugar de beber al lugar de comer. Pero en el bar estaba ese hombre tan apuesto. Ella le dirigió la mirada especial, desde la puerta, y él le respondió en seguida. ¿Sabes lo que quiero decir con eso de la mirada especial?

»Entonces me contó que dijo a sus amigos, hablando en voz muy alta, que no tomaría postre, que iría en el auto a su casa, donde estaba sola, para leer un libro. Dijo todo esto para que él la oyese y supiera que no había marido ni chicos. Conocía al barman, y él daría su dirección al tipo de modo que volvió a casa y se puso una bata, y entonces sonó el timbre y ahí estaba el tipo. Sin pasar del vestíbulo él empezó a besarla, y le llevó la mano al miembro y se bajó los pantalones, ahí no más en el vestíbulo, y entonces ella descubrió que aunque él era muy hermoso, también era muy sucio. Me dijo que seguramente no se había dado un baño desde hacía un mes. Apenas pudo olerlo un poco se resfrió, y comenzó a pensar cómo podía meterlo bajo una ducha. Y él seguía besándola, y quitándose su ropa y oliendo cada vez peor, y entonces ella sugirió que tal vez él quería bañarse. Entonces, de pronto, él se enojó, y dijo que estaba buscando un culo, no una madre, que su madre le decía cuándo necesitaba bañarse, que él no andaba por ahí buscando putas en los salones para que le dijesen cuando necesitaba un baño, y cuándo necesitaba cortarse el cabello y limpiarse los dientes. Así que él se vistió y se fue, y ella me contó eso para demostrar que andar por ahí a la pesca exige mucho coraje.

»Pero yo también hice cosas jodidas. Una vez volví de un viaje y le dije hola y subí a cagar y mientras estaba sentado vi que al lado del inodoro había una pila de revistas de caza y pesca. Entonces, terminé y me subí los pantalones y salí gritando a propósito de ese pescador estreñido con quien ella montaba. Grité y grité. Dije que era muy propio de ella enredarse con un idiota que no podía tirar la línea ni cagar como Dios manda. Dije que me lo imaginaba perfectamente, sentado ahí, el rostro enrojecido, leyendo cómo se pesca el bravo solo en las agitadas aguas del Norte. Le dije que eso era exactamente lo que ella merecía, que nada más que de mirarla podía decir que su destino era dejarse montar por uno de esos empleados de estación de servicio, con la cara llena de granos, que pescan en las revistas y no saben echar su propia mierda. Y ella lloró hasta hartarse, y más o menos una hora después recordé que yo me había suscrito a todas esas revistas de caza y pesca cuando dije que lo lamentaba a ella en realidad no le importó, y yo me sentí como la mierda. —Farragut nada dijo, rara vez decía algo al Cornudo y el Cornudo volvió a su celda y encendió su radio.

Ransome cayó engripado un martes por la mañana, y el miércoles por la tarde, todos, salvo la Piedra, estaban enfermos. El Pollo afirmaba que la causa era el cerdo que habían estado comiendo toda la semana. Sostenía que de su carne había salido volando una mosca. Afirmaba que había capturado la mosca, y ofreció mostrarla a quien quisiera verla, pero nadie lo pidió. Todos se declararon enfermos, pero Walton o Goldfarb anunciaron que la enfermería estaba sobrecargada, y que durante diez días no podía pedirse médico o enfermero. Farragut tenía gripe y fiebre, lo mismo que todo el resto. El jueves por la mañana les dieron, en las celdas, una abundante dosis de calmante, lo que les otorgó una amnistía de una hora respecto de Falconer, aunque pareció impotente en relación con la gripe. El viernes por la tarde por los altavoces se difundió este anuncio. «UNA VACUNA PREVENTIVA CONTRA LA DIFUSIÓN DE LA GRIPE, QUE HA ALCANZADO PROPORCIONES EPIDÉMICAS EN ALGUNAS CIUDADES DEL NOROESTE, SERA ADMINISTRADA A LOS RECLUSOS DEL CENTRO DE REHABILITACIÓN DESDE LAS NUEVE A LAS DIECIOCHO HORAS. ESPERE EL LLAMADO. LA INOCULACIÓN ES OBLIGATORIA Y NO SE RESPETARÁN LOS ESCRÚPULOS SUPERSTICIOSOS O RELIGIOSOS».

—Quieren usarnos como conejos de Indias —dijo el Pollo—. Nos usan como conejos de Indias. Lo sé muy bien. Aquí estaba un hombre que tenía laringitis. Le aplicaron esa medicina nueva, la inyección, se la dieron dos o tres días, y antes de que lo llevaran a la enfermería ya había muerto. Y después, el tipo que tenía gonorrea, un caso leve de gonorrea, y le hicieron inoculaciones y se le hincharon las pelotas, llegaron a ser tan grandes como pelotas de básquet, y se hincharon y se hincharon y no podía caminar, y tuvieron que llevarlo sobre una tabla, con esos globos grandes bajo la sábana. Y después, el tipo que le supuraban los huesos, la médula le salía de los huesos y estaba muy débil, de modo que le dieron esas inyecciones, experimentales, y se convirtió en piedra, se convirtió en piedra, ¿verdad, Chiquito? Chiquito, di que es verdad lo del tipo que perdía por los huesos y se hizo piedra.

—Chiquito no está —dijo Walton—. Chiquito no viene hasta el sábado.

—Bueno, Chiquito les dirá cuando venga. Se hizo piedra. Como cemento, o piedra. Chiquito le grabó sus iniciales en el culo. Se convirtió en piedra ante nuestros propios ojos. Y los rayados. Si creen que uno está rayado le dan esa inyección verde, verde amarillo, y si no funciona uno se vuelve tan loco, que nadie lo creería. Como ese tipo que decía que podía tocar el himno nacional con las uñas de los pies, se pasaba el día en eso, y le dieron la inyección experimental. Bueno, primero se arrancó un pedazo de una oreja, no recuerdo cuál, y después se metió los dedos en los ojos y se volvió ciego. Chiquito, ¿no es verdad, no es verdad, Chiquito, lo del líquido verde amarillo que dan a los locos?

—Chiquito no está —dijo Walton—. No viene hasta el sábado, y no tengo paciencia con ustedes. Tengo esposa y un bebé en casa, y necesitan la vacuna, pero no me la dan para ellos. Ustedes tienen medicinas que los millonarios no pueden pagar, y lo único que hacen es quejarse.

—No, qué diablos —dijo el Pollo. —Aceptaré lo que me den gratis, pero no soy un conejo de Indias.

Los vacunaron el sábado por la tarde, no en la enfermería, sino en el depósito, en las ventanillas que decían EXTRA GRANDE, GRANDE, MEDIANO y PEQUEÑO. Quince o veinte hombres del grupo cuyas creencias religiosas les prohibían aceptar medicinas fueron acorralados al lado del arcón de las ropas viejas, y Farragut se preguntó si poseía creencias religiosas que justificaran el confinamiento solitario. Estaba su dependencia espiritual y química respecto de las drogas, por las cuales probablemente podía matar a un hombre. Comprendió entonces, y sólo entonces, que no le habían dado metadona durante los tres días de la revolución y los tres días de la plaga. No entendía nada. Uno de los ayudantes que aplicaba las inyecciones era el hombre que le había dado metadona. Cuando Farragut se levantó la manga y ofreció su brazo a la aguja preguntó: —¿Por qué no me dieron la metadona? Es contrario a la ley. En mi sentencia dice bien claro que tengo derecho a la metadona. —Eres un hijo de perra tonto —dijo amablemente el ayudante—. Varios estuvimos preguntándonos cuándo te darías cuenta. Hace casi un mes que te damos placebos. Estás curado, amigo, estás curado. —Clavó la aguja en el brazo de Farragut y él se estremeció un poco ante el dolor extraño y antinatural, e imaginó la difusión de la vacuna en su sangre. —No es posible —dijo Farragut—, no es posible. —Cuenta los días —dijo el ayudante—, cuenta los días. Adelante. —Farragut estaba aturdido. Se dirigió a la puerta, donde esperaba el Pollo. La notable estrechez mental de Farragut estaba ilustrada por el hecho de que le molestaba que el Departamento Correccional hubiese tenido éxito donde habían fracasado los tres tratamientos supercientíficos. El Departamento Correccional no podía haber acertado. Y el propio Farragut no podía felicitarse de haber dominado la adicción, puesto que no había tenido conciencia del asunto. Entonces, una imagen de su familia, de sus soleados orígenes, se formó en su mente. ¿Quizás ese grotesco reparto —el viejo en su lancha, la mujer bombeando nafta con el manto que usaba en la ópera—, su piadoso hermano— le habían transmitido cierto sentido puro, tosco y perdurable de perseverancia? —Adopté una importante decisión —dijo el Pollo, enlazando su brazo con el de Farragut. Adopté una decisión muy importante. Voy a vender mi guitarra. —Farragut sintió sólo la insignificancia de la decisión del Pollo a la luz de lo que acababa de saber, eso y el hecho de que el Pollo parecía aferrarse desesperadamente a su brazo. El Pollo parecía sentirse realmente débil y viejo. Farragut no se decidió a decirle que estaba curado. —¿Por qué vendes tu guitarra, Pollo? —preguntó—. ¿Por qué harás una cosa así? —Puedes adivinar tres veces —dijo el Pollo—. Farragut tuvo que pasarle el brazo sobre la cintura para ayudarlo a subir la pendiente del túnel, de donde pasaron al pabellón.

Todo estaba muy tranquilo. La fiebre de Farragut le recordó la gloria de las drogas, algo de lo que parecía haber abjurado. Experimentaba cierto sopor. Y entonces ocurrió una cosa extraña. En la puerta abierta de su celda vio un joven de cabellos luminosos e inmaculadas ropas clericales, sosteniendo una bandejita con un cáliz de plata y un copón. —He venido a celebrar la Sagrada Eucaristía —dijo. Farragut descendió de la cama. El extraño entró en la celda. Tenía un olor muy limpio, Farragut lo advirtió cuando se le acercó, y preguntó: —¿Debo arrodillarme? —Sí, por favor —dijo el sacerdote—. Farragut se arrodilló sobre el cemento gastado, esa superficie de alguna vieja ruta. La idea de que esos elementos podían estar destinados a sus últimos ritos no lo desconcertó. Su mente estaba totalmente vacía, y él se incorporó del todo a la pavana verbal que se le había enseñado cuando niño. —Santo, Santo, Santo —dijo con voz alta y viril. —El cielo y la tierra están colmados de Tu Gloria. Gloria a Ti —oh Señor de las alturas. —Cuando recayó sobre él la bendición de la paz que supera a toda comprensión, dijo: —Gracias, Padre —y el cura dijo: —Bendito seas, hijo mío. —Pero cuando el joven abandonó su celda y el pabellón, Farragut empezó a gritar: —Bueno, ¿qué demonios era eso, Walton? ¿Quién diablos era?

—Un alma buena —dijo Walton—. Tengo que estudiar.

—Pero, ¿cómo entró? No pedí un cura. Y no visitó a nadie más. ¿Por qué me eligió?

—Este sitio está echándose a perder —dijo Walton—. No es raro que haya disturbios. Dejan entrar a todo el mundo. Vendedores. Enciclopedias. Sartenes. Aspiradoras de polvo.

—Escribiré al gobernador —dijo Farragut—. Si no podemos salir, ¿por qué dejan entrar a todo el mundo? Nos sacan fotos, nos dan la Sagrada Eucaristía, nos piden el nombre de soltera de nuestra madre.

Esa noche despertó a hora avanzada. El retrete lo despertó. No miró la hora. Desnudo, se acercó a su ventana. En el camino había luces muy vivas. Frente a la entrada principal había estacionada una camioneta con el motor en marcha. Sobre el techo había un equipo de esquí. Entonces vio a dos hombres y una mujer que bajaban la escalera. Los tres calzaban zapatillas de tenis. Llevaban un ataúd de madera de viejo estilo con una cruz pintada en la tapa. Estaba diseñado de modo que se ajustaba al concepto rudimentario de un varón bizantino, con hombros anchos y curvos, y una base delgada. Lo que contenía no pesaba casi nada. Sin esfuerzo lo pusieron sobre el bastidor de esquíes, lo aseguraron y se alejaron en el vehículo. Farragut regresó a la cama y durmió.

El domingo por la tarde, cuando fue a tomar su guardia, Chiquito trajo a Farragut media docena de tomates y le pidió que llevase al Pollo a su celda. El viejo necesitaba cuidados. Chiquito explicó que la enfermería estaba totalmente ocupada por camas, habían armado camas en la sala de espera, la oficina de la administración y los corredores, pero aún así no había espacio. Farragut comió sus tomates y aceptó. Farragut preparó su cama en el camastro superior, y Chiquito consiguió sábanas y una manta y preparó una cama para el Pollo. Cuando Chiquito trajo al Pollo por el corredor, el hombre parecía medio dormido, y olía mucho. —Lo lavaré antes de meterlo entre las sábanas limpias —dijo Farragut. —Es cosa tuya— dijo Chiquito. —Te lavaré —dijo al Pollo. —No tienes por qué hacerlo —dijo el Pollo— pero yo no pude caminar hasta la ducha. —Ya lo sé, ya lo sé. —Trajo una palangana con agua, consiguió un trapo y despojó al Pollo de las prendas inútiles que llevaba puestas.

El famoso tatuaje, en el cual había despilfarrado la fortuna amasada en su condición de brillante ladrón, comenzaba muy exactamente en el cuello, como un suéter bien cortado. Todos los colores se habían apagado, e incluso el azul del diseño principal se había convertido en gris. ¡Qué espectáculo chillón debió haber sido! El pecho y la parte superior del abdomen estaban ocupados por el retrato de un caballo llamado Lucky Bess. En el brazo izquierdo tenía una espada, un escudo, una serpiente y la leyenda «La Muerte Antes Que el Deshonor». Debajo la palabra «Madre», rodeada de flores. En el brazo derecho una bailarina lasciva, que probablemente se meneaba cuando el Pollo flexionaba los bíceps. Estaba sobre las cabezas de una multitud que le cubría el antebrazo. La mayor parte de la espalda era un ancho paisaje montañoso con un sol naciente, y debajo, formando un arco sobre sus nalgas, Farragut leyó, con letras góticas descoloridas y torpes: «Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza». De la ingle partían serpientes que se enroscaban alrededor de las dos piernas, y los dedos de los pies eran los colmillos. Todo el resto de su cuerpo era un denso follaje. —Pollo, ¿cómo vendiste tu guitarra? —preguntó. —Por dos cartones de mentolados —dijo el Pollo. —Pero, ¿por qué… por qué? —La curiosidad mató al gato —dijo el Pollo—. Zeke, ¿por qué mataste a tu hermano?

Farragut pensaba que el accidente o lo que ellos llamaban el asesinato había ocurrido a causa de que siempre que recordaba a su familia o soñaba con ella los veía de espaldas. Siempre estaban saliendo con gesto indignado de las salas de concierto, los teatros, los estadios deportivos y los restaurantes, y él, que era el menor, siempre marchaba a la zaga. —Si Koussevitzky cree que yo escucharé eso… —Ese referí es un sinvergüenza. —Esta obra es un producto degenerado. —No me gusta el modo en que ese mozo me miró. —Ese empleado es un insolente. —Y así por el estilo. No llegaban al final de casi nada, y así los recordaba, encaminándose, quién sabe por qué con impermeables húmedos, hacia la salida. Se le había ocurrido que tal vez padecían terriblemente de claustrofobia, y disfrazaban de indignación moral este defecto.

Además, siempre se mostraban muy dadivosos, especialmente las damas. Siempre estaban recolectando dinero para comprar pollos flacos destinados a la gente que vivían en inquilinatos, u organizando escuelas privadas que a menudo quebraban. Farragut suponía que hacían cierto bien, pero siempre le había parecido que esa magnanimidad era dolorosamente embarazosa, y sabía muy concretamente que alguna de las personas que vivían en inquilinatos no querían saber nada con los pollos flacos. Eben, el único hermano de Farragut, incluía los dos rasgos de la familia. Consideraba impertinente a la mayoría de los camareros, los encargados de los bares y los empleados, y reunirse con él a almorzar en un restaurante casi siempre significaba una escena. Eben no distribuía pollos, pero había informado a Farragut que los sábados por la mañana leía a los ciegos en el Hogar Twin Brooks. Ese sábado Farragut y Marcia fueron en el auto a la región donde vivían Eben y Carrie. Hacía más de un año que los hermanos no se veían. Farragut pensaba que su hermano era un individuo pesado e incluso grosero. La vida de sus dos hijos era trágica, y Farragut miraba con hostilidad el hecho de que a juicio de Eben esas tragedias fuesen simplemente una parte natural de la vida. Cuando llegaron, Eben se disponía a salir para el Hogar de Ciegos, y Farragut acompañó a su único hermano.

El Hogar Twin Brooks era un complejo de construcciones de una planta, con una vista tan notable de cierto río y ciertas montañas que Farragut se preguntó si el dilatado paisaje podía consolar o amargar a los moribundos. Cuando llegaron al lugar el calor era sofocante, y mientras Farragut seguía a su hermano que atravesaba el vestíbulo, advirtió que la atmósfera excesivamente caldeada estaba muy perfumada. Una tras otra olió, con su larga nariz, las imitaciones de las conmovedoras fragancias de la primavera y el verdor. De los baños brotaba el olor de pino. Las salas olían a rosas, vistarias, claveles y limones. Pero todo esto era tan absurdamente artificial que uno podía imaginar las botellas y las latas en las cuales se almacenaban los aromas, apiladas en estantes de un aparador.

Los moribundos, que eso eran, estaban demacrados.

—Su grupo espera en la Sala Jardín —dijo un enfermero a Eben. Tenía los cabellos negros relucientes, el rostro hundido, y dirigió a Farragut la mirada del buscón que era. La habitación en la cual entraron se llamaba Sala Jardín, presumiblemente porque los muebles eran de hierro y estaban pintados de verde, y recordaban a los jardines. La pared estaba empapelada con un paisaje que representaba un jardín. Había ocho pacientes. La mayoría ocupaba sillas de ruedas. Uno de ellos maniobraba con un trípode. Una mujer no sólo estaba ciega, sino que le habían amputado las piernas en el muslo. Otra mujer ciega se había aplicado mucho rouge. Tenía las mejillas ardientes. Farragut ya había visto lo mismo en ancianas, y se preguntaba si era una excentricidad propia de la edad, aunque ella misma no podía haber visto lo que hacía.

—Buenos días, damas y caballeros —dijo Eben—. Este es mi hermano Zeke. Continuaremos leyendo Romola, de George Eliot. Capítulo quinto. «La Via de Bardi, una calle destacada en la historia de Florencia, está en Oltrarno, esa parte de la ciudad que se extiende sobre la orilla meridional del río. Va desde el Ponte Vecchio a la Piazza de’Mozzi, al comienzo del Ponte Grazie; a la derecha, la línea de casas y muros tiene detrás la pendiente bastante empinada que en el siglo XV se denominaba la colina de Bogoli, la famosa cantera de piedra de donde la ciudad extrajo su pavimento —de consistencia peligrosamente inestable cuando se filtran las lluvias…».

Los ciegos mostraban muy poca atención. La mujer del rouge se durmió y roncaba levemente, pero roncaba. Después de una página o dos la amputada se propulsó fuera del cuarto. Eben siguió leyendo a los casi muertos, los truncados, los ciegos y los moribundos. Considerando la pasión de Farragut por el cielo azul, pensó que su hermano era despreciable; si bien eran tan parecidos que podía tomárselos por mellizos. Farragut no quería mirar a su hermano y mantenía los ojos fijos en el suelo. Eben leyó hasta el final del capítulo, y cuando salían Farragut le preguntó por qué había elegido Romola.

—Lo eligieron ellos —dijo Eben.

—Pero la pintada de rojo se durmió —dijo Farragut.

—Eso es frecuente —dijo él—. A esta altura de la vida uno no los culpa de nada. Ni se ofende.

Durante el viaje de regreso Farragut se sentó lo más lejos posible de su hermano. Marcia abrió la puerta.

—Oh, lo siento muchísimo, Eben —dijo—, pero tu esposa está muy trastornada. Hablábamos de la familia, y algo que ella recordó o algo que yo dije la hizo llorar.

—Llora siempre —dijo Eben—. No le prestes atención. Llora en los desfiles, en los conciertos de música rock; el año pasado lloró durante toda la Serie Mundial. No lo tomes en serio, ni te culpes. Siéntate, te traeré una copa. —El rostro de Marcia estaba pálido. Farragut sabía que ella veía ese trágico hogar mucho más claramente que él. En ese momento Eben trabajaba como ejecutivo rentado de una fundación de beneficencia que prolongaba la tradición de distribuir pollos flacos. Su matrimonio podía desecharse, si uno era tan superficial, como una colisión sentimental y erótica extraordinaria. Había que tener en cuenta las vidas de los dos hijos, y esas vidas parecían arruinadas por las reverberaciones de este desastre matrimonial. El joven, el único hijo de Eben, estaba cumpliendo una sentencia de dos años en el correccional de Cincinnati por su participación en cierta demostración por la paz y contra cierta guerra. Raquel, la hija, tres veces había intentado suicidarse. Farragut había exorcizado los detalles, pero Marcia los recordaría. Primero, Raquel se había metido en el desván con un litro de vodka, veinte seconales y una de esas bolsas de la aspiradora de polvo que pueden asfixiarlo a uno. La segunda vez, después de una gran fiesta en Nueva México se había arrojado al pozo lleno de brasas del asado, y otra vez la habían salvado, desfigurada, pero la salvaron. Un mes más tarde se había volado un pedazo de la cara con una escopeta de calibre dieciséis, utilizando una bala número nueve. Salvada otra vez, había escrito dos cartas nerviosas y apasionadas a su tío, explicándole su decisión de morir. Estas cartas habían inspirado a Farragut cierto amor por el bendito paradigma, la belleza del régimen, la gloria de la sociedad organizada. Raquel era una aberración, y Farragut estaba dispuesto a barrerla bajo la alfombra, como parecía haber hecho su padre. La casa de Eben, la cuna de estas tragedias, se distinguía por su tradicional compostura.

La casa era muy antigua, lo mismo que la mayor parte de los muebles. Sin prestar mayor atención al asunto, Eben había reconstruido el ambiente de lo que, según afirmaba, era su miserable niñez. El bisabuelo había traído la porcelana azul desde Cantón, en un barco de vela, y ellos habían aprendido a gatear sobre los jeroglíficos tejidos en las alfombras turcas. Marcia y Zeke se sentaron, y Eben buscó en la alacena, ocupado en preparar algunas bebidas. Su esposa, Carrie, estaba en la cocina, sentada sobre un taburete y llorando.

—Me marcho —sollozó—, me marcho. No tengo por qué escuchar más tu basura.

—Oh, cállate —gritó Eben—. Cállate. Cállate. Hasta donde recuerdo están abandonándome una vez por semana, o más a menudo. Empezaste a abandonarme antes de que me pidieses en matrimonio ¡Dios mío! Salvo que alquiles espacio en un depósito, en todo el condado no hay una casa que tenga espacio suficiente para tus ropas. Eres casi tan portátil como la producción de Turandot por la compañía de la Metropolitan Opera. Nada más que sacar de aquí todas tus porquerías exigiría el trabajo de un grupo de hombres durante varias semanas. Tienes centenares de vestidos, sombreros, abrigos de piel y zapatos. Me veo obligado a colgar mi ropa en el lavadero. Y ahí está tu piano, y la mierdosa biblioteca de tu abuelo, y ese busto de Homero que pesa más de doscientos kilos…

—Me marcho —sollozó ella—, me marcho.

—Oh, acábala —gritó Eben—. ¿Cómo puede pretenderse que tome en serio, ni siquiera durante una pelea, a una mujer que con mucho gusto se miente a sí misma?

Cerró la puerta de la cocina y distribuyó las bebidas.

—¿Por qué eres tan cruel? —preguntó Farragut.

—No siempre soy cruel —dijo él.

—Creo que lo eres —dijo Marcia.

—Hice muchísimo para obtener cierta comprensión —dijo Eben—. Por ejemplo. Carrie quería un televisor en la cocina, y le compré un excelente aparato. Lo primero que hace por la mañana es bajar y empieza a hablar a la televisión. Cuando duerme usa una especie de sombrero, como el que se ponen las mujeres para darse una ducha, y se aplica al rostro una serie de aceites rejuvenecedores. En fin, por la mañana se sienta con ese sombrero puesto, y habla al televisor a la velocidad de un kilómetro por minuto. Refuta los noticiosos, se ríe de las bromas y en general sostiene una conversación. Cuando salgo a trabajar no se despide, está demasiado ocupada hablando con la televisión. Cuando vuelvo a casa, por la noche, a veces saluda, pero eso es muy raro. Generalmente está muy ocupada charlando con los locutores de los noticiosos, y no puede prestar atención. Después, a las seis y media, dice: «Te serviré la cena». A veces, es la única frase que le oigo durante todo el día, a veces durante una semana, y a veces más tiempo. Después, sirve la comida y vuelve con un plato a la cocina, y cena allí, conversando y riendo con un programa llamado Proceso y Error. Cuando voy a acostarme, está conversando con un viejo film.

»Bueno, les diré lo que hice. Tengo una amigo llamado Potter. Trabaja en la televisión. A veces tomamos el mismo tren para ir a la ciudad. En fin, le pregunté si era difícil intervenir en Proceso y Error, y contestó que no, que pensaba que era posible arreglarlo. Entonces, me llamó pocos días después y dijo que quizá pudiese darme algo en el programa Proceso y Error del día siguiente. Es un número vivo, y yo debía estar en el estudio a las cinco, para que me diesen maquillaje, y todo eso. Es uno de esos números en los cuales uno paga prendas, y lo que había que hacer esa noche era caminar sobre una cuerda tendida a cierta altura encima de un tanque de agua. Me dieron un traje, porque me mojaría, y tuve que firmar toda clase de papeles liberándolos de cualquier responsabilidad. De modo que me puse el traje y afronté la primera parte del número, sonriendo constantemente a las cámaras. Quiero decir que sonreía a Carrie. Pensé que por una vez debía estar mirando mi sonrisa. Después, trepé por la escalera hasta la cuerda tendida, y empecé a caminar sobre el estanque y caí. El público no rió demasiado, de modo que utilizaron una grabación con risas estruendosas. Finalmente, me vestí, volví a casa, y grité: «Eh, eh, ¿me visten en la televisión?». Ella descansaba en un sofá de la cama, al lado del gran televisor. Estaba llorando. Bueno, pensé que me había equivocado, que lloraba porque yo había hecho el papel del tonto, cayéndome en el tanque. Siguió llorando y sollozando y yo dije: «¿Qué pasa, querida?». Y ella contestó: «¡Mataron a la osa polar, mataron a la osa polar!». Me había equivocado de programa. Me metí en otro programa, pero no puedes decir que no hice lo posible.

Cuando se puso de pie para recoger los vasos movió la cortina de la ventana junto a la cual estaba sentado, y Farragut vio que detrás de la cortina había dos botellas de vodka vacías. Tal vez eso explicaba su andar impasible, como de hombre de mar, el hablar tartajoso y su aire de estúpida compostura. De modo que, con la esposa sollozando en la cocina, y su pobre hija loca y el hijo en la cárcel, Farragut preguntó: —Eben, ¿por qué vives así?

—Porque me gusta —dijo Eben. Después se inclinó, alzó la alfombra turca y la besó con su boca húmeda.

—Estoy seguro de una cosa —gritó Farragut—. No quiero ser tu hermano. No quiero que nada en la calle, nadie en el mundo diga que me parezco a ti. Seré un desequilibrado o un adicto antes de que me confundan contigo. Haré cualquier cosa antes que besar una alfombra.

—Bésame el trasero —dijo Eben.

—Heredaste el gran sentido del humor de papá —dijo Farragut.

—Él deseaba que tú murieses —gritó Eben—. Apuesto a que no sabías eso. Me quería, pero deseaba matarte. Me lo dijo mamá. Hizo venir a casa a un abortero. Tu propio padre quería que murieses.

Entonces, Farragut golpeó a su hermano con un atizador de hierro. La viuda atestiguó que Farragut había golpeado a su hermano dieciocho a veinte veces, pero ella era una mentirosa, y Farragut consideraba despreciable al médico que había confirmado esta mentira.

El proceso que le hicieron le pareció la mediocre demostración de un sistema judicial decadente. Se lo condenó como drogadicto y aventurero sexual, y se lo sentenció a prisión por el asesinato de su hermano. —Su sentencia sería más leve si usted fuera un hombre menos afortunado —dijo el juez—, pero la sociedad ha prodigado y malgastado sus riquezas en usted, y ha fracasado del todo en sus esfuerzos por crear en usted mismo esa conciencia que es la característica de un ser humano educado y civilizado, y de un miembro útil de la sociedad. —Marcia no dijo nada para defenderlo, aunque le había sonreído desde el estrado de los testigos, le había sonreído con tristeza mientras concordaba con la descripción general de la atroz humillación de estar casada con un drogadicto para quien la obtención de sus drogas estaba varios kilómetros por delante del amor por su esposa y su único hijo. Podía recordar el olor rancio del tribunal, las persianas de las ventanas del aula, la sensación de un tedio agudo que se asemejaba a las manipulaciones del torturador más implacable y refinado, y si lo último que veía del mundo era la sala del tribunal, afirmaba que no le pesaría, aunque en realidad estaba dispuesto a aferrarse a una tabla del piso, a una salivadera o a un banco gastado si creía que eso podía salvarlo.

—Me muero, Zeke, me muero —dijo el Pollo número dos—. Siento que me muero, pero no perjudica mi cerebro, no perjudica mi cerebro, no perjudica mi cerebro, no perjudica mi cerebro. —Se durmió.

Farragut permaneció en el mismo sitio. Oía música y voces de las radios y la televisión. En la ventana aún había luz. El Pollo número dos despertó de pronto y dijo: —Mira, Zeke, no tengo ningún miedo de morir. Sé que eso parece mentira y cuando la gente solía decirme que como ya le había sentido el gusto a la muerte no la temía, yo pensaba que hablaba sin categoría, sin ninguna categoría. Me parecía que si uno hablaba así no tenía clase, era como pensar que uno se veía hermoso en un espejo; esa porquería de que uno no tiene miedo a la muerte indica poca clase. Cómo puede decirse que uno no tiene miedo de abandonar la fiesta si es como una fiesta, incluso cuando parece jodida; incluso las salchichas y el arroz saben bien cuando uno tiene hambre, incluso un barrote de hierro es bueno para tocar, y es agradable dormir. Es como una fiesta incluso en máxima seguridad, ¿y quién quiere salir de una fiesta para meterse en algo que nadie conoce? Si uno piensa así no tiene categoría. Pero siento que estuve por aquí más de cincuenta y dos años. Sé que me crees más joven. Todos lo creen, pero en realidad tengo cincuenta y dos. Pero mira tu caso, por ejemplo. Nunca hiciste nada por mí. Y mira el Cornudo, por ejemplo. Hizo todo por mí. Me consigue cigarrillos, papel, comida de la calle, y me llevo bien con él, pero no me gusta. Lo que quiero decir es que no aprendí todo lo que sé por experiencia. Tú me gustas y el Cornudo no me gusta, y eso es todo, y entonces imagino que seguramente entré en esta vida con los recuerdos de otra vida, y entonces seguro que pasaré a otra cosa y sabes algo, Zeke, sabes algo, tengo muchos deseos de ver cómo será, tengo muchísimos deseos. No quiero hablar como esos rayados que no tienen categoría, uno de esos rayados que andan por ahí diciendo que como ya le conocen el gusto a la muerte no tienen miedo, ni un poco de miedo. Yo tengo categoría. Quiero decir que si ahora mismo, ahora mismo me sacaran de aquí y me pusieran frente a un pelotón de fusilamiento saldría riéndome, y no quiero decir una risa amarga o triste, quiero decir una auténtica risa. Iría allí y bailaría con mucha elegancia, y con suerte tendría una buena erección, y después, cuando oyeran la orden de fuego yo abriría los brazos para que no se perdiese una sola bala, para aprovechar bien los tiros, y después caería, pero caería un hombre muy feliz porque estoy sumamente interesado en saber qué vendrá después. Estoy muy interesado en saber qué vendrá después.

Aún había un poco de luz en la ventana. De la radio de Ransome llegaba música bailable, y al final del corredor, en la televisión, podía ver a un grupo de personas que tenían problemas. Un viejo se embriagaba con el pasado. Un joven se embriagaba con el futuro. Había una mujer joven que tenía problemas con sus amantes, y se veía a una vieja ocultando botellas de ginebra en cajas de sombreros, refrigeradores y cajones de escritorio. Por las ventanas, más allá de las cabezas y los hombros, Farragut pudo ver olas rompiendo en un playa blanca, y las calles de una aldea y los árboles de un bosque, pero ¿por qué permanecían todos en un cuarto, peleando, cuando podían caminar hacia la tienda o realizar una excursión a los bosques, o ir a nadar al mar? Podían hacer todo esto. ¿Por qué se quedaban adentro? ¿Por qué no atendían el llamado del mar, y Farragut oía a su llamado, imaginaba la claridad de la sal marina que se extendía sobre los bellos guijarros? El Pollo número dos roncaba ruidosamente, su respiración era gutural, o quizá era el estertor de la muerte.

Se hubiera dicho un instante conspirativo en su intensidad. Farragut se sentía perseguido, pero se adelantaba fácilmente a sus perseguidores. Se necesitaba astucia; y parecía que él tenía astucia, astucia y ternura. Se dirigió a la silla que estaba al lado de la cama del Pollo número dos y tomó en su mano la mano cálida del moribundo. Le parecía que de la presencia del Pollo número dos extraía un sentimiento profundo de libertad; parecía absorber algo que el Pollo número dos estaba dándole afectuosamente. Experimentó cierta incomodidad en el cachete derecho de sus nalgas, y medio incorporado, vio que se había sentado sobre la dentadura postiza del Pollo. —Oh, Pollo —exclamó—, me mordiste el culo. —Su risa fue la risa de la ternura más profunda, y después empezó a sollozar. Su sollozo era convulsivo, y lo siguió, y dejó que se agotara solo. Después, llamó a Chiquito. Chiquito vino sin hacer preguntas. —Llamaré a un médico —dijo. Entonces, viendo el brazo desnudo del Pollo con sus dibujos densos y descoloridos de tatuajes grises, dijo: —No creo que haya gastado dos mil en tatuajes, como dijo. Me parece que fueron más bien doscientos. Estranguló a una vieja. Ella tenía ochenta y dos dólares en un jarrón. —Después se marchó. La luz de la ventana se había extinguido. La música bailable y los malentendidos de la televisión continuaban sin pausa.

El médico llegó y tenía puesto el mismo sombrero que usaba cuando los revisó, durante la revolución. Su aspecto era de suciedad, como antes. —Avise a la dirección —dijo a Chiquito—. No podemos trasladar fiambres hasta las veintidós horas —dijo Chiquito—. Es el reglamento. —Bueno, en ese caso avise después. No fermentará. Es puro hueso. —Salieron, y después Verónica y otro enfermero entraron con un armazón de metal liviano en forma de canoa, que contenía un largo saco oscuro. Metieran allí al Pollo y se fueron. La televisión y la radio de Ransome transmitían anuncios comerciales, y Ransome aumentó el volumen de su radio, lo cual quizá era una actitud bondadosa.

Farragut se puso de pie dificultosamente. Se necesitaba astucia; astucia y el coraje de ocupar el lugar que le correspondía en las cosas, según él las veía. Abrió el cierre relámpago del saco. El ruido del cierre era una suerte de sonsonete, un recuerdo habitual de maletas que se cierran, artículos de tocador y sacos de ropas antes de que uno salga para tomar el avión. Inclinados sobre el saco, los brazos y los hombros dispuestos a levantar un peso, descubrió que el Pollo número dos no pesaba. Depositó al Pollo en su propia cama y se disponía a entrar en el saco mortuorio cuando un azar, un golpe de suerte, un recuerdo lo indujo a retirar una hojita de su máquina de afeitar antes de meterse en la mortaja y cerrarla sobre su cara. Estaba muy encerrado, pero el olor de su tumba no era más que el olor de la tela; el olor de una tienda.

Los hombres que vinieron a buscarlo seguramente usaban suela de goma, porque él no los oyó entrar y no supo que estaban allí hasta que sintió que lo alzaban del piso y lo llevaban. Su aliento había comenzado a humedecer la tela de su mortaja, y le dolía la cabeza. Abrió muy grande la boca para respirar, temeroso de que oyesen el ruido que hacía y más temeroso aún de que el estúpido animalismo de su cuerpo se dejase dominar por el pánico, y cayese en convulsiones, y diese gritos pidiendo que lo dejasen salir. Ahora que la tela se había humedecido, la humedad acentuaba el olor de la goma y él tenía el rostro empapado, y jadeaba. Después, se calmó su pánico y oyó que abrían y cerraban las dos primeras puertas, y sintió que bajaban por la pendiente del túnel. Que recordara, jamás lo habían transportado. (Su madre, muerta hacía mucho tiempo, sin duda lo había trasladado de un lugar a otro, pero él no lo recordaba). La sensación de ser llevado pertenecía al pasado, pues le infundía un extraño sentimiento de inocencia y pureza. Qué extraño ser llevado a esa altura de la vida y hacia algo que él no conocía realmente, según parecía liberado de su propia crudeza erótica, de su desdén superficial y su risa dolorida —no un hecho, sino una posibilidad, algo parecido a la luz vespertina en las copas de los árboles, algo inútil y conmovedor—. Que extraño estar vivo y ser adulto, y que a uno lo llevasen.

Sintió que el terreno se nivelaba en la base del túnel, cerca de la entrada de los proveedores, y oyó que el guardia del puesto número 8 decía: —Otro indio mordió el polvo. ¿Qué se hace con estos Sin Parientes Conocidos? —Cuesta poco quemar a los SPC —dijo uno de los hombres—. Farragut oyó abrirse y cerrarse los últimos barrotes de la prisión, y sintió los pasos desiguales sobre el sendero. —No lo sueltes, por Cristo —dijo el primer hombre—. Por Cristo, no lo sueltes. —Mira esa luna de mierda, ¿quieres? —dijo el segundo de los hombres—. ¿Quieres mirar esa luna de mierda? —Ahora sin duda estaban franqueando la entrada principal, en dirección al portón exterior. Sintió que lo bajaban. —¿Dónde está Charlie? —preguntó el primero de los hombres—. Dijo que llegaría tarde —replicó el segundo—. Su suegra tuvo un ataque al corazón esta mañana. Usa su propio automóvil, pero la esposa tuvo que llevarla al hospital. —Bueno, ¿dónde está el coche fúnebre? —dijo el primero de los hombres—. Lo llevaron a engrasar y cambiar el aceite —dijo el segundo—. Bueno, que me cuelguen —dijo el primero—. Calma, calma —dijo el segundo—. Te pagan horas extras por hacer nada. El año pasado, el año anterior, antes de que Peter comprara el salón de belleza, Pete y yo tuvimos que llevar un tipo de ciento cuarenta kilos. Siempre creí que podía hacerlo sin problemas, pero tuvimos que descansar unas diez veces para sacar de aquí a ese SPC. Nos quedamos sin aliento. Espera aquí. Iré al edificio principal, y llamaré a Charlie, a ver dónde está. —¿Qué clase de coche tiene? —preguntó el primero—. Una camioneta —dijo el segundo—. No sé de qué año. Creo que la compró de segunda mano. Le puso un guardabarros nuevo. Tuvo problemas con el distribuidor. Lo llamaré. —Un momento, un momento —dijo el primero—. ¿Tienes un fósforo? —Sí —dijo el segundo—. Aquí están. —Farragut oyó que encendían un fósforo. —Gracias —dijo el primero, y Farragut oyó alejarse los pasos del segundo.

Estaba del lado exterior del portón, o en algún lugar próximo. Los guardias de las torres estaban desarmados a esa hora, pero debía tener cuidado con la luz de la luna. Su vida dependía de la luz de la luna y de un automóvil de segunda mano. Era posible que el distribuidor fallara, que el carburador desbordase, y que fuesen juntos en busca de herramientas, mientras Farragut escapaba. Entonces, oyó otra voz: —¿Quieres una cerveza? —¿Tienes? —preguntó sin entusiasmo el hombre, y Farragut los oyó alejarse.

Moviendo los hombros y los brazos tocó los puntos de resistencia de su mortaja. La trama de la tela estaba reforzada con caucho. El extremo superior de la mortaja estaba sostenida por alambre grueso. Extrajo del bolsillo la hojita de afeitar y comenzó a cortar, paralelamente al cierre. La hoja penetraba en la tela, pero lo hacía lentamente. Necesitaba tiempo, pero no anhelaba tiempo, ni ninguna otra cosa. Se conformaba con la fuerza del amor, una presencia que sentía como los comienzos de una escalera. La hoja de afeitar cayó de sus dedos, sobre su camisa, y con un sacudón aterrorizado, convulsivo y torpe hizo que la hoja se deslizase hacia el fondo del saco. Entonces, buscándola desesperado, se cortó los dedos, los pantalones y el muslo. Se palmeó el muslo, y sintió la humedad de la sangre, pero parecía que eso le había ocurrido a otra persona. Con la hoja húmeda entre los dedos, continuó cortando las paredes de su encierro. Una vez liberadas las rodillas, las levantó, retiró la cabeza y los hombros del cabezal de la mortaja, y salió de su tumba.

Las nubes ocultaban la luz de la luna. Vio a dos hombres en las ventanas de una torre de vigilancia. Uno de ellos bebían de una lata. Cerca del lugar donde lo habían depositado se alzaba una pila de piedras, y tratando de determinar cuál sería su peso en piedras comenzó a llenar con ellas la mortaja, de modo que los hombres arrojaran piedras al fuego. Se limitó a salir caminando por el portón, y se encontró en una calle estrecha, en la cual la mayoría de los habitantes sin duda era gente pobre, y la mayoría de las casas estaba a oscuras.

Adelantaba primero un pie y después el otro. Así era el asunto. Las calles estaban muy iluminadas, porque era ese período de nuestra historia en que uno podía leer letra pequeña de un libro de rezos en cualquiera de las calles habitadas por los pobres. Esta luz escrupulosa estaba destinada a eliminar a los violadores, los asaltantes y los hombres dispuestos a estrangular a ancianas de ochenta y dos años. La luz intensa y la sombra oscura que él formaba no lo alarmaron, y tampoco lo alarmó la posibilidad de que lo persiguieran y capturasen, pero lo que en efecto lo intimidó fue la posibilidad de que un movimiento histérico de su propio cerebro le paralizara las piernas. Adelantaba primero un pie y después el otro. Tenía el pie mojado de sangre, pero no le importaba. Admiró la uniforme oscuridad de las casas. No había luces encendidas —no estaban las luces de la enfermedad, la inquietud o el amor— ni siquiera esas luces tenues encendidas por los niños o por su comprensible temor a la oscuridad. Entonces, oyó un piano. A esa hora de la noche no podía haber sido un niño, pero los dedos parecían duros y torpes, y así supuso que era una persona anciana. La música parecía la pieza de un principiante —un sencillo minueto o una canción fúnebre anotados en un pedazo sucio y manoseado de papel pentagramado— pero el ejecutante era alguien que podía leer música en la oscuridad, porque la casa de donde venía la música estaba a oscuras.

Las paredes de los edificios cedieron el sitio a dos lotes vacíos, donde se habían demolido las casas, y el terreno se utilizaba como basural, a pesar de los carteles que decían NO ARROJAR BASURAS y EN VENTA. Vio un lavarropas de tres patas, y la cáscara vacía de un automóvil. Su reacción frente a esta imagen fue profunda e intuitiva, como si el montón de desechos hubiera sido un recordatorio de su país espectral. Inhaló profundamente el aire del basural, pese a que no era más que la acritud de un fuego extinguido. Si hubiese alzado la cabeza, habría visto el movimiento veloz y confuso de las nubes que pasaban rápidamente cubriendo la faz de una luna casi llena, con una agitación tan caótica y nerviosa que podrían haberle recordado, en su estado de ánimo, no un conjunto de hordas en fuga, sino tropeles y grupos que se adelantan, un ejército más veloz que belicoso, un regimiento retrasado. Pero nada vio de lo que ocurría en el cielo, porque el temor de caer mantenía sus ojos fijos en el pavimento, y en todo caso allá arriba no podía verse nada que fuese útil.

Luego, a cierta distancia al frente y a la derecha, vio un rectángulo de luz blanca y pura, y comprendió que tenía la fuerza necesaria para llegar allí, pese a que ahora la sangre en su botín hacía ruido. Era un lavadero automático. Tres hombres y dos mujeres de diferentes edades y colores esperaban su turno. Las portezuelas de la mayoría de las máquinas estaban abiertas, como la puerta de un horno. Enfrente, los ojos de buey de los secarropas, y en dos de estas máquinas pudo ver ropas que se movían y caían, caían siempre según parecía caían descuidadamente, como caen las almas o los ángeles si es que la caída de estos ha sido alguna vez descuidada. Permaneció de pie frente a la vidriera, el convicto fugado y ensangrentado, mirando a los desconocidos que esperan el lavado de sus ropas. Una de las mujeres advirtió su presencia y se acercó a la vidriera para verlo mejor, pero él comprobó complacido que su apariencia no la alarmaba, y cuando ella se aseguró de que él no era un amigo, se volvió para regresar a su máquina.

En una esquina distante, bajo un farol callejero, vio a otro hombre. Podía ser un agente del Departamento Correccional, o si su suerte llegaba a ese extremo podía tratarse de un agente del cielo. A cierta altura sobre la cabeza del desconocido un anuncio que decía: PARADA DE ÓMNIBUS, PROHIBIDO ESTACIONAR. El desconocido olía a whisky, y a sus pies tenía una maleta, y sobre ésta ropas con sus perchas, un calefactor eléctrico con un plato dorado que tenía la forma del sol, y un yelmo celeste de motociclista. Era un individuo absolutamente sin importancia, comenzando por los cabellos lacios, el rostro irregular, el cuerpo enjuto y desproporcionado, y el aliento alcohólico. —Hola —dijo—. Aquí tiene frente a usted a un hombre desalojado. Esto no es todo lo que poseo en el mundo. Estoy haciendo mi tercer viaje. Me mudo a casa de mi hermana hasta que pueda encontrar otro lugar. A esta hora de la noche es imposible obtener nada. No me echaron porque no haya pagado el alquiler. Tengo dinero. No necesito preocuparme del dinero. Tengo dinero, y mucho. Me expulsaron por mi condición de ser humano, esa es la razón. Hago ruidos como cualquier ser humano. Cierro puertas. A veces toso en la noche, y de tanto en tanto viene un amigo, a veces canto, a veces silbo, a veces practico yoga, y como soy humano y hago un poco de ruido, un ruidito humano subiendo y bajando la escalera, me echan. Amenazo la paz.

—Eso es terrible —dijo Farragut.

—Ha dado en el clavo —dijo el desconocido—, ha dado exactamente en el clavo. La dueña de mi casa es una de esas viudas viejas y malolientes, son viudas, aunque tengan un marido que bebe cerveza en la cocina, una de esas viudas viejas y malolientes que no pueden soportar la vida, no importa cuál sea su forma, su estilo o su aroma. Me expulsa porque soy un hombre lleno de vida y salud. Esto no es todo lo que poseo, qué esperanza. Llevé mi televisor en el primer viaje. Tengo una verdadera belleza. Lo compré hace cuatro años, televisión en colores, pero la vez que apareció un poco de blanco y pedí los servicios del técnico, él me dijo que nunca, nunca cambie ese televisor por otro nuevo. Dijo que ya no los hacían más de tanta calidad. Eliminó el blanco y me cobró solamente dos dólares. Dijo que era un placer trabajar en un artefacto como el mío. Ahora, lo tengo en casa de mi hermana. Cristo, odio a mi hermana y ella me odia con todo su corazón, pero pasaré allí la noche y mañana encontraré un buen lugar. Hay algunos sitios excelentes en el barrio Sur, casas con vista al río. Si encontrara algo bueno, ¿no querría compartirlo conmigo?

—Tal vez —dijo Farragut.

—Bueno, aquí tiene mi tarjeta. Llámeme, si le parece. Me gusta su cara. Adivino que usted tiene un notable sentido del humor. Estoy de diez a cuatro. A veces llego un poco más tarde, pero no salgo a almorzar. No me llame a lo de mi hermana. Me odia con todo su corazón. Aquí está nuestro ómnibus.

El ómnibus iluminado intensamente transportaba el mismo tipo y número de personas —por lo que él sabía, las mismas personas— que él había visto en la lavandería. Farragut levantó el calefactor y el casco de motociclista, y el desconocido se adelantó con la maleta y las ropas. —Lo invito —dijo por encima del hombro, y pagó el billete de Farragut. Ocupó el tercer asiento de la izquierda, al lado de la ventana, y dijo a Farragut: —Tome asiento, siéntese aquí. —Farragut aceptó—. En el mundo hay toda clase de gente, ¿verdad? —continuó diciendo—. Imagínese, dijo que yo era una persona desordenada sólo porque canto y silbo y de noche hago un poco de ruido cuando subo y bajo la escalera. Imagínese. Eh, está lloviendo —exclamó, y señaló las rayas blancas en la ventana—. Eh, está lloviendo, y usted no tiene impermeable. Pero aquí yo tengo uno, tengo este impermeable y creo que le vendrá bien. Espere un momento. —De entre las ropas extrajo un impermeable—. Vamos, pruébeselo.

—Usted lo necesita —dijo Farragut.

—No, no, pruébeselo. Tengo tres impermeables. Estoy yendo de un lado para el otro, no pierdo cosas, las acumulo, y ya tengo un impermeable en casa de mi hermana, y otro en la habitación perdida y encontrada de Exeter House, y éste que tengo. Y éste. Es decir, cuatro. Pruébeselo.

Farragut metió los brazos en las mangas y se acomodó la prenda sobre los hombros. —Perfecto, perfecto —exclamó el desconocido—. Le cae perfecto. Sabe, con este impermeable tiene un aspecto maravilloso. Cualquiera diría que acaba de depositar un millón de dólares en el Banco, y que ahora sale del Banco, con paso muy lento, sabe, como si pensara encontrarse con una hembra en un restaurante muy caro, para pagarle el almuerzo. Le sienta perfecto.

—Muchas gracias —dijo Farragut. Se puso de pie y estrechó la mano del desconocido. —Desciendo en la próxima parada.

—Bueno, está bien —dijo el desconocido—. Tiene mi número telefónico. Estoy de diez a cuatro, quizá un poco después. No salgo a almorzar, pero no me llame a lo de mi hermana.

Farragut caminó hacia el frente del ómnibus, y bajó en la parada siguiente. Cuando descendió del ómnibus a la calle, advirtió que se había disipado su temor de caer, y todos los restantes temores de esta clase. Alzó la cabeza, enderezó el cuerpo, y caminó desenvuelto. Regocijémonos, pensó, regocijémonos.