Era un día de agosto; un día de perros. En Roma y en París seguramente sólo había turistas, y era probable que aún el Papa hubiese ido a descansar en Gandolfo. Después de formar en la fila de la metadona, Farragut salió a trabajar en el gran prado que se extendía entre el edificio dedicado a tareas educacionales y el bloque A. Del garaje retiró la cortadora y el tanque de combustible, y bromeó con el Perro Rabioso Asesino. Con un tirón a la cuerda arrancó el motor, y ese acto le trajo recuerdos de motores fuera de borda en los lagos de las montañas, hacía mucho tiempo. Fue el verano en que había aprendido a practicar esquí acuático, no a popa de una lancha con motor fuera de borda, sino a popa de una lancha de carrera llamada Gar-Wood. Había orinado encima de la alta estela de estribor —bang— sobre una superficie rizada y corrugada de agua, y luego en la cortina vertical de un chubasco. —Tengo mis recuerdos —dijo a la cortadora de césped—. No puedes arrebatarnos los recuerdos. Cierta noche, él y un hombre llamado Tony y dos chicas y una botella de whisky corrieron 14 kilómetros atravesando el lago a toda velocidad —hubiera sido imposible oír siquiera el trueno— hasta el muelle de las lanchas de excursión, donde había una gran esfera de reloj bajo un cartel que decía: LA PRÓXIMA EXCURSIÓN A LOS ESTRECHOS SE REALIZARA… Habían ido con la intención de robar la gran esfera de reloj. Quedaría muy bien en el dormitorio de alguien, junto al cartel que decía CEDA EL PASO y el otro que anunciaba: PASO DE SIERVOS. Tony manejaba el timón, y Farragut era el jefe designado. Saltó sobre la borda y comenzó a arrancar la esfera del reloj, pero estaba bien clavada al muelle. Tony entregó a Farragut una tenaza que extrajo de la caja de herramientas, y con ella Farragut rompió los soportes, pero el ruido despertó a un viejo cuidador, que lo persiguió cojeando mientras Farragut llevaba la esfera de reloj al Gar-Wood. —Oh, deténgase —gritaba el viejo con su voz de viejo—. Alto, alto, alto. ¿Por qué tiene que hacer eso? ¿Por qué tiene que destruirlo todo? ¿Qué necesidad tiene de dificultar las cosas a los viejos como yo? ¿De qué sirve, de qué sirve a nadie? ¿Lo único que consigue es molestar a la gente, enojarla, provocar gastos? Alto, alto, alto. Vuelva aquí, y no diré nada. Alto, alto… —Cuando huyeron, el ruido del motor apagó la voz del viejo, pero Farragut habría de oírla, más resonante que el whisky y la muchacha, el resto de esa noche, y suponía que el resto de su vida. Había explicado la escena a los tres psiquiatras a quienes había acudido. —Vea, doctor Gaspoden, cuando oí que el viejo gritaba «Alto, alto», por primera vez entendí a mi padre. Mientras oía al viejo gritar «Alto, alto», estaba oyendo a mi padre, sabía cómo se sentía mi padre cuando usé su levita y fui a dirigir el cotillón. La voz de ese desconocido, de ese viejo en una noche de verano me permitió comprender a mi padre por primera vez en mi vida. —Repitió todo esto a la cortadora de césped.
El día era asqueroso. El aire estaba tan denso que él calculó la visibilidad en unos ciento cincuenta metros. ¿Podía aprovecharse para organizar una fuga? No lo creía. La idea de la fuga le recordó a Jody, fue un recuerdo que tenía resonancias muy alegres desde que él y Jody se habían despedido con un beso apasionado. La dirección del penal y quizá la arquidiócesis habían tratado con diplomacia la partida de Jody, y él ni siquiera era una figura de la mitología carcelaria. Di Matteo, el ayudante del capellán, había revelado los hechos a Farragut. Se habían encontrado en el túnel, una noche oscura, cuando Farragut salía del Valle. Fue una seis semanas después de la fuga de Jody. Di Matteo le mostró la fotografía de Jody publicada en un periódico; se la habían enviado por correo. Era Jody el día de su boda, Jody, más apuesto que nunca, con aire triunfal. Su esplendor desconcertante irradiaba del texto impreso de un periódico de pueblo. La novia era una joven oriental, bonita y formal, y el epígrafe decía que H. Keith Morgan había desposado ese día a Sally Chou Lai, la hija menor de Ling Chou Lai, presidente de la Fábrica de Alambre donde el novio estaba empleado. Nada más se decía, y Farragut tampoco deseaba nada más. Emitió una risa sonora, pero Di Matteo no lo imitó; dijo irritado: —Prometió esperarme. Me quería… oh, Dios mío, cómo me quería. Me regaló su cruz de oro. —Di Matteo alzó la cruz hundida entre los rizos de su pecho y la mostró a Farragut. Farragut tenía un conocimiento íntimo de la cruz —quizás aún exhibía las marcas de sus dientes— y los recuerdos de su amante eran vividos, pero de ningún modo tristes. —Sin duda se casó con ella por el dinero —dijo Di Matteo—. Debe ser rica. Él prometió esperarme.
Farragut cortaba el césped de acuerdo con un plan. Más o menos en mitad de la circunferencia del prado invertía la dirección de modo que el pasto, al caer, no formara montones secos y descoloridos. Había oído decir o leído en alguna parte que el pasto cortado fertilizaba el pasto vivo, si bien había observado que el pasto muerto era extrañamente inerte. Caminaba descalzo porque se afirmaba mejor con las plantas de los pies desnudos que con los botines suministrados por la cárcel. Había anudado los cordones de los botines y se los había colgado del cuello, para que no los robaran y los convirtieran en correas de reloj pulsera. La ajustada geometría de esa actividad lo complacía. Para cortar el pasto uno seguía el perfil de la tierra. Estudiar el perfil de la tierra —leerlo, como se hace cuando uno se mueve sobre esquíes— era estudiar y leer el perfil del vecindario, el país, el Estado, el continente, el planeta, y estudiar y leer el perfil del planeta era estudiar y leer la naturaleza de los vientos, como había hecho su viejo padre, navegando en botes de vela y remontando cometas. En todo ello había cierta unidad, cierto contentamiento.
Cuando terminó de cortar el gran prado devolvió la cortadora al garaje. —Hubo un disturbio en el Muro —dijo el Asesino, inclinado sobre un motor y hablando por encima del hombro—. Lo oí por la radio. Tomaron veintiocho rehenes, pero es la época del año. Quema tu colchón y rómpete la cabeza. Es la época del año.
Farragut trotó en dirección a su pabellón. A esa hora había una grata quietud. Chiquito estaba mirando un encuentro por televisión. Farragut se quitó las ropas y se limpió el sudor del cuerpo con un trapo y agua fría. —Y ahora —dijo el locutor de la televisión—, volvamos a los premios. Primero, tenemos el servicio de café Thomas Jefferson, de ocho piezas plateadas. —Se interrumpió esta escena, y mientras Farragut se ponía los pantalones, otro locutor —un joven de rasgos acentuados y cabello amarillento— dijo con solemnidad: —Los presos de la cárcel estatal de Amana, denominada generalmente el Muro, iniciaron disturbios y retienen como rehenes de veintiocho a treinta guardacárceles, y amenazan matarlos si no atienden sus reclamos. El superintendente de cárceles John Cooper —disculpen—, el superintendente de rehabilitación Cooper ha aceptado reunirse con los presos en terreno neutral, y está esperando la llegada de Fred D. Emison, jefe del Departamento Estatal Correccional. Mantenga este Canal para conocer más detalles. —La imagen volvió a la exhibición de los premios.
Farragut miró a Chiquito. Estaba muy pálido. Farragut recorrió el pabellón. Tenis, Bumpo y la Piedra estaban allí. La Piedra estaba desconectado, y eso significaba que tres de ellos sabían. Ransome y el Pollo número dos entraron, y los dos lo miraron. Sabía. Farragut trató de adivinar lo que podía ocurrir. Supuso que prohibirían cualquier tipo de reunión, pero pensó que al mismo tiempo se evitaría adoptar medidas disciplinarias provocativas. La comida sería la primera reunión, pero cuando sonó el timbre llamando a comer, Chiquito abrió las puertas de las celdas y todos enfilaron por el corredor. —Oíste eso en la televisión —preguntó Chiquito a Farragut. —¿El asunto del servicio de café Thomas Jefferson, ocho piezas plateadas? —preguntó Farragut. Chiquito transpiraba. Farragut había ido demasiado lejos. Era un peso liviano. Había echado a perder la cosa. Chiquito podía haberlo agarrado en ese momento, pero tenía miedo y Farragut pudo bajar a comer. La comida fue normal, pero Farragut miró uno por uno los rostros para determinar si sabían o no. Llegó a la conclusión de que el veinte por ciento sabía. Pensó que el movimiento en el salón comedor no podía medirse, y hubo varias explosiones de alegría histérica. Un hombre comenzó a reír y no pudo contenerse. Una reacción convulsiva. Les distribuyeron porciones muy generosas de cerdo con una salsa de harina y media lata de peras. «TODO LOS PRESOS REGRESARAN A LOS PABELLONES DESPUÉS DE LA COMIDA A ESPERAR NUEVOS ANUNCIOS. TODOS LOS PRESOS REGRESARAN A LOS PABELLONES DE CELDAS DESPUÉS DE LA COMIDA A ESPERAR NUEVOS ANUNCIOS». Por Supuesto. Casi todo lo que ocurriera durante los diez minutos siguientes era importante, y los diez minutos siguientes los tenían a todos, por lo que Farragut sabía, distribuidos en las celdas. Clang.
Todos tenían radio. Cuando estaban en las celdas, el Pollo puso una estrepitosa música bailable, y se extendió en su camastro, sonriendo. —Acábala, Pollo —gritó Farragut, con la esperanza de que si disminuía el volumen de la radio nadie se daría cuenta. Lo cual era absurdo, porque casi todos sabían bien cuál era el problema. Diez minutos después recibieron el anuncio. «TODOS LOS RECEPTORES DE RADIO SE ENTREGARAN AL ENCARGADO DE PABELLÓN, PARA AJUSTE Y REPARACIÓN GRATIS. TODOS LOS RECEPTORES DE RADIO SE ENTREGARAN AL ENCARGADO DE PABELLÓN PARA AJUSTE Y REPARACIÓN GRATIS». Chiquito recorrió el pabellón y recogió las radios. Se oyeron gemidos e insultos, y el Cornudo arrojó su radio entre los barrotes, y la destrozó en el piso. —¿Te sientes bien hoy, Bumpo? —preguntó Farragut—. ¿Hoy te sientes bien, crees que es un día bueno? —No —dijo Bumpo—. Nunca me gustó el tiempo húmedo. —De modo que no sabía. Sonó el teléfono. Un mensaje para Farragut. Debía bajar a la oficina y preparar dos esténciles. Marshack lo esperaba en la sala de guardia.
El túnel estaba desierto. Farragut nunca lo había visto vacío. Era posible que los hubieran encerrado a todos, pero prestó atención a los sonidos de la rebelión inevitable que seguiría al disturbio en el Muro. Le pareció que oía a lo lejos gritos y alaridos, pero cuando se detuvo y trató de interpretar el sonido llegó a la conclusión de que podía ser el ruido del tránsito del otro lado de los muros. De tanto en tanto se oía una sirena lejana, pero en el mundo civil las sirenas funcionaban a toda hora. Cuando se aproximaba a la sala de guardia oyó una radio. «Los presos han reclamado un mandato contra las represalias físicas y administrativas, y una amnistía general», oyó. La voz de la radio se interrumpió. Lo habían oído o habían calculado el momento de su llegada. Cuatro guardias estaban sentados alrededor de una radio en la sala. Sobre la mesa, dos botellas de whisky. Le dirigieron miradas neutras y al mismo tiempo odiosas. Marshack —tenía ojos pequeños y el cráneo afeitado— le entregó dos hojas de papel. Farragut atravesó la sala en dirección a su oficina y cerró con fuerza la puerta de vidrio con malla de alambre. Apenas cerró la puerta oyó de nuevo la radio. «Se dispone de fuerza suficiente para recapturar en cualquier momento la institución. Se trata de saber si las vidas de veintiocho inocentes constituyen un factor tan importante que justifica la amnistía de casi dos mil delincuentes convictos. Por la mañana…». Farragut levantó la vista y vio la sombra de Marshack sobre el vidrio de la puerta. Abrió ruidosamente un cajón del escritorio, extrajo una hoja esténcil y la metió en la máquina con el mayor ruido posible. Vio que la sombra de Marshack descendía por el vidrio de modo que el guardia, agazapado, podía ver por el agujero de la cerradura. Farragut sacudió vigorosamente los papeles y leyó los mensajes, escritos con lápiz en una letra infantil. «Todo el personal deberá presentarse siempre con el máximo posible de fuerza. Si no dispone de fuerza, no permitirá reuniones». Ése era el primero. El segundo decía: «Luisa Pierce Spingarn, en memoria de su bienamado hijo Peter, ha arreglado que los presos que así lo deseen se tomen fotografías a todo color al lado de un árbol de Navidad adornado, y que esas fotografías…». Marshack abrió la puerta y permaneció de pie en el umbral, el verdugo, el poder de los finales.
—¿Qué es esto, sargento? —preguntó Farragut—. ¿Qué significa este asunto del árbol de Navidad?
—No sé, no sé —dijo Marshack—. Supongo que es una de esas mierdosas damas de beneficencia. Siempre traen problemas. La eficiencia es lo único que importa, y si uno no tiene eficiencia se va a la mierda.
—Ya lo sé —dijo Farragut—, pero ¿qué es esto del árbol de Navidad?
—No conozco bien el asunto —dijo Marshack—, pero esta puta, esa Spingarn, tenía un hijo, y creo que él murió en la cárcel. No aquí, sino en otro país, India o Japón. Quizá fue en una guerra. No sé. De modo que se ocupa mucho de las cárceles y habla con un tipo del Departamento Correccional, y le entrega dinero, así que ustedes los culosucios pueden fotografiarse a todo color, al lado de un árbol de Navidad, y después envíen las fotos a sus familiares, si tienen familia, cosa que dudo. ¡Qué manera de desperdiciar el dinero!
—¿Cuándo hizo este arreglo?
—No sé. Mace mucho. Quizá años. Alguien lo recordó esta misma tarde. Para que todos los culosucios estén ocupados. Después, seguro que organizan concursos de bordado con premios en efectivo. Y premios en efectivo para el cretino que cague más grande. Premios en efectivo por todo, para que se distraigan.
Marshack se sentó en el borde del escritorio. ¿Por qué, se preguntó Farragut, se afeitaba el cráneo? ¿Piojos? En la mente de Farragut el cráneo afeitado se asociaba con los prusianos, la crueldad y los verdugos. ¿Por qué un guardiacárcel tendía a eso? Sobre la base de su cráneo afeitado Farragut calculó que si Marshack hubiese estado en las barricadas del Muro, habría bajado un centenar de hombres sin excitarse y sin remordimiento. Los cráneos afeitados, pensó Farragut, siempre nos acompañarán. Es fácil identificarlos, pero imposible cambiarlos o curarlos. Farragut se demoró un poco en las estructuras de clase y las jerarquías oscurantistas. Podían utilizar a las cabezas afeitadas. Marshack era estúpido. La estupidez era su mayor utilidad, su vocación. Era un hombre muy útil. Era indispensable para engrasar la maquinaria y dividir los cables BX, y sería un mercenario valeroso y fiero en una escaramuza fronteriza, si alguien más inteligente impartía la orden de ataque. Había cierta bondad universal en el hombre —podía acercar un fósforo a nuestro cigarrillo, y guardarnos un asiento en el cine—, pero su falta de inteligencia carecía de universalidad. Marshack podía responder a la soberanía del amor, pero no podía asimilar la geometría, y no debía pedírsele tal cosa. Farragut lo definía como un asesino.
—Me voy a las cuatro —dijo Marshack—. Nunca quise tanto salir de un sitio en toda mi vida. Me voy a las cuatro y vuelvo a casa y me bebo una botella entera de whisky, y si tengo ganas me despacho otra, y si puedo olvidar todo lo que vi y sentí aquí las últimas dos horas, me bebo otra. No tengo que volver hasta el lunes a las cuatro, y pienso seguir borracho todo el tiempo. Hace mucho, poco después que inventaron la bomba atómica, la gente se preocupaba porque podía explotar y matar a todo el mundo, pero no sabían que la humanidad tiene en las tripas bastante dinamita para volar este planeta de mierda. Pero yo lo sé.
—¿Por qué tomó este empleo?
—No sé por qué lo hice. Fue mi tío. El hermano mayor de mi padre. Mi padre creía todo lo que él decía. Y dijo que yo debía conseguir un trabajo tranquilo en la cárcel, jubilación con veinte años de trabajo y medio sueldo; así podía empezar una nueva vida a los cuarenta años, con un ingreso seguro. Y hacer lo que quisiera. Abrir una playa de estacionamiento. Cultivar naranjas. Dirigir un motel. Lo único que no sabía era que en un lugar como éste uno está tan nervioso que no puede digerir ni una pastilla. Vomité el almuerzo. Por una vez nos dieron buena comida —pollo con garbanzos— y vomité todo, ensucié el piso. Mi estómago no retiene nada. Veinte minutos más y voy a mi coche, y vuelvo a mi casa en la calle Hudson 327, y bajo de la alacena mi botella de whisky y un vaso de la cocina, y voy a olvidarlo todo. Cuando termine llévelo a mi oficina. Es la que tiene plantas. La puerta está abierta. Toledo recogerá el material.
Cerró la puerta de vidrio. La radio había callado. Farragut escribió: LUISA PIERCE SPINGARN, EN MEMORIA DE SU BIENAMADO HIJO PETER, HA ARREGLADO QUE LOS PRESOS QUE LO DESEEN SE FOTOGRAFÍEN A TODO COLOR AL LADO DE UN ÁRBOL DE NAVIDAD DECORADO, Y QUE ESAS FOTOGRAFÍAS SE DESPACHEN SIN CARGO A LOS SERES AMADOS DEL PRESO. LAS FOTOS COMENZARAN A TOMARSE A LAS 9.00/8/27, POR ORDEN DE PRESENTACIÓN DE LAS SOLICITUDES. SE PERMITEN CAMISAS BLANCAS, TRAIGAN SOLAMENTE PAÑUELO.
Farragut apagó la luz, cerró la puerta y bajó por el túnel en dirección a la puerta abierta de la oficina de Marshack. La habitación tenía tres ventanas, y como había dicho Marshack estaba adornada con plantas. Las ventanas tenían barrotes verticales afuera, pero Marshack había aplicado adentro varillas horizontales, y de éstas colgaban muchas plantas. Había veinte o treinta plantas colgantes. Las plantas colgantes, pensó Farragut, eran las preferidas de los auténticos solitarios, los hombres y las mujeres que, encendidos por la lascivia, la ambición y la nostalgia, regaban sus plantas colgantes. Cultivaban sus plantas colgantes y Farragut suponía que les hablaban, ya que hablaban a todo el resto, las puertas, las mesas, y el viento en la chimenea. Identificó muy pocas plantas. Conocía los helechos; los helechos y los geranios. Recogió una hoja de geranio, la aplastó entre los dedos y olió el aceite. Olía a geranio, el perfume denso y complejo de un interior cerrado y mal ventilado. Había muchas otras clases de plantas con hojas de muy variadas formas, algunas del color del repollo rojo, y otras de color pardo apagado y amarillo, no el llameante espectro otoñal, sino el mismo espectro de la muerte, adherido al carácter de la planta. Lo complació y sorprendió comprobar que el asesino, estrechamente limitado por su estupidez, había tratado de modificar lo sombrío del cuarto en que trabajaba con plantas que vivían y crecían y morían, que dependían de su atención y su bondad, que por lo menos tenían la fragancia del suelo húmedo, y que en su verdor y su vida significaban los valles y los prados de leche y miel. Todas las plantas colgaban de alambre de cobre. Farragut había armado radios cuando era joven. Recordó que unos treinta metros de alambre de cobre eran el comienzo de un receptor de radio.
Farragut desenganchó una planta de una varilla y comenzó a retirar el alambre de cobre. Marshack había pasado el alambre por orificios de las macetas, pero había usado tan generosamente el material que Farragut necesitaría una hora o más para obtener el alambre que necesitaba. Entonces oyó pasos. Permaneció inmóvil frente a la planta caída, un poco intimidado, pero era Toledo. Farragut le entregó las matrices y le dirigió una intensa mirada interrogativa. —Sí, sí —dijo Toledo. Habló, no murmurando, sino con una voz muy lisa. —Tomaron veintiocho rehenes. Es decir, por lo menos mil cuatrocientos kilos de carne, y pueden conseguir que cada gramo de esa carne cante con toda la voz. —Toledo se marchó.
Farragut regresó a su escritorio, rompió la tecla menos utilizada de la máquina de escribir, la afiló sobre el granito viejo de la pared, pensando en la edad del hielo y su aporte a la dureza de la piedra. Cuando tuvo la tecla bien afilada, regresó a la oficina de Marshack y cortó el cable de dieciocho plantas. Metió el cable bajo la ropa interior, apagó las luces y regresó por el túnel vacío. Caminaba irregularmente a causa del alambre bajo los calzoncillos, y si alguien le hubiese preguntado por su cojera, habría dicho que ese día húmedo de mierda le daba reumatismo.
—734-508-32 presente —dijo a Chiquito.
—¿Qué pasa?
—A partir de mañana a las nueve cualquier culosucio que quiera fotografiarse a todo color al lado de un árbol de Navidad podrá darse el gusto.
—No jodas —dijo Chiquito.
—No jodo —dijo Farragut—. Por la mañana llegará el anuncio.
Farragut, cargado de alambre de cobre, se sentó en su camastro. Lo escondería bajo el colchón apenas Chiquito volviese la espalda. Sacó papel higiénico del rollo, plegó el papel en cuadrados bien divididos y los metió en su ejemplar de Descartes. Cuando había armado radios, en su adolescencia, aplicaba el alambre a una caja de avena arrollada. Suponía que un rollo de papel higiénico podía ser igualmente eficaz. El resorte de la cama serviría como antena, el suelo era el radiador, el diamante de Bumpo el cristal de diodo, y la Piedra tenía sus auriculares. Una vez completado el equipo podría recibir información permanente del Muro. Farragut estaba terriblemente excitado y muy decidido. El sistema de altavoces le hizo pegar un brinco. «EL PABELLÓN F FORMAR FILA EN DIEZ MINUTOS, EL PABELLÓN F FORMAR FILA EN DIEZ MINUTOS».
Para los maniáticos del calendario, se impartía esa orden el primer jueves de cada mes. Para el resto, cuando se la anunciaba. Farragut supuso que la orden, lo mismo que el árbol de Navidad, era una maniobra destinada a calmar la excitación. Se sentirían humillados y desnudos, y el poder de la desnudez obligatoria era incalculable. La fila implicaba que un medicucho y un enfermero del dispensario examinaban los genitales en busca de supuración venérea. El anuncio fue recibido con aullidos y gritos, pero nada grave. Farragut, de espaldas a Chiquito, se quitó los pantalones y los colocó pulcramente bajo el colchón, para mantenerlos planchados. También se desprendió del cobre.
Apareció el médico, de traje y sombrero de fieltro. Se lo veía cansado e intimidado. El enfermero era un tipo muy feo a quien llamaban Verónica. Debía haber sido bonito años antes, porque bajo una media luz muy escasa tenía el aire y los movimientos de un joven, pero con luz más viva parecía un sapo. El ardor que había infectado su rostro y que lo hacía repulsivo parecía perdurar. Los dos se sentaron frente al escritorio de Chiquito, y éste les entregó las planillas y abrió las celdas. Desnudo, Farragut olía su propio cuerpo, y también los cuerpos de Tenis, Bumpo y el Cornudo. No se bañaban desde el domingo, y el olor era intenso, como los recortes que desecha un carnicero. Bumpo pasó primero. —Apriételo —dijo el médico—. La voz del médico era tensa, y mostraba irritación—. Retire el prepucio y apriételo. Le dije que lo apriete. —El traje del médico era barato y estaba manchado, lo mismo que su corbata y el chaleco. Incluso los anteojos estaban sucios. Mantenía puesto el sombrero de fieltro para destacar la soberanía del dominio sartorial. Él, el juez civil, estaba coronado por un sombrero, y en cambio los penitentes estaban desnudos, y con sus pecados, sus genitales, su fanfarronada y sus recuerdos al descubierto parecían vergonzosos. —Abra los cachetes —dijo el médico—. Más. Más. El siguiente. —73482—.
—Es 73483 —dijo Chiquito.
—No puedo leer su escritura —dijo el médico—. 73483.
73483 era Tenis. Tenis tomaba baños de sol y tenía el trasero de nieve. Por tratarse de un atleta, los brazos y las piernas eran muy delgados. Tenis tenía gonorrea. Era muy discreto. En esta ceremonia, el sentido del humor que sobrevivía incluso en la oscuridad del Valle había desaparecido. Lo mismo que la alegría convulsiva que Farragut había visto durante la comida.
—¿Dónde la pescó? —preguntó el médico—. Quiero su nombre y número. —Ahora que tenía un caso, el médico pareció un hombre razonable, que se sentía cómodo. Acomodó los anteojos con un gesto elegante de un solo dedo, y después aplicó los dedos abiertos sobre la frente.
—No sé —dijo Tenis—. No recuerdo nada por el estilo.
—¿Dónde la pescó? —preguntó el médico—. Le conviene decirlo.
—Bueno, puede haber sido durante el encuentro de pelota —dijo Tenis—. Creo que fue entonces. Un tipo me montó mientras yo miraba el juego, pero no sé quien fue. Es decir, si hubiera sabido quién era lo mato, pero me interesó tanto el encuentro que no me di cuenta. Me encanta el béisbol.
—No lo metió en el trasero de alguien cuando se duchaban —dijo el médico.
—Bueno, si hice eso, fue un accidente —dijo Tenis—. Complejamente un accidente. Nos duchamos solamente una vez por semana, y para un hombre que es campeón de tenis, y que se ducha tres o cuatro veces diarias, una sola ducha semanal es muy desconcertante. Uno se marea. No sabe lo que pasa. Oh, si lo supiera, señor, se lo diría. Si hubiera sabido lo que estaba pasando le pegaba, lo mataba. Así soy yo, muy nervioso.
—Robó mi Biblia —gritó el Pollo—, robó mi ejemplar de cuero de la Santa Biblia. Miren, miren, el hijo de puta robó mi Santa Biblia.
El Pollo señalaba al Cornudo. El Cornudo estaba de pie, con las rodillas muy juntas, en una ridícula parodia de la timidez femenina. —No sé de qué habla —dijo—. No le robé nada. —Hizo un amplio gesto con los brazos para demostrar que no tenía nada en las manos. El Pollo lo empujó. La Biblia cayó de entre las piernas y golpeó el suelo. El Pollo se apoderó del libro. —Mi Biblia, mi Santa Biblia, me la envió mi primo Henry, el único miembro de la familia que me habló en tres años. Robaste mi Sagrada Biblia. Eres tan bajo que ni escupirte quiero. —Y escupió al Cornudo—. Nunca supe, nunca soñé que existiera alguien tan bajo que robase a un preso una Santa Biblia que le regaló su cariñoso primo.
—No quería tu Condenada Biblia, y bien lo sabes —rugió el Cornudo. Su voz tenía mucho más volumen que la del Pollo, y tocaba un registro más bajo. —Nunca leíste tu Biblia. Tenía casi dos centímetros de polvo. Durante años te oí decir que lo que menos necesitabas en el mundo era una Biblia. Durante años te oí insultar a tu primo Henry porque te envió una Biblia. Todos los presos del bloque están cansados de oírte hablar de Henry y la Biblia. Lo único que yo quería era el cuero para fabricar correas de reloj pulsera. No pensaba dañar la Biblia. Quería devolvértela sin el cuero, y nada más. Si querías leer la Biblia en lugar de quejarte porque no era una lata de sopa, habrías visto que cuando la devolví podía leerse igual que antes.
—Huele —murmuró el Pollo. Había acercado la Biblia a la nariz, e inhalaba profunda y ruidosamente—. Metió mi Biblia bajo sus pelotas. Ahora huele. La Sagrada Escritura huele a sus pelotas. El Génesis, el Éxodo, el Levítico, el Deuteronomio huelen a pelotas.
—Cállate, cállate —dijo Chiquito—. Una palabra más de cualquiera de los dos, reciben un día de encierro.
—Pero —dijo el Pollo.
—Y va uno —dijo Chiquito.
—Hipócrita religioso —dijo el Cornudo.
—Dos —dijo Chiquito con voz fatigada.
El Pollo apretó la Biblia contra su corazón, del mismo modo que algunos hombres aprietan sus sombreros sobre el corazón cuando pasa la bandera. Elevó el rostro a la luz de esa tarde de fines de agosto. Tenis gritaba. —Sinceramente, no recuerdo. Si pudiera recordar se lo diría. Si supiera quién fue lo mato.
Pasó largo rato, y al fin el médico renunció a sus esfuerzos con Tenis, y le escribió una receta. Después, uno por uno los demás se mostraron y fueron eliminados de la lista. Farragut tenía hambre, y cuando miró su reloj vio que se había hecho muy tarde. Hacía una hora que debían haber comido. Chiquito y el médico discutían acerca de un detalle de la lista. Chiquito había cerrado con llave las celdas después que el Cornudo se apoderó de la Biblia y ahí estaban de pie, desnudos, esperando regresar a sus celdas y a sus ropas.
La luz de la prisión, tan avanzado el día, recordó a Farragut cierto bosque donde había esquiado una tarde de invierno. La diagonal perfecta de la luz estaba interrumpida por los barrotes así como los árboles cortaban la luz de un bosque, y la amplitud y el misterio del lugar se asemejaban a la amplitud de un bosque, un tapiz de caballeros y unicornios donde se prometía un mensaje sucinto pero no se expresaba más que la vastedad. La luz sesgada y quebrada, navegando en el polvo, era también la luz dolorosa de las iglesias donde una mujer agobiada sufría con el rostro oculto. Pero en su amado bosque nevado habría una perdurable frescura en el aire, y aquí sólo había el bestial olor a chivo del viejo Farragut y la amargura de haber sido engañado. Los habían engañado. Se habían engañado ellos mismos. La palabra llegada del Muro —y la mayoría de ellos la conocía— les había prometido el impulso, la fuerza del cambio, y eso se había debilitado por las peleas acerca de la gonorrea y los libros de rezos y las correas para relojes pulseras.
Farragut se sintió impotente. Ninguna muchacha, ningún trasero, ninguna boca podía excitarlo, pero no sentía gratitud por esta suspensión de su irritada sensualidad. La última luz de ese día sudoroso fue blancuzca, la esfumadura blanca que se percibe en las ventanas de los cuadros toscanos, una luz final pero que parece llevar a su culminación el nervio óptico, la capacidad de discernimiento. Desnudos, absolutamente desprovistos de belleza, malolientes y humillados por un payaso con un traje sucio y un sombrero sucio, en esta culminación de la luz Farragut los veía como criminales. Ninguna de las crueldades de épocas anteriores de la vida de cada uno —el hambre, la sed y las palizas— podía explicar su brutalidad, sus robos autodestructivos y sus adicciones consumidoras y perversas. Eran almas irredimibles, y aunque la pena era una respuesta torpe y cruel, suministraba, cierta medida del misterio de su caída. Bajo la luz blanca, a los ojos de Farragut, parecían hombres caídos.
Se vistieron. Había oscurecido. El Pollo empezó a gritar: —Comida. Comida. Comida. —La mayoría de los restantes se unieron al coro—. No hay comida —dijo Chiquito—. Cerraron la cocina por reparaciones. —Tres comidas diarias es nuestro derecho constitucional —gritó el Pollo—. Conseguiremos un mandamiento de hábeas corpus. Conseguiremos veinte mandamientos… —Después, empezó a gritar: —Tele. Tele. Tele. —Casi todos se unieron al grito—. La tele está descompuesta —dijo Chiquito. Esta mentira intensificó el estrépito del coro y Farragut, fatigado de hambre y de todo lo demás, descubrió que se hundía, sin resistencia, en un sopor que era la peor de sus formas de fuga. Parecía hundirse, los hombros redondos y el cuello doblado, hasta una nada lasciva y putrescente. Respiraba, pero eso parecía ser todo lo que hacía. La resonancia del griterío determinaba que su sopor fuese más deseable, los ruidos producían en su persona el efecto de la bendición de una droga destructiva, y veía las células de su cerebro como las celdas de un panal que está siendo destruido por un solvente extraño. Después, el Pollo incendió su colchón y comenzó a avivar las llamitas, y pidió a los hombres que le diesen papel para mantener vivo el fuego. Farragut apenas lo oyó. Le entregaron papel higiénico, anuncios del tablero y cartas personales. El Pollo sopló tan fuerte sobre las llamas que escupió todos sus dientes superiores e inferiores. Cuando los devolvió a su lugar empezó a aullar —Farragut apenas lo oyó—: Incendien los colchones, quemen esta podrida cárcel, vean subir las llamas, y cómo tosen hasta morir, y las llamas alcanzan el techo, y se queman, y se queman y gritan. —Farragut oyó todo esto como algo remoto, pero alcanzó a oír claramente que Chiquito descolgaba el teléfono y llamaba: —Alerta roja. —Después, Chiquito gritó—: Bueno, qué demonios se creen que les voy a decir que hay alerta roja cuando no hay alerta roja. Bueno, está bien aquí los tengo a todos gritando y tirando cosas y quemando los colchones, ¿acaso mi pabellón no puede ser tan peligroso como el C y el B? Qué se creen, porque no tengo millonarios y gobernadores no significa que mi pabellón no es tan peligroso como cualquiera. Aquí están todos los chiflados, y es un cartucho de dinamita. Les digo que están quemando los colchones. Bueno, no me digan que reciben esta alerta roja cuando están bebiendo whisky en la sala de guardia. Sí, claro, tienen miedo. También yo. Soy humano. Me vendría bien una copa. Está bien, está bien, pero apúrense.
«PABELLÓN F EN ALERTA ROJA, PABELLÓN F EN ALERTA ROJA». Era diez minutos después. Se abrió la puerta y entraron, eran dieciocho con máscaras e impermeables amarillos, armados de garrotes y cilindros de gas. Dos hombres desenrollaron el caño del bastidor y apuntaron al pabellón. Se movían torpemente. Quizá por los impermeables, o porque estaban borrachos. Chisholm se quitó la máscara y alzó el megáfono. Chisholm estaba borracho y atemorizado. Tenía los rasgos completamente equivocados, como un rostro reflejado en agua móvil. Tenía el ceño de un hombre, la boca de otro, y la voz aguda y amarga de un tercero. —En posición de firmes frente a las puertas, o les mando el chorro, y lo sentirán como una lluvia de palos con clavos afilados, será como un montón de piedras, como el garrotazo con un hierro. Apaga tu fuego, Pollo, y métanse en la cabeza que no pueden hacer nada. Este sitio está rodeado de tropas armadas de todo el estado. Podemos apagarles el fuego siempre que lo enciendan. No pueden hacer nada. Vamos, apague el colchón, Pollo, y duerma en su propia porquería. Apague las luces, Chiquito. Dulces sueños.
Se marcharon, se cerró la puerta y se oscureció el pabellón. El Pollo gemía. —No duerman, nadie duerma, nadie cierre los ojos. Si cierran los ojos los matarán. Los matarán mientras duermen. Que nadie duerma.
En la bendita oscuridad Farragut sacó su alambre de cobre y el rollo de papel higiénico y comenzó a armar la radio. Qué hermoso se veía el alambre, un nexo fino, limpio, áureo, con el mundo de los vivos, del cual parecían llegar, de tanto en tanto, el choque de los hombres, el rugido de los hombres arrojándose unos a la cabeza de otros. Iba y venía y él lo desechó como una ilusión, comparado por lo menos con el esplendor de armar, con papel y alambre, cierta unión, una suerte de eslabón o de cierre brillante que pudiese enlazar los dos mundos. Cuando concluyó, suspiró como un amante satisfecho, y murmuró: —Gracias sean dadas, oh Señor. —El Pollo seguía gimiendo: —No duerman, que nadie duerma —Farragut dormía profundamente.
Cuando Farragut despertó, la escasa luz y el cielo oscuro le indicaron que el tiempo no había cambiado. Una tormenta o un intenso viento del Noroeste podía modificarlo, o derivar en una lluvia que duraría diez horas y luego lentamente, la llegada del buen tiempo. Por la ventana vio que Chisholm había mentido. No había tropas alrededor de los muros. Si hubieran estado, habrían oído el ruido, y él habría sentido el movimiento de los soldados. No había nada, y se sintió decepcionado. Quizá no disponían de tropas. La pesadez del airé era deprimente, y él olía peor. Otro tanto Bumpo y Tenis. Entre los barrotes se había pegado una reproducción del esténcil que él preparó: LUISA PIERCE SPINGARN, EN MEMORIA DE SU BIENAMADO HIJO PETER… La campana llamando a comer sonó a las siete. Goldfarb estaba de guardia. —Fila india —gritó—, fila india y diez pasos de distancia. Fila india. —Se apostaron frente a la puerta y cuando ésta se abrió, Goldfarb los obligó a separarse diez pasos uno del otro, con excepción de la Piedra, que había dejado su aparato en la celda y no podía entender. Goldfarb le gritó, le rugió y levantó diez dedos en el aire, pero la Piedra se limitó a sonreír y se mantuvo cerca del trasero de Ransome, que iba delante. No quería quedarse solo, ni siquiera un instante. Goldfarb lo dejó. En el túnel de acceso al comedor, Farragut leyó las precauciones que él mismo había escrito. TODO EL PERSONAL SE PRESENTARÁ CON MÁXIMA FUERZA EN TODAS LAS REUNIONES. A lo largo del túnel, a intervalos regulares, había guardias de impermeable con porras y tubos de gas. Los pocos rostros que Farragut vio parecían más desencajados que los rostros de los condenados. En el comedor una cinta grabada repetía: «COMA DE PIE EN SU LUGAR DE LA LÍNEA. COMA DE PIE EN SU LUGAR DE LA LÍNEA. NO HABLE…». El desayuno era té, restos de carne de la noche anterior y un huevo duro. —No hay café —dijo un ayudante de cocina—. No tienen nada. Anoche el repartidor trajo noticias. Todavía tienen de las pelotas a veintiocho rehenes. Quieren amnistía. Pásenlo. Hace doce horas que estoy preparando esta mierda. Siento los pies, pero todo lo demás lo tengo muerto. —Farragut devoró la carne y el huevo, dejó caer el plato y la cuchara en el agua sucia y volvió al pabellón con sus vecinos. Clang. —¿Qué le dijo el cajero a la caja registradora? —dijo Bumpo.
—No sé.
—Cuento contigo, dijo el cajero a la caja registradora.
Farragut se arrojó sobre su camastro y representó la escena del hombre atormentado por la prisión, agobiado por calambres en el estómago y relentes sexuales. Se arañó el cuero cabelludo, se rascó los muslos y el pecho, y entre gemidos masculló a Bumpo: —Disturbio en el Muro. Veintiocho rehenes por las pelotas. Sus pelotas iguales a libertad y amnistía. —Aulló, meneó la pelvis y hundió el rostro en la almohada, bajo la cual podía sentir los comienzos de su radio, suponía que segura, porque como el personal estaba medio muerto, atemorizado y reducido, tenía la certeza de que cuando pasaran lista de enfermos no habría requisa de contrabando.
—Eres una gran caja registradora —dijo claramente Bumpo—. ¿Por qué la uva parecía triste?
—¿Porque es una pasa seca? —preguntó Farragut.
—No. Porque es una uva preocupada —dijo Bumpo.
—No se habla —dijo Goldfarb.
De pronto, Farragut no pudo recordar que había hecho con la tecla de la máquina que había afilado y usado para cortar el alambre. Si la encontraban, la consideraban una navaja y por las impresiones digitales descubrían que era suya, podían darle otros tres años. Trató de recordar todos sus movimientos en la oficina de Marshack; contó las plantas, oyó a Toledo hablando de los kilos de carne, se fue a su propia oficina y afiló la tecla. Había cortado el alambre; después, lo metió bajo los pantalones, pero la prisa y la ansiedad desdibujaban lo que había hecho con la llave. Había apagado las luces, después subió cojeando el túnel y explicó a alguien que no existía que la humedad era la causa de su reumatismo. No lo inquietaban las plantas y el cable, la tecla era lo que podía acusarlo. Pero ¿dónde estaba? ¿Sobre el piso, al lado de una planta, clavada en una maceta, o sobre el escritorio de Marshack? ¡La tecla, la teda! No podía recordar. Podía recordar que Marshack había dicho que no regresaría hasta el lunes a las cuatro, pero pensaba en el lunes y no podía recordar el día de la semana. Ayer habían sufrido el examen médico, o era anteayer, o el día anterior, cuando el Cornudo se apoderó de la Biblia del Pollo. Lo ignoraba. Después, Chiquito relevó a Goldfarb y leyó un anuncio que comenzaba con una fecha, y Farragut se enteró de que era sábado. Más tarde podría preocuparse de la tecla.
Chiquito anunció que todos los condenados que desearan fotografiarse debían afeitarse, vestirse y estar listos cuando llegase su turno. Todos los ocupantes del pabellón, incluso la Piedra, habían firmado. Farragut observó el éxito de esta maniobra. Atenuaba la inquietud explosiva de la población. Calculó que un hombre que se encaminaba hacia la silla eléctrica debía sentirse feliz si podía escarbarce la nariz. Calmosamente, casi felices, todos se afeitaron, se lavaron las axilas, se vistieron y esperaron.
—Quiero jugar a los naipes con la Piedra —dijo Ransome—. Quiero jugar a los naipes con la Piedra.
—No sabe jugar a los naipes —dijo Chiquito.
—Quiere jugar a los naipes —dijo Ransome—. Mírelo. —La Piedra sonreía y asentía, como lo hacía en cualquier caso—. Chiquito soltó a Ransome, y éste llevó la silla al corredor y se sentó frente a la Piedra con un mazo de cartas. —Una para ti y una para mí —dijo.
Entonces, el Pollo comenzó a rasguear su guitarra y cantó:
Hay veintiocho botellas,
colgadas de la pared,
y si una de esas botellas
ahora mismo se cayera,
habría veintisiete botellas
colgadas de la pared,
y si una de esas botellas
ahora mismo se cayera…
Chiquito explotó.
—¿Quieres que Chisholm aparezca aquí con la cuadrilla rompehuesos?
—No, no, no —dijo el Pollo—. No quiero nada de eso. Eso no es lo que deseo. Si yo fuese miembro de la comisión de quejas, y Dios sabe qué es eso, una de las primeras cosas que presentaría es la sala de visitas. Bueno, me dicen que es mucho mejor que la sala de visitas del Muro, pero aún así, si viniese una chiquita a visitarme no me gustaría verla sobre un mostrador, como si tratase de venderme algo. Si viniese a visitarme una chiquita…
—Estás aquí desde hace doce años —gritó Chiquito—, y jamás vino nadie a visitarte. Ni una sola vez en doce años.
—Tal vez tuve visita cuando tomaste tus vacaciones —dijo el Pollo—. Tal vez tuve visita cuando te operaste la hernia. Faltaste seis semanas.
—Eso fue hace diez años.
—Bueno, como digo, si una chiquita viniese a visitarme, no me gustaría escuchar sus palabritas dulces frente a un mostrador. Quisiera sentarme con ella ante una mesa, con un cenicero para las colillas, y quizás la invitaría con una bebida sin alcohol.
—Hay máquinas de bebidas sin alcohol.
—Pero frente a una mesa, Chiquito, frente a una mesa. No puede haber intimidad ante un mostrador. Si pudiese hablar con mi chiquita frente a esa mesa, bueno, me sentiría contento, y no querría lastimar a nadie, ni traer problemas.
—En doce años nadie vino a verte. Lo cual demuestra que en la calle nadie te conoce. Ni tu madre sabe quién eres. Hermanas, hermanos, tías, tíos, amigos, pollitas… no tienes con quien sentarte frente a una mesa. Estás peor que muerto. Eres mierda. Los muertos no son mierda.
El Pollo empezó a llorar, o pareció llorar, a sollozar o pareció sollozar, hasta que todos oyeron el sonido de un hombre mayor sollozando, un viejo que dormía sobre un colchón chamuscado, cuyos ahorros de toda la vida invertidos en tatuajes se habían decolorado hasta convertirse en una trama cenicienta, cuyo vello de la entrepierna era escaso y gris, que tenía la carne colgando flojamente de los huesos, y cuyo único pie en la vida era una guitarra chata y un aire recordado y lamentable de «No sé donde está, señor, pero lo encontraré, señor», y cuyo nombre era desconocido en todas partes, desconocido hasta en los últimos confines de la tierra, o los últimos confines de su propia memoria, en la cual, cuando hablaba consigo mismo, se pensaba como el Pollo número dos.
El timbre de la comida tocó después de la una y recibieron la orden de formar fila india a diez pasos de distancia uno del otro, y bajaron por el túnel pasando entre los guardias, que tenían un aire más desencajado. La comida estuvo formada por dos sandwiches, uno con queso y el otro solamente con margarina. El ayudante de cocina era un extraño, y no hablaba. Poco después de las tres, de regreso en las celdas, recibieron orden de ir al edificio educacional, y en fila india, separados diez pasos uno del otro, fueron allí.
El edificio educacional ya no era muy usado. Las reducciones del presupuesto y una profunda sospecha acerca de los efectos de la educación sobre una inteligencia criminal habían apagado la mayoría de sus luces, convirtiéndolo en un lugar fantasmal. A la izquierda, a oscuras, estaba la espectral aula de las máquinas de escribir, donde juntaban polvo ocho máquinas enormes, antiguas y en desuso. No había instrumentos en la sala de música, pero en el pizarrón estaban dibujados una clave, un pentagrama y algunas notas. En la clase de historia en sombras, iluminada sólo desde el corredor, Farragut leyó en el pizarrón: «El nuevo imperialismo concluyó en 1905, y fue seguido por…». Podía habérselo escrito diez o veinte años antes. La última clase, a la izquierda, estaba iluminada y allí había movimiento, y sobre los hombros de Ransome y Bumpo, Farragut pudo ver dos luces muy vivas aseguradas a dos varas dispuestas sobre un abeto de material plástico, reluciente de adornos. Debajo del árbol había cajas cuadradas y rectangulares, envueltas por manos profesionales con papel de color y cintas brillantes. La inteligencia o la destreza de la mano que había preparado esta escena infundió la más profunda admiración a Farragut. Pensó escuchar el choque de los hombres, la sirena, el rugido de los enemigos mortales, arrojándose uno sobre el otro, pero eso había desaparecido, dominado por el perfume del árbol de plástico, reluciente de joyas de la corona y rodeado de tesoros. Imaginó la figura que él presentaría, de pie con su camisa blanca al lado de las cajas de suéters de cachemira, camisas de seda, sombreros de piel, pantuflas tejidas y grandes joyas apropiadas para un hombre. Se vio en el extraño espectro de la fotografía de color extraída de un sobre por su esposa y su hijo en el vestíbulo de Indian Hill. Vio la alfombra, la mesa, el vaso de rosas reflejado en el espejo mientras ellos contemplaban su vergüenza, su moneda falsa, su perverso escudo de armas, su némesis posando en una escena de asombroso color, al lado de un árbol realmente bello.
En el corredor había una mesa larga y deteriorada, con formularios que era necesario llenar y que seguramente habían sido preparados en la calle por algún tipo inteligente. El formulario explicaba que una fotografía se enviaría gratis a un destinatario designado por el preso. El destinatario debía ser miembro de la familia, pero se aceptaban concubinas y las uniones homosexuales. Una segunda copia y el negativo se entregaban en Falconer, pero los duplicados podían hacerse a costa del preso. Farragut escribió: «Señora de Farragut. Indian Hill. Southwick Connecticut. 06998». Escribió otro formulario para la Piedra, cuyo nombre era Serafino de Marco y que vivía en Brooklyn. Después, se sumergió en la habitación muy iluminada con los regalos y el árbol.
La ironía de la Navidad afecta siempre a los pobres de corazón; el misterio del solsticio afecta siempre al resto de los seres humanos. La inspirada metáfora del Príncipe de la Paz y sus luces innumerables que se imponían a los villancicos absurdos y raídos, estaban por aquí, en algún sitio; aquí, en esta podrida tarde de agosto la leyenda aún conservaba fuerza. Sus motivos eran bastante puros. La señora Spingarn amaba sinceramente a su hijo y se dolía de su fin cruel y antinatural. Los guardias temían realmente el desorden y la muerte. Los presos podían sentir fugazmente que habían puesto un pie en la calle lejana. Farragut miraba, más allá de este espectáculo, hacia el resto de la clase. Había un pizarrón vacío, y sobre éste un alfabeto escrito con mano spenceriana hacia mucho, mucho tiempo. La caligrafía era muy elegante, con curvas, rizos, caídas, enlaces y una t cruzada como el arco de un acróbata. Sobre todo esto, una bandera norteamericana con 42 estrellas, en la cual el tiempo había conferido a las rayas blancas el amarillo del pis caliente. Uno hubiera deseado algo mejor, pero ése era el color de la bandera bajo la cual Farragut había marchado a la batalla. Y además, el fotógrafo.
Era un hombre delgado, de cabeza pequeña —un petimetre—, pensó Farragut. Su cámara, que descansaba sobre un trípode, no era más grande que la caja que contiene un reloj pulsera, pero parecía que él mantenía cierta relación con el lente, o que dependía visiblemente del mismo. Se hubiera dicho que de mala gana apartaba de él su ojo bizqueante. Tenía la voz cantarína y elegante. Se tomaron dos fotografías. La primera, una foto del formulario con el número del preso y la dirección in dicada. La segunda, del propio preso, a quien se le prestó amablemente cierta ayuda. —Sonría. Alce un poco la cabeza. Acerque más el pie derecho al izquierdo. ¡Eso es! Cuando el Pollo ocupó su lugar y presentó su formulario, todos leyeron: Señor y señora Santa Claus. Calle del Témpano. Polo Norte. El fotógrafo exhibió una ancha sonrisa y estaba paseando la mirada por la habitación para compartir la broma con el resto de los presentes cuando de pronto percibió la solemnidad de la soledad del Pollo. Nadie se rió de este jeroglífico del dolor, y el Pollo, que percibió el silencio ante esta prueba de su muerte en vida, volvió la cabeza, alzó el mentón puntiagudo y dijo alegremente: —Mi perfil izquierdo es mejor.
—Eso es —dijo el fotógrafo.
Cuando llegó su turno, Farragut se preguntó qué papel trataría de representar, y procurando parecer y sentirse un esposo constante, un padre comprensivo y un ciudadano próspero, ofreció una amplia sonrisa y avanzó hacia el resplandor y el calor intensos de la luz. —Oh, Indian Híll —dijo el fotógrafo—. Conozco ese lugar. Quiero decir que lo vi anunciado. ¿Trabaja allí?
—Sí —dijo Farragut.
—Tengo amigos en Southwick —dijo el fotógrafo—. Eso es.
Farragut se acercó a la ventana, desde la cual pudo ver bien los pabellones B y C. Con sus hileras de ventanas, parecían una anticuada hilandería norteña de algodón. Revisó las ventanas, buscando llamas y sombras agitadas, pero solamente vio a un hombre que colgaba a secar su ropa. La pasividad del sitio lo desconcertó. No era posible que la desnudez y el árbol esplendente los hubiesen humillado y engañado, pero tal parecía ser el caso. Se hubiese dicho que el lugar estaba dormido. ¿Quizá todos se habían sumergido en el sopor que él mismo inició cuando el Pollo incendió su colchón? Volvió a mirar al desconocido que colgaba su ropa lavada.
Farragut se reunión con los que esperaban en el corredor. Afuera había comenzado a llover. Ransome fue con ellos, y recogió los formularios fotográficos. Ahora carecían de utilidad y Farragut miró interesado a Ransome, porque era un hombre tan inclinado al secreto que la observación de sus movimientos sucesivos prometía ser reveladora. Después de recoger una docena de formularios, trepó a una silla. Ransome era un hombre corpulento y la silla estaba deteriorada, de modo que él procuró mejorar su equilibrio desplazando el peso. Cuando se sintió seguro comenzó a despedazar los formularios y los arrojó, como una sembradora, sobre las cabezas y los hombros de los demás. Tenía el rostro radiante y cantaba «Noche tranquila». El Cornudo cantó con voz de bajo, y teniendo en cuenta la distancia que los separaba de la época en que cantaban villancicos, formaron un coro pequeño pero potente, que cantaba con entusiasmo cosas de la Virgen. El antiguo villancico y los pedacitos de papel que caían blandamente, a través del aire, sobre las cabezas y los hombros, de ningún modo evocaban un recuerdo amargo ese día sofocante y lluvioso; era más bien un alegre recuerdo de cierta irreflexión, relacionado con la caída de la nieve.
Después, se alinearon y salieron. Otro grupo de presos estaba formado en el túnel, esperando su futuro para que los fotografiaran al lado del árbol. Farragut los miró con el placer y la sorpresa con que uno mira a la multitud que espera entrar para la sección siguiente de una película. Ese fue el fin de su alegría. Apenas vieron los rostros de los guardias en el túnel comprendieron que su Navidad había concluido.
Farragut se lavó cuidadosa y vigorosamente con agua fría, y luego olió su propio cuerpo como un perro, se olfateó las axilas y la entrepierna, pero no pudo determinar si era él o Bumpo quien olía. Walton estaba de guardia, estudiando sus textos. Asistía a un curso nocturno de venta de automóviles. No podía ocuparse mucho de que los presos no hablaran. Cuando Ransome pidió jugar a los naipes con la Piedra, le contestó impaciente: —Estoy estudiando para un examen. Estoy estudiando para un examen. Sé que ninguno de ustedes tiene idea de lo que eso significa, pero si me reprueban tendré que repetir todo el año. Esta cárcel se ha convertido en un loquero y no puedo estudiar en casa. El bebé está enfermo y no para de gritar. Vine temprano para estudiar en la sala de guardia, pero la sala de guardia se parece a un manicomio. Ahora, vine aquí buscando paz y tranquilidad, y esto es la Torre de Babel. Jueguen a los naipes, pero cállense.
Aprovechando esto, Farragut comenzó a gritar a Bumpo: —¿Por qué mierda no te lavas la piel? Yo ya me lavé, me lavé todo, pero no puedo descansar con mi olor a limpio porque hueles como el cubo de desperdicios en el callejón, detrás de la carnicería.
—Ah, ¿con que esas tenemos? —aulló Bumpo—. ¿Así te das el gusto, oliendo cubos de las carnicerías?
—Cállense, cállense, cállense —dijo Walton—. Tengo que estudiar para este examen. Farragut, tú sabes cómo es. Si fracaso, tendré que pasar otro año, o por lo menos otro semestre con el culo clavado a una silla dura, estudiando lo que ya sabía y olvidé. Y mi profesor es un cretino. Hablen si quieren, pero en voz baja.
—Oh, Bumpo, oh, Bumpo, querido Bumpo, precioso Bumpo —dijo blandamente Farragut—, ¿qué le dijo el cajero a la caja registradora?
—Soy una pasa arrugada —dijo Bumpo.
—Oh, querido Bumpo —dijo blandamente Farragut. —Necesito pedirte un favor. La historia de la civilización moderna depende de que adoptes una decisión inteligente. He oído decir que hablas con elocuencia de tu voluntad de dar ese diamante a un niño hambriento o a un vagabundo solitario, ignorado por el mundo irreflexivo. Ahora, llega a ti una oportunidad mucho más grande. Poseo los rudimentos de una radio, una antena, una conexión a tierra y un sintonizador de alambre de cobre. Ahora necesito un auricular y un cristal de diodo. La Piedra tiene el primero y tú el otro. Con esto, con tu diamante, puede cortarse el nudo gordiano de las comunicaciones con el cual nos amenaza el Departamento Correccional y el propio gobierno. Tienen agarrados de las pelotas a veintiocho rehenes. Un solo error de nuestros hermanos hará que nos liquiden por centenares. Un error fundamental del Departamento Correccional puede desencadenar disturbios en todas las cárceles de esta nación y quizá el mundo. Somos millones, Bumpo, somos millones, y si nuestros disturbios triunfan podemos gobernar el mundo, aunque tú y yo, Bumpo, sabemos que nos falta el seso necesario. En fin, carecemos de capacidad cerebral, a lo sumo podemos desear una tregua, y todo depende de tu piedra.
—Agarra tu pequeño miembro y vete a casa —dijo Bumpo blandamente.
—Bumpo, Bumpo, querido Bumpo, Dios te dio ese diamante y Dios piensa que debes dármelo. Es el equilibrio, Bumpo, del cual depende la vida de millones de personas. La radio fue inventada por Guglielmo Marconi en 1895. Fue el bello descubrimiento del hecho de que las ondas aéreas electrificadas, que contienen el sonido, a cierta distancia pueden convertirse en sonido inteligible. Con la ayuda de tu diamante, Bumpo, podemos saber exactamente cómo están retorciendo esas veintiocho pelotas en el Muro.
—Cincuenta y seis —dijo Bumpo.
—Gracias, Bumpo, dulce Bumpo, pero si nos enteramos de eso sabremos cómo organizar nuestra propia estrategia con mayor ventaja, y quizá incluso obtener la libertad. Con tu diamante puedo armar una radio.
—Si eres un mago tan notable, ¿por qué no sacas de aquí tu culo? —dijo Bumpo.
—Bumpo, estoy hablando de las ondas aéreas, no de cosas de carne y hueso. Del aire, el aire fragante y fino. ¿Me oyes? Ahora no podría hablarte suavemente y con paciencia, si no creyese que la matemática y la geometría ofrecen una analogía mentirosa y falsa de la disposición humana. Cuando uno encuentra en la naturaleza de los hombres, como yo encuentro en la tuya, cierta convexidad, es un error esperar una concavidad correspondiente. No existe un hombre isóceles. La única razón por la cual continúo rogándote, Bumpo, es mi convicción de la riqueza inestimable de la naturaleza humana. Quiero tu diamante para salvar el mundo.
Bumpo se echó a reír. Tenía una risa auténtica, juvenil, estridente y cantarína. —Eres el primero que me viene con esas. Eso es nuevo. Salvar a la humanidad. Yo dije únicamente que estaba dispuesto a salvar a un niño hambriento o a un viejo. No dije una palabra del mundo. Vale de diecinueve a veintiséis mil. El diamante es puro, pero el mercado no. Me lo habrían quitado hace años si la piedra no fuese demasiado grande para llevarla a un reducidor. Es una piedra grande y segura. Nunca me hicieron una oferta como la tuya. Recibí veintisiete, quizás más. Por supuesto, me ofrecieron todos los miembros del lugar, y todos los culos, pero no puedo comer miembro y no me gusta el culo. No me opongo a un lindo trabajo con la mano, pero ningún trabajo de la mano vale veintiséis mil. Hace años había un guardia, lo despidieron, que me ofrecía un cajón de whisky una vez por semana. Toda clase de porquerías por el estilo. Comida traída de afuera. Toneladas de comida. También regalarme cigarrillos toda la vida, como para fumar las veinticuatro horas. Abogados. Forman fila para conversar conmigo. Me prometen otro proceso, el perdón garantizado y la salida. Un guardia me ofreció fugar. Yo tenía que salir bajo el chasis de un camión de reparto. Fue el único que me interesó de veras. El camión venía los martes y los jueves, y él conocía al chófer, era su cuñado. Bueno, armó una hamaca bajo el chasis, lo suficiente para meterme. Me mostró cómo era, e incluso practiqué un poco, pero quería la piedra antes de que yo saliera. Claro, no quise dársela, y todo el asunto se fue al demonio. Pero nadie me dijo nunca que podía salvar el mundo. —Miró el diamante y lo hizo girar en la mano, sonriendo al centelleo. —No sabías que podías salvar al mundo, ¿verdad? —preguntó al diamante.
—Oh, ¿por qué la gente quiere salir de un lugar tan bonito como éste? —preguntó el Pollo. Rasgueó algunos acordes de su guitarra, y mientras continuaba hablando con su voz de Kentucky, su canción se desgranaba sin acompañamiento. —¿Quién querrá provocar disturbios para salir de un lugar tan bonito como éste? El diario dice que en todas partes hay desocupación. Por eso el vicegobernador vino aquí. Afuera no encuentra trabajo. Incluso algunas estrellas cinematográficas famosas que antes tenían millones ahora forman fila con el cuello del abrigo levantado, esperando una limosna, esperando un plato de esa sopa aguada de habas que lo deja hambriento a uno y lo hace pedorrear. En la calle todos son pobres, y no tienen trabajo y siempre llueve. Se pegan unos a otros por un pedazo de pan. Hay que esperar una semana en la fila, y después le dicen que no hay trabajo. Nosotros formamos fila tres veces al día y nos reparten esa bonita comida caliente con el mínimo nutritivo, pero en la calle forman fila ocho horas, veinticuatro horas, y a veces forman fila la vida entera. ¿Quién quiere salir de un lugar tan bonito como éste y formar fila bajo la lluvia? Y cuando no forman fila bajo la lluvia se preocupan por la guerra atómica. A veces hacen las dos cosas. Quiero decir que forman fila bajo la lluvia y se preocupan por la guerra atómica porque si hay guerra atómica morirán todos y se encontrarán formando fila a la puerta del infierno. Amigos, eso no es para nosotros. En caso de guerra atómica nos salvarán antes que a nadie. Tienen refugios contra bombas para los criminales de todo el mundo. No quieren que nos mezclemos con la comunidad. Quiero decir que prefieren que la comunidad se queme antes que dejarnos libres, y eso, amigos, será nuestra salvación. Prefieren quemarse antes que vernos corriendo por la calle, porque todos saben que nos comemos crudos a los bebés, se la damos por el culo a las ancianas e incendiamos hospitales llenos de paralíticos impotentes. ¿Quién quiere salir de un lugar tan bonito como éste?
—Eh, Farragut, ven a jugar a los naipes con la Piedra —dijo Ransome—. Walton, deje salir a Farragut, ¿quiere? La Piedra desea jugar a los naipes con Farragut.
—Lo haré si cierran la boca —dijo Walton—. Tengo que aprobar este examen. ¿Prometen callarse?
—Prometemos —dijo Ransome.
Se abrió la puerta de la celda de Farragut y él bajó por el pasillo hasta la celda de la Piedra, llevando consigo su silla. La Piedra sonreía como un tonto, lo que quizá era. La Piedra le entregó el mazo de naipes y Farragut las barajó, al mismo tiempo que decía: —Una para ti y una para mí. —Después, desplegó su mano, pero tantas cartas eran un engorro, y una docena cayó al suelo. Cuando se inclinó para recogerlas, oyó una voz, no un murmullo sino una voz normal, reducida al volumen mínimo. Era el Oído de Vidrio —el audífono de doscientos dólares— sintonizado en una frecuencia radial. Vio las cuatro baterías en su funda de tela, sobre el piso, y el orificio de plástico color carne del cual suponía que venía la voz. Recogió los naipes y comenzó a desplegarlos sobre una mesa, diciendo: —Uno para ti y uno para mí. —La voz dijo: «La inscripción en los cursos permanentes de conversación en español y la fabricación de gabinetes estará abierta de cinco a nueve de lunes a viernes en el colegio secundario Benjamín Franklin, situado en la esquina de las calles Elm y Chestnut». Después, Farragut oyó música de piano. Era el más melancólico de los preludios de Chopin: el que utilizan en los films de crímenes antes de disparar el tiro; el preludio que, según se creía, debía evocar en los hombres de su edad y aún más viejos la imagen de una niñita con trenzas, confinada en un momento cruel a una habitación sombría, donde ella debía producir el balido de olas impotentes y el movimiento triste de las hojas que caen. «La última noticia del Muro, o cárcel de Amana», dijo la voz, «es que continúan las negociaciones entre la dirección y el comité de reclusos. Se dispone de fuerzas para dominar el desorden, pero se han desmentido los informes acerca de un sentimiento de impaciencia en las tropas. Cinco rehenes han atestiguado por radio y televisión que estuvieron recibiendo alimentos, atención médica y protección adecuada bajo la dirección del grupo de los Musulmanes Negros. El gobernador ha aclarado por tercera vez que no dispone de atribuciones para otorgar la amnistía. Se ha formulado un pedido definitivo de liberación de los rehenes, y los reclusos contestarán mañana al amanecer. Se señala oficialmente que amanece a las seis y veintiocho, pero el pronóstico meteorológico indica cielo nublado y más lluvia. En el ámbito de las noticias locales, un ciclista octogenario llamado Ralph Waldo ganó la Carrera Ciclista de la Edad de Oro en la localidad de Burnt Valley, el día de su octogésimo segundo cumpleaños. Su marca fue una hora y dieciocho minutos. ¡Felicitaciones, Ralph! La señora de Roundtree, de Hunters Bridge, en la región Noreste del Estado, afirma haber visto un objeto volador no identificado a tan corta distancia que el viento le levantó la falda mientras ella colgaba la ropa. Mantenga sintonizado en esta emisora para conocer detalles de las cinco alarmas de incendio en Tappansville». Después, otra voz cantó:
La pasta dentífrica Garroway le limpia los dientes.
Lo sucio de arriba y lo sucio de abajo,
La pasta dentífrica Garroway odia las caries,
Pasta dentífrica Garroway para usted y su cónyuge.
Farragut dio cartas otros diez minutos, y después empezó a gritar: —Tengo dolor de muelas. Quiero irme. Tengo dolor de muelas.
—Váyase a casa, váyase —dijo Walton—. Tengo que estudiar.
Farragut levantó su silla, se detuvo frente a la celda de Ransome y dijo: —Qué terrible dolor de muelas. La muela del juicio. Tengo cuarenta y ocho años y todavía me fastidian las muelas del juicio. Esta que tengo a la izquierda es como un reloj. Empieza a doler a eso de las nueve de la noche y se calma a la madrugada. Mañana de madrugada sabré si termina el dolor, y si tengo que sacarme o no la muela. Lo sabré de madrugada. A eso de las seis y veintiocho.
—Gracias, Miss América —dijo Ransome.
Farragut volvió con paso vacilante a su celda, se metió en la cama y durmió.
Tuvo un sueño que era distinto del día. Un sueño con los colores más vivos, esos tonos de anilina que el ojo recibe sólo después que este espectro fue extraído por una cámara. Farragut está en un barco de excursión, y siente una conocida mezcla de libertad, hastío y quemaduras de sol. Nada en la pileta, bebe con el grupo internacional, en el bar a mediodía, se encama durante la siesta, juega al tenis sobre cubierta, tenis con paleta, y entra y sale de la piscina y vuelve al bar a las cuatro. Se lo ve flexible y dinámico, y está adquiriendo un tono dorado que malgastará en los bares y los clubes sombríos en los cuales almorzará al regreso. De modo que está ocioso y se siente un poco inquieto con su ociosidad cuando una tarde, al final de la siesta, por babor aparece una goleta. La goleta iza algunos banderines, pero él no sabe interpretarlos. Sin embargo, advierte que el crucero ha reducido su velocidad. La ola a proa disminuye paulatinamente de altura, y luego desaparece, y la goleta se pone al costado de la alta nave.
La goleta ha venido a buscarlo. Farragut baja, desciende por una escala de cuerdas hasta la cubierta de la embarcación, y cuando se alejan con el viento en las velas dirige gestos de despedida a sus amigos del crucero, los hombres, las mujeres, y los miembros de la orquesta del barco. Ignora quién es el dueño de la goleta y quién le da la bienvenida. Sólo recuerda que está sobre cubierta, y que ve cómo el crucero recupera velocidad. Es un crucero grande y antiguo, que lleva el nombre de una reina, blanco como una novia, con tres chimeneas inclinadas, y en la proa un pequeño encaje dorado, como un barco de juguete. Se desvía absurdamente de su curso, se inclina a babor y avanza a toda máquina hacia una isla próxima que parece una de las islas del Atlántico, sólo que tiene palmeras. Embiste la playa, se escora a estribor y estalla en llamas, y mientras Farragut se aleja en el barco de vela puede ver, por encima del hombro, la pira y la enorme columna de humo. En el instante en que despertó la vivacidad de los colores del sueño quedó sofocada por la grisura de Falconer.
Farragut despertó. Desvió la cabeza del reloj a la ventana. Eran las seis y veintiocho. La lluvia caía en esa parte del mundo, y supuso que también en el Muro. Chiquito lo había despertado. —Toma un Lucky en lugar de un caramelo —dijo Chiquito—. Chesterfield, satisfacen. Caminaría un kilómetro por un Camel. —En la mano tenía cinco cigarrillos. Farragut tomó dos. Estaban toscamente arrollados, y supuso que era marihuana. Miró cariñosamente a Chiquito, pero la simpatía o el cariño que sentía por el guardia chocaron con la expresión desencajada de Chiquito. Tenía los ojos rojos. Las líneas de las aletas de la nariz, más allá de la boca, eran como las huellas de un camino de tierra, y su expresión carecía de vida o sensibilidad. Avanzó a los tropezones por el corredor, mientras decía: —Tome un Lucky en lugar de un caramelo. Caminaría un kilómetro por un Camel. —Las viejas frases comerciales de los cigarrillos eran más antiguas que cualquiera de ellos. Menos la Piedra, todos sabían lo que tenían, y lo que debían hacer, y Ransome ayudó a la Piedra. —Chúpalo y consérvalo en los pulmones. —Farragut encendió el primero, aspiró el humo, lo retuvo en los pulmones y sintió la auténtica, la preciosa amnistía de la droga difundiéndose por su cuerpo. —Ajj —exclamó—. Mierda caliente —dijo el Pollo. Se oyeron gemidos por todas partes. Chiquito chocó con el borde de la celda y se golpeó el brazo. —Donde conseguí esto hay más —dijo. Se desplomó en su silla de acero, hundió la cabeza en los brazos y empezó a roncar.
La amnistía que Farragut exhalaba formaba una nube —una nube gris como las nubes que podían empezar a verse más allá de su ventana— y lo elevaban gratamente del camastro unido a la tierra, lo elevaban por encima de todas las cosas terrenales. El ruido de la lluvia parecía muy tierno —algo que se había perdido su belicosa madre, que bombeaba nafta ataviada con el manto que usaba en la ópera. Entonces oyó el gruñido chirriante y crujiente del oído de vidrio de la Piedra, y una exaltación somnolienta de Ransome. —Muévelo, muévelo, muévelo, por Cristo. —Después oyó la voz de una mujer, y en la expansividad de la marihuana, pensó que no era la voz de una mujer joven o de una mujer vieja, ni la voz de la belleza ni de la fealdad, la voz de una mujer que podía venderle a uno un atado de cigarrillos en cualquier lugar del mundo.
«¡Hola, gente! Les habla Patty Smith, suplente de Eliot Hendron, quien, aunque quizás ustedes no lo saben, está agotado a causa de los hechos de la última media hora. El Muro ha sido reocupado por las tropas estatales. El pedido de la administración que solicitaba más tiempo fue quemado por el comité de reclusos a las seis de la mañana. Los reclusos aceptaron el pedido de un nuevo plazo, pero nada más. Parece que se hicieron preparativos para ejecutar a los rehenes. El ataque con gases comenzó a las seis y ocho minutos, y fue seguido dos minutos después por la orden de fuego. El tiroteo duró seis minutos. Es muy temprano para calcular el número de muertos, pero Eliot, mi compañero y el último testigo ocular en el patio K, los calculó por lo menos en cincuenta muertos y cincuenta moribundos. Los soldados han despojado de sus ropas a los que aún viven. Ahora están desnudos en la lluvia y el barro, vomitando por los efectos del CS-2. Discúlpenme, damas y caballeros, discúlpenme. —Estaba llorando. —Creo que tendré que reunirme con Eliot en la enfermería».
—Cántanos una canción. Pollo número dos —dijo Ransome—. Oh, cántanos una canción.
Hubo que esperar un momento mientras el Pollo se sacudía un poco los efectos de la marihuana, echaba mano de su guitarra y rasgueaba cuatro acordes enérgicos.
Después comenzó a cantar.
Tenía la voz aguda, refinada en su acento de Kentucky, pero aguda y neutra, tenía la áspera textura del coraje.
Cantó:
Si este canto que canto es el único y es triste,
yo no quiero cantarlo.
Si este canto que canto es el único, y es triste,
yo no quiero cantarlo.
No cantaré de muertos y agonías,
no cantaré de cuchillos y balas,
no cantaré de rezos y alaridos,
si este canto que canto es el único y es triste,
no volveré a cantar.