Farragut seguía cojeando, pero el cabello había comenzado a crecerle, cuando se le pidió que preparase el texto de un anuncio que decía: LA UNIVERSIDAD FIDUCIARIA DE LA BANCA OFRECERÁ UN CURSO ACERCA DE LOS FUNDAMENTOS DE LA BANCA PARA TODOS LOS PRESOS QUE REÚNAN LAS CONDICIONES REQUERIDAS. EL ENCARGADO DE SU BLOQUE LE SUMINISTRARÁ MÁS INFORMACIÓN. Esa noche Farragut pidió explicaciones a Chiquito. Éste le dijo que la clase se limitaría a treinta y seis alumnos. Se darían clase los martes y los jueves. Todos podían presentar su solicitud, pero se seleccionaría a los candidatos sobre la base del cociente de inteligencia determinado por la Universidad. Eso era todo lo que Chiquito sabía. Toledo mimeografió el anuncio y las copias se distribuyeron en las celdas, junto con el correo de la tarde. Toledo tenía que haber mimeografiado dos mil, pero según parece produjo dos mil suplementarias, porque las hojas aparecieron en todos los rincones de la cárcel. Farragut no podía imaginar de dónde venían, pero cuando se levantaba viento en el patio podían verse los anuncios de la Universidad surcando el aire, no por decenas sino por centenares. Pocos días después de distribuir los anuncios, Farragut tuvo que dactilografiar un anuncio para el tablero de noticias, EL HOMBRE A QUIEN SE ENCUENTRE USANDO COMO PAPEL HIGIÉNICO EL COMUNICADO DE LA UNIVERSIDAD SERÁ CASTIGADO CON TRES DÍAS DE ENCIERRO. ESE PAPEL ATASCA LA CAÑERÍA. El papel siempre escaseaba, y esa lluvia de hojas venía muy bien. Se las utilizaba como pañuelos, para fabricar aviones y como papel de anotador. Los abogados de la cárcel los utilizaban para redactar peticiones al Papa, al Presidente, al Gobernador, al Congreso y a la Sociedad de Ayuda Jurídica. Se los aprovechaba para escribir poemas, plegarias e invitaciones ilustradas. El grupo encargado de la limpieza los recogía con bastones de punta de acero, pero durante un tiempo la lluvia de volantes pareció un fenómeno misterioso e inagotable.
Era otoño, y con los anuncios de la Universidad se mezclaban las hojas secas. Los tres arces que crecían en el patio se habían teñido de rojo y habían perdido sus hojas al comienzo de la estación, pero del otro lado del muro había muchos árboles, y entre los anuncios de la Universidad, Farragut vio hojas de haya, de roble, de tulipero, de fresno, de nogal y muchas variedades de arce. Las hojas podían recordar a Farragut, una hora o cosa así después de la metadona, el enorme y absurdo placer que él, en su condición de hombre libre, había extraído de su ambiente. Le gustaba caminar por la tierra, nadar en los océanos, trepar las montañas y en otoño ver la caída de las hojas. El sencillo fenómeno de la luz —la claridad atravesando el aire— lo impresionaba como una buena noticia trascendente. Le pareció afortunado que en su caída las hojas se volviesen y girasen, ofreciendo una ilusión de facetas a la luz. Recordaba una reunión de fideicomisarios en la ciudad, en relación con un asunto de varios millones de dólares. La reunión se celebraba en el piso inferior de un nuevo edificio de oficinas. En la calle se habían plantado algunos ginkgos. La reunión se celebraba en octubre, cuando los ginkgos adquieren un amarillo extrañamente limpio y uniforme, y durante la reunión, mientras miraba la caída de las hojas en el aire, había descubierto que su vitalidad y su inteligencia se veían súbitamente estimuladas, y había podido realizar un aporte importante al problema considerado en la reunión, sobre la sólida base del brillo de las hojas.
Encima de las hojas y los volantes y las paredes estaban los pájaros. Farragut mostraba escaso interés por los pájaros, porque la leyenda según la cual los hombres sometidos a cruel confinamiento aman a los pájaros del aire nunca lo había conmovido. Procuraba conferir un acento práctico e informado a su interés por los pájaros, pero poseía muy escasa información. Le interesó una bandada de mirlos de alas rojas. Sabía que vivían en zonas pantanosas, de modo que debía existir un pantano cerca de Falconer. Al anochecer se alimentaban en algún espejo de agua estancada distinto del pantano en que vivían. Noche tras noche, durante todo el verano y hasta bien entrado el otoño, Farragut permaneció de pie frente a su ventana, y observó a las aves oscuras que cruzaban el cielo azul, sobre los muros. Al comienzo aparecían uno o dos, y aunque seguramente eran los líderes, su vuelo no era particularmente atrevido. Todos tenían el vuelo abrupto de los pájaros enjaulados. Después de los líderes venía una bandada de doscientos o trescientos, y todos volaban torpemente, pero el número les confería un sentimiento de poder —la fibra magnética del planeta— y surcaban el aire como pavesas llevadas por una fuerte corriente. Después de la primera bandada aparecían los rezagados, más osados, y luego otra bandada de centenares o miles, y después una tercera. Después de oscurecer regresaban a su hogar, pero Farragut no podía verlo. Permanecía frente a la ventana, esperando oír el sonido de su paso, pero nunca lo lograba. Así, en otoño miraba a las aves, las hojas y los anuncios de la Universidad desplazándose en el aire, como polvo, como polen, como cenizas, como un signo de la potencia invencible de la naturaleza.
Solamente cinco hombres del pabellón F solicitaron ingresar en el curso de Banca. Nadie lo tomó muy en serio. Suponían que la Universidad era un organismo nuevo o tenía problemas, y había apelado a Falconer para hacer publicidad. La generosa educación dispensada a los infortunados convictos siempre era el tema apropiado para obtener un poco de espacio en el diario. Cuando llegó el momento, Farragut y los demás fueron a la habitación de la junta de libertades bajo palabra, para afrontar el test de inteligencia. Farragut sabía que él solía obtener resultados mediocres. Nunca pasaba de 119, y cierta vez había descendido a 101. En el ejército esa característica le había impedido ocupar posiciones de mando y le había salvado la vida. Contestó el test con otros veinticuatro hombres, contando bloques y rebuscando en su memoria para hallar la hipotenusa del triángulo isóceles. Se entendía que los puntajes eran un secreto, pero por un atado de cigarrillos Chiquito le explicó que había obtenido 112. Jody llegó a 140, y afirmó que nunca le había ido tan mal.
Jody era el mejor amigo de Farragut. Se habían conocido en la ducha, donde Farragut había advertido la presencia de un joven delgado, de cabellos negros, que le sonreía. Alrededor del cuello llevaba una sencilla y elegante cruz de oro. No se les permitía hablar en la ducha, pero mientras se enjabonaba el hombro izquierdo el desconocido mostró la palma de su mano, de modo que Farragut pudo leer, escrito con tinta indeleble: «Nos vemos después». Cuando ya se habían vestido, se encontraron en la puerta. —Eres el profesor —preguntó el desconocido. —Soy 734-508-32 —dijo Farragut. Tan novato era. —Bueno, yo soy Jody —dijo animadamente el desconocido—, y sé que tú eres Farragut, y mientras no seas homosexual no me importa cómo te llames. Ven conmigo. Te mostraré mi escondite. —Farragut lo siguió, y atravesaron el terreno en dirección a una torre de agua abandonada. Treparon por una escalera oxidada hasta un corredor de madera, donde estaban un colchón, una lata llena de colillas y algunas revistas viejas. —Todos necesitan un escondite —dijo Jody—. Éste es el mío. La vista es lo que suelen llamar la Vista para Millonarios. Después de la casa de la muerte, es el mejor lugar para instalarse y mirar. —Farragut vio, sobre los techos de los viejos bloques de celdas y los muros, una extensión de tres kilómetros de río, con riscos y montañas sobre la orilla occidental. Ya había visto o entrevisto el paisaje al final de la calle de la cárcel, pero ésta era la vista más impresionante que había recogido del mundo que se extendía más allá del muro, y se sintió profundamente conmovido.
—Siéntate, siéntate —dijo su amigo—, siéntate y te contaré mi pasado. No soy como la mayoría de esos tipos, que no dicen una palabra. Todos saben que Freddy, el Perro Rabioso Asesino, se cargó a seis hombres, pero si le preguntas te dirá que está aquí porque robó flores de un parque. Y no bromea. Habla en serio. Realmente lo cree. Pero cuando yo tengo un amigo se lo cuento todo, si quiere oírlo. Hablo mucho, pero también escucho mucho. Soy muy buen oyente. Pero mi pasado es realmente mi pasado. No tengo ningún futuro. Hace doce años que no me presentó ante la junta de libertades bajo palabra. Lo que hago aquí no importa mucho, pero me gusta estar fuera del agujero. Sé que los médicos no pueden demostrar el daño cerebral, pero después que uno se golpea unas catorce veces se idiotiza. Una vez llegué a golpearme siete veces. Casi no tenía fuerzas, pero seguía golpeándome. No podía detenerme. Estaba enloqueciendo. Eso no es bueno. De todos modos, me condenaron con cincuenta y tres acusaciones. Tenía una casa de cuarenta y cinco mil dólares en Leavittown, una gran esposa y dos hijos magníficos: Miguel y Dale. Pero me metí en este embrollo. La gente que vive como tú ni siquiera comprende. No terminé el colegio secundario, pero podía ocupar un cargo en el departamento de hipotecas del Hamilton Trust. Pero no sucedía nada. Por supuesto, el hecho de que yo no tuviese educación era un inconveniente, y estaban despidiendo gente a troche y moche. Yo no ganaba lo necesario para sostener a cuatro personas, y cuando puse en venta la casa descubrí que todas las casas mierdosas de la manzana también estaban en venta. Siempre estaba pensando en el dinero. Soñaba con el dinero. Recogía las monedas de la vereda. El dinero me tenía loco. Bueno, tenía un amigo llamado Howie, y encontró la solución. Me habló del viejo, Masterman, que tenía una papelería en el centro comercial. Tenía dos boletas de apuestas para las carreras de caballos, cada una por siete mil dólares. Las guardaba en un cajón al lado de la cama. Howie lo sabía porque solía dejar que el viejo lo montara por dinero. Howie tenía esposa, chicos, un hogar que quemaba leña, pero no dinero. De modo que decidimos robar las boletas. En esa época no era necesario endosarlas. Catorce mil en efectivo, y no había modo de descubrirnos. De modo que un par de noches vigilamos al viejo. Era fácil. A las ocho cerraba la tienda, volvía en auto a su casa, se emborrachaba, comía algo y miraba televisión. Así, una noche, después que cerró la tienda y se metió en el automóvil subimos con él. Se mostró muy obediente, porque yo tenía el revólver cargado apuntándole a la cabeza. El revólver era de Howie. Nos llevó a su casa, y lo acompañamos, uno a cada lado, hasta la puerta principal, hundiéndole el caño del revólver en las partes blandas de su cuerpo que nos acomodaban mejor. Lo metimos en la cocina y lo esposamos a ese enorme y condenado refrigerador. Era muy grande, un modelo reciente. Le preguntamos dónde estaban las boletas, y nos dijo que en la caja fuerte. Si se le pegó con la pistola como él dijo que hicimos, no fui yo. Pudo haber sido Howie, pero yo no lo vi. Insistía en que las dos boletas estaban en el Banco. De manera que revolvimos toda la casa buscando las boletas, pero creo que decía la verdad. Entonces, encendimos la televisión, por los vecinos, lo dejamos encadenado a ese refrigerador de diez toneladas y nos fuimos en su automóvil. El primer automóvil que vimos fue uno de la policía. Pura casualidad, pero tuvimos miedo. Metimos el coche en uno de esos lavaderos en los que uno tiene que salir del auto cuando le aplican la ducha. Metimos el auto en la plataforma y nos fuimos. Subimos a un ómnibus que iba a Manhattan y nos separamos en la terminal.
—Pero, ¿sabes lo que hizo ese viejo hijo de puta? No es grande ni fuerte, pero empieza a arrastrar ese refrigerador grande y podrido sobre el piso de la cocina. Créeme, era enorme. De veras era una bonita casa, con buenos muebles y alfombras, y seguro que lo pasó muy mal con todas esas alfombras atascándose bajo el refrigerador, pero salió de la cocina y atravesó el vestíbulo y se metió en la sala, donde estaba el teléfono. Me imagino lo que vio la policía cuando llegó: el viejo encadenado a un refrigerador en medio de la sala, con cuadros distribuidos sobre las paredes. Era jueves. Me detuvieron el martes siguiente, ya tenían a Howie, yo no lo sabía, pero tenía antecedentes. No critico al Estado. No critico a nadie. Hicimos todo mal. Asalto, golpes con la pistola, secuestro. El secuestro es cosa muy seria. Por supuesto, de mí puede decirse que estoy muerto, pero mi esposa y mis hijos aún viven. De modo que ella vendió la casa perdiendo mucho y ahora aguanta gracias a la ayuda social. Viene a verme de tanto en tanto, pero ¿sabes lo que hacen los chicos? Primero, obtienen permiso para escribirme cartas y después, Miguel, el mayor, me escribió una carta diciéndome que estaría en el río, en un bote de remos, el sábado a las tres, y me harían señas. El domingo a las tres estuve en la empalizada y los vi. Estaban en el río, bastante lejos —no es posible acercarse mucho a la cárcel—, pero los vi y sentí que los quería, y movieron los brazos y yo hice lo mismo. Eso fue en otoño, y dejaron de venir cuando cerró el sitio donde uno alquila botes, pero volvieron en primavera. Vi que estaban mucho más grandes, y después empiezo a pensar que por el tiempo que estaré aquí podrán casarse y tener hijos, y sé que no meterán a sus mujeres y a sus hijos en un bote de remos ni bajarán por el río a saludar al viejo Papá. De modo, Farragut, que no tengo futuro, y tú tampoco tienes futuro. Así que bajemos y vamos a lavarnos antes de comer.
Farragut estaba trabajando algunas horas con la cuadrilla del invernadero, cortando prados y setos, y otras horas como dactilógrafo, escribiendo hojas para los anuncios de la cárcel. Tenía la llave de una oficina próxima a la sala de guardias, y podía usar una máquina de escribir. Continuó reuniéndose con Jody en la torre de agua, y después, cuando comenzó a hacer frío, por la tarde en su propia oficina. Hacía un mes que se conocían cuando se convirtieron en amantes. —Cuánto me alegro de que no seas homosexual —insistía en decir Jody cuando acariciaba los cabellos de Farragut. Y entonces, una tarde, mientras decía lo mismo, había desabrochado los pantalones de Farragut, y con la ayuda de éste había retirado la prenda. Por lo que Farragut había leído en los diarios acerca de la vida en la cárcel había previsto algo parecido, pero lo que no había esperado era que esa grotesca consolidación de la relación entre ambos originase en él un amor tan profundo. Tampoco había esperado que la administración de la cárcel se mostrase tan benévola. Por una pequeña ración de cigarrillos, Chiquito permitía que Farragut regresase a la oficina entre la comida y la hora de cerrar las celdas. Jody se encontraba allí con él y ambos hacían el amor sobre el piso. —Les gusta —explicaba Jody—. Al principio no querían. Después, algún psicólogo pensó que si teníamos una satisfacción regular no habría desórdenes. Están dispuestos a permitirnos cualquier cosa si creen que de ese modo no habrá disturbios. Muévete, Pollito, muévete. Oh, cuánto te quiero.
Se reunían dos o tres veces por semana. Jody era el amado, y de tanto en tanto le fallaba a Farragut, de modo que Farragut había llegado a tener una sensibilidad sobrenatural para el crujido de las zapatillas de básquetbol de su amante. Ciertas noches su vida parecía depender del sonido. Cuando comenzaron las clases de técnica bancaria, los dos hombres se encontraron siempre los martes y los jueves y Jody hablaba de su experiencia con la universidad. Farragut había traído un colchón del taller, y Jody tenía un calentador conseguido quién sabe dónde, y ambos se acostaban en el colchón y bebían café caliente, y se sentían bastante cómodos y felices.
Pero cuando hablaba con Farragut, Jody demostraba escepticismo acerca de la universidad. —La misma mierda vieja —decía Jody—. La Escuela del Éxito. La Escuela de la Simpatía. La Escuela de la Minoría Selecta. Cómo Ganar un Millón. Estuve en todas, y son iguales. Mira, Pollito, esa aritmética adaptada a los Bancos, y toda esa basura ahora está a cargo de computadoras, y lo que uno necesita es concentrar la atención en inspirar confianza al posible inversor. Ése es el principal misterio de la Banca moderna. Por ejemplo, uno entra sonriendo. Todas las clases a las que asistí comienzan con lecciones acerca de esta sonrisa. Uno espera un momento frente a la puerta, pensando en todas las cosas grandes que le ocurrieron ese día, ese año, en toda su vida. Tiene que ser real. No puede falsificarse esa sonrisa de venta. Por ejemplo, uno recuerda a una gran muchacha que lo hizo feliz, o un plan que le salió bien, o un traje nuevo, o una carrera que ganó, o ese día maravilloso en que todo le salió bien. Bueno, se abre la puerta y uno entra, y lo golpean con esa sonrisa. Pero, Pollito, ellos no saben una palabra de sonreír. No saben absolutamente nada de sonreír.
—Está bien sonreír, quiero decir que uno tiene que sonreír para vender algo, pero si uno no sonríe bien se forman terribles arrugas en la cara, como las tuyas. Yo te quiero, Pollito, pero la verdad, no sabes sonreír. Si supieras, no tendrías esas arrugas alrededor de los ojos, y esos cortes profundos y repugnantes como cicatrices en el rostro. Por ejemplo, mírame. Crees que tengo veinticuatro años, ¿verdad? Bueno, en realidad son treinta y dos, pero la mayoría de la gente, cuando se le pide que adivine mi edad, a lo sumo me da dieciocho o diecinueve años. La razón es que yo sé sonreír, sé usar la cara. Ese actor me enseñó. Lo encarcelaron por un asunto de moral, pero era muy hermoso. Me enseñó que cuando uno usa la cara, la conserva. Cuando arriesgas imprudentemente la cara en todas las situaciones que tienes que afrontar, acabas como tú estás, tienes una cara de mierda. Yo te quiero, Pollito, realmente es así, porque de lo contrario no te diría que te arruinaste la cara. Ahora, mira como sonrío. ¿Ves? Tengo un aire de auténtica felicidad, ¿no te parece, no, no?, pero observa que mantengo los ojos abiertos, y así no se forman arrugas desagradables alrededor de los bordes, como tienes tú, y cuando abro la boca la abro mucho, muchísimo, de modo que no destruya la belleza de mis mejillas, su belleza y su suavidad. Este profesor de la universidad nos dice que sonriamos, que sonriamos siempre, sin parar, pero si sonrieras siempre como él pide que hagamos, acabarías teniendo la cara de una persona muy anciana, una persona muy anciana y angustiada, con quien nadie quiere tener relación, especialmente en el negocio de las inversiones de banca.
Cuando Jody se refería desdeñosamente a la Universidad Fiduciaria, la actitud de Farragut parecía la de un hombre mayor, parecía expresar cierto perdurable respeto por todo lo que podía enseñar una organización, por falsa e ignorante que fuese la organización. Cuando oía a Jody afirmar que la Universidad Fiduciaria era mierda, Farragut se preguntaba si la irrespetuosidad no estaba en la base de la carrera delictiva de Jody, y de su condena a prisión. Pensaba que Jody debía mostrarse más paciente, más inteligente en sus ataques a la universidad. Quizás se trataba simplemente del hecho de que la palabra «fiduciaria» a su juicio merecía respeto e inspiraba honestidad, y de que sugería ideas de laboriosidad, industria, frugalidad y lucha honesta.
De hecho, los ataques de Jody a la universidad eran permanentes, previsibles y en definitiva monótonos. Todo lo que hacía la institución estaba mal. El profesor estaba arruinándose la cara con una sonrisa demasiado ancha y decidida. Las preguntas eran excesivamente fáciles. —A decir verdad, no trabajo —dijo Jody—, y siempre obtengo las clasificaciones más altas. Poseo buena memoria. Recuerdo fácilmente las cosas. Aprendí todo el catecismo en una noche. Mira, hoy nos ocupamos de la Nostalgia. Quizá creas que el asunto tenga que ver con tu nariz. No es así. Se trata de lo que uno recuerda con placer. Entonces, uno prepara el deber acerca de lo que el posible inversor recuerda con agrado, y se manipulan sus recuerdos agradables como quien toca un mierdoso violín. Se moviliza lo que ellos llaman Nostalgia no sólo con la charla; además, se usan ropas y se mira y se habla y se usan movimientos considerando lo que pueden recordar con placer. Por ejemplo, el posible inversor es aficionado a la historia, ¿y qué te parece si entro en el Banco cubierto por una mierdosa armadura?
—Jody, no hablas en serio —dijo Farragut—. Seguramente tienen cosas buenas. Creo que deberías prestar más atención a las cosas útiles del curso.
—Bueno, quizá tengas razón —dijo Jody—. Pero, mira, ya pasé por todo esto en la Escuela de la Simpatía, la Escuela del Éxito, la Escuela de las Minorías Selectas. Es siempre la misma mierda. Ya pasé por todo eso diez veces. Ahora vienen a decirme que el nombre de un individuo le parece al tipo el sonido más dulce del idioma. Ya lo sé, cuando tenía tres o cuatro años ya lo sabía. ¿Quieres oírlo? Escucha.
Jody fue marcando los puntos sobre los barrotes de la celda de Farragut.
—Primero: Haz creer al otro que todos los aciertos son suyos. Segundo: Le propones un desafío. Tercero: Empiezas con un elogio y un juicio honesto. Cuarto: Si estás equivocado, lo reconoces sin demora. Quinto: Consigues que el otro diga que sí. Sexto: Hablas de tus propios errores. Séptimo: Permites que el otro salve la cara. Octavo: Lo alientas. Noveno: Consigues que lo que tú deseas parezca fácil. Décimo: Consigues que el otro se sienta feliz de hacer lo que tú quieres. Hombre, cualquier vendedor ambulante sabe todo eso. Es mi vida, la historia de mi vida. Estuve haciendo todo eso desde que era un niño y mira lo que conseguí. Ya ves adónde me llevó todo lo que sé acerca de la esencia de la simpatía y el éxito y el negocio bancario. A la mierda, siento un deseo profundo de abandonar todo.
—No hagas eso, Jody —dijo Farragut—. Insiste. Te diplomarás, y eso te ayudará.
—Nadie se interesará por mí en los próximos cuarenta años —dijo Jody.
Apareció una noche. Nevaba.
—Mañana te declaras enfermo —dijo Jody—. Lunes. Habrá mucha gente. Te esperaré frente a la enfermería. —Se marchó.
—¿Ya no te quiere? —preguntó Chiquito—. Bueno, si ya no te quiere me quita un peso de encima. Farragut, de veras eres un buen tipo. Me gustas, pero no simpatizo con él. Ya se encamó con la mitad de la cárcel, y apenas empezó. La semana pasada, o la antepasada, no recuerdo bien, bailó esa danza del abanico en el tercer piso. Toledo me lo dijo. Tenía en la mano un pedazo de diario plegado, ya sabes, como un abanico, y se lo pasaba del miembro al trasero y bailaba. Toledo dijo que era repugnante. Muy repugnante. —Farragut trató de imaginar la escena, pero no pudo. Pensó que Chiquito estaba celoso. Chiquito nunca había hecho la experiencia de querer a un hombre. Chiquito era un ser inseguro. Preparó la declaración de enfermo, la pasó entre los barrotes y se acostó.
La sala de espera, contigua a la enfermería, estaba colmada, y él y Jody se quedaron afuera, donde nadie podía oírlos.
—Ahora, escucha —dijo Jody—. Ahora, antes de que te alarmes, escúchame. No digas una palabra hasta que yo termine de hablar. Ayer renuncié al curso de la universidad. Vamos, no digas nada, sé que no te gustará porque tienes esa idea muy paternal de que yo obtenga mucho éxito en el mundo, pero espera a que te explique mi plan. No digas nada. Te dije que no digas nada. Ya se organizó el acto de entrega de los diplomas. Solamente los de la escuela sabemos cómo será, pero tú te enterarás en pocos días. Escúchame. El cardenal, el cardenal de la diócesis, vendrá en un helicóptero y entregará los diplomas a los alumnos. No quiero engañarte, y no me preguntes por qué. Creo que el cardenal es pariente de alguien de la universidad, en fin, habrá mucha publicidad, y ocurrirá lo siguiente. Ahora bien, uno de los tipos de la clase es ayudante del capellán. Se llama Di Matteo. Somos muy amigos. Está a cargo de todos esos trajes que usan en el altar, ya sabes. A él le toca uno rojo, el mismo tamaño, me viene perfecto. Me lo dará. Entonces, viene el cardenal y se arma una gran confusión. Y yo me hago humo, me escondo en el cuarto de calderas, me pongo el vestido rojo, y cuando el cardenal celebra misa muestro mi trasero en el altar. Escucha, sé lo que hago, lo sé muy bien. Fui monaguillo cuando tenía once años. Eso fue cuando me confirmaron. Claro, crees que me descubrirán, pero no será así. Durante la misa uno no mira a los demás acólitos. Eso es lo bueno del rezo. Uno no mira. Cuando uno ve a un desconocido en el altar no se pone a preguntar quién es el desconocido del altar. Es una ceremonia sagrada, y cuando uno está en eso no ve nada. Cuando bebes la sangre de Nuestro Salvador no te pones a mirar si el cáliz está manchado o si hay piojos en el vino. Tienes que estar transfigurado, tienes que parecerlo. Así es el rezo. Para eso es. Y el rezo es lo que me sacará de aquí. El poder de la plegaria. Cuando la misa concluye, subo al helicóptero con mi vestido rojo y si me preguntan de dónde vengo digo que de San Anselmo, San Agustín, San Miguel, San Cualquier Cosa. Cuando bajamos me quito la ropa en el vestuario y salgo caminando a la calle. ¡Qué milagro! Pido dinero para pagar el subte hasta la calle 174, allí tengo amigos. Pollito, te cuento esto porque te quiero y confío en ti. Mi vida está en tus manos. Imposible demostrar más amor. Pero en adelante no me verás mucho. Ese tipo del vestido rojo simpatiza conmigo. El capellán le trae alimento de la calle, de modo que me llevo el calentador eléctrico. Quizá nunca vuelva a verte, Pollito, pero si puedo regresaré a despedirme. —Aquí, Jody se llevó las manos al estómago, se dobló y, gimiendo de dolor, entró en la sala de espera. Farragut lo siguió, pero no volvieron a hablarse. Farragut se quejó de dolor de cabeza, y el médico le dio una aspirina. El médico vestía ropas sucias, y tenía un agujero grande en la media derecha.
Jody no regresó y Farragut lo extrañó muchísimo. Escuchaba el millón de sonidos de la cárcel, tratando de identificar el crujido de las zapatillas de básquetbol. Era lo único que deseaba oír. Poco después que se separaron, en la enfermería, le ordenaron dactilografiar el anuncio de que Su Eminencia, el cardenal Thaddeus Morgan, llegaría a Falconer en helicóptero el día veintisiete de mayo, para entregar sus diplomas a los alumnos de la Universidad Fiduciaria. También estarían el gobernador y el comisionado de asuntos correccionales. Se celebraría la misa. La asistencia a la ceremonia era obligatoria, y los encargados de los bloques podían suministrar más detalles.
Toledo mimeografió el anuncio, pero esta vez no exageró, y no hubo una lluvia de papeles. Al principio, el anuncio no suscitó casi ninguna impresión. Se diplomarían únicamente ocho hombres. La idea del Pastor de Cristo descendiendo desde el cielo a las mazmorras aparentemente no excitó a nadie. Naturalmente, Farragut continuó escuchando, en busca del crujido de las zapatillas de básquetbol. Si Jody venía a despedirse, probablemente lo haría la noche antes de la llegada del cardenal. De modo que Farragut tenía un mes de espera antes de ver a su amante, y cuando lo viera sería sólo un momento. Tenía que conformarse con eso. Suponía que Jody estaba entretenido con el tipo del capellán, pero en realidad no sentía celos. No podía decidir si los planes de fuga de Jody tendrían éxito, porque tanto el plan del cardenal como el de Jody eran absurdos, aunque los planes del cardenal aparecían anunciados en el diario.
Farragut yacía en su camastro. Deseaba a Jody. El anhelo se iniciaba en sus genitales mudos, y sus células cerebrales se desempeñaban como intérprete. Después, el anhelo pasaba de los genitales a las vísceras, y de éstas a su corazón, el alma, la mente, hasta que al fin todo su cuerpo estaba saturado de anhelo. Esperaba el crujido de las zapatillas de básquetbol y después la voz, juvenil, quizá por cálculo, pero no muy aguda, reclamando: Muévete, Pollito. Esperaba el crujido de las zapatillas de básquetbol como había esperado el sonido de los tacos de Jane sobre los adoquines de Boston, como había esperado el sonido del ascensor que llevaría a Virginia hasta el undécimo piso, como había esperado que Dodie abriese el herrumbrado portón de la calle Thrace, como había esperado que Roberta descendiera del ómnibus C en cierta piazza romana, como había esperado que Lucy se pusiese el diafragma y apareciera desnuda en la puerta del cuarto de baño, como había esperado los llamados telefónicos, el timbre de la puerta de calle, las campanas de la iglesia que indicaban la hora, y esperado el fin de la tormenta que atemorizaba a Helen, y esperado el ómnibus, el barco, el tren, el avión, el aliscafo, el helicóptero, el funicular, la sirena de las cinco y la alarma de incendio que llevaría al amado hacia sus brazos. Le parecía que había gastado esperando una cantidad desproporcionada de su vida y sus energías, pero incluso cuando nadie venía, esa espera no era una frustración absoluta; salvaba parte de su naturaleza del eje del vórtice.
Pero, ¿por qué anhelaba tanto la presencia de Jody, si a menudo había pensado que su propio papel en la vida era poseer a las mujeres más bellas? Las mujeres poseían el misterio más profundo y más compensatorio. Uno se aproximaba a ellas en la sombra, y a veces, pero no siempre, las poseía en la sombra. Eran una esencia, fortificada y asediada, que valía la pena conquistar y que, una vez conquistada, constituía un botín abundante. En su estado de más dura intensidad, deseaba reproducir, poblar los caseríos, los pueblos, las aldeas y las ciudades. Le parecía que su propio deseo de fructificar lo impulsaba a imaginar cincuenta mujeres moviéndose con sus hijos. Las mujeres eran la caverna de Alí Babá, la luz de la mañana, cascadas y tormentas, las inmensidades del planeta, y una visión de todo esto lo había inducido a buscar algo mejor cuando se apartó desnudo de su último y desnudo jefe de exploradores. En su memoria había una pizca de reproche al esplendor que ellas mostraban, pero el reproche no era lo principal. En vista de la soberanía de su díscolo miembro, sólo una mujer podía coronar esa roja existencialidad.
Pensó que habría cierta equiparación de la intensidad en la posesión sexual y los celos sexuales, y que se necesitaban formas de adaptación y falsedades para equiparar esto con la inconstancia de la carne. En sus amores a menudo había omitido todo lo que fuese práctico. Había deseado y perseguido a mujeres que lo encantaron con sus mentiras y lo seducían con su irresponsabilidad absoluta. Les había comprado ropas y billetes, había pagado peluqueros y dueños de casa, y en un caso a un cirujano facial. La vez que compró ciertos aros de diamantes había apreciado conscientemente el recorrido sexual que podía esperar de estas joyas. Cuando las mujeres tenían defectos a menudo le parecían encantadores. Si están sometidas a dieta rigurosa y hablan sin cesar de su dieta, uno se siente encantado cuando las encuentra comiendo una barra de caramelo en una playa de estacionamiento. No encontraba encantadores los defectos de Jody. No los encontraba.
Su necesidad difusa y dolorosa de Jody se extendía de su entrepierna a todos los rincones del cuerpo, visibles e invisibles, y se preguntaba si podría manifestar en la calle su amor a Jody. ¿Estaba dispuesto a caminar por la calle con el brazo alrededor de la cintura de Jody, a besarlo en el aeropuerto, a sostener su mano en el ascensor, y si se abstenía de cualquiera de estas actitudes ello significaba que estaba adaptándose a los crueles mandatos de una sociedad blasfema? Trató de imaginar a Jody, de imaginarse él mismo en el mundo. Recordó las pensiones o los alojamientos europeos donde él y Marcia y el hijo de ambos a veces pasaban el verano. Los hombres y las mujeres jóvenes y sus hijos —si no eran jóvenes por lo menos eran ágiles— daban el tono. Uno evitaba la compañía de los viejos y los enfermos. Sus paraderos eran bien conocidos, y la noticia se difundía. Pero aquí y allí, en este paisaje familiar, uno veía en el extremo del mostrador, o en el rincón del comedor, a dos hombres o a dos mujeres. Eran los invertidos, un hecho establecido generalmente por cierto dinamismo conspicuo de los contrarios. Una de las mujeres se mostraba dócil; la otra, imperativa. Uno de los hombres era viejo; el otro un muchacho. Uno se mostraba terriblemente cortés con ellos, pero nunca se les pedía que participaran en las regatas, o que se incorporaran a una excursión a la montaña. Ni siquiera se los invitaba al matrimonio del herrero de la aldea. Eran distintos. Para los demás, el modo en que satisfacían sus ansias venéreas continuaba representando un fenómeno acrobático y extraño. A diferencia del resto de la gente, no inauguraban la siesta con una buena y sudorosa encamada. Desde el punto de vista social, el prejuicio contra ellos era muy leve; en un nivel más profundo, era absoluto. Que se complaciesen en su mutua compañía como a veces hacían, parecía sorprendente y subversivo. Farragut recordó que en una pensión los homosexuales parecían ser la única pareja feliz del comedor. Había sido una mala temporada para el santo matrimonio. Las esposas lloraban. Los maridos se mostraban hoscos. Los homosexuales ganaron la regata, escalaron la montaña más alta y fueron invitados a almorzar por el príncipe reinante. Fue una excepción. Farragut —prolongando las cosas hasta la calle trató de imaginarse con Jody en una de esas pensiones. Eran las cinco. Estaban en un extremo del mostrador. Jody usaba un traje blanco que Farragut le había comprado; pero no pudo llegar más lejos. De ningún modo conseguía forzar, retorcer, presionar o de cualquier otro modo imponer a su imaginación la recreación de la escena.
Si el amor era una cadena de semejanzas, como Jody era hombre existía el peligro de que Farragut estuviese enamorado de sí mismo. Por lo que podía recordar, sólo una vez había visto ese tipo de amor de sí mismo, en un hombre con quien había trabajado aproximadamente un año. El hombre representaba un papel sin importancia en los asuntos de Farragut y éste, quizás en perjuicio propio, sólo por casualidad había observado dicho defecto, si de defecto se trataba. —¿Se dio cuenta —había preguntado el hombre— que uno de mis ojos es más pequeño que el otro? —Después, el hombre había preguntado con cierta intensidad: —¿Le parece que tengo mejor aspecto con barba, o tal vez con bigote? —Mientras caminaban por la calle en dirección a algún restaurante, el hombre había preguntado: —¿Le gusta su sombra? Cuando tengo el sol a la espalda y veo mi sombra, siempre me siento decepcionado. Mis hombros no son bastante anchos, y mis caderas lo son demasiado. —Nadaban juntos, y el hombre preguntó: —Francamente, ¿qué opina de mis bíceps? Quiero decir, ¿le parece que están muy desarrollados? Todas las mañanas hago cuarenta flexiones para mantenerlos firmes, pero no quisiera parecer un levantador de pesas. —Estas preguntas no eran permanentes, ni siquiera las formulaba todos los días, pero se daban con frecuencia suficiente para llamar la atención y habían inducido a Farragut a pensar en el asunto, y luego lo habían llevado a la convicción de que el hombre estaba enamorado de sí mismo. Hablaba de sí mismo del mismo modo que otro individuo, metido en un matrimonio azaroso, podía preguntar si se aprobaba a su mujer. ¿Le parece que es hermosa? ¿Cree que habla demasiado? ¿Le gustan sus piernas? ¿Opina que debería cortarse el cabello? Farragut no creía estar enamorado de sí mismo, pero cierta vez, cuando salió del colchón para orinar, Jody había dicho: —Caray, hombre, eres hermoso. Quiero decir que prácticamente eres un viejo y aquí no hay mucha luz, pero me pareces muy hermoso. —Pura charla, pensó Farragut, pero en algún punto del desierto bastante extenso que era él mismo, pareció abrirse una flor, y él no podía hallar la flor y aplastarla con el taco. Sabía que era la técnica de la prostituta, pero él parecía desesperadamente susceptible. Le pareció que siempre había sabido que era hermoso, y que toda la vida había esperado oír eso. Pero si al amar a Jody se amaba a sí mismo, existía la posibilidad de que pese a todo se hubiese enamorado de su perdida juventud. Jody se las daba de joven, tenía el aliento suave y la piel fragante de la juventud, y cuando poseía estas cosas, Farragut poseía una hora de renovado verdor. Extrañaba su propia juventud, la extrañaba como a un amigo, una amante, una casa alquilada en una de las grandes playas donde había sido joven. Abrazar el yo de uno mismo, la juventud de uno, podía ser más fácil que amar a una mujer bella cuya naturaleza arraigaba en un pasado que él nunca podría abarcar. Por ejemplo, cuando amaba a Mildred tenía que aprender a adaptarse a su gusto por las anchoas en el desayuno, el agua muy caliente en el baño, los orgasmos demorados, y el empapelado amarillo limón, el papel higiénico, la ropa blanca en la cama, las pantallas de las lámparas, la vajilla de mesa, los manteles, los tapizados y los automóviles. Ella incluso le había comprado un suspensor amarillo limón. Amarse uno mismo era una actividad ociosa, imposible pero deliciosa. ¡Qué sencillo era amarse!
Y después, tenía que pensar en el galanteo a la muerte, y a los sombríos y simples elementos de la muerte, en que al cubrir el cuerpo de Jody de buena gana abrazaba el decaimiento y la corrupción. Besar el cuello de un hombre, mirar con pasión sus ojos, era tan antinatural como los ritos y los procedimientos de una funeraria, y besar, como él lo había hecho, la tensa piel del vientre de Jody, bien podía equivaler a besar el césped que habría de cubrirlo.
Desaparecido Jody, y anulado este programa erótico y sentimental, Farragut descubrió que su sentido del tiempo y el espacio estaba un tanto amenazado. Tenía un reloj y un calendario y nunca había podido catalogar tan fácilmente todo lo que lo circundaba, pero jamás había afrontado con aprensión profunda el hecho de que ignoraba donde estaba. Estaba al comienzo de una pista de esquí, esperando un tren, despertando después de un accidentado viaje de drogas en un hotel de Nuevo México. —Eh, Chiquito —gritaba—, ¿dónde estoy? —Chiquito comprendía—. En la Cárcel Falconer —contestaba—. Mataste a tu hermano. —Gracias, Chiquito. —Así, traídos por la voz de Chiquito, retornaban los hechos desnudos. Para aliviar este turbador sentido de ser otro, recordaba que había experimentado lo mismo en la calle. El sentido de hallarse simultáneamente en dos o tres lugares era algo que había conocido fuera de esos muros. Recordaba haber estado en una oficina con aire acondicionado, un día soleado, y que le parecía estar al mismo tiempo en una sórdida granja al comienzo de una ventisca. De pie en una oficina muy desinfectada, podía percibir el olor de una caja de madera y catalogar sus legítimas inquietudes relacionadas con cadenas para neumáticos, barrenieves y artículos de almacén, combustible y licor; todo lo que inquieta a un hombre en una casa aislada al comienzo de una tempestad. Por supuesto, era un recuerdo, que se afirmaba en algún lugar del presente, pero ¿por qué él, metido en un cuarto antiséptico en mitad del verano, había recibido sin desearlo ese recuerdo? Trató de investigarlo basándose en el olor. Un fósforo de madera ardiendo en un cenicero podía haber traído el recuerdo, y él se había mostrado escéptico acerca de su propia sensibilidad sensual desde el día en que, mientras contemplaba la aproximación de una tormenta, se había sentido desconcertado por una erección húmeda e implacable. Pero si podía explicar esta dualidad por el humo de un fósforo ardiendo, no podía explicar que la vivacidad del recuerdo de la granja se contrapusiera intensamente a la realidad de la oficina en la cual estaba de pie. Con el fin de delimitar y disipar el recuerdo indeseado, obligó a su mente a salir de los límites de la oficina, la cual ciertamente era un ámbito artificial, para fijarse en el eje indudable de que era el diecinueve de julio, la temperatura exterior alcanzaba los treinta y ocho grados, eran las tres horas dieciocho minutos, y en el almuerzo había comido mariscos o bacalao con salsa tártara dulce, papas fritas agrias, ensalada, medio pastel con manteca, crema helada y café. Provisto de estos detalles indiscutibles, pareció atacar el recuerdo de la granja del mismo modo que uno abre puertas y ventanas para conseguir que el humo salga de un cuarto. Consiguió afirmar la realidad de la oficina, y si bien en realidad no se sentía muy molesto por la experiencia, de hecho había formulado muy claramente un interrogante para responder al cual carecía por completo de información.
Con excepción de la religión organizada y la encamada triunfante, Farragut consideraba que la experiencia trascendente era un absurdo peligroso. Uno ahorraba su ardor para la gente y los objetos que podían usarse. La flora y la fauna de la selva lluviosa eran incomprensibles, pero uno podía comprender el camino que lo llevaba a destino. Pero en Falconer a veces había parecido que los muros y los barrotes amenazaban esfumarse, y que lo dejaban con una nada que podía ser peor. Por ejemplo, una mañana lo despertó temprano el ruido del inodoro, y se encontró entre los fragmentos evanescentes de un sueño. No estaba seguro de la hondura del sueño —de su profundidad— pero nunca había podido (y tampoco habían podido sus psiquiatras) definir claramente las morenas de conciencia que forman las costas del despertar. En el sueño veía el rostro de una bella mujer que lo complacía, pero a quien nunca había amado mucho. También veía o sentía la presencia de una de las grandes playas de una isla en el mar. Se entonaba un verso o una cancioncilla infantil. Persiguió a estos fragmentos evanescentes como si su vida, el respeto de sí mismo dependiesen de la posibilidad de agruparlos en un recuerdo coherente y útil. Huían, huían intencionadamente como el portador de la pelota en un partido de fútbol, y sucesivamente veía que la mujer y la presencia del mar se esfumaban, y que la música de la cancioncilla se extinguía. Miró su reloj. Eran las tres y diez. El estrépito del inodoro se atenuó. Volvió a dormirse.
Días, semanas, meses o lo que fuere más tarde, despertó del mismo sueño de la mujer, la playa y la canción, y los persiguió con la misma intensidad que había demostrado antes, y uno por uno los perdió mientras la música se extinguía. Los sueños imperfectamente recordados —si se los perseguía— eran una cosa usual, pero la evanescencia de este sueño generalmente era profunda, y vivida. Basándose en su experiencia psiquiátrica, se preguntó si el sueño tenía color. Lo había tenido, pero no era un color brillante. El mar aparecía oscuro y la mujer no tenía los labios pintados, pero el recuerdo no se limitaba al negro y al blanco. Perdió el sueño. Lo irritaba sinceramente el hecho de haberlo perdido. Por supuesto, carecía de valor, pero se le antojaba que era un talismán. Miró su reloj y vio que eran las tres y diez. El inodoro estaba quieto. Regresó al sueño.
Ocurrió lo mismo una y otra vez, y quizá de nuevo. La hora no siempre era exactamente las tres y diez, pero siempre ocurría entre tres y cuatro de la mañana. Siempre quedaba con un ánimo irritable ante el hecho de que, con total independencia de todo lo que él sabía acerca de sí mismo, su memoria podía manipular sus recursos formando diseños controlados y repetidos. Su memoria gozaba de libre albedrío, y su irritabilidad se acentuaba cuando advertía que su memoria era tan díscola como sus genitales. Y luego, una mañana, cuando trotaba desde el comedor al taller a lo largo del túnel oscuro, oyó la música y vio a la mujer y el mar. Se detuvo tan bruscamente que varios hombres chocaron con él, dispersando el sueño hacia el Oeste. Eso, por la mañana. Pero el sueño debía reaparecer nuevamente en distintos lugares de la cárcel. Y luego, una noche en su celda, mientras leía a Descartes, oyó la música y esperó que aparecieran la mujer y el mar. El pabellón de celdas estaba sumido en silencio. Las circunstancias que favorecían la concentración eran perfectas. Pensó que si podía fijar un verso o dos de la canción, lograría reorganizar el resto del ensueño. Las palabras y la música estaban retirándose, pero él pudo adelantarse a la retirada. Tomó un lápiz y un pedazo de papel, y se disponía a anotar los versos que había capturado cuando comprendió que no sabía quién era o dónde estaba, que los usos del inodoro frente a él eran absolutamente misteriosos, y que no podía comprender una palabra del libro que sostenía en las manos. No se conocía a sí mismo. No conocía su propio idioma. Interrumpió bruscamente la persecución de la mujer y la música, y aliviado los vio desaparecer. Se llevaron con ellos la experiencia absoluta de la alienación, dejándolo con una leve náusea. Estaba más conmovido que lastimado. Recogió el libro y comprobó que podía leer. El inodoro era para recibir los productos de desecho. La cárcel se llamaba Falconer. Lo habían condenado por asesinato. Uno por uno recogió todos los detalles del momento. No eran particularmente gratos, pero sí útiles y duraderos. Ignoraba qué habría ocurrido si hubiese anotado las palabras de la canción. No parecía tratarse de muerte ni de locura, pero él no se sentía comprometido a descubrir qué habría ocurrido si armaba los distintos elementos del ensueño. El ensueño volvió a él una y otra vez, pero lo rechazó vigorosamente, porque nada tenía que ver con el sendero que él seguía, ni con su destino.
—Toc, toc —dijo el Cornudo. Era tarde, pero Chiquito no había ordenado que cerraran las celdas. El Pollo número dos y el Perro Rabioso Asesino estaban jugando al rummy. No había nada en la televisión. El Cornudo entró en la celda de Farragut y se sentó en la silla. Farragut no simpatizaba con él. Su rostro rosado y redondo y sus cabellos finos no habían cambiado en absoluto en la cárcel. El brillante sonrosado del Cornudo, su protuberante vulnerabilidad —según parecía, consecuencias del alcohol y del desconcierto sexual— no habían perdido su llamativo matiz. —¿Extrañas a Jody? —preguntó. Farragut nada dijo. —¿Te arreglabas con Jody? —Farragut nada dijo. —Caramba, hombre, sé que lo haces —dijo el Cornudo—, pero no lo veo mal. Era hermoso, simplemente hermoso. ¿Tienes inconvenientes en que converse?
—Tengo abajo un taxi, esperando para llevarme al aeropuerto —dijo Farragut—. Después, con expresión sincera: —No, no, no, no me opongo a que hables, de ningún modo.
—Me arreglé con un hombre —dijo el Cornudo—. Fue después de abandonar a mi esposa. Esa vez que la encontré montándose al chico sobre el piso del vestíbulo. Mi asunto con este hombre empezó en un restaurante chino. En ese tiempo yo era la clase de hombre solo que uno ve comiendo en los restaurantes chinos. ¿Sabes? En cualquier sitio de este país y en algunas regiones de Europa donde yo estuve. La Dinastía Chung Fu. O la Ku Lon. Linternas de papel con marcos de madera de teca por todas partes. A veces mantienen encendidas todo el año las luces de Navidad. Flores de papel, muchas flores de papel. Grandes grupos de familia. También chiflados. Mujeres gordas. Tipos raros, judíos. Algunos enamorados y siempre el hombre solitario. Yo. Los solitarios nunca pedimos la comida china. Siempre el guiso de carne o el revuelto de habas en los restaurantes chinos. Somos internacionales. En fin, soy un hombre solo que come guiso de carne en un restaurante chino, en las afueras de Kansas. Siempre hay un lugar fuera de los límites de la ciudad, donde uno va en busca de licor, una hembra, una cama de motel para pasar un par de horas.
»En este restaurante chino, casi la mitad del local está ocupado. Frente a una mesa está ese joven. Y esa es la cosa. Es apuesto, pero porque es joven. De aquí a diez años se parecerá a todos los demás. Pero insiste en mirarme y sonrío. Sinceramente, no sé que busca. Bueno, me traen la torta de ananá, y encima el muñequito de la suerte, y se acerca a mi mesa y me pregunta que dice mi suerte. Le explicó que no puedo leer mi suerte sin los anteojos, y no los tengo, de modo que toma el pedazo de papel y lee o finge leer que mi suerte dice que tendré una hermosa aventura durante la hora siguiente. Yo le pregunto qué dice su suerte, y afirma que lo mismo. Continúa sonriendo. Habla con mucha simpatía, pero se ve que es pobre. Se adivina que eso de hablar con simpatía es algo que aprendió. De modo que cuando salgo me acompaña. Pregunta dónde me alojo, y le digo que en el motel del restaurante. Después me pregunta sí tengo algo de beber en mi cuarto, y le contesto que sí, y le pregunto si desea una copa, y él asegura que le encantaría, y me pasa el brazo sobre el hombro, muy amigote, y vamos a mi cuarto. Entonces, dice que él se encarga de preparar las bebidas, le contesto que adelante y le explico donde está el whisky y el hielo, y prepara dos buenas copas y se sienta al lado, y empieza a besarme la cara. Bueno, la idea de que los hombres se besen no me gusta nada, aunque, la verdad, no me hizo sufrir. Quiero decir que si un hombre besa a una mujer es una situación que puede ser buena o mala, pero que un hombre bese a un hombre, excepto tal vez en Francia, significa que se juntan dos y el resultado es cero. Quiero decir, que si alguien tomaba una foto de ese tipo besándome yo aparecería en una situación muy extraña y antinatural; pero, ¿si era tan extraña y antinatural por qué había comenzado a hinchárseme el miembro? Después pensé que no había nada más extraño y antinatural que un hombre comiendo habas al horno, solo, en un restaurante chino, del Medio Oeste —eso era algo que yo no había inventado— y cuando me tocó el miembro, suavemente, con dulzura, y siguió besándome, mi miembro alcanzó su peso máximo y comenzó a brotar jugo, y cuando yo lo sentí él ya estaba a medio camino.
»Entonces, él preparó más bebidas, y me preguntó por qué no me quitaba la ropa, y yo dije qué hacía él, y se bajó los pantalones, y mostró un miembro muy hermoso, y yo me quité la ropa, y nos sentamos con los traseros desnudos en el sofá, y seguimos bebiendo. Preparó muchas copas. De tanto en tanto aplicaba su boca a mi miembro, y esa fue la primera vez en mi vida que metí el miembro en una boca. Creí que eso sería un escándalo puesto en un noticioso o en la primera página del diario, pero evidentemente mi miembro jamás había visto un diario, porque estaba enloquecido. Entonces, sugirió que nos acostáramos, y eso hicimos, y después oí que el teléfono sonaba y ya era de mañana.
»Estaba todo oscuro. Me había dejado solo. Tenía un terrible dolor de cabeza. Descolgué el receptor del teléfono y una voz dijo, «Son las siete y media». Después, revisé la cama para ver si había pruebas de que había llegado, pero no había ninguna. Fui al guardarropas, y revisé la cartera, y todo el dinero —unos cincuenta dólares— había desaparecido. Nada más, y tampoco mis tarjetas de crédito. De modo que el tipo me había engañado, me dio un narcótico y se llevó el dinero. Perdí cincuenta dólares, pero pensé que había aprendido algo. Entonces, mientras me afeitaba, llamó el teléfono. Era él. Cualquiera diría que debía estar enojado con él, no te parece, pero lo cierto es que me mostré tierno y amistoso. Primero, dijo que lamentaba haber preparado copas tan fuertes, de modo que yo me había desmayado. Después dijo que yo no debía haberle dado todo ese dinero, que él no lo valía. También dijo que lo lamentaba y que quería ofrecerme un momento maravilloso, y gratis, y cuándo podíamos encontrarnos. Entonces comprendí que me había engañado, estafado y robado, pero lo deseaba enormemente, y le dije que estaría a eso de las cinco y media, y que por qué no venía.
»Ese día tenía que hacer cuatro visitas, y las hice y conseguí tres ventas, lo cual estaba bien por tratarse de ese territorio. Me sentía perfectamente cuando volví al motel, y bebí algunas copas y él apareció a las cinco y media, y esta vez yo preparé la bebida. Se echó a reír cuando vio eso, pero yo no dije palabra del somnífero. Después, se quitó las ropas y las plegó cuidadosamente sobre una silla, y me desvistió, con alguna ayuda mía, y me besó por todas partes. Después, se miró en el gran espejo de la puerta del cuarto de baño, y esa fue la primera vez que vi a un hombre narcisista, como lo llaman. Una mirada a su cuerpo desnudo en el espejo, y ya no podía apartar los ojos. No se cansaba de eso. No se podía arrancar de ahí. De modo que yo ya había visto las posibilidades. Había cambiado un cheque, y tenía unos setenta dólares en la cartera. Necesitaba esconderlos. Mientras él estaba amándose, yo me preocupaba por el dinero. Después, cuando vi como le atraía su propia figura, qué absorto estaba en su aspecto, recogí mis ropas del piso y las colgué en el guardarropas. No me vio, sólo veía su propio cuerpo. Ahí estaba, acariciándose las pelotas en el espejo, y yo estaba en el guardarropa. Retiré el dinero de mi Cartera y lo metí al fondo del zapato. Luego, al fin se separó de sí mismo en el espejo y se reunió conmigo en el sofá, y me hizo el amor, y cuando llegué casi se me salen los ojos de las órbitas. Después, nos vestimos y fuimos al restaurante chino.
»Cuando me vestí, no fue fácil calzarme el zapato con los setenta dólares en la punta. Tenía tarjetas de crédito para pagar la cena. Cuando caminamos en dirección al restaurante me preguntó por qué cojeas, y yo le dije que no cojeaba, pero supongo que sabía dónde estaba el dinero. Aceptaban la tarjeta de Carta Blanca en el restaurante, y así ahora ya no era un hombre solo en un restaurante chino, era un homosexual viejo con un homosexual joven en un restaurante chino. Toda mi vida miré con desprecio a parejas de esa clase, pero en otras ocasiones me sentí peor que entonces. Cenamos muy bien, excelente, y luego pagué la cuenta con mi Carta Blanca, y él preguntó si no tenía efectivo, y le dije que no, que se lo había dado todo, acaso no lo sabía, y se echó a reír, y volvimos a mi cuarto, aunque ahora puse mucho cuidado para no cojear, y me pregunté qué haría con los setenta dólares, porque no pensaba pagarle tanto. Bueno, escondí el zapato en un rincón oscuro, y nos acostamos, y de nuevo me hizo el amor, y después hablamos, y yo le pregunté qué hacía, y él me explicó.
»Dijo que se llamaba Giuseppe o Joe, pero lo había cambiado por Miguel. Su padre era italiano. Su madre era blanca. El padre tenía un tambo en Maine. Iba a la escuela, pero trabajaba con el padre las horas libres, y cuando tenía más o menos nueve años el capataz del tambo empezó a tocarlo. A él le gustaba, y se convirtió en una cosa diaria, hasta que el hombre le preguntó si estaba dispuesto a dejarse montar. Entonces tenía once o doce años. Necesitaron cuatro o cinco pruebas antes de lograrlo, pero después pareció maravilloso, y siempre lo hicieron así. Pero era muy desagradable ir a la escuela y trabajar en la granja, y tener tratos únicamente con el jefe del tambo, de modo que empezó a buscar, primero en el pueblo más próximo y luego en la ciudad más próxima, y luego en todo el país y el mundo. Dijo que era eso, un buscón, y que yo no debía compadecerlo, ni preguntarme qué llegaría a ser de él.
»Mientras hablaba, yo lo escuchaba muy atentamente, esperando que su voz sonara afeminada, pero nunca fue así, por lo menos no me pareció. Yo tengo ese prejuicio muy fuerte contra los maricones. Siempre pensé que eran tontos y retardados, pero él hablaba como todos. De veras me interesé mucho en lo que me decía, porque me pareció una persona muy cordial y afectuosa, e incluso muy pura. Acostado conmigo en la cama, esa noche, casi me pareció la persona más pura que yo jamás había conocido, porque no tenía ninguna conciencia, creo que me refiero al hecho de que no tenía una conciencia prefabricada. Hacía todo eso del mismo modo que un nadador se mueve en el agua pura. Después, dijo que tenía sueño y estaba cansado, y yo dije que también tenía sueño y estaba cansado, y él explicó que lamentaba haberme robado el dinero, pero tenía la esperanza de haberlo compensado, y yo dije que sí, que así era, y después dijo que sabía que yo tenía dinero en el zapato, pero no pensaba robarlo, y no debía preocuparme, y así nos dormimos. Fue un lindo sueño, y cuando despertamos por la mañana preparé café y bromeamos y nos afeitamos y nos vestimos y en mi zapato estaba todo el dinero, y dije que era tarde, y él dijo que también para él era tarde, y yo pregunté tarde para qué, y él contestó que tenía un cliente esperando en el cuarto 273, y después preguntó si me importaba, y yo dije que no, que suponía que no me importaba, y luego dijo si podíamos encontrarnos a eso de las cinco y media, y yo contesté claro que sí.
»Después, él fue a lo suyo y yo fui a lo mío, y ese día hice cinco ventas, y pensé que él no sólo era puro, sino también afortunado, y me sentí muy feliz cuando volví al motel, y me di una ducha y bebí un par de copas. No lo vi a las cinco y media, ni a las seis y media o las siete, y pensé que había encontrado un cliente que no guardaba el dinero en el zapato, y lo extrañé, pero entonces, poco después de la siete llamó el teléfono, y corrí a atenderlo, pensando que era Miguel, pero era la policía. Me preguntaron si lo conocía y dije que claro que lo conocía, porque así era. Después, preguntaron si podía acercarme al tribunal del condado, y pregunté para qué, y contestaron que me lo dirían cuando llegase allí, de modo que dije que ya iba. Pregunté al hombre del vestíbulo como podía llegar al tribunal del condado, y me lo explicó, y fui en mi auto hasta allí. Pensé que quizá lo habían detenido acusándolo de vagancia, y que necesitaba una fianza, y yo estaba dispuesto, dispuesto y deseoso de pagar la fianza. Así que cuando hablé con el teniente que me había telefoneado se mostró bastante amable, pero también triste, y me preguntó cuánto conocía a Miguel, y dije que lo había conocido en el restaurante chino, y que juntos habíamos bebido algunas copas. Aseguró que no me acusaban de nada, pero necesitaba saber si lo conocía bastante bien para identificarlo, y dije que sí, pensando que podía aparecer en una rueda de presos, aunque ya había empezado a sentir que era algo más serio y grave, como en efecto era. Con el teniente bajé unas escaleras, y por el olor adiviné adónde íbamos, y ahí estaban todos esos cajones como en un enorme archivo, y sacó uno, y ahí estaba Miguel, por supuesto muy muerto. El teniente dijo que lo habían bajado con un cuchillo en la espalda, veintidós veces, y ese policía, el teniente, dijo que se movía mucho con las drogas, era muy activo, y supongo que alguien lo odiaba realmente. Habían seguido apuñalándolo mucho después que ya estaba muerto. En fin, el teniente y yo nos estrechamos las manos y creo que me dirigió una mirada escudriñadora para ver si yo era adicto u homosexual, y después me ofreció una ancha sonrisa de alivio, lo cual significaba que no creía que yo fuese ninguna de las dos cosas, a pesar de que yo podía haber fingido. Volví al motel, y tomé otras diecisiete copas, más o menos, y lloré hasta dormirme».
No esa noche, sino cierto tiempo después, el Cornudo habló del Valle a Farragut. El Valle era una larga habitación a la salida del túnel, a la izquierda del comedor. A lo largo de una pared corría la canaleta de hierro forjado de un mingitorio. La luz que iluminaba el lugar era muy débil. La pared encima del mingitorio estaba revestida de baldosas blancas que reflejaban muy mal la luz. Uno podía calcular la altura y la complexión de los hombres que estaban a izquierda y a derecha de uno mismo, y eso era casi todo. El Valle era el lugar adonde uno iba después de la comida para masturbarse. Casi nadie, solamente los aguafiestas entraban allí sólo para orinar. Había reglas básicas. Uno podía tocar las caderas y los hombros de otro preso, pero nada más. El recinto albergaba a unos veinte hombres, y allí había veinte hombres, blandos, duros, o mitad y mitad en cada dirección, masturbándose. Si uno acababa y quería empezar de nuevo, pasaba al final de la línea. Se oían las bromas habituales. ¿Cuántas veces, Charlie? Casi cinco, pero me están doliendo los pies.
Teniendo en cuenta el hecho de que el pene es el eslabón más esencial en la cadena de la supervivencia, la variedad de formas, colores, tamaños, características, disposiciones y respuestas halladas en ese instrumento rudimentario es mucho mayor que la que se manifiesta en cualquier otro órgano del cuerpo. Los había negros, blancos, rojos, amarillos, lavanda, castaños, verrugosos, arrugados, bien formados y sedosos y, lo mismo que cualquier multitud de hombres en una calle a la hora del cierre, parecían representar la juventud, la edad, la victoria, el desastre, la risa y las lágrimas. Estaban los eyaculadores frenéticos y compulsivos, los veteranos que se acariciaban media hora, los que gemían y los que suspiraban, y la mayoría de los hombres, cuando apretaban el disparador y comenzaba el tiroteo, se estremecía, brincaba, contenía la respiración y producía gemidos, sonidos de dolor, alegría, y a veces cascabeleos de muerte. Había algo justo y propio en que se opacaran las imágenes de los amantes alrededor. Eran universales, fantasmas, y no podían verse las llagas de la piel o los signos de crueldad, fealdad, estupidez o belleza. Después que Jody se fue, Farragut acudió allí regularmente.
Cuando Farragut se arqueaba o se volcaba sobre la canaleta, no experimentaba una auténtica tristeza, más bien un leve desencanto porque arrojaba su energía al hierro. Cuando se alejaba de la canaleta, sentía que había perdido el tren, el avión, el barco. Lo había perdido. Experimentaba un acentuado alivio o una mejora de carácter físico: la descarga aclaraba su cerebro. La vergüenza y el remordimiento nada tenían que ver con lo que sentía, mientras se alejaba de la canaleta. Lo que sentía, lo que veía, era la pobreza absoluta de la razonabilidad erótica. Así erraba el blanco, y el blanco era lo misterioso del espíritu y la carne unidos. Lo sabía bien. La aptitud y la belleza tenían un marco. La aptitud y la belleza tenían una dimensión, un límite, del mismo modo que incluso los océanos tenían límite, y él lo había infringido. No era imperdonable —una infracción venal—, pero se lo reprochaba la majestad del dominio. Era majestuoso; incluso en la cárcel sabía que el mundo era majestuoso. Se había quitado una piedrita del zapato en mitad de la misa. Recordó el pánico que había experimentado de niño la vez que encontró los pantalones, las manos, y los faldones de la camisa de semen cristalizado. Había aprendido en el Manual del Niño Explorador que su pene llegaría a ser tan largo y delgado como un cordón de zapato, y que el jugo que brotaba de su hendidura era la crema de su energía cerebral. Esa miserable humedad demostraba que fracasaría en sus exámenes finales, y tendría que asistir a una ruinosa universidad de algún lugar del Medio Oeste…
Después, Marcia regresó con su belleza ilimitada, oliendo todo lo que podía ser sugestivo. No lo besó, y él no intentó cubrir la mano de Marcia con la suya.
—Hola, Zeke —dijo ella—. Te traje una carta de Peter.
—¿Cómo está?
—Parece estar muy bien. Se lo pasa entre el colegio y el campamento, y no lo veo. Sus consejeros me dicen que es un muchacho cordial e inteligente.
—¿Puede venir a verme?
—Creo que no. Por lo menos en este momento. Todos los psiquiatras, y consejero con quienes conversé, y te aseguro que en esto he sido muy concienzuda, creen que como es hijo único, la experiencia de visitar a su padre en la cárcel sería muy negativa. Sé que no te gustan los psicólogos, y me inclino a concordar contigo, pero no tenemos más remedio que aceptar el consejo de hombres muy recomendados, que tienen gran experiencia; y ésa es su opinión.
—¿Puedo ver su carta?
—Puedes, si la encuentro. Hoy no pude encontrar nada. No creo en los duendes, pero hay días en que consigo hallar las cosas y otros que no puedo. Hoy es uno de los peores. Esta mañana no pude encontrar la tapa de la cafetera. Tampoco las naranjas. Después, no pude encontrar las llaves del auto, y cuando las encontré y fui a buscar a la mujer de la limpieza no pude recordar dónde vivía. No pude encontrar el vestido que quería. Ni mis aros. Ni mis medias, ni los anteojos para buscar las medias. —Estaba dispuesto a matarla si no encontraba el sobre donde su nombre estaba escrito torpemente con lápiz. Lo deposito sobre el mostrador. —No le pedí que escribiese la carta —dijo—, y no tengo idea de lo que dice. Supongo que debí mostrarla a los consejeros, pero sabía que tú preferirías que no lo hiciese.
—Gracias —dijo Farragut. Metió la carta bajo la camisa, cerca de la piel.
—¿No la abres?
—Prefiero guardarla.
—Bien, tienes suerte. Por lo que sé, es la primera carta que ha escrito en su vida. Bueno, Zeke, dime cómo estás. No puedo decir que tienes excelente aspecto, pero pareces bien. Yo diría que estás como siempre. ¿Todavía sueñas con tu rubia? Sí, claro; lo adivino fácilmente. Zeke, ¿no comprendes que nunca existió y nunca existirá? Oh, por el gesto que haces con la cabeza veo que todavía sueñas con esa rubia que nunca tuvo menstruación, ni se afeitó las piernas, ni se opuso a nada de lo que tú decías o hacías. ¿Supongo que aquí tienes amiguitos?
—Tuve uno —dijo Farragut—, pero nunca me la dio por el trasero. Cuando muera puedes poner sobre mi lápida: «Aquí yace Ezekiel Farragut, a quien nunca se la dieron por el trasero».
Pareció que eso la conmovía, y se hubiera dicho que de pronto experimentaba cierta admiración por él, y su sonrisa y su presencia parecieron formas acomodaticias y blandas.
—Has encanecido, querido —dijo ella—. ¿Lo sabías? No hace un año que estás aquí, y tus cabellos ya están completamente blancos. Te sientan muy bien. Bueno, tengo que irme. Dejé tus alimentos en el depósito. —Conservó la carta hasta que se apagaron las luces y la televisión, y al resplandor que venía del patio leyó: «Te quiero».
A medida que se aproximaba el día de la llegada del cardenal, incluso los condenados a perpetua dijeron que nunca habían visto tanta excitación. Farragut estuvo muy atareado preparando modelos de circulares, instrucciones y órdenes. Algunas órdenes parecían absurdas. Por ejemplo: «Es obligatorio que todas las unidades de internos que entren al campo de desfile y salgan del mismo canten Dios Bendiga a Estados Unidos». El sentido común frustró esta imposición. Nadie obedeció la orden, y nadie trató de aplicarla. Todos los días, durante diez días, la población carcelaria fue llevada en formación al campo de las horcas, al parque donde se jugaba a la pelota, y a lo que ahora se había convertido en el terreno para desfiles. Tenían que practicar en posición de firmes, incluso bajo una lluvia torrencial. La excitación se mantenía, y en ella había un considerable elemento de gravedad. Cuando el Pollo número dos hizo una especie de pequeña gaita y canturreó: —Mañana es el día que reparten cardenales con media libra de queso— nadie, absolutamente nadie se rió. El Pollo número dos era un culosucio. El día antes de la llegada todos los hombres se ducharon. El agua caliente se acabó alrededor de las once de la mañana, y el pabellón F entró en las duchas después del almuerzo. Farragut estaba de regreso en su celda, lustrándose los zapatos, cuando regresó Jody.
Oyó los aullidos y los silbidos, y levantó la vista y vio a Jody que se acercaba a su celda. Jody había engrosado. Tenía buen aspecto. Caminó hacia Farragut con un andar agradable y vivaz. Farragut prefería con mucho este andar al meneo sinuoso que Jody usaba cuando estaba caliente y su pelvis parecía sonreír como una calabaza. El meneo sinuoso recordaba a Farragut las enredaderas, y sabía que éstas debían cultivarse, porque de lo contrario podían envolver y destruir las torres, los castillos y las catedrales de piedra. Las enredaderas podían derribar una basílica. Jody entró en la celda y lo besó en la boca. Sólo el Pollo número dos silbó. —Adiós, querido —dijo. —Adiós —dijo Farragut. Sus sentimientos eran un caos y podía haber llorado, ante la muerte de un gato, un cordón de zapatos roto, un tiro mal dirigido. Podía besar a Jody apasionadamente, pero no con ternura. Jody se volvió y comenzó a alejarse. Con Jody, Farragut no había hecho nada tan excitante como despedirse. Entre las playas y las tumbas y otras cosas que habían desenterrado buscando el sentido de su amistad, había omitido por completo la emoción conspirativa de presenciar la fuga de su amado.
Chiquito cerró las celdas a las ocho y dijo las bromas habituales acerca del sueño para conservar la belleza y el castigo de la carne. Por supuesto, afirmó que deseaba que sus hombres estuviesen en su mejor forma para beneficio del cardenal. Apagó la luz a las nueve. La única luz era la televisión. Farragut se acostó a dormir. El rugido del inodoro lo despertó, y entonces oyó el trueno. Al principio, el ruido lo complació y excitó. Las explosiones dispersas del trueno parecían explicar que el cielo no era un infinito, sino una construcción sólida de cúpulas, rotondas y arcos. Después, recordó que el volante había dicho que en caso de lluvia se suspendería la ceremonia. La idea de una tormenta como comienzo de un día lluvioso lo perturbó profundamente. Se acercó desnudo a la ventana. Este hombre desnudo estaba preocupado. Si llovía no habría fuga, ni cardenal, ni nada. Así, pues, compadezcámosle; tratemos de comprender sus temores. Estaba solo. Su amor, su mundo, su todo se había ido. Deseaba ver a un cardenal en un helicóptero. Pensó esperanzado que las tormentas podían provocar cualquier cosa. Podían traer un frente frío, un frente cálido, un día en que la claridad de la luz parecería prolongarse de hora en hora. Después, comenzó la lluvia. Se derramó sobre la prisión y esa región del mundo. Pero duró sólo diez minutos. Después, la lluvia, la tormenta, se desplazó compasivamente hacia el Norte, y con la misma rapidez e idéntica brevedad ese olor espeso y vigoroso desencadenado por la lluvia se elevó hasta el lugar en que Farragut estaba de pie, frente a su ventana cerrada por barrotes, y aun lo sobrepasó. Con su nariz larga, muy larga, él había reaccionado a esta fragancia mordiente dondequiera había estado gritando, alzando los brazos, sirviéndose una copa. Ahora había un residuo, un recuerdo de esta excitación primitiva, pero cruelmente eclipsada por los barrotes. Volvió a la cama y se durmió, escuchando la lluvia que goteaba de las torres artilladas.
Farragut obtuvo lo que había pedido: un día de belleza incomparable. Si hubiera sido un hombre libre, habría reclamado la posibilidad de caminar bajo la luz. Era feriado; era el día del gran encuentro de Rugby; era el circo; era el Cuatro de Julio; era la regata; y amaneció como debía hacerlo, claro y fresco y bello. Al desayuno recibieron dos pedazos de tocino, gracias a la prodigalidad de la diócesis. Farragut bajó por el túnel para formar en la fila de la metadona, e incluso esta cola de rata de la humanidad parecía tener excelente ánimo. A las ocho estaban de pie al lado de la puerta de la celda, afeitados, con las camisas blancas, y algunos de ellos con ungüento en el cabello, como podía adivinarse por la contradicción de perfumes que flotaban hacia los dos extremos del bloque. Chiquito los inspeccionó y después, como ocurre siempre los feriados o los días de ceremonia, no hubo nada que hacer.
Había un dibujo animado en la televisión. Se oían silbatos en otros pabellones, y los guardas que tenían antecedentes militares trataban de obligar a sus hombres a organizarse en formación cerrada. Era poco después de las ocho, y hasta el mediodía no se esperaba al cardenal; pero los hombres ya estaban marchando hacia el campo de horcas. Los muros atenuaban la fuerza del sol de la primavera avanzada, pero hacia mediodía caería a pico sobre el campo. El Pollo y el Cornudo tiraban los dados. Farragut pasaba cómodamente el tiempo, en lo mejor de su dosis de metadona. El tiempo era pan fresco, el tiempo era un elemento simpático, el tiempo era agua en la cual uno nadaba, el tiempo atravesaba el bloque con la gracilidad de la luz. Farragut trató de leer. Se sentó sobre el borde de su camastro. Era un hombre de cuarenta y ocho años, sentado sobre el borde de su camastro en una prisión en la cual se lo había confinado injustamente por el asesinato de su hermano. Era un hombre de camisa blanca, sentado sobre el borde de un camastro. Chiquito tocó su silbato, y todos adoptaron posición de firmes frente a sus celdas. Hicieron lo mismo cuatro veces. A las diez y media formaron filas de dos en fondo y descendieron por el túnel, e hicieron alto en un área marcada «F» con cal.
La luz había comenzado a derramarse sobre el campo. Oh, era un gran día. Farragut pensó en Jody y se dijo que si no tenía éxito lo encerrarían en su celda, o en el pozo, o quizá le darían siete años más por intento de fuga. Por lo que sabía, él y el tipo del capellán eran los únicos que estaban en el asunto. Entonces, Chiquito reclamó la atención de todos. —Ahora, necesito que cooperen —dijo Chiquito—. Para nadie es fácil juntar aquí dos mil cabezas de mierda. Hoy los guardias de las torres fueron reemplazados por tiradores especiales, y como ustedes saben tienen derecho a disparar sobre cualquier preso que despierte sospechas. Llamamos a estos tiradores para que no haya balas perdidas. El líder de los Panteras Negras ha aceptado no hacer el saludo. Cuando venga el cardenal ustedes se ponen de pie, en descanso de desfile. Si alguno no estuvo en el servicio militar, pregunte a un amigo cómo es el descanso de desfile. Es así. Fueron elegidos veinticinco hombres para tomar la Sagrada Eucaristía. El cardenal tiene mucho que hacer, y estará aquí sólo veinte minutos. Primero oímos hablar al director, y luego al comisionado, que viene de Albany. Después, entrega los diplomas, celebra la misa, bendice al resto de los culosucios y se va. Creo que pueden sentarse si quieren. Pueden sentarse, pero cuando oigan la orden de atención quiero que todos se pongan de pie bien derechos, limpios y ordenados, la cabeza levantada. Quiero estar orgulloso de ustedes. Si tienen que mear, meen, pero no donde otro se va a sentar. —Vivas a Chiquito, y después la mayoría meó. Farragut llegó a la conclusión de que hay algo universal en una vejiga llena. Por el momento, se entendían perfectamente. Después, se sentaron.
Alguien estaba probando el sistema de altavoces: —Probando, uno, dos, tres. Probando, uno, dos, tres. —La voz era estridente y agria. Pasó el tiempo. El representante de Dios fue puntual. A las doce menos cuarto se impartió la orden de atención. Todos se portaron muy bien. Se oyó el sonido de un helicóptero, que rebotaba en las paredes rocosas de las colinas, grave a baja altura, débil, muy débil en el profundo valle del río; suave y fuerte, colinas y valles, el ruido evocaba el perfil del suelo más allá de los muros. Cuando apareció, el helicóptero no tenía más gracia que un lavarropas aéreo, pero eso poco importaba. Se acercó suavemente al punto de destino y en la puerta aparecieron tres acólitos, un monseñor de negro, y el propio cardenal, un hombre agraciado por Dios con dignidad y belleza notables, o elegido por la diócesis a causa de estas cualidades. Alzó la mano, su anillo centelleó con fuerza espiritual y política. —Les vi mejores anillos a los vendedores de droga —murmuró el Pollo número dos—. Ningún reducidor daría ni treinta dólares. La última vez que robé una joyería vendí todo por… —Las miradas lo acallaron. Todos se volvieron y lo obligaron a cerrar la boca.
El carmesí de las vestiduras del cardenal suscitaba una impresión de vivacidad y pureza, y su apostura era admirable y habría servido para calmar un disturbio. Descendió del helicóptero, alzando su vestidura, no como una mujer que baja de un taxi, sino como un cardenal que ha sido transportado por el aire. Hizo un signo de la cruz tan alto y ancho como se lo permitía el alcance de sus brazos, y la profunda sugestión del culto se cernió sobre el lugar. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. A Farragut le habría gustado orar por la felicidad de su hijo, su esposa, la seguridad de su amante, el alma de su hermano muerto, le habría gustado orar por cierto enriquecimiento de su propia sabiduría, pero la única palabra que pudo extraer de estas intenciones masivas fue su Amén. Amén, dijeron otros mil, y la palabra, que brotó de tantas gargantas, se elevó del campo de las horcas como un murmullo solemne.
Después, el sistema de altavoces comenzó a funcionar tan bien que la confusión que siguió llegó a oídos de todos. —Ahora le corresponde a usted —dijo el comisionado al director. —No, a usted —dijo el director al comisionado. —Aquí dice que a usted. —Ya le dije que usted primero —observó irritado el comisionado al director, y éste se adelantó, dobló la rodilla, besó el anillo del cardenal, y ahora de pie, dijo: —Vuestra Eminencia arriesga su vida y su integridad física para venir a visitarnos en el Centro de Rehabilitación Falconer, y yo, los subdirectores, los guardias y todos los encarcelados lo apreciamos mucho. Esto me recuerda que cuando yo era pequeño y tenía sueño, mi padre me llevaba del automóvil a nuestra casa después de un largo viaje. Yo representaba una carga, pero sabía que él se mostraba muy bueno conmigo, y es así cómo me siento hoy.
Se oyeron aplausos —exactamente el ruido del agua chocando contra la piedra— pero a diferencia del ruido indescifrable del agua, aquí era evidente la intención agradecida y cortés. Farragut recordaba más vívidamente los aplausos cuando los había oído fuera del teatro, el salón o la iglesia donde resonaban. Los había oído con particular claridad cuando era un espectador que esperaba en una playa de estacionamiento, una noche estival, mientras esperaba el comienzo del espectáculo. Siempre le había asombrado y conmovido profundamente la comprensión de que tanta gente tan diversa y belicosa pudiese haber concordado en esa señal de entusiasmo y asentimiento. El director pasó el sistema de altavoces al comisionado. El comisionado tenía cabellos grises, vestía un traje gris y llevaba puesta una corbata gris, y recordó a Farragut el gris y la angularidad de los muebles archivo de una oficina, hacía mucho, mucho tiempo. —Su Eminencia —dijo, y leía su discurso escrito en un papel, y sin duda lo leía por primera vez. —Damas y caballeros. —Frunció el ceño, y alzó la cara y las cejas espesas ante este error del redactor del discurso. —¡Caballeros! —exclamó—. Deseo expresar mi gratitud y la gratitud del gobernador al cardenal, quien por primera vez en la historia de esta diócesis y quizás en toda la historia de la humanidad ha visitado un centro de rehabilitación trasladándose en un helicóptero. El gobernador lamenta sinceramente su imposibilidad de expresar en persona su sentimiento de gratitud, pero como todos quizá sepan está recorriendo las áreas inundadas de la región Noroeste del Estado. En estos tiempos —se animó intensamente— oímos hablar mucho de la reforma carcelaria. Se escriben libros de gran venta acerca de la reforma carcelaria. Ciertos profesionales llamados penalistas viajan de costa a costa, y comentan el tema. Pero, ¿dónde empieza la reforma carcelaria? ¿En las librerías? ¿En las salas de lectura? No. La reforma carcelaria, como todos los intentos y deseos de reforma, comienza en casa, ¿y dónde está nuestra casa? ¡Nuestra casa es la cárcel! Hoy hemos venido aquí a conmemorar un paso audaz posibilitado por la Universidad Fiduciaria de la Banca, la arquidiócesis, el Departamento Correccional, y sobre todo los propios detenidos. Unidos, estos cuatros sectores han logrado lo que podríamos comparar, por supuesto, sólo comparar, con un milagro. Estos ocho hombres humildes han salvado honrosamente una prueba muy difícil, en la cual fracasaron muchos conocidos capitanes de industria. Ahora bien, sé que, sin desearlo, todos ustedes sacrificaron su derecho de voto cuando vinieron aquí, un sacrificio que el gobernador se propone obviar, y estoy seguro de que, si en el futuro, uno de ustedes ve su nombre incluido en una nómina electoral, recordará el día de hoy. —Movió el puño de la camisa para controlar la hora. —Mientras distribuyo estos codiciados diplomas, les ruego se abstengan de aplaudir antes del fin de la presentación. Frank Masullo, Hermán Meany, Mike Thomas, Henry Phillips… —Una vez entregado el último de los diplomas, bajó la voz, en un cambio realmente conmovedor de lo secular a lo espiritual, y dijo: —Ahora, su Eminencia celebrará misa. —Exactamente en ese momento Jody salió del cuarto de calderas que estaba detrás del altar, hizo una profunda genuflexión a la espalda del cardenal y ocupó su lugar a la derecha del altar, la cabal figura de un acólito retrasado que acaba de mear.
Adiutorium nostrum in Nomine Domini. La exaltación de la plegaria transportó a Farragut como la exaltación del amor. Misereatur tui omnipotens Deus et dismissis pecatis tuis. Misereatur vestri omnipotens Deus et dismissis pecatis vestris perducat vos ad vitam aeternam. Indulgentiam, absolutionem, et remissionem pecatorum nostrorum tribuat nobis omnipotents et misericors Dominus. Deus tu conversus vivificabis nos. Ostende nobis, Domine misericordiam tuam. Sobre esto repiqueteó el Benedicat y el último Amén. Después, el cardenal dibujó otra amplia cruz y retornó al helicóptero, acompañado por su séquito, que incluía a Jody.
Las paletas levantaron una nube de polvo y la máquina se elevó. Alguien puso un disco de campanas catedralicias en el sistema de altavoces, y aquéllas se unieron al glorioso clamor. ¡Oh, gloria, gloria, gloria! La exaltación de las campanas se impuso al raspado de la aguja y a cierta leve deformación del disco. El sonido del helicóptero y las campanas colmó los cielos y la tierra. Todos vivaron y vivaron y vivaron y algunos lloraron. Se interrumpió el sonido de las campanas, pero el helicóptero continuó practicando su examen geodésico del terreno circundante: el mundo esplendente, perdido y bienamado.
El helicóptero del cardenal aterrizó en La Guardia, donde esperaban dos grandes automóviles. Jody había visto automóviles así en las películas, pero solamente en ellas. Su Eminencia y el monseñor ocuparon un vehículo. Los acólitos se amontonaron en el segundo. Jody estaba violentamente excitado. Temblaba. Trató de limitar su pensamiento a dos puntos. Se emborracharía. Se haría montar. Se aferró con cierto éxito a esas dos ideas, pero tenía las palmas de las manos transpiradas, el sudor le corría por las costillas y le bajaba por la frente y se le metía por los ojos. Mantuvo unidas las manos para disimular el temblor. Temía que cuando el automóvil llegase al punto de destino no pudiera caminar como un hombre libre. Había olvidado cómo se hacía. Imaginó que el pavimento se elevaba en el aire y lo golpeaba entre los ojos. Después, se convenció de que estaba representando un papel en un milagro, de que había cierta armonía entre su fuga y la voluntad de Dios. Tocar de oído. —¿Adónde vamos? —preguntó a uno de sus acompañantes—. Creo que a la Catedral —dijo el otro—. Allí dejamos estas ropas. ¿De dónde vino usted? —De San Anselmo —dijo Jody—. Quiero decir, ¿cómo llegó a la cárcel? —Salí temprano —dijo Jody—. Viajé en tren.
Por las ventanillas del automóvil la ciudad parecía mucho más anárquica y extraña que bella. Imaginó cuánto tiempo le llevaría —visualizaba el tiempo como un tramo de camino, algo que podía medirse con instrumentos de agrimensor— antes de que pudiese moverse despreocupadamente. Cuando el automóvil se detuvo abrió la puerta. El cardenal subía los escalones de la Catedral, y dos de las personas que estaban en la vereda se arrodillaron. Jody salió del coche. No tenía fuerzas en las piernas. La libertad lo golpeó como un vendaval. Cayó de rodillas y atenuó el golpe con las manos. —Caray, hombre, ¿está borracho? —preguntó el acólito más próximo—. Vino concentrado —dijo Jody—. Ese vino estaba concentrado. —Después recuperó la fuerza, toda su fuerza; y se incorporó y siguió al resto hacia el interior de la catedral, hasta un vestuario muy semejante a cualquier otro. Se quitó la ropa, y mientras los restantes hombres se ponían corbatas y chaquetas, él trató de dar respetabilidad a su camisa blanca, su uniforme y sus zapatillas de básquetbol. Movía los brazos y los hombros. Se vio en un gran espejo, y comprendió que su aspecto era definidamente el de un convicto fugado. En él no había nada —el corte del cabello, la palidez, el bailoteo de su paso— que un borracho medio ciego no pudiera identificar como propio de un habitante de la cárcel. —Su Eminencia desearía hablarle —dijo el monseñor—. Por favor, sígame.
Se abrió la puerta y entraron en una habitación bastante parecida a la sala del cura que él había conocido en su pueblo. El cardenal estaba de pie, ahora vestido con un traje oscuro, y le extendió la mano derecha. Jody se arrodilló y besó el anillo. —¿De dónde viene? —preguntó el cardenal—. De San Anselmo, Su Eminencia —dijo Jody—. No existe San Anselmo en la diócesis —dijo el cardenal—, pero sé de dónde viene. Ignoro por qué se lo pregunto. El tiempo debe representar un papel importante en sus planes. Supongo que tiene unos quince minutos. Es emocionante, ¿verdad? Salgamos de aquí. —Salieron del cuarto y de la Catedral. En la vereda una mujer se arrodilló y el cardenal le ofreció el anillo para que lo besara. Jody descubrió que era una actriz a la cual había visto en televisión. Antes de que llegaran a la esquina otra mujer se arrodilló y besó el anillo. Cruzaron la calle, y una tercera mujer se arrodilló y besó el anillo. Aquí, el cardenal esbozó con gesto fatigado el signo de la cruz; y después entraron en una tienda. La visita fue advertida en pocos segundos. Una persona con mando se les acercó y preguntó si el cardenal deseaba un cuarto privado. —No sé —dijo él—. Lo dejo a su criterio. Este joven y yo tenemos una cita importante dentro de quince minutos. No está vestido como corresponde. —Podemos arreglar eso —dijo la autoridad. Jody fue medido con un centímetro. —Tiene el cuerpo perfecto de un maniquí —dijo el hombre—. El comentario embriagó a Jody, pero comprendió muy bien que la vanidad estaba fuera de lugar en el milagro. Veinte minutos después caminaba por la avenida Madison. Tenía un andar saltarín, el andar de un hombre que sale decidido a su primer asunto, lo cual en ciertas circunstancias puede parecer un milagro.