Farragut era adicto a las drogas y pensaba que la conciencia del consumidor de opio era mucho más amplia, más vasta y representativa de la condición humana que la conciencia de quien nunca ha vivido la adicción. La droga que él necesitaba era un destilado de tierra, aire, agua y fuego. Él era mortal, y su adicción era una hermosa ilustración de los límites de su mortalidad. Había comenzado a consumir drogas durante una guerra en cierta isla, donde el tiempo era sofocante, el moho de la selva que afectaba las partes velludas de su cuerpo supuraba, y el enemigo estaba formado por asesinos. El médico de la compañía había pedido galones de un jarabe pegajoso y amarillo contra la tos, y todas las mañanas el grupo selecto bebía un vaso de esta sustancia y entraba en combate, drogado y en paz con la sofocación, la supuración y el asesinato. Siguió la benzedrina, y ésta y su ración de cerveza le permitió pasar la guerra y volver a sus propias costas, a su hogar y su esposa. Sin sentimiento de culpa pasó de la benzedrina a la heroína, su adicción fomentada por casi todas las voces que oía. El ayer era la era de la ansiedad, la era del pez, y hoy, su día, su mañana, era el tiempo misterioso y arriesgado de la aguja. Su generación era la generación de los adictos. Era su escuela, su colegio, la bandera bajo la cual entraba en batalla. La declaración de adicción estaba en todos los diarios, en las revistas y las voces que circulaban en el éter. La adicción era la ley de los profetas. Cuando empezó a enseñar, él y el jefe de su departamento se inyectaban antes de la clase principal, reconociendo así que lo que el mundo esperaba de ellos podía obtenerse sólo gracias a la esencia de una flor. Era un reto y su respuesta. Los nuevos edificios de la universidad desbordaban la escala humana, la imaginación humana, los más audaces sueños humanos. Los puentes que él atravesaba para llegar a la universidad eran el resultado esencial de las computadoras aplicadas a la ingeniería, una suerte de Espíritu Santo mecánico. Los aviones que lo llevaban de su universidad a otra cualquiera planeaban desenvueltos a una altura en la cual los hombres hubieran perecido. No había sutura filosófica que pudiese obtener otra cosa que la destrucción de las ciencias que se enseñaban en los altos edificios que él podía ver desde las ventanas de Inglés y Filosofía. Había hombres tan estúpidos que no reaccionaban ante estas siniestras contradicciones y vivían vidas carentes de conciencia y distinción. Su recuerdo de una vida sin drogas era como un recuerdo de sí mismo cuando era un joven rubio y semidesnudo vestido con un buen traje de franela, caminando por una playa blanca entre el mar sombrío y una pared de granito leonino, y el intento de desenterrar tal recuerdo era despreciable. En la práctica y espiritualmente una vida sin drogas parecía un punto remoto y despreciable de su pasado —binoculares adosados a telescopios, lentes raspando sobre lentes, usados para recoger una figura sin importancia de un día estival muy antiguo.
Pero en la vastedad de su conciencia de consumidor de opio estaba —a lo sumo un grano de arena— el conocimiento de que si se destruía su inspirado conocimiento de las drogas de la tierra, tendría que afrontar una muerte cruel y antinatural. Los representantes y los senadores a veces visitaban la cárcel. Rara vez se les mostraba la línea de adictos a la metadona, pero dos veces habían tropezado con este grupo, y se habían opuesto a que el esfuerzo de los contribuyentes se malgastara para mantener en su adicción enfermiza a delincuentes convictos. Sus protestas no habían dado resultado, pero el sentimiento de Farragut respecto de los senadores que visitaban la cárcel se había convertido en odio asesino, ya que estos hombres podían matarlo. El temor a la muerte nos acecha a todos por doquier, pero para la gran inteligencia del consumidor de opio se ha concentrado bellamente en el eje crucial de las drogas. Perecer de hambre, quemarse o ahogarse en la bienaventuranza de una gran caída, nada significaba. Las drogas eran parte de todo lo que constituía una experiencia exaltada, creía Farragut. Las drogas eran parte de la iglesia. Toma esto en memoria de mí y agradécelo, decía el sacerdote, depositando una anfetamina en la lengua del hombre arrodillado. Sólo el consumidor de opio comprende realmente el color de la muerte. Cuando una mañana el auxiliar que entregaba su metadona a Farragut estornudó, Farragut pensó que era un sonido ominoso y temible. El empleado podía contraer un resfrío y, en vista del carácter de la burocracia carcelaria, quizá no hubiera otra persona autorizada a distribuir la droga. El sonido de un estornudo implicaba la muerte.
El jueves se realizó una requisa en busca de contrabando, y se impidió el acceso a los bloques de celdas hasta después de la cena. Alrededor de las ocho se anunciaron los nombres de los infractores. El Cornudo y Farragut estaban en la lista, y fueron a la oficina del subdirector. Habían encontrado dos cucharas, ocultas en el lavabo de Farragut. Le aplicaron seis días de encierro en la celda. Farragut afrontó serenamente la sentencia, pensando primero en el sufrimiento del encierro. Se dijo que podía soportar serenamente el confinamiento. En ese momento era el principal dactilógrafo de la cárcel, y se lo respetaba por su inteligencia, su eficiencia y su velocidad; y tenía que afrontar la posibilidad de que cuando estuviese ausente pusieran en su lugar a otro hombre, y de que su puesto, su trabajo y su sentido de la propia importancia se eclipsaran. Quizás en el ómnibus de la tarde había llegado alguien capaz de deletrear frases a doble velocidad que la suya, el hombre que usurparía su oficina, su silla, su pupitre y su lámpara. Preocupado por la pena de confinamiento y la amenaza a su autoestima, Farragut regresó adonde estaba Chiquito, le entregó la nota de castigo y preguntó: —¿Cómo me darán la ración?
—Preguntaré —dijo Chiquito—. Creo que la traerán de la enfermería. Pero no recibirá nada hasta mañana por la mañana. —En ese momento Farragut no necesitaba metadona, pero la mañana amenazaba usurpar los hechos de la noche. Se desvistió, se acostó y vio el noticioso por la televisión. Las noticias de las dos últimas semanas estaban dominadas por el caso de una asesina. Tenía las características acostumbradas. Ella y el marido vivían en una casa de cierta categoría, en una comunidad exclusiva. La casa estaba pintada de blanco, el jardín plantado con costosos abetos, y el césped y los setos estaban bien mantenidos. El carácter de la mujer había sido admirado. Enseñaba en la escuela dominical, y había sido como una madre para las niñas exploradoras. Sus tortas de café para la feria de la Iglesia Trinitaria eran famosas, y en las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros se expresaba con inteligencia, firmeza y encanto. —Qué amable era —decían los vecinos—, tan pulcra, tan cordial, quería a su marido, y no puedo concebir… —Lo que no podían concebir era que había asesinado al esposo, y después de desangrarlo cuidadosamente y arrojar la sangre al inodoro, lo había lavado y comenzado a corregir y mejorar el físico del hombre. Primero, decapitó el cadáver, y sustituyó la cabeza con la cabeza desangrada de una segunda víctima. Después, reemplazó los genitales por los de su tercera víctima, y los pies con los de la cuarta. Cuando invitó a un vecino a ver la figura de este hombre se despertaron sospechas. Entonces desapareció. Estaban considerándose ofertas de aprovechamiento de los restos con fines comerciales, pero no se había arreglado nada. Noche tras noche los fragmentos del relato concluían con una vista en perspectiva de la serena casa blanca, los árboles y el prado aterciopelado.
Acostado en la cama, Farragut sintió que su ansiedad comenzaba a crecer. Por la mañana le negarían su ración. Podía morir. Se proponían asesinarlo. Luego, recordó las veces que habían amenazado su vida. Primero su padre que, después de escribir con el pene el nombre de Farragut, había tratado de borrar lo escrito. Uno de los relatos favoritos de su madre se refería a la noche en que el padre de Farragut trajo a cenar a un médico. En mitad de la cena se reveló que el médico era un abortero, y que lo habían invitado a cenar con el fin de matar a Farragut. Por supuesto, eso no podía recordarlo, pero sí recordaba la vez que estuvo caminando por una playa con su hermano. Era en una de las islas del Atlántico. Sobre el extremo de la isla había un estrecho llamado el Paso de Chilton. —¿Quieres nadar? —preguntó su hermano. A su hermano no le gustaba nadar, pero era bien sabido que Farragut siempre estaba dispuesto a desvestirse y a meterse en cualquier charco de agua. Se quitó las ropas y empezaba a meterse en el mar cuando un desconocido, un pescador, se acercó corriendo por la playa, y gritando: —¡Alto, alto! ¿Qué te propones hacer? —Pensé bañarme —dijo Farragut. —Estás loco —dijo el desconocido—. La marea está cambiando, y si el oleaje no te mata lo harán los tiburones. Aquí no se puede nadar. Deberían poner un cartel… pero lo cierto es que con la marea no durarías ni un minuto. No conseguirías dar dos brazadas. Gastan todo el dinero de los contribuyentes en carteles de tránsito, acelere, ceda el paso, alto, pero en una trampa de muerte bien conocida como ésta ni siquiera se molestan en poner un anuncio. —Farragut agradeció al desconocido y volvió a vestirse. Su hermano caminaba por la playa. Seguramente Eben trotaba o corría, porque ya había puesto cierta distancia entre ambos. Farragut lo alcanzó, y lo primero que preguntó fue: —¿Cuándo vuelve Luisa de Denver? Ya me lo dijiste, pero lo he olvidado. —El martes —replicó Eben—. Se queda para la boda de Ruth. —De modo que regresaron a la casa, conversando de la visita de Luisa. Farragut recordó que se sentía feliz porque estaba vivo. Sobre ellos, un cielo azul.
En el centro de rehabilitación de Colorado, donde habían confinado a Farragut para curar su adicción, los médicos descubrieron que la heroína le había dañado el corazón. La cura duró treinta y ocho días, y antes de darlo de alta le impartieron instrucciones. Se lo daba de alta como paciente externo. A causa del corazón, durante seis semanas no podía subir escaleras, manejar un automóvil o realizar ningún tipo de esfuerzo. Debía evitar los cambios bruscos de temperatura, y sobre todo la excitación. Cualquier tipo de excitación podía matarlo. Entonces, el médico utilizó el ejemplo clásico del hombre que paleaba nieve, y después entró en su casa muy calefaccionada y disputó con su esposa. Y eso fue como dispararse una bala en la cabeza. Farragut volvió en avión al Este, y el viaje careció de incidentes. Viajó en taxi a su departamento, y fue recibido por Marcia. —Hola —dijo, y se inclinó para besarla, pero ella desvió el rostro—. Debo continuar el tratamiento— dijo él—. Una dieta sin sal… no del todo, pero no hay que agregar sal. No puedo subir escaleras o manejar el automóvil, y tengo que evitar cualquier excitación. Creo que no habrá dificultades. Quizá podamos ir a la playa.
Marcia atravesó el largo vestíbulo que conducía al dormitorio y cerró con fuerza la puerta. El ruido fue explosivo, y por si él no había entendido el mensaje abrió la puerta y volvió a golpearla. El efecto sobre su corazón fue inmediato. Sintió que se le aflojaban los músculos, tuvo un mareo y le faltó el aliento. Se aproximó vacilante al sofá de la sala de estar y se recostó. Sentía intenso dolor y demasiado miedo para comprender que el retorno de un drogadicto al hogar no era un episodio romántico. Se adormeció. Había comenzado a anochecer cuando recobró el sentido. El corazón seguía latiéndole con fuerza, se le había enturbiado la visión y estaba muy débil, y tenía mucho miedo. Oyó que Marcia abría la puerta del dormitorio y entraba a la sala. —¿Necesitas algo? —preguntó. §u tono era feroz.
—Un poco de bondad —dijo él. Estaba impotente—. Un poco de bondad.
—¿Bondad? —preguntó ella—. ¿Esperas bondad de mí en una situación así? ¿Qué hiciste nunca para merecer bondad? ¿Qué me diste? Trabajo y más trabajo. Una vida superficial y sin sentido. Polvo. Telarañas. Automóviles y encendedores que no funcionan. Roña en la bañera, lavabos taponados, un prestigio internacional de depravación sexual, alcoholismo y drogadicción, brazos y piernas rotos, conmociones cerebrales y ahora una grave enfermedad del corazón. Con todo eso que tú me diste tengo que vivir, y ahora esperas bondad. —El golpeteo de su corazón se agravó, se le oscureció todavía más la visión y se adormeció, pero cuando despertó Marcia estaba preparando algo en la cocina y él aún vivía.
Reapareció Eben. Era en una fiesta celebrada en una casa neoyorquina de piedra arenisca. Algunos invitados se marchaban y él estaba de pie frente a una ventana abierta, despidiéndose. Era una ventana ancha, y él estaba de pie sobre el borde. Debajo, una superficie libre con una empalizada de hierros como lanzas. Mientras estaba en la ventana, alguien le dio un brusco empujón. Saltó o cayó de la ventana, evitó las lanzas de hierro y aterrizó sobre las rodillas, en el pavimento. Uno de los invitados que se disponían a partir regresó y lo ayudó a incorporarse, y él continuó hablando acerca de la ocasión en que se reunirían nuevamente. Lo hizo para no volver la vista hacia la ventana y no identificar, si tal cosa era posible, a quien lo había empujado. No deseaba saberlo. Se había torcido un tobillo y lastimado la rodilla, pero evitó volver a pensar en el incidente. Muchas años después, mientras paseaban por un bosque, Eben había preguntado repentinamente: —¿Recuerdas esa fiesta en casa de Sara, cuando te emborrachaste terriblemente y alguien te empujó por la ventana? —Sí —replicó Farragut—. Nunca te dije quién había sido —continuó Eben—. Fue ese hombre de Chicago. —Farragut pensó que con esa observación su hermano de hecho se había acusado, pero Eben pareció sentirse absuelto. Echó atrás los hombros, alzó la cabeza hacia la luz y comenzó a descargar vigorosos puntapiés sobre las hojas.
Las luces y el televisor se apagaron. Tenis empezó a preguntar: —¿Te atendieron? ¿Te atendieron? —Farragut, acostado en su camastro, pensando en la mañana y en su posible muerte, llegó a la conclusión de que, comparados con los detenidos, los muertos tenían ciertas ventajas. Por lo menos tenían recuerdos y pesares panorámicos, y en cambio él, en su condición de detenido, advertía que sus recuerdos del mundo esplendente eran fragmentarios, e intermitentes, y dependían de olores casuales, el pasto, el cuero del calzado, el olor del agua que brotaba de las duchas. Poseía ciertos recuerdos, pero eclipsados y deformes. Cuando despertaba por la mañana, miraba nervioso y desesperado alrededor en busca de una palabra, una metáfora, una sensación o un olor que le diesen un punto de apoyo, pero lo único que le quedaba era sobre todo la metadona y su díscolo miembro. En la cárcel tenía la sensación de que era un viajero y de que había atravesado países muy extraños, y que eso le permitía identificar esta profunda alienación. Era la sensación de que al despertar antes del alba, todo, comenzando por el sueño del cual despertaba, le era extraño. Había soñado en otro idioma, y al despertar sentía la textura y el olor de la ropa de cama extraña. Por la ventana penetraba el olor extraño de combustibles desconocidos. Se bañaba en un agua extraña y herrumbrosa, se limpiaba el trasero con papel extraño y bárbaro, y descendía escaleras desconocidas para recibir un desayuno peculiar y profundamente ofensivo. Eso era viajar. Y lo mismo aquí. Todo lo que él veía, tocaba, olía y soñaba era cruelmente ajeno, pero este continente o esa nación en la cual quizás pasaría el resto de su vida no tenía bandera, ni himno, ni monarca, o presidente, o impuestos, o límites o tumbas.
Durmió mal y se sintió deprimido cuando despertó. El Pollo número dos le trajo comida y café, pero su corazón latía al mismo tiempo que su reloj. Si la metadona no llegaba a las nueve empezaría a morir. No era algo hacia lo cual pudiese caminar, como una silla eléctrica o un nudo corredizo. A las nueve menos cinco empezó a gritar a Chiquito. —Quiero mi ración, es la hora, déjenme ir a la enfermería a recibir mi ración. —Bueno, tienen que atender a los que esperan ahí —dijo Chiquito—. El reparto a domicilio se hace después. —Quizá no entregan a domicilio —dijo Farragut. Se sentó en su camastro, cerró los ojos y trató de sumergirse en la inconsciencia. Esto duró unos minutos. Después rugió: —¡Cristo, traigan mi ración! —Chiquito continuó manipulando planillas, pero Farragut apenas podía verlo. El resto de los hombres que no había ido al taller empezó a mirar. Con excepción del Cornudo, no había otros encerrados en la celda. Entonces Chisholm, el su jefe de guardacárceles, apareció con otros dos penados. —Veo que tienen en programa una escenita de suspensión de la droga —dijo. —Sí —dijo Chiquito—. No es idea mía. —No apartó los ojos de sus planillas. —Ocupe una mesa vacía. La representación va a comenzar.
Farragut había comenzado a transpirar en las axilas, la ingle y la frente. Después, el sudor le corrió por las costillas y le empapó los pantalones. Le ardían los ojos. Aún podía ordenar los porcentajes. Perdería el cincuenta por ciento de la visión. Cuando estaba transpirando profusamente, comenzó a temblar. La cosa empezó con las manos. Se sentó sobre ellas, pero entonces comenzó a bamboleársele la cabeza. Se puso de pie. Le temblaba todo el cuerpo. El brazo derecho salió disparado hacia adelante. Lo retrajo. La rodilla izquierda se elevó en el aire. La bajó, pero subió de nuevo y comenzó a subir y bajar como un pistón. Cayó y se golpeó la cabeza en el piso, tratando de obtener la cordura del dolor. El dolor debía tranquilizarlo. Cuando comprendió que de ese modo no podía sufrir, inició la tremenda lucha para colgarse. Intentó quince veces, o un millón de veces, hasta que al fin pudo aplicar la mano a la hebilla del cinturón. La mano salió disparada y después de otra lucha prolongada consiguió volverla a la hebilla y la soltó. Luego, de rodillas, con la cabeza todavía sobre el piso, arrancó el cinturón de los ojales. La transpiración se había interrumpido. Lo recorrían convulsiones de frío. Ya no estaba en equilibrio sobre las rodillas, y en cambio se movía sobre el piso como un nadador, y así llegó a la silla, se ató el cinturón y aseguró el extremo a un clavo en la silla. Estaba tratando de estrangularse cuando Chisholm dijo: —Saque de ahí a ese infeliz y déle su droga. —Chiquito abrió la puerta de la celda. Farragut no podía ver mucho, pero vio el movimiento, y apenas se abrió la puerta de la celda se incorporó de un salto, chocó con Chiquito y estaba casi fuera de la celda, corriendo en dirección a la enfermería, cuando Chisholm lo derribó de un sillazo en la cabeza. Llegó a la enfermería con la pierna izquierda enyesada y la mitad de la cabeza cubierta de vendas. Allí estaba Chiquito, de civil. —Farragut, Farragut —preguntó—, ¿por qué es adicto?
—Farragut no contestó. Chiquito le palmeó la cabeza. —Mañana le traeré algunos tomates frescos. Mi esposa preparó cincuenta frascos de salsa de tomate. Comemos tomates en el desayuno, el almuerzo y la cena. Pero todavía me queda mucho. Le traeré un poco mañana. ¿Desea otra cosa?
—No, gracias —dijo Farragut—. Me gustaría comer tomates.
—¿Por qué toma drogas? —preguntó Chiquito, y salió.
La pregunta no desconcertó a Farragut, pero sí le incitó a pensar. Su condición de adicto era muy natural. Lo habían criado personas que se dedicaban al contrabando. No drogas fuertes, pero sí estimulantes espirituales, intelectuales y eróticos no autorizados. Él era el ciudadano, el producto de un distrito fronterizo como Licchtenstein. En su pasado no había un paisaje montañoso, pero su pasaporte estaba repleto de visados, él se ocupaba de contrabando espiritual, hablaba mal cuatro idiomas y conocía la letra de cuatro himnos nacionales. Cierta vez, sentado en un café de Kitzbühel con su hermano, escuchando un concierto de banda, Eben se puso bruscamente de pie y se encasquetó el sombrero tirolés. —¿Qué pasa? —preguntó Farragut, y Eben contestó: —Van a tocar el himno nacional. —Lo que la banda se disponía a tocar era «mi hogar de la pradera», pero Farragut recordaba el episodio como ilustración del hecho de que su familia procuraba mostrarse versátil en todos los niveles políticos, espirituales y eróticos. Eso ayudaba a explicar el hecho de que él era adicto.
Farragut recordaba a su madre descendiendo la escalera circular, ataviada con un vestido de color coral profusamente recamado de perlas, cuando se dirigía o oír Tosca; y la recordaba bombeando nafta en el camino principal a Cabo Cod, en ese punto memorable del paisaje en que los pinos achaparrados predominan y la proximidad del Gran Océano Atlántico se manifiesta en la palidez del cielo y el aire salado. Su madre no usaba zapatillas de tenis, pero calzaba un tipo de zapato ortopédico, y su vestido era mucho más largo a proa que a popa. Recordaba que, de pasada pero con insistencia, ella lamentaba las invitaciones a cenar con los Trencher, famosos en la aldea porque en una misma semana habían comprado un órgano y un yate. Los Trencher era millonarios —arribistas— y tenían mayordomo; pero los Farragut va habían pasado por varios mayordomos —Mario, Fender y Chadwick— y ahora afirmaban que les gustaba ponerse ellos mismos la mesa. Los Farragut eran el tipo de gente que había vivido en una mansión victoriana, y que cuando la perdieron había regresado al hogar de la familia. Éste incluía una sórdida y espléndida casa diciochesca y la concesión de dos surtidores de nafta Socony que se alzaban frente a la casa, donde había estado el famoso rosedal de la abuela. Cuando se difundió la noticia de que habían perdido todo su dinero y pensaban explotar un surtidor de nafta, Luisa, la tía de Farragut, acudió directamente a la casa y de pie en el vestíbulo exclamó. —¡No puedes bombear nafta! —¿Por qué no? —preguntó la madre de Farragut. El chófer de la tía Luisa entró y depositó en el piso una caja de tomates. El hombre usaba polainas. —Porque —dijo la tía Luisa— perderás a todos tus amigos. —Al contrario —dijo la madre de Farragut—. Descubriré quiénes son exactamente.
La crema de la generación posfreudiana estaba formada por adictos. El resto se hallaba constituido por esas reconstrucciones psiquiátricas que uno solía ver al fondo de los cuartos impopulares en los cócteles. Parecían intactas, pero si uno las tocaba en el lugar equivocado y en un momento inoportuno se derrumbaban por todo el piso como un torpe truco de naipes. La adicción a las drogas es sintomática. Los opiómanos saben. Farragut recordaba a una colega del opio llamada Polly, cuya madre era una cantante que entraba y salía periódicamente del mundo de los clubes y las grabadoras. Se llamaba Corinne. Cierta vez, después de un período de decadencia, cuando Corinne se esforzaba por retornar, Farragut llevó a Polly a ver la gran presentación de su madre en Las Vegas. El número tuvo éxito, y Corinne pasó de la situación de exfigura al tercer puesto por la venta mundial de discos; y si bien eso era importante, lo que él recordaba era que Polly, que tenía problemas con las proporciones de su cuerpo, se comió todo el pan y la manteca que estaban sobre la mesa durante el primer y decisivo número de su mami, y cuando concluyó, Farragut se refería al número, todos se pusieron de pie y vivaron, y Polly aferró el brazo de Farragut y dijo: —Ella es mi mamita, mi querida mamita. —De modo que allí estaba la querida mamita en una situación difícil, como iluminada por los haces de luz emitidos por un diamante, dispuesta a demostrar que era la sonrisa del mundo; ¿y cómo era posible, salvo consumiendo opio, que esto cuadrase con las canciones de cuna y el acto de dar el pecho? En el caso de Farragut la palabra «madre» evocaba la imagen de una mujer que bombea nafta, haciendo reverencias en las asambleas y descargando la maza sobre un pupitre. Eso lo confundía, y él imputaba la culpa de su confusión a las bellas artes, a Degas. Hay un cuadro de Degas que representa a una mujer con un vaso de crisantemos, y la imagen había llegado a representar para Farragut la gran serenidad de la «madre». El mundo le insistía sin cesar en la necesidad de armonizar la imagen de su propia madre, incendiaria famosa, snob, vendedora de nafta y tiradora al pichón, con la imagen de la desconocida con sus flores otoñales de olor acre. ¿Por qué el universo había alentado esta división? ¿Por qué a él se lo había alentado a cultivar tan ancha zona de pesar? No había sido traído de una estrella por una cigüeña, y entonces, ¿por qué él y todos los demás debían comportarse como si ese hubiera sido el caso? La consumidora de opio sabía a qué atenerse. Después del triunfal regreso y la oportunidad de Corinne hubo una gran fiesta triunfal, y cuando él y Polly entraron, mamita querida se encaminó directamente a su única hija: —Polly —dijo—, tuve ganas de matarte. Estabas sentada frente a mí, justo enfrente, y durante la primera parte de mi gran retorno te comiste una fuente entera de tortas, ocho: las conté, y vaciaste un plato entero de manteca. ¿Cómo puedo seguir el hilo de la canción si estoy contando las tortas que te comes? Oh, quise matarte. —Por supuesto, Polly, arrancada de una estrella, comenzó a llorar, y él la sacó de allí y volvió al hotel, donde tenían una notable cocaína colombiana que les hizo sangrar la nariz. ¿Qué hubieran podido hacer? Pero Polly tenía quince kilos de más, y a él en realidad nunca le habían gustado las mujeres gruesas; jamás le había gustado una mujer que no fuese rubia de ojos oscuros, que no hablase por lo menos un idioma además del inglés, que no tuviese ingresos propios y no pudiese pronunciar el juramento de las niñas exploradoras.
El padre de Farragut, su propio padre, había querido destruir su vida cuando aún estaba en el seno de su madre, ¿y cómo podía vivir feliz sabiendo esto, sin el apoyo de esas plantas que extraían del suelo su sabiduría? El padre de Farragut lo había llevado a pescar lejos del mundo y le había enseñado a escalar altas montañas, pero después de afrontar estas responsabilidades descuidó a su hijo, y pasaba la mayor parte del tiempo navegando cerca de la bahía de Travertine en una pequeña embarcación. Decía que había capeado grandes tormentas —su favorita era una tempestad frente a Falmouth—, pero en vida de Farragut prefería los puertos seguros. Era uno de esos viejos yanquis muy hábiles para manejar el timón y las velas. Se mostraba muy diestro con toda clase de cuerdas y líneas —cuerdas de cometas, líneas para pescar truchas y amarras— y podía enrollar un caño de goma para regar el jardín con una autoridad que parecía principesca a Farragut. El baile —excepto un vals alemán con una mujer bonita— parecía detestable al viejo, pero la palabra baile era la que mejor reflejaba su desempeño en una embarcación. Apenas soltaba la amarra comenzaba una ejecución tan ordenada, elegante y grácil como una pavana. Las turbonadas, las orzadas, el trueno y el rayo jamás perturbaron su ritmo.
¡Oh heroína, acércate ahora! Cuando Farragut tenía unos veintiún años comenzó a dirigir el Cotillón Nanuet. El Nanuet llegó al Nuevo Mundo en 1672. El jefe de la expedición fue Peter Wentworth. Como su hermano Eben no estaba, Farragut era, después de su borracho y absurdo padre, el principal descendiente varón de Wentworth, de manera que dirigió el cotillón. Había sido un placer dejar los surtidores de nafta a Harry —un espástico— y vestir la levita de su padre. De nuevo la emoción de vivir en un mundo fronterizo, y por supuesto el origen de su afición al opio. La levita de su padre le sentaba perfectamente. Era de casimir negro, pesada como la tela de un abrigo, y Farragut pensó que él tenía excelente aspecto con esa prenda. Iría a la ciudad en cualquier automóvil que funcionase, llevaría a una debutante, elegida por el comité a causa de su riqueza y sus relaciones, hasta el palco principal, y haría una reverencia a sus ocupantes. Después, bailaría toda la noche, para volver por la mañana a los surtidores de nafta.
Los Farragut eran la clase de personas que afirmaba apoyarse en la tradición, aunque de hecho se apoyaba en la búsqueda mucho más sólida de una improvisación viable, a la que no estorbaba la consecuencia. Cuando aún vivían en la mansión, solían cenar en el club los jueves y los sábados. Farragut recordó una de esas noches. Su madre había llevado el automóvil bajo la puerta cochera. El automóvil era un convertible llamado Jordán Blue Boy, ganado por su padre en un sorteo. El padre no los acompañaba, y probablemente estaba en su embarcación. Farragut subió al Blue Boy, pero su hermano permaneció con el pie en el pescante. Eben era un joven apuesto, pero esa noche estaba muy pálido. —No iré al club —dijo a su madre—, a menos que llames por su nombre al camarero. —Su nombre —dijo la señora Farragut— es Horton. —Su nombre es señor Horton —dijo Eben—. Muy bien —dijo la señora Farragut—. Eben ascendió al coche. La señora Farragut no era una conductora intencionadamente temeraria, pero veía cada vez menos y en el camino era un agente de la muerte. Ya había liquidado a un Airedale y tres gatos. Eben y Farragut cerraron los ojos hasta que oyeron el sonido de la grava en el sendero que conducía al club. Ocuparon una mesa, y cuando el camarero fue a saludarlos su madre preguntó: —¿Con qué nos tentará esta noche, Horton? —Discúlpeme —dijo Eben. Se retiró de la mesa y caminó de regreso a casa. Cuando Farragut regresó, encontró a su hermano, que va era un adulto, sollozando en su cuarto; pero incluso Eben, su único hermano, se había mostrado inconsecuente. Años después, cuando solían reunirse para beber en Nueva York, Eben llamaba al camarero batiendo palmas. Cierta vez, después que el jefe de camareros les pidió que se retiraran, y mientras Farragut trataba de explicarle que había modos más sencillos y aceptables de atraer la atención de un camarero, Eben había dicho: —No comprendo, sencillamente no comprendo. Solamente quería una copa.
El opio había ayudado a Farragut a recordar con serenidad el hecho de que aún no tenía dieciséis años la primera vez que su padre amenazó suicidarse. Estaba seguro de su edad porque no tenía licencia de conductor. Entró en la casa después de vender nafta y encontró la mesa puesta para dos. —¿Dónde está papá? —preguntó impetuosamente, porque el laconismo cultivado por los Farragut era ceremonial y tribal, y uno rara vez formulaba preguntas. Su madre suspiró y sirvió el picadillo de carne con huevos escalfados. Farragut ya había pecado, de modo que insistió: —Pero, ¿dónde está papá? —preguntó—. No lo sé de cierto —dijo su madre—. Cuando bajé a preparar la cena me entregó un extenso documento que enumera mis defectos como mujer, esposa y madre. Había veintidós acusaciones. No las leí todas. Arrojé el papel al fuego. Estaba muy indignado. Dijo que iba a Nagasakit, para ahogarse. Debe haber pedido que lo llevaran, porque no usó el automóvil. —Discúlpame —dijo Farragut, con expresión sincera. No pretendía mostrarse sarcástico. Algunos miembros de la familia seguramente habían pronunciado las mismas palabras mientras agonizaban. Subió al automóvil y se encaminó a la playa. Así recordó que aún no tenía dieciséis años, porque en la aldea de Hepwort había un policía nuevo, el único que podía haberlo detenido para pedirle su licencia. El policía de Hepwort seguramente se la tenía jurada a la familia, quién sabe por qué. Farragut conocía a todos los restantes policías de las aldeas distribuidas a lo largo de esa costa.
Cuando llegó a Nagasakit bajó corriendo a la playa. La temporada estaba muy avanzada, era tarde y no había bañista ni guardavidas, sólo la fatigada creciente de lo que ya era un océano contaminado. ¿Cómo determinar si incluía a su padre, los ojos reemplazados por perlas? Recorrió la medialuna de la playa. El parque de diversiones aún funcionaba. De allí le llegó la música, sones profundamente desprovistos de seriedad, y que venían de un pasado muy lejano. Examinó la arena para no llorar. Ese año se usaban mucho las sandalias japonesas, y también los caballeros de juguete revestidos de armadura. Del verano quedaban entre las piedras muchos caballeros descuartizados y sandalias que no hacían juego. De su mar bienamado llegaron ruidos respiratorios. La montaña rusa seguía funcionando. Alcanzaba a oír el golpeteo de los cochecitos en las uniones de los rieles, y también algunas risas muy estrepitosas, un sonido que parecía superfluo en ese escenario. Abandonó la playa. Cruzó el camino en dirección a la entrada del parque de diversiones. La fachada señalaba un período de la inmigración italiana. Los operarios italianos habían levantado un muro de yeso y cemento, lo habían pintado con azafranados romanos, y decorado la pared con sirenas y conchas de pechinas. Sobre el arco aparecía Poseidón con un tridente. Del otro lado del muro, la calesita giraba. Estaba completamente vacía. Las risas estrepitosas provenían de algunas personas que miraban la montaña rusa. Allí estaba el padre de Farragut, fingiendo beber de una botella vacía, y fingiendo considerar la posibilidad del suicidio con cada movimiento ascendente. Su payasada tenía éxito. El público estaba absorto. Farragut se acercó al encargado que manejaba los controles. —Es mi padre —dijo—, ¿puede bajarlo? —El encargado le dirigió a Farragut una sonrisa de profunda simpatía. Cuando el coche que llevaba a su padre se detuvo frente a la plataforma, el señor Farragut vio a su hijo, el menor, el indeseado, el aguafiestas. Descendió y se reunió con Farragut, como inevitablemente tenía que hacer. —Oh, papá —dijo Farragut—, no deberías hacerme esto precisamente cuando estoy en mi período formativo. —Oh, Farragut, ¿por qué tomas drogas?
Por la mañana Chiquito le llevó cuatro tomates grandes y Farragut se sintió conmovido. Sabían alevosamente a estío y libertad. —Iniciaré juicio —dijo a Chiquito—. ¿Puede conseguirme un ejemplar del Código Penal de Gilbert? —Lo intentaré —dijo Chiquito—. Mishkin tiene uno, pero lo alquila por cuatro cartones mensuales. ¿Tienes? —Puedo conseguirlos si viene mi esposa —contestó Farragut—. Chiquito, iniciaré juicio, pero no contra ti. Quiero ver a Chisholm y los otros dos podridos comiendo salchichas, y habas con una cuchara durante cuatro años. Y tal vez lo consiga. ¿Está dispuesto a atestiguar? —Claro, claro —dijo Chiquito—. Lo haré si puedo. No me gusta cómo goza Chisholm mirando a los hombres cuando no tienen droga, liaré lo que pueda. —El caso me parece muy sencillo —dijo Farragut—. El pueblo del Estado y la nación me sentenció a la cárcel. Me recetaron una medicina durante mi condena… lo hicieron tres respetados miembros de la profesión médica. El subjefe de guardias me negó esta medicina; un hombre empleado por el pueblo para supervisar el cumplimiento de mi pena. Y luego afirmó que lo que yo podía sufrir con mi muerte era un entretenimiento. Ya ve qué sencillo es.
—Bueno, puede probar —dijo Chiquito—. Hace diez o quince años un tipo al que golpearon hizo juicio y le regalaron un montón de injertos de piel. Y cuando rompieron los dientes de Freddy El Matador, hizo juicio y le regalaron dos dentaduras nuevas. Las usaba únicamente para comer pavo. Freddy fue un gran jugador de básquetbol, pero ocurrió mucho antes de que tú vinieses. Hace veinticinco o veinticuatro años teníamos un equipo invencible. Mañana tengo franco, pero lo veré pasado mañana. Oh, Farragut, ¿por qué tomas drogas?
Por supuesto, cuando quitaron las vendas del cráneo de Farragut, éste descubrió que le habían afeitado la cabeza, pero no había espejos en la enfermería, de modo que no necesitó preocuparse por su apariencia. Con los dedos trató de contar las puntadas en el cráneo, pero no estaba seguro. Preguntó al enfermero si sabía cuántas tenía. —Claro que sí —dijo el enfermero—. Le dieron veintidós. Fui al pabellón F para retirarlo. Usted estaba en el piso. Tony y yo llevamos la camilla y lo trajimos a la sala de operaciones. —Le parecía muy evidente que él, Farragut, podía enviar a la cárcel a Chisholm, el subjefe de guardias. La imagen del subjefe comiendo salchichas y arroz con un cuchara se le aparecía con la inmóvil serenidad de una obsesión realizada. Era sencillamente cuestión de tiempo. Tenía la pierna enyesada, según le habían dicho, porque se había roto el cartílago de la rodilla. Que ya se había roto dos veces el mismo cartílago en accidentes de esquí era algo que de ningún modo lograba recordar. Quedaría cojo por el resto de su vida, y lo gratificaba profundamente la idea de que el subjefe de guardias se había entretenido con el sufrimiento de su muerte, y lo había dejado tullido.
—Repítame —pidió Farragut al enfermero—. ¿Cuántas puntadas tengo en la cabeza? —Veintidós, veintidós —repitió el enfermero—. Ya se lo dije. Sangraba como un cerdo. Sé lo que digo porque yo solía matar cerdos. Cuando Tony y yo fuimos a su bloque había sangre por todas partes. Usted estaba tirado en el piso. —¿Quién más estaba allí? —preguntó Farragut. —Por supuesto, Chiquito —dijo el enfermero—. El subjefe Chisholm, y los ayudantes Sutfin y Tillitson. También había un tipo muy atildado en una celda. No sé quién era. —¿Está dispuesto a repetir a un abogado lo que acaba de decirme? —preguntó Farragut—. Claro, claro… es lo que vi. Yo digo la verdad. Digo lo que veo. —¿Puedo hablar con un abogado? —Claro, claro —dijo el enfermero—. Vienen dos veces por semana. Hay un Comité para la Protección Legal de los Presos. La próxima vez que venga uno le hablaré de usted.
Pocos días después un abogado se acercó a la cama de Farragut. Tenía el cabello y la barba tan largas que Farragut no pudo juzgar su edad o verle bien la cara, si bien la barba no tenía pelos grises. La voz era aguda. El traje castaño estaba gastado, había barro en el zapato derecho y dos de las uñas estaban sucias. Nunca se había recuperado la inversión realizada en su educación jurídica. —Buenos días —dijo—, veamos, veamos. Disculpe mi tardanza, pero no supe que usted quería un abogado hasta anteayer. —Llevaba un tablero con un espeso fajo de papeles. —Aquí están los datos de su caso —dijo—. Creo que lo tengo todo aquí. Robo a mano armada. Diez de reclusión. Segundo delito. Es usted, ¿verdad? —No —dijo Farragut. —¿Asalto? —preguntó el abogado—. ¿Robo con fractura e intención criminal? —No —dijo Farragut. —Bueno, entonces usted debe ser el homicida en segundo grado. Fratricidio. Intentó escapar el día dieciocho y fue reprimido. Si usted firma este papel, no se presentarán cargos. —¿Qué clase de cargos? —Intento de fuga —dijo el abogado—. Pueden darle siete años. Pero si firma este papel olvidarán el asunto. —Entregó a Farragut el tablero y una lapicera. Farragut sostuvo el tablero sobre las rodillas y el tablero en la mano. —No intenté escapar —dijo—, y tengo testigos. Estaba en el piso bajo del bloque F, en la sexta celda de una cárcel de máxima seguridad. Intenté salir de la celda, impulsado por la necesidad de tomar la medicina que me recetaron. Si un intento de salir de la celda, una de un grupo de seis celdas de castigo, al fondo de una cárcel de máxima seguridad, constituye un intento de fuga, esta cárcel es un castillo de naipes.
—Oh, Dios mío —dijo el abogado—. ¿Por qué no reforma el Departamento Correccional?
—El Departamento Correccional —dijo Farragut— es sólo un brazo del poder judicial. Ni el jefe de guardias ni los culosucios me sentenciaron a prisión. Lo hicieron los jueces.
—Oh, Dios mío —dijo el abogado—. Tengo un terrible dolor de cabeza. —Se inclinó hacia delante, el cuerpo rígido, y se masajeó la nuca con la mano derecha. —Tengo dolor de nuca de tanto comer sándwiches de queso. ¿Tiene algún remedio casero para los dolores que son resultado de comer sándwiches de queso? Firme ese papel y quédese tranquilo con sus opiniones. ¿Sabe lo que dicen de las opiniones?
—Sí —dijo Farragut—. Las opiniones son como los culos. Cada uno tiene el suyo, y todos huelen.
—Oh, caramba —dijo el abogado. Tenía una voz aguda y juvenil. Farragut ocultó la lapicera entre la ropa de cama. —¿Conoce a Charlie? —preguntó el abogado, en voz muy baja—. Lo he visto en el comedor —dijo Farragut—. Sé quién es. Y sé que nadie le habla.
—Charlie es un gran tipo —dijo el abogado—. Solía trabajar para Pennigrino, el famoso rufián, Charlie se ocupaba de disciplinar a las pollitas. —Ahora hablaba en voz muy baja. —Cuando una pollita se portaba mal, Charlie le rompía las piernas. ¿Usted quiere entretenerse con Charlie… usted quiere entretenerse con Charlie o firmar este papel?
Después de un rápido cálculo geométrico de los posibles cargos, Farragut arrojó el tablero a la barba. —Oh, mi nuca —dijo el abogado—, oh, Dios mío, mi nuca. —Se puso de pie. Recogió el tablero. Se metió la mano derecha en el bolsillo. Aparentemente no advirtió la pérdida de la lapicera. No habló con el enfermero ni con los guardias, y salió directamente de la sala. Farragut comenzó a meterse la lapicera en el ano. Porque le habían dicho —por lo que había visto del mundo— su ano era singularmente pequeño, insensible y frígido. Metió la lapicera sólo hasta el resorte y le dolió, pero el objeto quedó oculto. Llamaron al enfermero fuera de la sala, y cuando regresó se dirigió directamente a Farragut y preguntó si tenía la lapicera del abogado. —Sé que le arrojé a la cara el tablero —dijo Farragut—. Lo siento muchísimo. Perdí los estribos. Espero no haberlo lastimado.
—Dice que dejó aquí su lapicera —afirmó el enfermero. Miró bajo la cama, en el cajón del gabinete, bajo la almohada, a lo largo del alféizar de la ventana y bajo el colchón. Entonces un guardia se le unió en la búsqueda, deshizo la cama, desnudó a Farragut y formulo una observación despectiva acerca del tamaño de su pene, pero ninguno de ellos, Farragut pensó que por bondad, se acercó a la lapicera. —No aparece— dijo el enfermero. —Tenemos que encontrarla —dijo el guardia—. Dicen que es indispensable. —Bueno, que él mismo la busque —dijo el enfermero—. El guardia salió, y Farragut temió que la barba regresase, pero el guardia retornó solo y habló con el enfermero. —Parece que lo ascienden —dijo con tristeza el enfermero a Farragut—. Lo llevarán a un cuarto privado.
Entregó las muletas a Farragut y le ayudó a vestirse. Farragut avanzó bamboleándose torpemente sobre las muletas, con la lapicera metida en el ano; siguió al guardia fuera de la sala, y atravesó un corredor que olía intensamente a cal viva, hasta una puerta asegurada con una barra y una cerradura. El guardia tuvo cierta dificultad con la llave. La puerta daba acceso a una celda muy pequeña, con una ventana muy alta, un inodoro, una Biblia, y un colchón con una sábana y una frazada plegadas. —¿Cuánto tiempo? —preguntó Farragut—. El abogado pidió un mes —dijo el guardia—, pero veo que Chiquito le regaló unos tomates, y si Chiquito es su amigo saldrá en una semana. —Cerró la puerta y aseguró la barra.
Farragut retiró la lapicera. Con ese precioso instrumento condenaría a Chisholm, y ya visualizaba claramente a Chisholm durante el tercer año en que vestía el uniforme de la prisión, comiendo salchichas y arroz, con una cuchara de estaño doblada. Necesitaba papel. No había papel higiénico. Si lo pedía, con mucha suerte le darían una hoja por día. Examinó la Biblia. Era un ejemplar pequeño, encuadernado en rojo, pero las últimas páginas mostraban una superficie uniformemente negra, y el resto de las páginas tenía márgenes tan estrechos que era imposible escribirlos. Deseaba redactar inmediatamente su acusación a Chisholm. Si el abogado estaba decidido a negarle una lapicera, ello quizá implicaba exagerar la importancia de la acusación de Farragut, pero la única alternativa era elaborar mentalmente las frases y tratar de memorizarlas; pero dudaba de que le fuese posible realizar el esfuerzo. Tenía la lapicera, pero aparentemente la única superficie sobre la cual podía escribir era la pared de la celda. Podía escribir la acusación sobre la pared, y luego memorizarla, pero una parte de su propio pasado y la influencia que éste ejercía sobre su carácter le impidieron utilizar la pared como página. Era un hombre, conservaba por lo menos cierta noción de la dignidad, y escribir sobre la pared lo que podía ser su última declaración le parecía un aprovechamiento impropio de una situación extraña. Su consideración por la rectitud era todavía una de sus características. Podía escribir sobre el yeso, el uniforme o la sábana. El yeso no servía, porque su mano llegaba sólo a la mitad de la superficie y la misma redondez del material le dejaba una superficie muy limitada. Escribió algunas letras sobre el uniforme. Tan pronto la pluma tocó la tela, la tinta se distribuyó y mostró la complejidad de la trama, la urdimbre y la textura de esa prenda muy sencilla. No era posible escribir allí. Su prejuicio contra la pared se mantenía vivo, de modo que probó con la sábana. Felizmente, el lavadero de la cárcel había usado mucho almidón, y Farragut descubrió que la superficie de la sábana era casi tan útil como el papel. Él y la sábana estarían juntos por lo menos una semana. Podía cubrir la sábana con sus observaciones, aclarar y corregir éstas, y luego memorizarlas. Cuando regresara al bloque F y al taller, podría dactilografiar sus observaciones, y despacharlas al gobernador, el obispo y su chica.
«Su Excelencia», empezó. «Me dirijo a usted, que ocupa un cargo electivo, desde mi situación, también electiva. Usted fue elegido para el cargo de gobernador por una reducida mayoría de la población. Yo fui elegido para ocupar el pabellón F y llevar el número 734-508-32 por una fuerza mucho más antigua, elevada y unánime: la fuerza de la justicia. Por así decirlo, yo no tuve opositores. Sin embargo, soy un auténtico ciudadano. En mi carácter de contribuyente de la categoría del cincuenta por ciento, he realizado una contribución importante a la construcción y el mantenimiento de los muros entre los cuales estoy confinado. Pagué las prendas que uso y el alimento que me sustenta. Soy un miembro electo de la sociedad mucho más representativo que usted. En la carrera que usted realizó hay rastros visibles de arreglos prácticos, evasión, corrupción e improvisación. El cargo electivo que yo ocupo está libre de esas manchas.
»Por supuesto, venimos de diferentes clases. Si en este país se representasen los legados intelectuales y sociales ya no contemplaría la posibilidad de dirigirme a usted, pero estamos en una democracia. Nunca he tenido el placer de su hospitalidad, aunque dos veces fui huésped de la Casa Blanca, como delegado a conferencias acerca de la educación superior. Creo que la Casa Blanca tiene perfiles palaciegos. Mi alojamiento aquí es austero, un cuarto de tres metros por dos cincuenta, dominado por un inodoro que se descarga caprichosamente, de diez a cuarenta veces diarias. Para mí es fácil soportar el sonido del agua que corre, porque conozco los géiseres del Parque Nacional de Yellowstone, las fuentes de Roma, de la ciudad de Nueva York y especialmente de Indianápolis.
»Un día de abril, hace doce años, los doctores Lemuel Brown, Rodney Coburn y Henry Mills diagnosticaron mi condición de drogadicto crónico. Estos profesionales son graduados de Cornell, la Facultad de Medicina de Albany y la Universidad de Harvard, respectivamente. Su posición como profesionales del arte de curar ha sido demostrada por los gobiernos estatales y federales y las organizaciones de sus colegas. Es indudable que cuando hablaron, su opinión médica explícita fue la voz de la comunidad. El jueves dieciocho de julio esta opinión inatacable fue cuestionada por el subjefe de guardias Chisholm. He verificado los antecedentes de Chisholm. Chisholm abandonó el colegio secundario en tercer año, compró por doce dólares las respuestas a un test del servicio civil aplicado al personal correccional, y el Departamento Correccional le dio un puesto que le permite ejercer un dominio monárquico sobre mis derechos constitucionales. A las nueve de la mañana del día dieciocho, Chisholm decidió caprichosamente pisotear las leyes del Estado y el gobierno federal, y la ética de la profesión médica, la cual es sin duda un aspecto fundamental de nuestro sistema social. Chisholm resolvió negarme la medicina curativa que la sociedad había decidido me correspondía por derecho. ¿No puede afirmarse que esto es subversión, falsía, alta traición, puesto que las normas constitucionales se desconocen por el capricho de un solo hombre desprovisto de educación? ¿No es un delito que puede castigarse con la muerte o en ciertos Estados con la prisión perpetua? ¿No implica un precedente destructivo mucho más grave que un frustrado intento de asesinato? ¿No afecta de un modo más criminal que la violación o el homicidio la esencia de nuestra antigua y laboriosa filosofía del gobierno?
»La validez de los diagnósticos de los médicos, por supuesto quedó demostrada. El dolor que padecí cuando se me retiró la medicina que me había recomendado la más alta autoridad del país fue mortal. Cuando el subjefe Chisholm vio que trataba de abandonar la celda para dirigirme a la enfermería trató de matarme con una silla. Tengo veintidós puntos en el cráneo, y quedaré tullido de por vida. ¿Acaso nuestras instituciones penales, correctivas y de rehabilitación están excluidas de las leyes que la humanidad ha considerado justas y urgentemente necesarias para mantener la vida en este continente, y aun en el planeta? Tal vez ustedes se pregunten qué hago en la cárcel y con mucho gusto les informaré; pero me pareció que estaba obligado a informarles primero de la cancerosa y criminal traición que carcome el corazón de vuestra administración».
Apenas hizo una pausa entre la carta al gobernador y la carta al obispo. «Su Gracia», escribió. «Me llamo Ezekiel Farragut y fui bautizado en la Iglesia de Cristo a la edad de seis meses. Si se requieren pruebas, mi esposa tiene una fotografía que fue tomada, no ese día, según creo, sino poco después. En la foto tengo puesta una larga bata con encajes que sin duda posee cierta historia. Todavía no me creció el cabello, y tengo una cabeza protuberante, parecida a un huevo de zurcir. Estoy sonriendo. Fui confirmado a los once años por el obispo Evanston en la misma iglesia en que me bautizaron. Toda mi vida he continuado recibiendo la Santa Comunión un domingo tras otro, salvo los casos en que no pude hallar una iglesia. En las ciudades y los pueblos provincianos de Europa asisto a la misa católica. Soy un croyant —detesto el empleo de palabras francesas en inglés, pero en este caso no se me ocurre nada mejor— y en nuestra Condición de croyants estoy seguro de que compartimos la idea de que profesar una exaltada experiencia religiosa fuera del paradigma eclesiástico es convertirse en proscrito; y con esta palabra aludo a la risa cruel de los hombres y las mujeres en quienes buscamos amor y compasión; aludo al sufrimiento del fuego y el hielo; me refiero a la desolación de ser enterrado en una encrucijada, con una estaca clavada en el corazón. Creo sinceramente en Un Dios, Padre Todopoderoso, pero sé que decirlo en voz tan alta, y tan lejos del presbiterio —en general, lejos— amenazaría peligrosamente mis posibilidades de conquistar la buena voluntad de los hombres y las mujeres con quienes deseo convivir. Intento decir —y estoy seguro de que usted concordará conmigo— que, si bien nos sometemos a la experiencia trascendente, podemos formular ésta sólo en el momento apropiado y establecido, y en el lugar apropiado y establecido. No podría vivir sin ese conocimiento; del mismo modo que no podría vivir sin la conmovedora posibilidad de tropezar repentinamente con la fragancia del escepticismo.
»Estoy encarcelado. Mi vida se ajusta muy estrechamente a las formas tradicionales de la vida de los santos, pero según parece he sido olvidado por la bienaventurada compañía de todos los fieles hombres y mujeres. He orado por reyes, presidentes y obispos, pero jamás dije una plegaria por un prisionero, ni tampoco oído un himno que mencionara a la cárcel. Nosotros, los detenidos, más que otros hombres hemos sufrido por nuestros pecados, hemos padecido por los pecados de la sociedad, y nuestro ejemplo debería depurar los pensamientos que anidan en el corazón de los hombres, precisamente a causa del dolor con el cual estamos familiarizados. En realidad, somos la palabra hecha carne; pero lo que ahora deseo hacer es atraer su tención sobre una grave blasfemia.
»Como Su Gracia bien sabe, la imagen más universal de la humanidad no es el amor o la muerte; es el Día del Juicio. Se lo comprueba en las imágenes de la caverna de Dordogne, en las tumbas de Egipto, en los templos de Asia y Bizancio, en Europa renacentista, en Inglaterra, en Rusia y en el Cuerno de Oro. Aquí la Divinidad filtra las almas de los hombres, otorgando infinita serenidad a los realmente puros, y sentenciando a los pecadores al fuego, el hielo y a veces al pis y la mierda. La costumbre social nunca tiene vigencia donde uno encuentra esta visión, y uno la encuentra por doquier. Incluso en Egipto los candidatos a la inmortalidad incluyen a las almas que podían comprarse y venderse en el mundo de los vivos. La Divinidad es la llama, el corazón de esta visión. Una fila se aproxima a la Divinidad, siempre por la derecha; poco importa de qué país, época o siglo proviene la visión. Después, por la izquierda, uno ve los castigos y las recompensas. Incluso en los informes más antiguos el castigo y el tormento se pintan con colores mucho más apasionados que la paz eterna. Los hombres sufrían sed, ardían y se hacían romper el culo con fuerza y pasión mucho mayores que la que ponían en tocar el arpa y revolotear. La presencia de Dios unifica el mundo. Su fuerza, Su esencia, es el Juicio.
»Todo el mundo sabe que el pan y el agua son los únicos sacramentos. El velo del himeneo y el anillo de oro aparecieron apenas ayer; y como encarnación de la visión del amor, el Sagrado Matrimonio es sólo un pregusto de las informales consecuencias implícitas en la afirmación de que una visión puede representarse con el pensamiento, la palabra y el hecho. Aquí, en mi celda, está lo que uno ve ejecutado en las cavernas, las tumbas de los reyes, los templos y las iglesias de todo el planeta por hombres, por cualquiera de los tipos de hombre que el último siglo puede haber creado. Estrellas, zopencos, alquilones y tontos, ellos construyeron esas cavernas infernales y, con una conocida disminución de la pasión, los campos paradisíacos del otro lado del muro. Tal es la obscenidad, la inenarrable obscenidad, esa estúpida pompa del juicio que, más fina que el aire o el gas, colma estas celdas con el hedor de los hombres que se matan entre sí sin ningún motivo real. Denuncie, Su Gracia, esta blasfemia esencial desde la altura de su vuelo de águila de anchas alas».
«Oh, querida mía —escribió, sin la menor pausa, a una muchacha con quien había vivido dos meses cierta vez que Marcia se separó y se trasladó a Carmel. Anoche, mirando una comedia por la televisión, vi que una mujer tocaba familiarmente a un hombre —apenas lo tocaba, en el hombro— y me acosté en mi cama y lloré. Nadie me vio. Por supuesto, los detenidos padecen cierta pérdida de identidad, pero ese gesto leve me ofreció una visión terrorífica de la profundidad de mi alienación. Excepto conmigo mismo, en verdad aquí no tengo con quien hablar. Excepto mi propia persona, no puedo tocar nada que sea cálido, humano y sensible. Mi razón, con su tremenda pretensión de fuerza, claridad y utilidad, se encuentra totalmente paralizada sin la calidez del sentimiento. Se me impone una obscena nada. No amo, no soy amado, y apenas puedo recordar los transportes del amor. Si cierro los ojos y trato de orar caeré en el sopor de la soledad. Trataré de recordar.
»Mientras recuerdo, querida mía, procuraré evitar la mención de encamadas específicas, o de lugares, o de prendas de vestir, o hechos que ambos conocemos. Recuerdo que volvimos al Danieli, sobre el Lido, después de un gran día en la playa, durante el cual ambos habíamos sido solicitados prácticamente por todo el mundo. Fue entonces cuando la mano terrible, peculiarmente terrible, comenzó a ejecutar terribles, terribles tangos, y habían comenzado a manifestarse las bellezas del atardecer, las jóvenes y los muchachos con sus ropas de medida. Puedo recordar eso, pero prefiero no hacerlo. Los paisajes que me vienen a la mente se parecen de un modo desagradable a los que uno encuentra en las tarjetas postales de salutación —se repite mucho la granja rodeada de nieve—, pero preferiría quedarme con algo que no fuese concluyente. Ya es tarde. Pasamos el día en una playa. Lo sé porque estamos quemados por el sol, y tengo arena en los zapatos. Un taxi —cierta librea alquilada— nos ha traído a una estación ferroviaria de provincia, un lugar aislado, y nos dejó allí. La estación está cerrada y alrededor no hay un pueblo, ni una granja, ni signos de vida excepto un perro extraviado. Cuando miramos el horario desplegado sobre una pared de la estación comprendo que nos encontramos en Italia, aunque ignoro dónde. Elegí este recuerdo porque incluye pocos elementos específicos. Hemos perdido el tren, o no hay tren, o llega con retraso. No recuerdo. Ni siquiera recuerdo una risa, o un beso, o que haya pasado mi brazo sobre tu hombro cuando nos sentamos en un banco duro de una estación ferroviaria de provincia, vacía, en un país donde no se hablaba inglés. La luz se esfumaba, pero como ocurre con frecuencia, lo hacía ostentosamente. Lo único que puedo recordar es el sentido de tu compañía y una sensación de satisfacción física.
»Presumo que se trata de cosas románticas y eróticas, pero creo que también hay mucho más. Lo que recuerdo, esta noche, en esta celda, es la espera en cierta sala de estar, mientras tú terminas de vestirte. Oigo el sonido del dormitorio, cuando tú cierras un cajón. Oigo el sonido de tus tacos —el piso, la alfombra, las baldosas del cuarto de baño— cuando entras allí para descargar el agua del inodoro. Después, oigo de nuevo el sonido de tus tacos —ahora un poco más rápido— mientras abres y cierras otro cajón, y luego te acercas a la puerta de la habitación en la cual yo espero, trayendo contigo los placeres de la velada y la noche, y la vida que compartimos. Y puedo recordar que espero expectante la cena en un dormitorio del piso superior, mientras tú arreglabas el último detalle antes de servir la cena sobre la mesa, mientras yo te oía rozar una fuente de porcelana con un frasco. Eso es lo que recuerdo.
»Y recuerdo la primera vez que nos vimos, y hoy y por siempre estaré asombrado de la perspicacia con que un hombre puede, de una hojeada, juzgar la amplitud y la belleza del recuerdo de una mujer, sus gustos con respecto al color, el alimento, el clima y el lenguaje, las exactas dimensiones clínicas de sus conductos viscerales, craneanos y reproductivos, el estado de sus dientes, sus cabellos, su piel, las uñas de los pies, la vista y el árbol bronquial, el hecho de que en un segundo, exaltado por el diagnóstico del amor, puede percibir el hecho de que ella le está destinada, o de que son el uno para el otro. Hablo de una ojeada y la imagen parece fugaz, aunque esta cuestión fue tanto romántica como práctica, pero estoy pensando en una desconocida vista por su desconocido. Habrá escaleras, recodos, planchadas, ascensores, puertos de mar, aeropuertos, un sitio entre un lugar y otro lugar y el mundo en que por primera vez te vi, vestida de azul, buscando un pasaporte o un cigarrillo.
»Después, te perseguí por la calle, por el país y el mundo, absoluta y totalmente informado del hecho de que nos pertenecíamos mutuamente, como en efecto ocurrió.
»No eres la mujer más bella que he conocido, pero cuatro de las grandes bellezas que conocí murieron por propia mano, y si bien ello no significa que todas las grandes bellezas que he conocido se suicidaron, cuatro es un número que vale la pena tener en cuenta. Quizás estoy tratando de explicar el hecho de que, si bien tu belleza no es muy grande, es muy práctica. No padeces nostalgia. Creo que la nostalgia es una característica femenina primaria, y tú no la tienes. Exhibes una acentuada pauta de profundidad sentimental, pero tienes una vivacidad, una cualidad luminosa que nunca vi en otro ser. Todos lo saben, todos lo ven, todos responden a eso. No puedo imaginar que este ser se eclipse. Tu coordinación física en el campo del atletismo puede ser muy desalentadora. En tenis tienes que dejarme ganar, y eres muy capaz de derrotarme en el juego de la herradura, pero recuerdo bien que nunca te mostraste agresiva. Recuerdo cuando paseaba contigo en Irlanda. ¿Recuerdas? Estábamos en esa bella residencia con un grupo internacional que incluía a varios barones alemanes de monóculo. Las doncellas tocadas con cofia nos servían té. ¿Recuerdas? Ese día mi criado estaba enfermo, y remontamos solos el arroyo —era el Dillon— hasta un recodo, donde vimos un anuncio que decía que no podía pescarse más de un salmón grande por día. Pasando el recodo, río arriba, había una montaña, y sobre ésta un castillo arruinado con un corpulento árbol que emergía de la torre más alta, y en la ruina del gran salón enjambres y más enjambres de avispas trayendo néctar de una enredadera cubierta de flores blancas. No entramos al salón del castillo porque no queríamos que nos picaran, pero recuerdo que nos apartamos un poco y olimos el denso aroma de las flores blancas y oímos el zumbido muy intenso de los insectos —era como el ronroneo de un motor viejo, con una correa de transmisión de cuero— y se difundía montaña abajo, hasta el borde del arroyo, y recuerdo que yo miraba el verdor de las colinas, y tu luminosidad, y la romántica ruina, y oía el zumbido de las avispas, y estaba atando mi sedal y agradecía a Dios que eso no me hubiese ocurrido en un momento anterior de mi vida, porque habría sido el fin. Quiero decir que me habría convertido en uno de esos idiotas que se sientan en los cafés, la mirada perdida en la lejanía, porque oyeron la música de las esferas celestiales. De modo que tiré la línea, y bien sabía que con tu coordinación podías hacerlo mucho mejor que yo, y tú estabas sentada en la orilla, las manos entrelazadas en el regazo, como si desearas haber traído tu bordado, pese a que, por lo que sé, eres incapaz de coser un botón. Y así, finalmente enganché y saqué un gran salmón, y después se descargó una tormenta de truenos y nos empapamos y nos desvestimos y nadamos en la corriente, que estaba más tibia que la lluvia, y esa noche en la residencia sirvieron el salmón con un limón en la boca, pero lo que yo quería decir es que nunca fuiste agresiva, y por lo que recuerdo, jamás peleamos. Recuerdo que una vez estaba mirándote en un cuarto de hotel y pensando si la amo tan absolutamente debemos disputar y si no me atrevía a hacerlo quizá no me atrevía a amar. Pero te amaba y no peleábamos y no puedo recordar una sola vez que lo hayamos hecho, nunca, nunca, ni siquiera cuando yo me disponía a disparar toda mi artillería y tú retiraste tu lengua de mi boca y dijiste que aún no te había dicho si debías usar un vestido largo o uno corto en la fiesta de cumpleaños de los Pinham. Nunca.
»Y recuerdo un lugar montañoso en invierno, en vísperas de una fiesta, cuando millares de personas se reunieron para esquiar, y se esperaba la llegada de más millares en aviones y trenes. Y recuerdo las pistas de esquí, las habitaciones excesivamente calefaccionadas y los libros que la gente deja atrás y la excitación galvánica del mundo físico. Estábamos acostados y de pronto, alrededor de medianoche, la temperatura subió bruscamente. La nieve que se descongelaba sobre el techo originaba un ruido de goteo; una tortura de agua para el posadero, y para todo el resto una música que frustraba la alegría. Y así, por la mañana, hacía mucho calor, cualquiera fuese la norma o el criterio utilizado, no importaba en qué país. La nieve tenía densidad suficiente para formar pelotas, y yo fabriqué una y la disparé contra un árbol, no recuerdo si pegué o erré, pero más allá de la bola de nieve vimos el cálido cielo azul de nieve que se fundía por doquier. Pero sin duda hacía más frío en las montañas cuyas pendientes y cimas blancas nos rodeaban. Subimos en el funicular, pero incluso en la cima la nieve estaba tibia, un día desastroso, espiritual y financieramente éramos prisioneros de nuestro ambiente, aunque si teníamos dinero suficiente podíamos volar a otra región más fría del mundo. Incluso sobre la cima de la montaña la nieve tenía una consistencia pegajosa, parecía un día de primavera, y yo esquié semidesnudo, pero las huellas húmedas eran peligrosas, veloces a la sombra, demoradas al sol, y a menor altura había una pulgada de agua en cada declive. Y entonces, a eso de las once el viento cambió, y tuve que volver a ponerme la ropa interior, la camisa, todo lo que tenía y también repentinamente las huellas se convirtieron en hielo, y uno por uno los cuidadores desplegaron los carteles que decían cerrado en siete idiomas, al comienzo de las pistas, y primero se corrió el rumor y después se supo que el primer ministro italiano había muerto cuando hacía una última pasada por la pendiente del Glokenschuss. Después, nadie emprendió el ascenso, y había una fila esperando descender, y si bien las pistas más bajas aún no se habían congelado y ese día, esa festividad aún era posible utilizarlas, se había echado a perder lo que debía ser la culminación del año. Pero luego, exactamente cuando el sol alcanzó el cénit, comenzó a nevar. Fue una nieve densa y bella que, como una yuxtaposición de fuerzas de gravedad, pareció desprender del planeta todo el paisaje montañoso. Bebimos café o schnapps en una choza —esperamos veinte minutos o media hora— y después las pistas inferiores quedaron bien cubiertas, y una hora más tarde todo estaba bien cubierto, quizá unos diez centímetros que se levantaban como espuma cuando tomábamos un giro, era un don, una epifanía, una mejora indecible de nuestro dominio de esas pendientes y caídas cubiertas de nieve. Y así subimos y bajamos, subimos y bajamos, con fuerza inagotable, con movimientos justos y exactos. Los clínicos hubieran dicho que esquiando descendíamos cada pendiente de nuestra vida, retornando al instante de nuestro nacimiento; y los hombres de buena voluntad y sentido común afirmarían que estábamos esquiando en todas las direcciones posibles, hacia una comprensión del triunfo de nuestros comienzos y nuestros fines. Así, cuando uno esquía, camina sobre la playa, nada, navega a vela, sube los alimentos por las escaleras de una casa iluminada, se baja los pantalones mostrando una gran incongruencia anatómica, besa una rosa. Ese día esquiamos —las pendientes no estaban iluminadas— hasta que el valle telefoneó a la cima ordenando que suspendieran los ascensos, y luego, después de restablecer nuestro equilibrio terrestre, como uno hace después de una prolongada salida en un barco de vela, un encuentro de hockey —o como deben hacer los artistas del trapecio— entramos trastabillando en el bar, donde resplandecían nuestras copas y todo lo que allí había. Recuerdo esto, y también puedo recordar la carrera de veleros, pero ahí está oscureciendo, está demasiado oscuro y no puedo escribir más».