El primer visitante de Farragut fue su esposa. Estaba rastrillando hojas en el patio y cuando el altavoz dijo que el 734-508-32 tenía un visitante. Avanzó por el camino, dejó atrás la estación de incendios y entró en el túnel. Eran cuatro tramos hasta el pabellón F. —Visitante —dijo a Walton, que lo dejó entrar a su celda—. Tenía la camisa blanca preparada para las visitas. Estaba cubierto de polvo. Se lavó la cara y se peinó el cabello con agua. —Lleve solamente un pañuelo —dijo el guardia—. Ya lo sé, lo sé, lo sé… —Bajó a la puerta que daba acceso a la sala de visitas, y allí lo palparon. A través del vidrio vio que su visitante era Marcia.
En la sala de visitas no había barrotes, pero las ventanas de vidrio tenían tejido de alambre, y estaban abiertas únicamente en el extremo superior. Un gato flaco no hubiese podido entrar o salir, pero los sonidos de la cárcel entraban libremente con la brisa. Sabía que ella había atravesado tres series de barrotes —clang, clang, clang— y que había esperado en una antesala amueblada con escaños o bancos, máquinas que suministraban bebidas sin alcohol y una muestra del arte de los convictos, con los correspondientes precios. Ninguno de los convictos sabía pintar, pero siempre podía contarse con que algún reblandecido comprase un vaso de rosas o una marina con una puesta de sol si le decían que el artista era un condenado a perpetua. No había imágenes sobre las paredes de la sala de visitas, solamente cuatro carteles que decían: prohibido fumar. PROHIBIDO ESCRIBIR. PROHIBIDO PASAR OBJETOS. SE PERMITE UN BESO A LOS VISITANTES. Los mismos carteles en español. Habían tachado la leyenda prohibido fumar. Le habían dicho que la sala de visitas de Falconer era la más tolerante del Este. No había obstáculos, sólo un mostrador de noventa centímetros entre la persona libre y el detenido. Mientras lo palpaban miró alrededor, a los demás visitantes, no tanto por curiosidad, como para ver si allí había algo que pudiese ofender a Marcia. Un convicto tenía un bebé en los brazos. Una anciana llorosa conversaba con un joven. Más cerca de Marcia, una pareja de chicanos. La mujer era hermosa, y el hombre le acariciaba los brazos desnudos.
Farragut ingresó en esa tierra de nadie y entró bruscamente, como si la mera circunstancia lo hubiese arrojado a la visita. —Hola, querida —exclamó, tal como había exclamado «Hola, querida» en trenes, barcos, aeropuertos, al pie de la planchada, al cabo de un viaje, sólo que otrora habría actuado a horario, persiguiendo la consumación sexual más veloz posible.
—Hola —dijo ella—. Tienes buen aspecto.
—Gracias. Se te ve hermosa.
—No te dije que venía porque no me pareció necesario. Cuando llame para concertar una entrevista me dijeron que no saldrías de aquí.
—Es cierto.
—No vine antes porque estuve en Jamaica con Gussie.
—Me parece magnífico. ¿Cómo está Gussie?
—Gruesa. Ha engordado terriblemente.
—¿Piensas divorciarte?
—Ahora no. Por ahora no quiero seguir hablando con abogados.
—Tienes derecho a divorciarte.
—Lo sé. —Miró a la pareja de chicanos. El hombre había llevado su mano hasta el vello de la axila de la muchacha. Los dos tenían cerrados los ojos.
—¿De qué hablas con esta gente? —preguntó ella.
—No los veo mucho —dijo él—, salvo a la hora de la comida, y entonces no podemos hablar. Sabes, estoy en el pabellón F. Es una especie de lugar olvidado. Como Piranesi. El martes pasado olvidaron llevarnos a cenar.
—¿Cómo es tu celda?
—Cuatro por dos y medio —respondió él—. Lo único que me pertenece es el grabado de Miró, el Descartes y una fotografía en colores de ti y Peter. Es vieja. La tomé cuando vivíamos en el Vineyard. ¿Cómo está Peter?
—Muy bien.
—¿Vendrá a verme?
—No lo sé. De veras no lo sé. No pregunta por ti. La asistente social cree que, en general, por el momento es mejor que no vea a su padre encerrado en la cárcel por asesinato.
—¿Podrías traerme una fotografía?
—Sí, si la tuviese.
—¿No puedes tomarle una?
—Sabes que no manejo bien la cámara.
—De todos modos gracias por enviarme el reloj nuevo.
—No tiene importancia.
En el pabellón B alguien rasgueó un banjo de cinco cuerdas y empezó a cantar: «Me vino la tristeza de la cárcel / Siempre estoy triste / Me vino esta tristeza de la cárcel / Encerrado entre muros, y no puedo trepar…». Cantaba bien. La voz y el banjo resonaban con fuerza, claros y auténticos, y llevaban a esa región fronteriza el hecho de que era una tarde de fines del verano en toda esa región del mundo. Por la ventana alcanzó a ver algunas prendas de ropa interior y uniformes de fajina colgados a secar. La brisa los movió, como si este movimiento —semejante a los movimientos de las hormigas, las abejas y los gansos— respondiese a cierto orden polar. Durante un momento él mismo se sintió un hombre del mundo, un mundo frente al cual su sensibilidad era maravillosa y absurda. Marcia abrió su bolso y buscó algo.
—El ejército debe haber sido una buena preparación para esta experiencia —dijo.
—Más o menos —respondió él.
—Nunca comprendí por qué te gustaba tanto el ejército.
Del espacio abierto que se extendía frente a la entrada principal, le llegaron los gritos de un guardia: —Ustedes serán muchachos buenos, ¿verdad? Serán buenos muchachos. Serán buenos, buenos, buenos muchachos. —Oyó el ruido arrastrado del metal, y supuso que venían de Auburn.
—Oh, maldición —dijo ella. La irritación le ensombreció el rostro—. Oh, condenado Dios —dijo, poseída por la indignación.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—No puedo encontrar mis toallitas de papel —dijo ella. Estaba revolviendo el bolso.
—Lo siento —dijo él.
—Parece que hoy todo me sale mal —insistió ella—, absolutamente todo. —Volcó sobre el mostrador el contenido del bolso.
—Señora, señora —dijo el guardia, sentado sobre una silla elevada como un guardavidas—. Señora, sobre el mostrador puede poner únicamente bebidas sin alcohol y atados de cigarrillos.
—Yo —dijo ella— soy contribuyente. Ayudo a sostener este sitio. Mantener a mi marido aquí me cuesta más que enviar a mi hijo a una buena escuela.
—Señora, señora, por favor —dijo el hombre—. Retire esas cosas del mostrador o tendré que echarla.
Encontró la cajita de toallas y empujó el contenido del bolso, devolviéndolo a su lugar. Él cubrió con su mano la de Marcia, profundamente conmovido ante este recuerdo de su propio pasado. Ella retiró la mano, pero ¿por qué? Si ella le hubiese permitido tocarla un minuto, la calidez y el alivio habrían durado semanas. —Bueno —dijo ella, y él pensó que recuperaba el dominio de sí misma y su belleza.
La luz de la habitación no era muy amable, pero Marcia era muy capaz de afrontar su crudeza. Había sido una belleza garantizada. Varios fotógrafos le habían pedido que posara, si bien sus pechos, maravillosos para la crianza y el amor, eran un poco excesivos para esa línea de trabajo. —Soy demasiado tímida y muy perezosa —había dicho. Pero había aceptado el cumplido; y su belleza estaba documentada. —Sabes —había dicho cierta vez a su hijo—, no puedo hablar con mami cuando hay un espejo en la habitación. Realmente está muy envanecida de su apariencia. —Narciso era hombre, y a él no le resultaba fácil verla en ese papel; pero ella se había detenido, quizás doce o quince veces, frente al espejo de cuerpo entero del dormitorio, y le había preguntado—: ¿En este condado hay otra mujer de mi edad tan hermosa como yo? —Estaba abrumadoramente desnuda, y él había creído que era una invitación, pero cuando la tocó Marcia dijo—: Deja de manosear mis pechos. Soy bella. —Y en efecto, lo era. Sabía que, después que se marchase, quien la hubiese visto —por ejemplo, el guardia— diría: «Si ésa es su mujer, usted es un tipo afortunado. Fuera del cine nunca vi nada tan hermoso».
Si ella era Narcisa, ¿podía aplicarse el resto de la doctrina freudiana? En el marco de su limitada capacidad de juicio en la materia, él nunca había considerado muy seriamente el asunto. Marcia había pasado tres semanas en Roma con su antigua compañera de habitación, María Lippincott Hastings Guglielmi. Tres matrimonios, un jugoso arreglo financiero por cada uno, y una reputación sexual muy ingrata. En esa época no tenían criada, y él y Peter habían limpiado la casa, preparado y encendido fuegos, y comprado flores para celebrar su regreso de Italia. Había ido a recibirla al aeropuerto Kennedy. El avión llegó con retraso. Era más de medianoche. Cuando él se inclinó para besarla, Marcia desvió la cara y bajó el ala blanda de su nuevo sombrero romano. Él le tomó las valijas, puso en marcha el automóvil y partieron en dirección al hogar. —Parece que lo pasaste muy bien —comentó él—. Jamás —dijo ella— fui tan feliz en mi vida. —Él no extrajo conclusiones apresuradas. Los fuegos seguramente estaban ardiendo, y las flores resplandecientes. En esa región del mundo el suelo estaba cubierto de nieve sucia. —¿Había nieve en Roma? —preguntó él. —No en la ciudad —dijo ella—. Un poco en la Via Cassia. No la vi. Lo leí en el diario. Nada tan repugnante como esto.
Llevó las valijas a la sala de estar. Allí estaba Peter, en piyama. Marcia lo abrazó y lloró un poco. Erró por un kilómetro los fuegos y las flores. Él intentó besarla otra vez, pero sabía que bien podía recibir una derecha en el mentón. —¿Te preparo una copa? —preguntó, formulando el ofrecimiento con una voz que se elevó. —Creo que sí —respondió ella, descendiendo una octava. —Campari —agregó—. ¿Limone? —preguntó él. —Sí, sí —dijo ella—, un sprintz. —Él sirvió el hielo, la cáscara de limón, y le entregó la copa. —Déjala sobre la mesa —dijo ella—. El Campari me recordará la felicidad perdida. —Entró en la cocina, humedeció una esponja y comenzó a lavar la puerta del refrigerador. —Ya limpiamos la casa —observó él con sincera tristeza. —Peter y yo limpiamos la casa. Peter lavó el piso de la cocina. — Bueno, parece que olvidaron la puerta del refrigerador —dijo ella—. Si hay ángeles en el cielo —observó él—, y si son mujeres, supongo que con bastante frecuencia dejan sus arpas para limpiar escurrideros, puertas de refrigeradores, y cualquier superficie esmaltada. Parece ser una característica femenina secundaria. —¿Estás loco? —preguntó ella—. No sé de qué estás hablando. —Su pene que un instante antes estaba dispuesto para la fiesta, se retiró de Waterloo a París y de París a Elba. —Casi todas las personas a quienes he amado me llamaron loco —dijo él—. Y en efecto, me gustaría conversar del amor. —Oh, de eso se trata —dijo ella—. Bueno, aquí tienes. —Marcia aplicó los pulgares a los oídos, agitó los dedos, representó una bizquera y produjo con la lengua un pedorreo estrepitoso. —Me gustaría que no hicieses morisquetas —dijo él. —Ojalá no pusieras esa cara —replicó ella. —Gracias a Dios, no puedes ver qué aspecto tienes. —Él no insistió, porque sabía que Peter estaba escuchando.
Ella necesitó unos diez días para reaccionar. Fue después de un cócktel y antes de la cena. Durmieron una siesta, ella en los brazos de su marido. Él pensó que eran un solo ser. La fragante madeja de los cabellos femeninos le rozaba el rostro. Ella respiraba pesadamente. Cuando despertó, tocó el rostro de Farragut y preguntó: —¿Ronqué? —Terriblemente —dijo él—, parecías una sierra eléctrica. —Fue un hermoso sueño —dijo ella—. Me encanta dormir en tus brazos. —Después, hicieron el amor. La imaginería de Farragut en relación con un gran orgasmo estaba imponiéndose en la carrera de veleros, el Renacimiento, las altas montañas. —Caray, qué bueno —dijo ella—. ¿Qué hora es? —Las siete —contestó él—. ¿A qué hora debemos estar? —A las ocho. —Ya te bañaste, ahora lo haré yo. —Él la secó con una toallita y le pasó un cigarrillo encendido. La siguió al cuarto de baño y se acomodó sobre la tapa baja del inodoro mientras ella se frotaba la espalda con un cepillo. —Olvidé decirte —le informó. —Liza nos envió una rosca de queso. —Muy amable —dijo Marcia—, pero, ¿sabes una cosa? Me afloja mucho el vientre. —Él se alzó los genitales y cruzó las piernas. —Qué extraño —dijo—, a mí me constipa. —Así era entonces su matrimonio, no el nivel más alto de la escalera, el susurro de las fuentes italianas, el viento entre los olivos lejanos, sino esto: un varón y una mujer desgarradamente desnudos comentando el funcionamiento de sus respectivos intestinos.
Otra vez. Era cuando criaban perros. La perra Hannah había dado a luz una camada de ocho cachorros. Siete estaban en la perrera, detrás de la casa. Se había permitido entrar a uno, un animalito enfermizo que debía morir. Alrededor de las tres Farragut despertó de un sueño liviano a causa del ruido del cachorro que vomitaba o defecaba. Dormía desnudo, y desnudo bajó de la cama, tratando de no molestar a Marcia, y descendió a la sala de estar. Debajo del piano todo estaba sucio. El cachorro temblaba. —Cálmate, Gordon —dijo—. Peter había bautizado Gordon Cooper al cachorro. Tanto tiempo hacía de eso. Se apoderó de un trapo, un cubo y algunas toallas de papel y con el trasero desnudo se arrastró bajo el piano para limpiar la suciedad. Pero él la había despertado, y la oyó bajar la escalera. Marcia tenía puesta una bata transparente, y podía vérsele todo. —Lamento haberte despertado —dijo—. Gordon tuvo un accidente. —Te ayudaré —dijo ella—. No es necesario —replicó—. Casi he terminado. —De todos modos, quiero ayudarte —insistió ella. Apoyada en las manos y las rodillas se reunió con él bajo el piano. Cuando terminó la tarea, ella se incorporó y golpeó la cabeza contra la parte del piano que sobresale de la masa del instrumento. —Oh —dijo ella. —¿Te lastimaste? —preguntó él. —No mucho —replicó—. Ojalá no se me forme un chichón o un cardenal. —Lo siento, querida —observó él—. Se puso de pie, la abrazó, la besó e hicieron el amor en el sofá. Después le encendió un cigarrillo y volvieron a la cama. Pero no mucho después de este episodio él entró en la cocina para conseguir un poco de hielo y la encontró abrazando y besando a Sally Midland, con quien solía reunirse dos veces por semana para hacer trabajos de estambre. Le pareció que el abrazo no era platónico, y detestó a Sally. —Discúlpenme —dijo. —¿Por qué? —preguntó ella. —Me tiré un viento —dijo él. Eso era grosero, y lo sabía. Metió en la alacena la bandeja con hielo. Marcia permaneció silenciosa durante la comida y el resto de la velada. Al día siguiente, sábado, cuando despertaron, él preguntó: —¿Estás bien, querida?
—Mierda —dijo ella. Se puso la bata y fue a la cocina, y él oyó que descargaba puntapiés sobre el refrigerador, y luego sobre el lavarropas. —Odio todos estos artefactos de segunda mano, podridos y descompuestos —gritó—. Odio, odio, odio esta cocina sucia, mierdosa y vieja. Soñé que vivía en habitaciones de mármol. —Él sabía que todo eso era ominoso, y los augurios indicaban que no tendría su desayuno. Cuando ella estaba de mal humor solía mirar los huevos del desayuno como si ella misma los hubiese puesto e incubado. ¡El huevo, el huevo del desayuno! El huevo era como una sibila en un drama ático. —¿Puedo tener huevos en el desayuno? —había preguntado él, muchos años antes. —¿Pretendes que prepare el desayuno en esta casa sórdida? —había preguntado ella. —¿Puedo prepararme yo mismo los huevos? —preguntó Farragut. —De ningún modo —respondió ella—. Harás tal embrollo en esta ruina que después me llevará horas limpiar todo. —En días así, bien lo sabía, podía considerarse afortunado si bebía una taza de café. Cuando se vistió y bajó, el rostro de Marcia continuaba muy sombrío, y ello indujo a Farragut a sentirse mucho más irritado que hambriento. ¿Cómo podía corregir esta situación? Miró por la ventana y vio que había caído una helada, la primera. El sol se había levantado, pero la escarcha blanca se mantenía a la sombra de la casa y los árboles, con una exactitud euclidiana. Después de la primera helada se cortaban las uvas silvestres que ella prefería para preparar jalea, no mucho mayores que pasas, negras y ásperas; él pensó que quizás una bolsa de uvas silvestres producirían el efecto deseado. Él se mostraba escrupuloso acerca de la magia sexual de las herramientas. Quizá se trataba de ansiedad, o del hecho de que otrora había pasado el verano en el Sudoeste de Irlanda, donde las herramientas habían sido masculinas y femeninas. Cuando transportaba una canasta y cizallas, se había sentido un travestido. Eligió un saco de arpillera y un cuchillo de caza. Fue al bosque —un kilómetro o algo más desde la casa— hasta el lugar donde había un seto de uvas silvestres sobre un fondo de pinos. Miraban al Este y los frutos estaban maduros, púrpura-negruzcos y ribeteados de escarcha a la sombra. Los cortó con su cuchillo masculino y los metió en el tosco saco. Los cortaba para ella, pero, ¿quién era ella? ¿La amante de Sally Midland? ¡Sí, sí, sí! Había que afrontar los hechos. Lo que él afrontaba era la más grande falsedad o la verdad más grande, pero en cualquier caso se sentía envuelto y sostenido por un sentido de razonabilidad. Pero, si ella amaba a Sally Midland, ¿acaso él no amaba a Chucky Drew? Le agradaba estar con Chucky Drew, pero cuando se encontraban uno al lado del otro bajo la ducha se le ocurrió que Chucky tenía el aspecto de un pollo enfermo, con los brazos sin fuerza, como los de esas mujeres que solían jugar bridge con su madre. Pensó que no había amado a un hombre desde el día que salió del cuerpo de niños exploradores. Así, con su bolsa de uvas silvestres, retornó a la casa, los pantalones salpicados de cardos, la frente picada por las últimas moscas del año. Ella había regresado a la cama. Descansaba con el rostro hundido en la almohada. —Recogí algunas uvas —dijo él—. Anoche tuvimos la primera helada. Te traje uvas silvestres para hacer jalea. —Gracias —dijo ella, a la almohada. —Las dejaré en la cocina— explicó. Pasó el resto del día preparando la casa para el invierno. Retiró las persianas y colocó los protectores, apiló hojas de roble, rastrilladas y ácidas, alrededor de los rododendros, verificó el nivel del petróleo en el tanque de combustible y apiló los patines. Trabajó en la compañía de muchas avispas que golpeaban contra los aleros, y que lo mismo que él, parecían deseosas de hallar refugio ante la aproximación de la edad del hielo…
—En parte fue porque dejamos de hacer cosas juntos —dijo él—. Solíamos hacer muchas cosas juntos. Dormir, viajar, esquiar, patinar, navegar, ir a conciertos, todo lo hacíamos juntos, mirábamos la Serie Mundial y bebíamos cerveza juntos, aunque a ninguno de nosotros nos gusta la cerveza, por lo menos la norteamericana. Fue el año en que Lomberg, no sé cuál era su nombre de pila, erró un tiro por media pista. Tú lloraste, y yo también. Lloramos juntos.
—Tú tenías tu droga —observó ella—. Eso no podíamos hacerlo juntos.
—Pero me aparté seis meses —dijo él—. Aunque nada cambió. De la noche a la mañana. Casi me mató.
—Seis meses no es una vida —dijo Marcia—, y en todo caso, ¿cuándo fue eso?
—Tú ganas —admitió él.
—¿Cómo estás ahora?
—De cuarenta a diez miligramos. Me dan metadona todas las mañanas a las nueve. La entrega un maricón. Usa peluca.
—¿También se droga?
—No sé. Me preguntó si me agradaba la ópera.
—Y por supuesto, no te gusta.
—Eso le dije.
—Me parece bien. No quisiera estar casada con un homosexual, ya que lo estoy con un drogadicto homicida.
—No maté a mi hermano.
—Lo golpeaste con un atizador. Y murió.
—Lo golpeé con un atizador. Estaba borracho. Se golpeó la cabeza contra la chimenea.
—Todos los penalistas dicen que todos los convictos proclaman su inocencia.
—Confucio dice…
—Farragut, eres tan superficial. Siempre fuiste un peso liviano.
—No maté a mi hermano.
—¿Cambiamos de tema?
—Por favor.
—¿Cuándo crees que dejarás el vicio?
—No lo sé. Me parece difícil imaginar esa situación. Puedo decir que la imagino, pero sería falso. Sería como si dijera que he vuelto a instalarme en cierta tarde de mi juventud.
—Por eso eres un peso liviano.
—Sí.
No deseaba disputar, ni entonces ni nunca más con ella. Durante el último año de matrimonio había observado que el desarrollo de una disputa era tan ritual como las palabras y el sacramento del santo matrimonio. —No tengo por qué continuar escuchando tus idioteces —había gritado ella—. Lo asombró, no su histeria, sino el hecho de que le había quitado las palabras de la boca. —Arruinaste mi vida, arruinaste mi vida —gritaba ella—. En la tierra no hay nada tan cruel como un matrimonio arruinado. —Él tenía todo eso en la punta de la lengua. Pero luego, mientras esperaba que ella continuase anticipando lo que él pensaba, oyó su voz, más honda y más tierna a causa del dolor sincero, que comenzaba una variación inalcanzable para él. —Eres el peor error que cometí jamás —dijo ella suavemente—. Creía que mi vida era ciento por ciento frustración, pero cuando mataste a tu hermano comprendí que había subestimado mis problemas.
Cuando aludía a la frustración, a veces se refería a la frustración de su carrera como pintora, que había comenzado y concluido cuando conquistó el segundo premio de una exposición de arte en la universidad, veinticinco años antes. Una mujer a quien amaba profundamente lo había llamado perverso, y él siempre había tenido en cuenta esta posibilidad. La mujer lo había llamado perverso cuando ambos estaban completamente desnudos en el piso alto de un buen hotel. Después, ella lo besó y dijo:
—Derramemos whisky uno sobre el otro, y bebámoslo. —Así habían hecho, y él no podía dudar del juicio de una mujer así. De modo que, quizá perversamente, él repasó su carrera como pintora. Cuando se conocieron, ella vivía en un estudio, y consagraba a la pintura la mayor parte de su tiempo. Cuando se casaron, el «Times» había dicho que ella era pintora, y en todos los departamentos y las casas en que vivieron había un estudio. Ella pintaba, pintaba incansablemente. Cuando había invitados a cenar, les mostraba sus cuadros. Mandaba fotografiar los cuadros, y enviaba las fotos a las galerías. Había expuesto en parques públicos, calles y mercados de pulgas. Había transportado sus cuadros por la calle Cincuenta y Siete, por la calle Sesenta y Tres, por la calle Setenta y Dos, y había solicitado subsidios, recompensas, el ingreso en colonias de pintores que recibían subsidios, había pintado interminablemente, pero su trabajo jamás había suscitado el más mínimo entusiasmo. Él comprendía, trataba de entender, aun siendo perverso. Ésa era su vocación, y él suponía que tan intensa como el amor de Dios, y como en el caso de un sacerdote desafortunado, las plegarias de la mujer tuvieron un efecto contraproducente. Lo cual tenía cierto encanto contradictorio.
Su pasión por la independencia la había inducido a manipular la cuenta conjunta. La independencia de las mujeres no era nada nuevo para él. Tenía una experiencia amplia, ya que no excepcional. Su bisabuela había cruzado dos veces el Cabo de Hornos, en un barco de vela. Por supuesto, como sobrecargo, la esposa del capitán, pero eso no la había protegido de las grandes tormentas marinas, la soledad, la posibilidad del motín y la muerte o cosas peores. Su abuela había querido ser bombero. Había vivido antes de la época freudiana, pero no carecía de humor. —Me gustan las campanas —decía—, las escaleras, los caños, el estrépito y el retumbo del agua. ¿Por qué no puedo trabajar de voluntaria en el departamento de bomberos? —Su madre había sido una mujer de negocio sin éxito, administradora de salones de té, restaurantes, tiendas, y en determinado momento propietaria de una fábrica que producía bolsos, cigarreras pintadas y topes de puertas. El impulso de independencia de Marcia no era, él bien lo sabía, resultado de su compañía sino de la historia.
Él descubrió la manipulación con la chequera apenas empezó el asunto. Ella tenía algún dinero propio, pero no alcanzaba para pagar sus ropas. Dependía de él y estaba decidida, ya que no podía modificar esta situación a disimularla. Había comenzado a pedir a los proveedores que le cambiaran cheques, y luego afirmaba que el dinero se había gastado en el mantenimiento de la casa. Los plomeros, los electricistas, los carpinteros y los pintores no entendían bien qué hacía ella, pero era solvente, de modo que no se oponían a canjearle los cheques. Cuando Farragut descubrió el hecho comprendió que su motivo era la independencia. Ella, sin duda, sabía que él sabía. Puesto que los dos sabían, qué sentido tenía plantear el asunto, a menos que él quisiera una lluvia de lágrimas y ésa era la última cosa en el mundo que él quería.
—¿Cómo está la casa? —preguntó—. ¿Cómo está Indian Hill? —No usó el pronombre posesivo: Mi casa. Tu casa, nuestra casa. La casa aún le pertenecía, y sería suya hasta que ella se divorciara. Marcia no contestó. No se quitó los guantes dedo por dedo, ni se tocó el cabello, o utilizó cualquiera de las gastadas bromas de comedia musical utilizadas para expresar desprecio. Su respuesta fue aún más acre: —Bueno —dijo—, es agradable que el asiento del inodoro esté seco.
Salió lentamente de la sala de visitas y subió la escalera hasta el bloque F. Colgó de una percha su camisa blanca y se acercó a la ventana desde donde, abarcando un espacio aproximado de treinta centímetros, alcanzaba a ver dos escalones de la entrada y el camino que los visitantes recorrían cuando se dirigían a los automóviles, los taxis o el tren. Esperó que apareciesen por la puerta, como el camarero de un hotel del plan norteamericano espera que se abran las puertas del comedor, como un amante, como un agricultor arruinado por la sequía espera la lluvia, pero sin el sentido de la universalidad de la espera.
Aparecieron —uno, tres, cuatro, dos— en total veintisiete. Era día de semana. Chicanos, negros, blancos, su esposa de clase alta con su toca de forma acampanada, lo que estuviese de moda ese año. Había ido a la peluquería antes de visitar la prisión. ¿Lo había dicho? «No voy a una fiesta, voy a la cárcel a ver a mi marido». Recordó a las mujeres en el mar antes de la salida de Ann Ecbatan. Todas nadaban estilo pecho para mantener seco los cabellos. Ahora, algunos visitantes transportaban bolsas de papel en las cuales llevaban a casa el contrabando que habían intentado pasar a los seres queridos. Estaban libres, libres de correr, saltar, copular, beber, comprar un billete en el avión a Tokio. Estaban libres, y sin embargo se movían tan descuidadamente en ese precioso elemento que se hubiera dicho que era puro desperdicio. Por el modo en que se movían, era evidente que no apreciaban la libertad. Un hombre se inclinó para levantarse las medias. Una mujer rebuscó en su bolso para comprobar que tenía las llaves. Una mujer más joven elevó los ojos hacia el cielo nublado y abrió un paraguas verde. Una mujer vieja y muy fea se secó las lágrimas con un pedazo de papel. Éstas eran sus restricciones, los signos del confinamiento que ellos padecían, pero había cierta naturalidad, cierta despreocupación en su propio encarcelamiento, algo de lo cual él, que los observaba entre los barrotes, carecía cruelmente.
No era dolor, nada tan sencillo y claro como eso. Lo único que él podía identificar era cierta perturbación de sus conductos lacrimales, un deseo ciego e irreflexivo de llorar. Las lágrimas brotaron fácilmente, un buen trabajo de diez minutos. Anhelaba llorar y aullar. Era uno de los muertos en vida. No había palabras, palabras vivas que se acomodaran a este dolor, a esta escisión. Era el hombre primordial enfrentado al amor romántico. Sus ojos comenzaron a humedecerse cuando desapareció el último de los visitantes, el último zapato. Permaneció sentado en su camastro, y tomó en la mano derecha el más interesante, mundano, sensible y nostálgico objeto de la celda. —Apúrate —dijo el Pollo número dos—. Tienes solamente ocho minutos para comer.
Sólo la mitad del bloque F estaba ocupada. La mayoría de los baños y las cerraduras del piso superior estaba rota, y esas celdas no tenían ocupantes. Únicamente funcionaban las cerraduras de las celdas, y el inodoro de la celda de Farragut se descargaba solo, ruidosamente y por su cuenta. El aíre de vejez —la sensación de que sin duda estaban pasando los últimos días del sistema carcelario— era muy intenso. Al cabo de dos semanas, de los veinte hombres alojados en F, Farragut se incorporó a un grupo de familia formado por el Pollo número dos, Bumpo, la Piedra, el Cornudo, Ransome y Tenis. Esta organización era muy misteriosa. Ransome era un individuo alto, muy alto y apuesto, que presuntamente había asesinado a su padre. Farragut aprendió muy pronto que no debía preguntar a un compañero qué hacía en Falconer. Ello hubiera significado una estúpida violación de los términos que les permitían convivir y, en todo caso ellos mismos no sabían la verdad. Ransome era un hombre lacónico. Hablaba solamente a la Piedra, que no podía desenvolverse solo. Todos hablaban de la Piedra. Cierta organización criminal le había perforado los tímpanos con un punzón de picar hielo. Después le habían tendido una trampa, y conseguido que le aplicasen una prolongada sentencia; y le habían regalado un audífono de doscientos dólares. Era un sostén de tela que colgaba de sus hombros, sostenido por tiras. Contenía un receptor de plástico color carne, un tubo que llegaba al oído derecho y cuatro baterías. Ransome llevaba y traía a la Piedra entre la celda y el comedor, lo exhortaba a usar el audífono y cambiaba las baterías cuando se agotaban.
Casi nunca hablaba con otras personas.
Tenis había impuesto su presencia a Farragut el segundo día a la mañana temprano, después de barrer las celdas y mientras esperaban la comida. —Soy Lloyd Haversham —dijo—. ¿Ese nombre le dice algo? ¿No? Me llaman Tenis. Me pareció que usted sabía, porque tiene el aspecto del hombre que quizá juega tenis. Gané dos veces seguidas los dobles de Spartanburg. Soy el segundo hombre en la historia del tenis que lo consigue. Por supuesto, aprendí en clubes privados. Nunca jugué en público. Incluyeron mi nombre en la enciclopedia de los deportes, el diccionario de los grandes del deporte, soy miembro de la academia de tenis y mi figura apareció en la tapa del número de marzo de «Racquets». «Racquets» es la principal publicación de la industria de equipos para tenis. —Mientras hablaba, Tenis desplegaba toda la actividad física de una venta a presión: las manos, los hombros, la pelvis, todo estaba en movimiento. —Estoy aquí a causa de un error administrativo, el error de un empleado de Banco. Soy un visitante, estoy de paso, dentro de pocos días compadezco ante la junta de libertad bajo palabra, y salgo de aquí. En la mañana del nueve deposité trece mil dólares en el Banco de Ahorro Mutuo y expedí tres cheques por doscientos dólares antes de que acreditaran el depósito. Por accidente usé la chequera de mi compañero de habitación, fue uno de mis rivales en los dobles de Spartanburg, y nunca me perdonó mi victoria. Es suficiente un poco de celos y un error administrativo, mala suerte y así lo meten a uno en la cárcel, pero en una semana o dos me marcho. Esto es más una despedida que un saludo, ¡pero de todos modos lo saludo! —Como la mayoría, Tenis hablaba en sueños, y Farragut lo había oído preguntar: —¿Ya lo atendieron? ¿Realmente lo atendieron? —Bumpo explicó la frase a Farragut. La carrera atlética de Tenis se había desarrollado treinta años antes, y lo habían detenido por falsificación de cheques mientras trabajaba como empleado de una rotisería. Bumpo pudo explicar el hecho relacionado con Tenis, pero nada dijo de sí mismo, pese a que era la celebridad del bloque, y a que se afirmaba que era el segundo hombre que había secuestrado un avión. Había obligado al piloto a volar de Minneapolis a Cuba, y estaba cumpliendo una sentencia de dieciocho años por secuestro. Bumpo nunca mencionaba este hecho, o ningún detalle acerca de sí mismo, excepto un comentario a propósito de un gran anillo que usaba, que llevaba engarzado un diamante o un pedazo de vidrio. —Vale veinte mil —decía. El precio variaba de un día para el otro. —Lo vendería, lo vendería mañana si alguien me garantizase que de ese modo se salva una vida. Quiero decir, si hubiese una persona muy vieja, solitaria y hambrienta, cuya vida yo pudiera salvar, en ese caso lo vendería. Por supuesto, tendría que ver los documentos. O si hubiese una niñita indefensa y sola, y yo tuviese la seguridad de que nadie o nada en el mundo podría salvarle la vida, bueno, en ese caso le daría mi piedra. Pero primero tendría que ver los documentos. Querría ver certificaciones y fotografías, y partida de nacimiento, pero si pudiesen demostrarme que mi piedra es la única cosa que se interpone entre la niña y la tumba bueno, en ese caso se la daría en diez minutos.
El Pollo número dos hablaba de su brillante carrera como ladrón de joyas en Nueva York, Chicago y Los Angeles, y si bien en sueños hablaba más que el resto de ellos, en su charla se repetía una frase. —No le pida rebaja de precio —gritaba. Su voz era vehemente e irritable. —Le dije que no le pida rebaja de precio. No se la dará por menos precio, así que no le pida. —Cuando se refería a su carrera no detallaba sus éxitos. Hablaba sobre todo de su propio encanto. —La razón por la cual yo fui tan grande era mi encanto. Yo era muy encantador. Todos sabían que yo tenía clase. Y voluntad, yo tenía voluntad. Daba la impresión de una persona muy dispuesta. Si alguien me pedía que consiguiera algo, tenía la impresión de que yo lo intentaría. Consígame las Cataratas del Niágara, me decían. Consígame el Empire State Building. Sí señor, decía siempre, sí señor, lo intentaré. Yo tenía clase.
El Cornudo, como Tenis, se explicó con fuerza y energía. No hacía una semana que Farragut era miembro de la familia cuando el Cornudo le hizo una visita. Era un hombre grueso de rostro muy sonrosado, cabellos finos y una sonrisa irritante y exagerada. Su aspecto más interesante era que había organizado un negocio. Pagaba un atado de cigarrillos mentolados por cada dos cucharas que un penado pudiese robar del comedor. En el taller convertía las cucharas en brazaletes, y Walton, el cabo a cargo de las celdas, las disimulaba entre sus ropas y las exponía en un negocio de regalos de la localidad más próxima, donde se los anunciaba como producción de un hombre condenado a muerte. Se vendían por veinticinco dólares. Con estas ganancias tenía su celda colmada de jamón enlatado, pollos, sardinas, manteca de maní, galletitas y pastas, y utilizaba estos alimentos como carnada para conseguir que sus compañeros escuchasen sus relatos acerca de su esposa. —Lo invito a comer una linda rebanada de jamón —dijo a Farragut—. Tome asiento, tome asiento, y sírvase una linda rebanada de jamón, pero antes le explicaré por qué estoy aquí. Maté por error a mi esposa. La noche que la maté fue la noche que me dijo que ninguno de los tres chicos era mío. También me dijo que los dos abortos que yo pagué y el hijo que perdió tampoco eran míos. Entonces la maté. Ni siquiera cuando las cosas andaban bien podía confiarse en ella. Por ejemplo, esa semana o dos que estuvimos casi todo el tiempo en la cama. Yo me dedicaba a ventas, pero era la temperatura baja, y los dos estábamos en la casa, encamándonos, comiendo y bebiendo. Entonces me dijo que necesitamos descansar un poco de encamarnos uno con otro, y yo entendí a qué se refería. Yo estaba realmente enamorado. Dijo que sería muy bueno separarnos un par de semanas, y qué maravilloso nos parecería cuando volviéramos a vernos. ¿No lo crees? Entonces comprendí a qué se refería, y volví al camino un par de semanas, pero una noche en Dakota del Sur me emborraché y me acosté con una desconocida, y me sentí muy culpable, de modo que cuando volví a casa y me quité los pantalones pensé que tenía que confesarle que había sido impuro, y eso hice. Entonces me besó y dijo que no importaba, y que le alegraba que yo lo hubiese confesado, porque también ella tenía que confesarse. Dijo que el día que yo me fui ella tomó un taxi para ir al otro lado de la ciudad, a ver a su hermana, y el taxista tenía unos ojos negros tan vivos que parecían perforarle el cuerpo, de modo que salió con el taxista, cuando él dejó su trabajo, a las diez. Y al día siguiente fue a Melcher a comprar comida para el gato, y hubo un accidente de tránsito del cual ella fue testigo, y cuando ese apuesto policía estatal estaba interrogándola le preguntó si podía continuar el interrogatorio en casa, y ella aceptó. Luego, esa noche, esa misma noche, apareció un viejo condiscípulo del colegio secundario y se calentó y se arregló con él. Y a la mañana siguiente, después de todo eso, cuando estaba cargando nafta en lo de Harry, se calentó con el ayudante nuevo de la estación de servicio, y él viene a casa a la hora del almuerzo. Después de oír todo eso volví a ponerme los pantalones y salí de la casa y bajé al bar de la esquina y allí me quedé unas dos horas, pero después de las dos horas volví a acostarme con ella. —Pensaba darme un pedazo de jamón —dijo Farragut. —Oh, sí —dijo el Cornudo. Era un sujeto mezquino y codicioso, y Farragut recibió apenas una tajada fina y pequeña de jamón. El Pollo regateaba con el Cornudo, y no entraba en la celda hasta que él le había prometido una cantidad fija de alimento.
Esa noche Farragut estaba entre Bumpo y Tenis en la fila de los que iban a comer. Les dieron arroz, salchichas, pan, oleomargarina y media lata de duraznos en almíbar. Guardó tres rebanadas de pan para su gato y caminó lentamente hacia el pabellón F. Chiquito estaba sentado frente a su comida traída de fuera de la casa, distribuida sobre su escritorio, al extremo del pabellón. Sobre su plato tenía un buen pedazo de carne, tres papas asadas, una lata de arvejas, y en otro plato una torta entera de confitería. Farragut suspiró ruidosamente cuando olió la carne. El alimento era una verdad recientemente revelada en su vida. Había llegado a la conclusión de que la Sagrada Eucaristía era nutritiva si se ingería suficiente cantidad. En ciertas iglesias, otrora, horneaban el pan —pálido, fragante y crujiente— en el presbiterio. Coma esto en memoria de mí. El alimento tenía cierta relación con sus propios comienzos como cristiano y como hombre. Había leído cierta vez que interrumpir bruscamente el amamantamiento era una experiencia traumática, y por lo que recordaba de su madre, ella bien podía haberle quitado el pezón de la boca sólo para no llegar tarde a su partida de bridge; pero eso era muy parecido a la autocompasión, y él había tratado de eliminar ese sentimiento de su espectro emotivo. El alimento era alimento, el hambre era hambre y su vientre medio vacío y el perfume de la carne asada concertaban una relación que incluso el diablo difícilmente podía romper. —Buen provecho —dijo a Chiquito. En otra habitación sonaba un teléfono. El televisor estaba encendido y después de una votación tramposa la mayoría había decidido ver un partido. La ironía de la televisión, desplegada sobre el trasfondo de cualquiera de las formas de la vida o la muerte, era superficial y fortuita.
Así, mientras uno yacía moribundo, mientras estaba de pie frente a la ventana cerrada con barrotes, mirando la plaza vacía, se oía la voz de un hombre, un medio hombre, el tipo de persona al que no se habría dirigido la palabra en un colegio o en la universidad, la víctima de un mal barbero, de un mal sastre y un mal artista del maquillaje, exclamando: «Ofrecemos complacidos a la señora Alcorn, del Bulevar 275, número 11.235, el refrigerador de cuatro puertas, tamaño catedral, que incluye cien kilogramos de carne de primera y elementos suficientes para alimentar durante dos meses a una familia de seis personas. Se incluye alimento para el animalito de la casa. No llore, señora Alcorn, oh, querida, no llores, no llores… Y a los restantes competidores, un juego completo del producto del patrocinador». Cuando se extinguió la voz, él pensó que hacía mucho que había terminado el tiempo de la ironía trivial. Dadme los acordes, los ríos profundos, la estática profundidad de la nostalgia, el amor y la muerte. Chiquito había comenzado a rugir. Generalmente era un hombre razonable, pero ahora gritaba estridente, estremecedor y absurdo. —Mierdosa rata, chupapenes, lameculos, pulguiento hediondo y roñoso.
Las obscenidades evocaron en la memoria de Farragut recuerdos muy antiguos de la guerra con Alemania y Japón. «En una mierdosa compañía de fusileros», podía haber dicho él o cualquier otro, «tienen el mierdoso M-l, que siempre funciona mal, la mierdosa 03 que simula mierdosas carabinas, el mierdoso y anticuado BAR y los mierdosos morteros de sesenta milímetros, y a los cuales hay que ajustar la mierdosa mira para darle al blanco mierdoso». La obscenidad era como un tónico del discurso, y le infundía fuerza y estructura, pero tanto tiempo después la palabra «mierdoso» tenía para Farragut la oscura fuerza de un recuerdo. «Mierdoso» significaba el M-l, las mochilas de veinticinco kilogramos, redes de desembarco, las malolientes islas del Pacífico con la Rosa de Tokio que hablaba por la radio. Y ahora, el sincero estallido de Chiquito desenterró un pasado, no muy vivido porque carecía de dulzura, pero que representaba cuatro sólidos y memorables años de su vida. Pasó el Cornudo y Farragut preguntó: —¿Qué le pasa a Chiquito? —Oh, no lo sabías —dijo el Cornudo—. Había empezado a comer y el jefe lo llamó por la línea general y le dijo que verificara las planillas de trabajo. Cuando regresó un par de gatos, gatos grandes, habían terminado la carne y las papas, cagaron en el plato y estaban por la mitad de la torta. A uno le arrancó la cabeza. El otro escapó. Cuando estaba arrancando la cabeza al gato recibió un feo mordisco. No deja de sangrar. Creo que fue a la enfermería.
Si las cárceles podían hacer felices a algunos seres vivos, era a los gatos, aunque el carácter sentencioso de esa observación irritó a Farragut. Pero el hecho era que hombres entrenados con tableros de dibujo y albañiles, cemento y piedra habían construido edificios que negaban a sus propios semejantes una discreta medida de libertad. Las gatos eran quienes mejor aprovechaban la situación. Incluso los más gordos, los que sobrepasaban los veinte kilogramos, podían pasar entre los barrotes y los cazadores encontraban abundancia de ratas y ratones, y había hombres necesitados de afecto para los tiernos y los mimosos, y salchichas, albóndigas, pan del día anterior, y oleomargarina para comer.
Farragut había visto a los gatos de Luxor, El Cairo y Roma, pero ahora que todos viajaban alrededor del mundo y escribían tarjetas postales y a veces libros acerca de sus experiencias, no tenía mucho sentido vincular a los sombríos gatos de la cárcel con los sombríos gatos del antiguo mundo. En su condición de criador de perros no había simpatizado mucho con los gatos, pero había cambiado. En Falconer había más gatos que convictos, y téngase en cuenta que había dos mil convictos. Quizá el total se elevaba a cuatro mil gatos. El olor saturaba todo, pero tenían a raya a la población de ratas y ratones. Farragut tenía un favorito. Lo mismo ocurría con los demás, algunos tenían hasta seis. Las esposas de algunos hombres les traían comida especial —alimentos enlatados—. La soledad enseñaba a los intransigentes a amar a sus gatos, pues la soledad puede movilizarlo todo sobre la tierra. Eran cálidos, tenían el cuerpo peludo, eran cosas vivas, y ofrecían gestos fugaces que demostraban afecto, inteligencia, originalidad y a veces gracia y belleza. Farragut llamaba Bandido a su gato porque —era un animal blanco y negro— tenía una máscara parecida a la de un asaltante de diligencias o a la de un mapache. —Hola, gatito —dijo—. Depositó en el piso los tres pedazos de pan. Bandido lamió primero la margarina del pan y luego, con precisión felina, comió las costras y bebió un sorbo de agua del inodoro, terminó las partes blandas y trepó a las rodillas de Farragut. Sus garras atravesaron el uniforme de fajina como las espinas de una rosa. —Bandido bueno, lindo Bandido. ¿Sabes una cosa, Bandido? Mi esposa, mi única esposa vino a verme hoy y no sé qué demonios pensar de la visita. Recuerdo sobre todo que la vi alejarse de aquí. Mierda, Bandido, la quiero. —Con el pulgar y el dedo medio acarició la piel detrás de las orejas del gato. Bandido ronroneó intensamente y cerró los ojos. Nunca había averiguado el sexo del gato. Recordó a los chicanos de la sala de visitas. —Qué bueno que no me abandones, Bandido. Yo solía tener dificultades con mi miembro. Cierta vez subí a esa montaña de los Abruzzi. Dos mil metros. Decían que los bosques estaban poblados de osos. Por eso trepé a la montaña. Para ver a los osos. Había un refugio en la cima, y llegué poco antes de oscurecer. Entré, encendí un fuego, y comí los sandwiches que había traído y bebí un poco de vino; y después me metí en la bolsa de dormir y traté de dormir, pero mi condenado miembro de ningún modo quería descansar. Latía, y preguntaba cuándo habría acción, por qué habíamos trepado a esa montaña sin ningún propósito, y qué pretendía yo, y así por el estilo. Y entonces algo, un animal, comenzó a rascar la puerta. Seguramente era un lobo o un oso. Excepto yo, no había nadie más en la montaña. De modo que le dije a mi miembro: —Si es una loba o una osa quizá pueda darte el gusto. Y por una vez eso lo hizo pensar, y yo pude dormirme, pero…
Entonces sonó la alarma general, Farragut nunca la había oído e ignoraba su significado, pero era un escándalo, sin duda destinado a anunciar incendios, disturbios, la culminación y el fin de las cosas. Sonaba incesante, mucho después que había concluido su utilidad como anuncio, advertencia, alerta o alarma. Sonaba como un modo de recrear la locura, descontrolada, y a su vez ejerciendo control y posesión, y luego alguien movió una llave y hubo esa brevísima dulzura que sobreviene con la cesación del dolor. La mayoría de los gatos se había ocultado y los más sabios huyeron. Bandido estaba detrás del inodoro. Luego, se abrió la puerta de metal y entró un grupo de guardias, encabezados por Chiquito. Vestían los impermeables amarillos que solían usar en los ejercicios contra incendios, y todos esgrimían garrotes.
—Los que tengan gatos en las celdas échenlos fuera —dijo Chiquito. Dos gatos que estaban al final del bloque, creyendo quizá que Chiquito tenía alimentos, se le acercaron. Uno era grande, el otro pequeño. Chiquito alzó su garrote, describió un arco en el aire y atrapó a un gato al final del arco descendente, partiéndolo en dos. Al mismo tiempo, otro guardia aplastó la cabeza del gato grande. Sangre, sesos y entrañas se distribuyeron sobre los impermeables amarillos y la visión de la carnicería reverberó en todos los agregados dentales de Farragut; las coronas, los engastes y los arreglos, todos comenzaron a doler. Volvió bruscamente y vio que Bandido se dirigía hacia la puerta cerrada. Lo complació esa demostración de inteligencia, y el hecho de que Bandido le había ahorrado el enfrentamiento que tenían en ese instante Chiquito y el Pollo número dos: —Eche afuera ese gato —dijo Chiquito al Pollo—. No matará a mi gatito —dijo el Pollo—. Lo encerraré seis días en la celda —dijo Chiquito—. No matará a mi gatito —dijo el Pollo—. Ocho días encerrado —dijo Chiquito. El Pollo no habló. Seguía aferrado al gato. —Lo enviaré al pozo —dijo Chiquito. —Tendrá un mes en el pozo.
—Volveré a buscarlo después —dijo uno de los guardias.
Fue un combate dividido. La mitad de los gatos observó la matanza y se dirigió a la puerta cerrada. La mitad de ellos anduvo de aquí para allí, sin saber qué hacer, oliendo la sangre de sus semejantes y a veces bebiéndola. Dos de los guardias vomitaron y media docena de gatos murió por comer el vómito. Los gatos que se paseaban cerca de la puerta, esperando que les permitieran salir, fueron un blanco fácil. Cuando el tercero de los guardias se descompuso, Chiquito dijo: —Está bien, está bien, suficiente por hoy, pero de todos modos esto no me devuelve mi comida. Que venga el equipo contra incendios a limpiar esto. —Ordenó que abriesen la puerta y en ese momento seis o quizá diez gatos escaparon, y Farragut tuvo un recordatorio de lo invencible.
Llegó el equipo contra incendios, provisto de cubos de residuos, palas y dos mangueras. Regaron el bloque y recogieron a los gatos muertos. También arrojaron agua en las celdas, y Farragut trepó a su camastro, se arrodilló allí y dijo: —Bienaventurados los mansos. —Pero no pudo recordar lo que seguía.