Domingo 2 de diciembre

¿Santi?

¿Está despierto?

Ay, qué suerte, me había asustado. Como lleva tanto tiempo encerrado ahí adentro y, justo estos días, está haciendo tanto calor. Mire que hice ruido mientras me desayunaba, hasta se me cayó la cuchara al piso. Y usted nada.

Me imaginé.

Por eso lo dejé dormir un rato más.

Yo no me acuerdo, pero, en una de ésas, así como necesita más comida porque es más joven, quizá también necesite más sueño. No sé. No me acuerdo si dormía mucho cuando tenía su edad. Y si no es de vago, nomás.

No se enoje, hoy no quiero discutir. Le venía a traer unos bizcochos para que desayune mientras yo voy a la carnicería a comprar milanesas.

Sí, las ocho y media de la mañana.

Se hizo tarde.

Ahí van los bizcochos. Cómalos y pórtese bien, en un rato estoy de vuelta.

Sí, estuve pensando en lo que me pidió.

No sé.

Mire, le voy a ser muy sincera, espero que no se lo tome a mal: la verdad es que todavía no le tengo tanta confianza como para abrirle la puerta estando yo solita acá afuera. Es cierto, lo de la policía es complicado, podría traerle problemas y no es mi intención que los tenga por mi culpa, pero el curita, qué mal le puede hacer que esté el curita en el momento que lo deje libre.

Tal vez le diga algo, pero no le va a dar un sermón, no creo. Y si le da el sermón, nada, qué le puede pasar, si a usted las cosas le entran por una oreja y le salen por la otra.

La otra posibilidad que se me ocurrió, no sé qué le parecerá a usted, es que se quede algunos días más en el baño.

Eso me permitiría conocerlo un poco más a fondo, agarrar confianza, tener cierta certeza acerca de la actitud que puede tomar al sentirse libre otra vez. Con unos días más, seguro que me animaría.

Sí, lo entiendo, claro que lo entiendo, cómo no lo voy a entender. El calor debe ser agobiante ahí adentro, si no hay ni siquiera una rejilla, sólo la hendija debajo de la puerta. Puedo imaginármelo. El aire ya debe estar muy viciado, querido.

Bueno, entonces, si prefiere salir mañana, traigo al cura.

Le guste o no le guste.

Yo no me voy a andar arriesgando. Hasta ahora, usted me ha demostrado que es emocionalmente muy inestable.

¿Por qué yo puedo entender sus razones y usted no puede entender las mías? ¿Eh? ¿Por qué no hace un esfuerzo usted también? ¿Qué daño le puede hacer el curita?

Reflexione al respecto, por favor.

Yo me voy a la carnicería que ya se me hizo demasiado tarde.

Creo que todo el barrio está empezando a sospechar de mí. Noto que me miran raro, como de reojo. Además, claro, de que me hacen preguntas que antes no me hacían.

No sé. El carnicero, el portero, por ejemplo.

El carnicero me preguntó, en medio de una mueca socarrona, si acaso no estaba comiendo demasiadas milanesas durante los últimos días; me aconsejó que tuviera cuidado, que a mi edad me podían caer mal. Como podrá imaginarse, Santi, yo le contesté que no me parecían demasiadas, que de ninguna manera, que me habían gustado mucho, que las preparaba muy ricas y, para que se dejara de embromar, enseguida le tuve que decir que si le molestaba que le comprara tantas milanesas, no me iba a quedar otro remedio, aunque tuviera que caminar un poco más, que volver a comprarle al carnicero de la otra cuadra, que también las hacía riquísimas y no andaba metiéndose sin motivo en las dietas de sus clientas.

Sí. Con eso lo maté.

Al pobre lo único que se le ocurrió fue preguntarme si se me ofrecía alguna otra cosa. Y después el portero, que sabe todo y lo que no sabe se lo inventa, me comentó, mientras yo estaba esperando que llegara el ascensor a la planta baja, que qué extraño, un domingo, la señora haciendo compras. A ése ni siquiera le contesté, lo miré con mi peor cara, solamente. Con eso creo que fue suficiente, de inmediato se volvió a meter en su casa.

Sí, yo no salgo para nada los domingos. Es mi día de descanso. Como Dios, que también descansó el domingo después de trabajar toda la semana creando el mundo.

¿Reflexionó?

Me parece muy bien. Es una sabia decisión la que ha tomado. Es lo que nos conviene a los dos. Por ahí usted tiene que escucharlo al curita algunos minutos, es cierto, pero, a cambio, yo me voy a sentir completamente a salvo de las súbitas transformaciones de su carácter.

Sí, estoy de acuerdo.

Disculpe que le cambie de tema, pero anoche, cuando me fui a la cama, me di cuenta de que todavía no sé el nombre de su hermana. A pesar de que se la pasa hablando de ella, nunca me lo dijo. Aunque, la verdad, estaba demasiado cansada como para volver hasta acá y preguntárselo.

A mí no se me ocurre ninguno.

No.

Encima, ahora les ponen cada nombre a los bebés; como para adivinarlo, estoy yo. Su nombre es raro. Que se llame Santiago, quiero decir, un nombre tan cristiano, tan tradicional.

Ah, con razón. ¿Y lo conoció a su abuelo? ¿Era parecido a usted?

Disculpe, me había olvidado de que viven todos amontonados y de que usted es muy joven. Lo que pasa es que yo no conocí a ninguno de mis abuelos. Por eso, le pregunté.

Sí, así como lo oye.

Habían muerto todos cuando yo nací. Menos uno, el padre de mi padre. Pero vivía viajando, el señor. Tenía mucho dinero. Hasta que un día me avisaron que había muerto. Yo tenía más o menos su edad. Creo que murió en Islandia, aunque no estoy segura. Quizá fue en Groenlandia o en Finlandia, en algún país que terminaba en landia.

¿Cómo me voy a imaginar el nombre de su hermana?

No insista.

Yo uso mi imaginación, querido, no se haga el vivo. Pero eso no sería imaginar, sino adivinar. Y no soy adivina.

No me gusta nada cuando se pone así. O cuando se ríe de algo de lo que le he enseñado, como en este preciso momento.

Bueno, está bien, ya me tiene podrida. Qué le parece Margarita.

¿Y ahora de qué se ríe?

De a ratos se convierte en un perfecto estúpido, Santi, qué quiere que le diga.

¿Marixa con equis?

¿Eso es un nombre?

¿Dejan poner un nombre como ése en el registro civil?

Cómo han cambiado las costumbres en este país, muchacho, es increíble. Antes hubiera sido absolutamente imposible ponerle semejante nombre a una chica; había una lista estricta con los nombres permitidos y nadie se podía salir de ella.

No le entiendo.

Sí, es verdad, qué casualidad, tanto el nombre verdadero, como el que yo imaginé, empiezan con Mar.

No, me está mintiendo.

Sólo lo hace para burlarse de mí.

Bueno, haga lo que quiera, llámela como quiera; pero no la moleste más, por favor, es una nena, déjela crecer en paz. Ya le dije que hoy no quiero discutir. No me interesa, es domingo, el único día de descanso de la semana. Así que, si me permite, lo dejo entretenido con sus burlas y sus risitas y me voy tranquila, a la cocina, a prepararle las milanesas.

Me caí, muchacho. Estaba encendiendo el horno y me caí. ¿Me escucha?

No, claro, qué me va a escuchar. Debe haber gritado porque oyó el ruido de la caída, nomás. Ay. Cómo me duele. La cadera se me debe haber partido en mil pedazos.

Sí, soy Lita, me caí. ¿Ahora me escucha?

No, no me escucha. Y eso era lo más fuerte que podía gritar, se lo juro, cada una de esas palabras me costó un dolor enorme. Ay. Estoy toda rota. Lo siento, Santi, pero me parece que hoy se va a quedar sin milanesas. Discúlpeme, soy una tonta. No creo que pueda levantarme. Dentro de un rato, cuando se me pase un poco el dolor, voy a tratar de arrastrarme hasta la puerta del baño así puede escucharme. Espero que se me pase dentro de un rato. Ojalá. Aunque no sé. Ay. Ahora no puedo más, le juro que me muero del dolor, es horrible, siento como si miles de agujas me pincharan por todos los costados. O me atravesaran la cadera, mejor.

Sí, sí, Lita. Acá, tirada en el piso de la cocina, querido.

No, no me escucha. Ay. Y no sabe lo que me duele cuando quiero levantar la voz para que me oiga. Esto es un horror. Voy a tener que calmarme y ver, entonces, qué es lo que puedo hacer con lo que me queda de cuerpo. Pensar. Como sea, tengo que tratar de pensar. Claro que con este dolor, cualquiera puede. Es insoportable, no es que sea parejo, no, pero cada tanto me vienen unos aguijonazos terribles, muy fuertes. Ay. Justo ahora, por ejemplo. No sé qué voy a hacer. No sé.

¿Me oye? Qué lástima, yo lo oigo perfectamente; pero se ve que usted no me escucha y le aseguro que no puedo hablar más fuerte. Se lo juro. Es todo lo que me da la voz. Me encantaría poder gritar. Pero no puedo. Se acuerda que a Delita le pasó lo mismo con el tipo aquel, cuando entraban al aeródromo. Se ve que ella tampoco soportaba el dolor, en ese momento. Un dolor distinto, no físico como el mío de ahora, sino espiritual. El engaño, la falsedad del género masculino, qué sé yo. Ay. Parecen puñales. Un montón de puñales que se me clavan en la cadera. Todos juntos. Todos al mismo tiempo. Me traspasan y después se retiran.

Por favor, no grite más, Santi. Lo siento mucho: yo lo escucho, pero usted no puede escucharme a mí. No sirve de nada. Mi voz no alcanza para llegar hasta sus oídos. El gas. Qué estúpida. Quedó la perilla del gas abierta. Ay. Qué dolor, por momentos no lo puedo aguantar. Era por eso. Me parecía que había un poco de olor a gas. Y encima está cerrada la ventana. Discúlpeme, Santi, con el sol de frente no puedo dejar la ventana abierta durante la mañana, da justo al este y, si la dejo abierta, a la tarde nos morimos de calor. Siempre la abro después del mediodía, cuando ya no le da el sol. ¿Cómo voy a hacer para llegar hasta la cocina? Ay. No sé cómo, pero lo voy a lograr, se lo prometo. Siempre fui una mujer con una voluntad de acero, todos los que me conocen lo dicen. Hasta la chica de la panadería, me lo repite cada mañana. Voy a llegar y voy a cerrar la perilla, aunque sea lo último que haga en esta vida. Se lo juro. No pienso dejarlo morir asfixiado ahí adentro. Usted es demasiado joven, tiene mucho para vivir, todavía. Se merece un porvenir. Lo que no voy a poder, lo lamento de todo corazón, Santi, sería en verdad imposible, es llegar hasta la repisa en donde puse la llave de la puerta del baño. No voy a poder abrirle. Pero, al menos, asfixiado no se va a morir.

No grite más, muchacho, no ve que no puedo, que por más que me esfuerce usted no alcanza a escucharme. Me pone peor escuchar sus gritos y no poder hacer nada.

Ay. Me muero, hay momentos en los que preferiría estar muerta antes que sufrir estas punzadas. Y no se me pasa; yo pensé que, a medida que transcurriera el tiempo, me iba a doler menos. Pero no. Todo lo contrario, cada vez estoy peor. De cualquier manera, a la perilla voy a llegar, Santi. ¿Estaré a un metro? ¿Un metro y medio? No, menos. Con los pies creo que, ahora mismo, hasta podría tocar la parte baja de la cocina. Claro que con los pies no puedo cerrar el gas, tendré que girar el cuerpo, de a poco, que los brazos me queden más o menos por donde ahora están las piernas. Ahí sí que llegaría. Después, sólo tendría que levantar una de las manos y listo. Aunque no sólo me duelen las punzadas, también me empieza a doler el tiempo de espera entre una punzada y la siguiente. Me la imagino venir, como ahora, y no puedo más del dolor. Es terrible la imaginación, quizás hasta tenía razón usted, Santi, en despreciarla. Ay. Otra vez. Qué feo. No me gusta sufrir físicamente. Nunca me gustó. No tolero el dolor físico, no me deja pensar, no me deja hacer nada. Al dolor de la soledad me acostumbré. Con el paso de los años. Y también al dolor del engaño o al dolor del odio. Sin embargo, el dolor físico es distinto. Le juro que preferiría morirme en este mismo instante, a sufrir durante cinco minutos más lo que estoy sufriendo. Pero no me voy a dejar morir, muchacho, no se preocupe. Le prometí que iba a llegar hasta la perilla y voy a llegar. Como sea, pero voy a llegar. Le voy a ganar al dolor, lo que me sobra es voluntad.

No insista, es al cuete. Por más que me esfuerce, usted no me escucha. De todas maneras, yo le sigo hablando. No sé. Me hace bien, me siento más acompañada, me distrae del dolor. Ay. Pero vuelve, muchacho. Siempre vuelven las punzadas. Son como vidrios que se clavan, cada vez más adentro. Bueno. Basta de quejarme. Voy a tratar de moverme. De girar. No puedo esperar más, el gas sigue saliendo, ya se huele bastante más. En cualquier momento lo va a empezar a oler también usted, ahí en el baño, y se va a asustar. A la una, a las dos y a las tres. Ay. Estoy como cortada por la mitad. No voy a poder. Ah. Qué bien, no fue en vano, debo haber girado unos quince o veinte centímetros. Ay. No fue en vano. Ahora descanso un poco, Santi, recupero las fuerzas y sigo adelante. Así, cortada en dos partes como estoy, igual lo voy a conseguir, no se preocupe. Me sobra voluntad. Todos me lo dicen. Descanso y después sigo, nada me va a detener, no soy ninguna nena fifí, ya va a ver. Ay. Qué fuertes que son las punzadas. Toda la vida cuidándome, para no sufrir, y mire lo que me viene a pasar. Qué tonta. No tendría que haberle querido hacer milanesas, hoy. Si hasta usted mismo se había cansado de comerlas. Fue una estupidez, lo reconozco. Sólo para que estuviera bien alimentado. O para que me quisiera un poco más. ¿Me quiere, usted? No sé, no me parece, apenas si nos conocemos. Tres o cuatro días no son nada. Sin embargo, para mí han sido las horas más lindas de mi vida, aunque usted no me crea, está en todo su derecho. Yo fui feliz, estos días. Y aprendí a quererlo, a pesar de su carácter. De verdad. Ay. Otra vez. Qué horrible.

Me caí, Santi, eso fue lo que pasó. Abrí la perilla del gas, encendí un fósforo y, cuando me estaba agachando para prender el horno, tengo que hacerlo medio rápido para que no se me apague el fósforo, de repente perdí el equilibrio y zas, me caí al piso. Creo que me quebré la cadera. O los fémures, que son los huesos de la parte de arriba de las piernas. O las dos cosas, qué sé yo, me duele toda esa zona. Igual, no sé para qué le cuento si usted no me escucha.

No grite más mi nombre. Ni pregunte más, tampoco. Por favor, muchacho. Me pone nerviosa. Me hace sentir todavía más culpable de lo que me siento. Fui una tarada. Sin embargo, no se asuste, no tenga miedo, no se va a asfixiar, voy a llegar hasta la perilla. Aunque sea lo último que haga. Se lo aseguro. Ahí voy. A la una, a las dos y a las tres. Ay. No puedo más. Es insoportable. Ay. Pero me moví otro poco. Con cuatro o cinco intentos más, creo que voy a llegar. Ay. Lo que no sé es si el cuerpo me va a permitir que haga todos esos intentos. O si la cabeza no me va a estallar antes, de tanto dolor. Ojalá que sí, que pueda llegar y salvarlo. Ay. Las punzadas, otra vez. Son como vidrios, como puñales. Lo que estoy pasando no se lo deseo a nadie, ni siquiera a mis primas, que todavía viven. Es increíble, Santi, una es más chica que yo, le llevo un año y unos meses, pero la otra, escuche bien, está por cumplir noventa y seis. Y está lo más bien. Sale a tomar el té con sus amigas o a jugar a la canasta. Casi todas las tardes. Ni siquiera a ellas, les deseo lo que estoy sufriendo en este momento. Se lo juro. Aunque las odie con toda mi alma. Ay. No aguanto más. Qué dolor. Pero no me va a ganar, cuando se me pone una idea en la cabeza, nadie me la saca. Ahí voy. A la una, a las dos y a las tres. Ay. Es insoportable. Aunque ya estoy bastante más cerca, después de este último intento. Ay. Fue el mejor de todos. Con tres más estoy segura de que ya alcanzo la perilla. Ojalá pueda aguantar. Usted se lo merece, muchacho. Ha sido una gran compañía para mí. Creo que, después de mi madre, es la persona a la que más he querido en mi vida. ¿Usted me quiere? No, claro. Siempre me olvido de que no puede escucharme. En el fondo estoy hablando sola, como una loca. Pero, le digo la verdad, siempre he hablado sola. Es una costumbre. Pienso en voz alta, total, quién se va a enterar de lo que digo si nunca hay nadie para oír las cosas que se me ocurren. Siempre sola, toda la vida. Incluso cuando vivía en lo de mi tía. Y la soledad duele. Duele distinto. Pero duele. Aunque me parece que me estoy yendo por las ramas, que tengo que hacer un esfuerzo y hacer otro intento. A la una, a las dos y a las tres.

Creo que me desvanecí del dolor. O me quedé dormida del cansancio, nomás. No sé. Algo me pasó que me dejó en blanco. Completamente en blanco. Una lástima. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿O será el gas?

Sí. Acá. ¿Me escucha? No, no me escucha. Y eso que ahora mi boca está bastante más cerca que antes de la puerta del baño. Ay. No hay remedio. Las puñaladas siguen. Por un momento, se me ocurrió pensar que se habían acabado, que no volverían a aparecer nunca más. Pero me equivoqué. Estaban esperando, agazapadas, a que yo me descuidara. Y volvieron, tan fuertes como siempre. O más. Una ilusión vana. Otra. Sabe una cosa, Santi, siempre admiré la decisión de mi madre, la valentía. No la valentía o la decisión del final, no, ésa no, ésa fue como el resultado de una cadena de acontecimientos que la hicieron necesaria; lo que admiré siempre de ella fue la valentía de tener un sueño, un objetivo, una meta hacia donde llegar. Hay que tener mucho valor para animarse a soñar con algo. Conseguir llevarlo a cabo o no conseguirlo no me parece tan fundamental como vivir toda la vida persiguiendo un sueño. No me parece. Eso se puede dar o no, depende de la suerte que tenga cada uno. Porque a veces hay suerte y a veces no la hay. Lo importante, me da la impresión, es mantenerse aferrada a un mismo sueño a lo largo del tiempo. Yo no. Nunca tuve ningún sueño. No fui valiente ni tuve que tomar ninguna decisión trascendental. Viví, apenas. O sobreviví, mejor dicho. Creo que la única idea que me rondó la cabeza, desde que me acuerdo, fue la de morir. La única. Morir de una buena vez y para siempre. Sin embargo, sospecho que la muerte no puede, en ningún caso, ser considerada como un sueño personal. Y, además, tampoco logré morirme. Ni siquiera tuve suerte para eso. Mire los años que tengo. Muchos más años de los que llega a cumplir la gente que nunca quiso o pensó en morirse. Es raro. Ay. Cada vez son más fuertes, las punzadas. Voy a darme otro envión hacia la perilla. Allá voy. A la una, a las dos y a las tres. Ay. Me muero. Estoy partida. Estoy cortada. Ya no siento las piernas, es como si colgaran de otro cuerpo y no del mío. Como si me sobraran. Ni siquiera me duelen. El dolor empieza más arriba, todo junto.

Ya estoy muy cerca, muchacho. Quédese tranquilo. Un envión más y llego, tal como se lo había prometido. Aunque, claro, usted no me escuchó cuando se lo prometí. Ni me escucha ahora, tampoco. Pero no importa. Yo le decía, hace un rato, que tenía mucha voluntad y, bueno, acá tiene la prueba. Ya estoy muy cerca. Me lo propuse y, con esfuerzo, a los golpes, lo estoy logrando. Lo único, Santi, es que todavía me va a llevar algunos minutos más recuperarme y juntar las fuerzas suficientes como para darme el envión final. Tendrá que esperar. Ser paciente. Aunque a usted le cueste tanto la paciencia. Ay. Es terrible. No tiene idea, muchacho, de lo que estoy sufriendo para salvarle la vida. Ay. No espero más. Es peor. Creo que no recupero nada de fuerzas con el descanso, que es al revés, que no me repongo, que no descanso nada. Cada nueva punzada me quita el poco aire que me va quedando. Ésa es la verdad. Vamos, Lita. Voluntad. Ánimo. Un último envión, nomás. Eso es todo lo que te falta. Hay que animarse. Ser valiente como lo fue Delita. Igual. Vamos. A la una, a las dos y a las tres.

¿Por qué está tan enojado, Santi?

¿Qué pasó?

Me debo haber desvanecido otra vez. Por el dolor. O si no por el gas. Pero no lo hago a propósito, querido. Se ve que hay momentos en los que no aguanto más tanto sufrimiento y, entonces, zas, me quedo en blanco, como dormida.

No tendría que ponerse así, ya llegué. No lo arruine, por favor. Levanto la mano y listo, en un segundo cierro la perilla.

Ya está, acabo de cerrarla. No sale más gas. Se lo juro. Ni un poquito.

Sin embargo, mire cómo son las cosas, justo cuando después de un esfuerzo descomunal consigo salvarle la vida, usted empieza con sus groserías. Yo no tengo la culpa de que no me escuche. He intentado gritarle, avisarle a cada instante lo que estaba sucediendo. Una y otra vez. Es más, hasta le he venido contando con lujo de detalles lo que me ocurría durante todo este tiempo. Ay. Volvieron las punzadas, qué horror. Ay. Me muero del dolor. Y sólo lo hice para salvarlo a usted de la asfixia, de una muerte demasiado prematura. Una muerte que no se merece. Claro que usted, como siempre, no se da cuenta de los gestos de los demás, sólo piensa en sí mismo. No puede ver más allá de sus propias narices. Nunca. Es un perfecto egoísta. No atiende razones, mire, si no, lo de su hermana. En vez de dejarla en paz, no, adelante, el señor quiere ir a buscarla, quiere ir a arruinarle definitivamente la vida. Tendría que aprender a escuchar un poco más a aquellos que lo quieren bien, como yo. O a los curas. Salir de esa cárcel mental en la que habita. Porque está bien, no voy a negarle que fui yo la que lo encerró en ese baño, pero usted también debería reconocer, me parece, que ya venía encerrado desde bastante tiempo antes. Bien encerrado, hasta con llave le diría, dentro de las cuatro paredes de su cabeza. Vaya a saber desde cuándo.

Basta, muchacho. Se está pasando.

No le voy a permitir que continúe diciendo esas porquerías que está diciendo a los gritos sobre mí. Ay. Qué dolor. Lo hice todo por usted. No me lo merezco. Primero quise prepararle milanesas, darle a su cuerpo un poco más de proteínas. Porque las necesita, no hace falta más que verlo, está tremendamente flaco. Y después, partida en dos mitades como estaba, igual hice el esfuerzo y logré cerrar la perilla del gas. Si no, se moría. ¿Quién iba a venir a salvarlo? ¿Acaso ese abogado de la villa iba a venir? Ay. Qué feo. Si usted supiera lo que está sufriendo mi cuerpo. Son como lanzas, las que se me clavan. Como si me atacaran un montón de indios y todos se las ingeniaran para apuntarme al mismo tiempo en la cadera.

Es increíble. Le juro que si me vuelve a decir una sola barbaridad más, abro el gas otra vez y nos morimos los dos juntos. Para que aprenda a ser un poco más generoso, un poco más cristiano. Dios lo entendería, qué futuro tiene, siendo del modo en que es. Ahora ladrón y, más tarde, seguro que hasta asesino o violador. No creo que tenga muchas más posibilidades. Yo se las quise dar, hasta me animé a decirle que lo adoptaría. Pero no. Usted parece el mismo diablo, incapaz de salirse del infierno que se ha inventado. Ay. Cómo me duele. Usted no tiene ni idea. Ni tampoco tiene corazón. Es un animal. Eso es lo que es.

Ya está. Colmó el vaso. Mi paciencia no es infinita. ¿Qué se piensa? ¿Acaso se cree que puedo escucharlo gritarme una barbaridad detrás de la otra y no hacer nada? No, querido. De ninguna manera. Hay un límite para todo. Se equivocó, conmigo. Se equivocó muy fiero. Y yo se lo había advertido. Acabo de abrir otra vez la perilla del gas.

Sí, grite lo que quiera, pero la volví a abrir.

Ahora ya no me importa lo que diga. Nos vamos a morir los dos juntos, nomás. Quizás usted unos minutos después que yo porque está algunos metros más lejos del horno y es más joven. Aunque será, apenas, un rato después. Lo lamento. Pero creo que se lo buscó. Ay. Dios, por favor. Qué dolor. Por suerte el gas ya está saliendo otra vez. Me queda menos de sufrimiento. Y me he portado muy bien durante toda la vida. Incluso lo que acabo de hacer, lo siento como una orden del cielo, como un mandato divino, como un acto que pone algo de justicia acá abajo, en el mundo de los mortales. Usted estaba destinado a cometer cualquier inmundicia; de hecho, ya las había comenzado a cometer: salir a robar, por ejemplo, o lo que antes hizo con su hermana. Que muera ahora lo salva, en algún sentido, de un montón de atrocidades futuras.

Siga, siga, nomás. Total, ya no me interesan sus desplantes.

Yo, aunque usted no pueda entenderlo, con este acto lo salvo. Y salvo, también, a mucha gente que, de otra manera, hubiera padecido su maldad en los días por venir. Porque no hay manera de que la gente como usted reencauce su vida. No hay manera. Son un desastre y lo serán por siempre. Son gauchos, en definitiva. Está en sus genes. Ésa es la verdad. Mire todas las cosas que hice por usted. Y nada, no conseguí absolutamente nada. Sobre todo a su hermana, creo que la salvo. Margarita, o como se llame, todavía es muy joven, la pobrecita, quién sabe, en una de ésas está a tiempo de cambiar, de convertirse en una mujer honorable. Esperemos que le haya tocado una buena familia, una familia decente que se preocupe por su educación y por su moral. Ojalá. Ay. Las punzadas otra vez. Ay.

Liviano es el aire, muchacho. Puede seguir gritándome todo lo que se le ocurra. Puede hacerlo el tiempo que quiera o que se lo permita el gas. A mí no me importa. Ya casi no siento las punzadas. Ni siquiera escucho las palabras precisas con las que me insulta. Sólo escucho un rumor. Sólo un rumor. Como un ronquido lejano que no sé, en realidad, desde dónde es que me llega. Adiós, Santi. Fue lindo conocerlo, lástima su carácter. Tengo mucho sueño. Y necesito dormir. Quiero dormir ya mismo. Para siempre. Cálmese y trate usted de hacer lo mismo. Al final, me lo va a agradecer, para qué quiere vivir. Le juro que no se pierde nada. No puedo más. Necesito dormir. Por ahí nos vemos en el cielo. No sé. Por ahí, no. No, no lo creo. Usted tampoco entendió a mi madre. Más liviano que el aire es el deseo de cualquier mujer.