Sábado 1° de diciembre

Hoy va a hacer todavía más calor que ayer, muchacho. Fíjese lo fuerte que está el sol y apenas son las siete y media de la mañana.

Es cierto. Tiene razón.

Pero ya va a salir de ahí. Mientras tanto, permítame que yo le cuente, así usted puede estar al tanto de cómo siguen las cosas aquí afuera.

¿Durmió bien?

Me alegro.

Yo dormí mucho más de lo que acostumbro a dormir. Mire la hora que es, ya. Pero se ve que estaba muy cansada. Deben haber sido las dos salidas de ayer. Dos salidas en un mismo día son mucho para mí. Aunque, claro, usted lo necesitaba.

¿Rompió la foto de Delita?

¿Vio que no la iba a romper? Yo sabía. En el fondo, y aunque no lo quiera reconocer, tengo toda la impresión de que ya la quiere un poco. O, al menos, empieza a entender las vueltas que tiene que dar cualquier mujer para poder hacer algo que ama de verdad en un mundo de hombres.

Por ahí eso cambió.

No sé.

No creo.

Sí, le prometo que hoy, a más tardar, termino con la historia de mi madre. No pasa de hoy, ya me falta muy poco. Pero usted también debería hacer un esfuerzo y no salir con cualquier tontería cada vez que yo me engancho a contarle.

¿Lo promete?

Bien, le tomo la palabra.

Está de mejor humor esta mañana. Despierto. Se le nota en la voz que anda con más ganas que ayer.

Me parece muy bien.

Lo felicito.

Espero que pasemos un lindo día juntos, entonces. Que nos dejemos de maltratos y de malas palabras y groserías y sepamos aprovechar la oportunidad que nos ha brindado Dios de encontrarnos. Los designios divinos son así. Muy extraños o, incluso, a veces hasta incomprensibles, pero es su voluntad que nos hayamos conocido, nunca se olvide de eso. Siempre es así. Aproveche.

Por supuesto.

Siempre es Dios el que decide estas cuestiones, no existe la casualidad. Por una cosa o por otra, Dios se debe haber dado cuenta de que tanto usted como yo necesitábamos conocernos y entonces dispuso lo que dispuso.

Aunque no lo crea, Dios lo ve todo, lo sabe todo y, de acuerdo con lo que ve y con lo que sabe, decide lo que es más conveniente para cada uno de nosotros en cada instante de nuestras vidas.

Sí, no se aflija.

Yo cumplo lo que prometo, querido. Soy una mujer de palabra.

Dentro de un rato salgo y le compro las milanesas. Un kilo, le voy a comprar hoy. Para que no le falten como ayer. La verdad es que no tenía ni idea de que un chico de su edad necesitaba comer tanto. Nunca tuve hijos. Ni siquiera sobrinos, tuve. ¿Le alcanza con un kilo?

Bueno, también le traigo palmeritas y algunos bizcochos.

Sí, estaban ricas las palmeritas.

No se burle de Dios. Seguro que Dios también quiere que yo salga a la calle y le compre todo eso. Él es quien me debe dar la fuerza para hacerlo a pesar de mis achaques. Pero ahora, por favor, déjeme en paz que voy a hacerme un té. Tengo que desayunar, si no, no voy a poder salir a hacer las compras por más ayuda que Dios me brinde. A Dios hay que ayudarlo, también. Yo soy muy grande y eso se nota, no sólo en el cansancio del alma, si no, sobre todo, en los desgastes del cuerpo. Fíjese la cantidad de horas que tuve que dormir anoche para recuperarme, una barbaridad, hacía años que no me pasaba: dormir tantas horas de corrido, de un solo tirón, no escuchar ningún ruido que me desvelara.

A mi edad se duerme mucho menos, muchacho.

Usted porque es joven.

La cabeza llega muy cargada a los noventa y tres años. Tan cargada que cuesta dormirse. Le vienen a una infinidad de recuerdos, un montón de pensamientos sobre lo que hemos vivido. Es difícil, dormir a mi edad. Cualquier ruido insignificante se magnifica, se hace ensordecedor. Me debo haber cansado mucho, ayer.

Lo único que me queda son galletitas de agua. Si quiere le traigo algunas.

Bueno, pero después de que termine con mi desayuno. Así, de paso, usted se distrae un poco mientras yo voy hasta la carnicería y hasta la panadería.

Ahí van las galletitas.

Sí, cinco. ¿Cuántas quería?

No, si no, después no me va a querer comer las milanesas.

Arréglese con ésas.

Me voy, ya se me hizo muy tarde. Aunque, antes de irme, quisiera hacerle una preguntita: ¿no me devuelve la foto de Delita?

Bueno, está bien, como usted diga.

No se enoje.

Hasta dentro de un ratito.

Le compré de todo: un kilo de milanesas, cuarto de palmeritas y cuarto de bizcochos. ¿Le parece bien?

Me alegro.

También compré un cuarto de galletitas de agua. Para reponer las que faltaban y así volver a tener el frasco repleto. No sé, es más fuerte que yo, siempre lo tengo que ver hasta el tope, si no me angustio, me pongo mal. Una estupidez, ya sé, pero si no veo el frasco repleto, enseguida me viene la extraña impresión de que en cualquier momento me voy a morir de hambre.

Ah, también le traje una sorpresa.

No, sólo va a enterarse si encuentro la manera de pasársela.

Prefiero no adelantarle nada, sospecho que no me va a resultar nada fácil ingeniármelas para que se deslicen por debajo de la puerta.

No. No insista. Si le digo de qué se trata y después no puedo dársela, la va a extrañar. Es mejor que no, entienda. Olvídese de la sorpresa y dígame qué quiere que le traiga primero.

Está bien. Pero antes de ir a buscarlas le quiero contar una sensación muy rara que tuve. Usted sabe, creo que se lo comenté en algún momento, que para mí salir de compras es un ejercicio muy completo. Tanto físico como mental. Y una distracción, también. Sin embargo, esta vez fue distinto. Ya había sido distinto ayer, cuando salí por segunda vez, pero hoy, todavía mucho más. Ni repetí como un loro los nombres de las cosas que tenía enfrente ni conté los pasos que iba dando, y eso que lo hago siempre porque me gusta saber exactamente cuánto deporte es el que hago. Hoy no hice nada de lo que hago siempre y ayer, la segunda vez, casi tampoco.

Sí, los cuento, qué tiene de malo.

Es una costumbre. No sé. Supongo que usted también tendrá costumbres que son sólo suyas. No creo que sea malo ni que esté loca. Me viene desde chica. Aunque de chica únicamente contaba los escalones de las escaleras.

Ve que tenía.

Yo sabía.

Toda la gente debe tener. Capaz que no lo dice porque no se anima, le da vergüenza, pero nosotros, entre amigos, podemos contarnos esas intimidades. ¿Qué canción?

Si no le entendí mal, es como que le inventa la letra a alguna melodía que se le metió en la cabeza. ¿Y qué dicen esas letras?

Hablarán de usted y de lo que ocurre en ese momento, seguro. Por eso no se las acuerda.

¿Cómo le van a parecer buenísimas si ni se las acuerda?

Bueno, puede ser.

Le creo, le creo.

Lo que le estaba contando cuando salió el tema de las costumbres era que no lo había hecho. ¿Sabe que no? Me pasó que me sentía como volando por la vereda, como si hubiera vuelto a ser joven otra vez. Caminaba muy rápido o, al menos, ésa era la impresión que me daba. Y sólo pensaba en usted y en la felicidad que podía brindarle con todo lo que iba a comprar para que comiera.

Sí, como si no me diera cuenta de hacia dónde iba. No me va a creer, pero hasta me sorprendí cuando me encontré de repente, cara a cara, pidiéndole milanesas al carnicero o cuando, un rato más tarde, giraba la perilla de la puerta para entrar en la panadería.

¿Cómo lo supo?

¿Qué quiere decirme con que lo supo cuando pasó lo de su hermana?

No le entiendo.

No, no puede ser.

¿Cómo se le ocurre?

¿Cómo voy a estar enamorada de usted? Es muy joven, Santi. Y yo ya estoy de regalo en la vida. No, ni lo piense. Es una locura, debe ser el encierro que lo hace delirar.

Usted es un desfachatado.

Basta, no siga con eso.

Y tampoco es cierto que usted esté enamorado de su hermana; ya le expliqué que eso es imposible, que está absolutamente prohibido por las leyes de Dios y por las leyes de los hombres. Me da la impresión de que su cabeza ya está sintiendo el estar ahí encerrada en el baño, durante tanto tiempo, y empiezan a ocurrírsele un montón de tonterías.

Qué mente retorcida.

Déjese de macanas, muchacho.

Me está empezando a poner un poco nerviosa.

Le vuelvo a repetir que no estoy enamorada de usted, ni loca, eso también estaría en contra de todas las leyes humanas y divinas. Es cierto que me cae muy simpático, que lo quiero como si fuera mi propio nieto, que desde que llegó al departamento me siento acompañada como nunca antes lo estuve en la vida, pero nada más, no diga más chorradas, por favor.

Eso es mentira.

Me lo dice para que le tenga lástima, confíe en usted y le abra la puerta. Mire que le voy a creer que salió a robar para juntar plata y entonces poder ir a buscar a su hermana. Se le fue la mano, parece una novela rosa, lo que acaba de inventarse. Y a mí nunca me gustaron las novelas rosa.

¿Cómo se va a sentir solo sin su hermana? ¿Acaso no tiene una familia y un montón de amigos que le dicen Santi?

No, usted no tiene ni idea de lo que significa estar solo.

Está bien, no se ponga así, le creo. Me parece raro, nomás. Y me parece, también, que se quiere hacer el bueno para que yo me compadezca y lo deje salir de ahí adentro.

Pero entonces, si es tan bueno como asegura, explíqueme cómo es que no me quiere devolver la única fotografía que tengo de mi madre. A ver, explíqueme, lo escucho.

¿Cómo le voy a dar miedo yo?

No sea estúpido. Tengo noventa y tres años, para noventa y cuatro, Santi, y nunca maté un mosquito, se lo juro.

En algún sentido estoy de acuerdo: usted está encerrado y depende de mí hasta para comer. Pero dígame una cosa, tener la foto de Delita, ¿en qué puede ayudarlo?

Bueno, quédesela, entonces.

Si así se siente más seguro o con más posibilidades de conseguir comida, haga lo que quiera. Eso sí, le pido que por favor no la rompa ni la ensucie ni la moje, le juro que si le llega a pasar algo a la foto, no respondo de mis actos. Ahí sí que debería empezar a tenerme miedo de verdad. Es el último tesoro que me queda, creo que ya se lo dije.

Igual no le tengo ninguna confianza.

Usted es de naturaleza mala, ya nació de esa manera. Mire, si no, lo que le hizo a la foto de mi padre. ¿Qué necesidad tenía? Si salió, como dice, a conseguir dinero de cualquier forma para ir a sacar a su hermana de esa casa, ¿cómo es que rompió con tanta facilidad la foto de mi padre?

No, no le creo.

Déjese de pavadas, cállese un poco.

Muy bien.

Mientras usted se queda un rato en silencio, pensando un poco acerca de las cosas que me acaba de decir, yo voy a aprovechar para prepararle las milanesas. Voy a hacerlas todas. Capaz que el delirio le viene del hambre.

Se me había olvidado, discúlpeme, me olvido de todo.

Es la edad, antes tenía una memoria impresionante, no sabe lo que era, me acordaba de todo, hasta de lo que no quería acordarme. Pero ahora, en cambio.

Ahí las tiene. Cuatro palmeritas para usted y una para mí.

Salud.

Por nuestra amistad.

Gracias, aunque haya dicho algunas tonterías, está muy bueno hoy.

Me voy a hacer las milanesas, pórtese bien.

Cómo me cuesta encender el horno, querido. Fue un verdadero suplicio.

Lo que pasa, Santi, es que no me queda prácticamente nada de equilibrio y tengo que hacerlo casi desde el piso. Primero tengo que abrir la perilla del gas y, enseguida, agacharme lo más rápido que puedo para que no salga gas y entonces, desde allí, embocar el fósforo en un agujero que está en el piso de abajo del horno. Una locura, todo lo que hay que hacer en unos pocos segundos.

La cocina debe tener como cuarenta años, más o menos. Pero es increíble: las siguen haciendo del mismo modo, yo he visto las nuevas, parece mentira que ninguno de los diseñadores tenga una abuela o una madre que le explique que no se pueden hacer las cosas así, que es un despropósito tener que agacharse de esa manera cuando uno ya tiene cierta edad. Me da mucha rabia cómo es el mundo de injusto. De insensible. Sin embargo, valía la pena, muchacho: eran demasiadas milanesas y, si se las freía, seguro que el colesterol le iba a subir hasta las nubes. Hay que cuidarse. Desde chico hay que tener cuidado en la alimentación. Si no, después, más tarde, cuando aparecen los problemas, ya es tarde para remediarlo.

Sí, ahora mismo, disculpe.

Lo que pasa es que me pongo a hablar y no me doy cuenta. Me olvido de todo. Es tan lindo tener a alguien en casa para poder charlar. Tan distinto. Me hace muy feliz su presencia, Santi.

Bueno, bueno.

Tire del diario.

Ah, vio.

Qué sorpresa, ¿no?

No les pude poner aceite y vinagre. Sí un poco de sal, espero que lo disfrute. Entienda que si le ponía aceite y vinagre iba a manchar todo el piso.

Claro.

Me encanta esa actitud positiva que tiene hoy, muchacho. El tomate es rico de cualquier manera. ¿Sabía usted que es una fruta, que no es una verdura?

Sí, aunque no lo parezca, es una fruta.

Nunca entendí por qué. Me acuerdo que cuando daba clases y tenía que comentárselo a mis alumnos, alguno me lo discutía; me decía, por ejemplo, que no, que estaba equivocada, que el tomate nunca se comía de postre y yo tenía que explicarle que aunque no se comiera de postre era una fruta, que los especialistas en el tema así lo habían declarado y que los especialistas eran gente que había estudiado mucho, que no se podían equivocar. La verdad, Santi, es que no sabía qué responder. Me ponía muy nerviosa. Por eso, si me seguían insistiendo, mandaba al que me insistía en penitencia afuera del aula y listo. Una, cuando es maestra, tiene varias posibilidades de hacerse entender. La penitencia es una de ellas y, a veces, en casos extremos como el del tomate, la única posibilidad, la fundamental.

Es una fruta.

No me discuta porque lo dejo en penitencia.

Claro que puedo ponerlo en penitencia.

Por ejemplo, me voy y lo dejo solo. O puedo, en última instancia, apelar a lo que supongo sería la peor de las penitencias para usted: lo dejo sin probar bocado durante el resto del día. Pero ésa sería una penitencia excesiva, en este caso. El éxito, en la aplicación de las penitencias, está íntimamente ligado a la proporcionalidad o a la justicia del castigo. No sé si me entiende.

No, no me entiende.

Y no sólo no me entiende, si no que, aparentemente, tampoco se convenció todavía de que el tomate es una fruta.

Lo dejo solo, no me ha dejado otra posibilidad que aplicarle una penitencia. Y se lo advierto: hasta que no lo oiga gritar que el tomate es una fruta, no vuelvo.

Para que vaya aprendiendo cómo es que debe conducirse en una escuela.

¿Por qué?

¿Por qué hizo eso, malparido?

Usted es una borra, una lacra humana, una porquería. Un desastre. No tiene salvación. Es un demonio, el diablo mismo en persona.

¿Para que aprenda qué?

¿Qué pretende enseñarme, malvado?

Degenerado, usted no puede enseñarle nada ni a mí ni a nadie.

Lo que acaba de hacer no es ninguna penitencia, es una asquerosidad, un horror, una brutalidad. Justo la foto de mi madre, a quién se le ocurre. No, no puedo creer que la haya roto.

Solamente tenía que gritarme que el tomate era una fruta. Sólo eso, le pedí.

Usted está loco, completamente loco. Es un animalito. No tiene conciencia.

Una bestia.

Y tampoco tendrá perdón de Dios. Se lo aviso desde ya, para que lo vaya sabiendo.

Le traigo las dos milanesas que quiere. Pero se las hubiera traído de cualquier modo, no necesitaba hacer lo que acaba de hacer. Créame que, con pedirlas, alcanzaba y sobraba.

Yo le traigo la comida cuando me parece que tengo que traérsela, si no tendría que estar todo el tiempo dándole algo. Sin embargo, eso no quiere decir que haga lo que se me antoje. Apenas si estoy intentando poner un poco de orden en el desorden de su vida.

Sí, también.

Junto el pedazo de foto, lloro un rato en la cocina y le traigo las milanesas.

Y también le sigo contando.

Sí.

Pero, por favor, no la vuelva a romper.

Por favor, Santi.

Tome.

Y ya mismo le sigo contando la historia de mi madre. No vaya a ser cosa que se enoje y le corte otro pedazo más. Así, si es el ángulo de abajo nomás, no pasa nada, con una cinta lo arreglo, como hice en el caso de la fotografía de mi padre. Pero no haga ninguna locura, por favor. Ya está bien, ya tiene las dos milanesas que me exigió y ahora mismo sigo con la historia de Delita.

No, no necesita cerrar los ojos.

No hace falta.

De cualquier manera, por más que le diga que sí, que los cierre, que le hace bien ejercitar su imaginación, no los va a cerrar, como hizo la última vez. O se cree que ya me olvidé.

No, no me olvidé.

Ni tampoco me olvidé de lo que les hizo a mis únicos tesoros. Me olvido de algunas cosas, no de todas, no se vaya a creer.

Escuche con atención:

El motor del Farman rugía. Mi madre, extasiada, feliz, miraba los controles del avión y, al mismo tiempo, giraba cada tanto la cabeza por la ventanilla hacia la región cercana en donde yacía herido aquel hombre.

Disculpe que me detenga. Será un momento, solamente. Acabo de darme cuenta de que no sé por qué razón dije ventanilla; supongo que tiene que ver con que no he sabido encontrar, en el entusiasmo por ser exacta mientras relato lo sucedido aquella mañana, una palabra que le grafique a usted, que no tiene ni idea de cómo eran los aeroplanos de hace un siglo, el habitáculo del aparato. Pero la última cosa que desearía, créame, Santi, sería mentirle al respecto. En realidad, el Farman no tenía ventanillas. El habitáculo estaba abierto, al aire libre, digamos. Incluso medio hundido, apenas si la cabeza del piloto, o en este caso de la piloto, sobresalía unos centímetros. No es que Delita sacara la cabeza por la ventanilla, entonces, lo que hacía era levantarse con algún esfuerzo del asiento y sacar un poco la cabeza por encima del habitáculo.

Me di cuenta de que no estaba siendo del todo exacta porque, justamente, ahora mismo tenía que contarle que, después de mirar extasiada, feliz, los controles del avión y girar varias veces su cabeza hacia la zona en la que había quedado tendido aquel tipo, mi madre se calzó las antiparras y, enseguida, también el casco que descansaba junto a sus pies. Ahí no giró más la cabeza. Nunca más.

Y, sí.

Tuvo que tomar una decisión: salvarle la vida al tipo o hacer, finalmente, lo que había soñado hacer a lo largo de toda su vida.

Claro, se decidió por ella. Por volar.

Y usted, ¿qué habría hecho, en ese caso?

Ve, no sabe.

Delita también dudó, porque era una buena persona. Por eso es que giraba intermitentemente sus ojos verdes desde los controles del aeroplano hacia el pasto de Longchamps. Porque dudaba. Pero, al final, tomó la decisión correcta.

¿Ya empezamos otra vez?

Era buena, un pan de Dios.

Lo que la decidió, con toda seguridad, fue pensar que volaría unos minutos y que, esos minutos, no cambiarían demasiado la condición del herido. Que ya tendría tiempo de ayudarlo cuando aterrizara, quiero decir.

¿Quién es usted para juzgarla de ese modo?

Justo usted. ¿Por qué no se mira un poco más adentro de sí mismo?

Resulta que es capaz de romper la foto que más quiere la mujer que lo está cuidando desde hace dos días, sin ninguna sensibilidad, sólo para que le traigan un par de milanesas, y se anima a hacer un juicio de valor tan rotundo sobre la buena de mi madre.

Mírese en el espejo, desgraciado.

No tiene cara.

Cómo me equivoqué con usted.

Me voy a hervir unas verduritas para comer algo. Usted haga lo que quiera. Si quiere, rompa la foto en mil pedazos. Creo que ya no me importa lo que diga o lo que haga.

Yo le recomendaría que utilizara ese tiempo para mirarse a sí mismo; que se tomara el trabajo de ver la escoria humana en la que se ha convertido. Aunque ya sé que no le importan mis enseñanzas ni mis consejos. Que en lo único que piensa es en comer como un animal. Y también en su hermana, de una manera asquerosa.

Diga lo que quiera, no me interesa.

Una hermana es una hermana, muchacho. Acá y en la China.

Haga lo que se le antoje, yo me voy a hervir unas verduritas. O, si me dan ganas, me como todas las milanesas que quedan.

Ya veré.

Usted no me va a decir lo que tengo que comer. Faltaba más.

Gracias, Santi.

Es muy inestable, usted. Pasa de ser un patán a ser un chico muy tierno y amable en unos pocos minutos.

Emocionalmente, inestable.

Como la mayoría de los adolescentes, por otra parte. No se vaya a pensar que le pasa a usted solo. Sin embargo, qué quiere que le diga, en el fondo se nota que es bastante bueno.

Qué linda que era Delita.

Muchas gracias por devolvérmela. Pensé que ya no la vería más, que no me acompañaría nunca más.

La voy a pegar.

Sí, después que la pegue, le traigo más milanesas. Y, si quiere, también le traigo algunas rodajas más de tomate.

Bueno.

Ah, otra vez muchas gracias, querido. Me emociona que a veces tenga tan buenos sentimientos. Supongo que Dios, que todo lo ve, va a tener en cuenta estas buenas acciones, y que, por ahí, hasta decide salvarlo en el juicio final. Claro que eso va a depender de lo que haga usted de acá en adelante. Si insiste en robar o en querer ir a buscar a su hermana a esa casa, por más bueno que sea Dios, no creo que pueda perdonarlo. No sería fácil. En ese caso, si lo perdona, la otra gente que esté presente en ese momento se enojaría muchísimo, pensaría que es muy injusto y, si algo tiene Dios, es que es un ser perfecto, incapaz de cometer una injusticia semejante. Dios no hace nada porque sí.

Cállese, ahora vuelvo.

Ahí tiene.

Entre medio de las hojas de uno de los diarios, van dos milanesas y, en el de al lado, van unas cuantas rodajas de tomate.

Tire, nomás.

Muy bien.

Y le aviso que yo también soy buena: no me comí ninguna milanesa. Y eso que hay un montón. Al final me hice la sopita de todos los días.

Gracias, cada vez que lo escucho llamarme Lita sé que las cosas, entre nosotros, andan como deben andar. Como deberían andar siempre, por otra parte, si es que usted no cambiara tanto, de a ratos, su carácter.

Sí, ahora mismo le cuento el final de la historia de mi madre. Gracias por devolverme la foto, quedó muy bien y, la verdad, no creo que pudiese contarle lo que voy a contarle sin la foto de Delita entre mis manos. No creo que pudiese hacerlo.

Ya mismo, pero le aviso que después me voy a dormir la siesta. Estoy muerta de cansancio: con usted acá se me han multiplicado las tareas. Entiéndalo, ya no soy una niña.

Perfecto.

Me encanta cuando puede hacer un esfuerzo y ponerse en mi lugar.

Escuche con atención:

Delita quería volar. Toda su vida había querido volar, usted sabe, ya se lo conté al principio de la historia. Y voló. Esa misma mañana. La mañana en la que, finalmente, estaba escrito que tenía que volar. Se bajó las antiparras de cuero, tomó con decisión el comando, que era como una palanca con una suerte de agarradera, aceleró y entonces el aeroplano comenzó a deslizarse lentamente sobre el césped. No creo que pueda expresar en palabras lo que mi madre vivió en ese momento: una mezcla de nervios, de ansiedad y de felicidad que, por un lado, la hacía reír casi a las carcajadas y, por el otro lado, la hacía transpirar a chorros, sobre todo en las manos y en la frente. Se sentía única, feliz, completa. Una mujer cabal.

No, no se olvidó del hombre. Ya le dije que ella pensó que lo podría ayudar convenientemente después de volar, que unos pocos minutos no cambiarían en nada su situación.

No empecemos otra vez, por favor. Mire que no le termino el cuento.

Sigo, entonces.

Condujo despacio hasta una de las cabeceras de la pista, allí giró y enfrentó la máquina contra el viento, tal como le habían enseñado. Enseguida se persignó, mi madre era muy religiosa, Santi, no sé si se lo había dicho antes; se encomendó a Dios y a la Virgen de Luján, de la que ella era muy devota, después palpó cada una de las palancas que iba a tener que utilizar, repasó mentalmente la rutina del despegue y del vuelo, se rió con toda la cara y, por fin, tomó la perilla correspondiente y aceleró a fondo.

Había estado todas las mañanas de dos semanas, preparándose.

Si no sabía arrancar el aeroplano, era porque siempre habían practicado con el motor apagado y, la única vez en que el tipo la había llevado a volar, Delita estaba tan excitada que no había podido ver cómo era que lo había puesto en marcha. Pero lo demás lo sabía. Conducirlo y esas cosas, sí.

Usted es muy desconfiado.

Parece como que quisiera ponerme a prueba todo el tiempo. No me gusta eso, Santi. ¿Por qué habría de mentirle?

No, no tengo ningún motivo.

Así está mejor. Me cae mucho mejor cuando se comporta como debe.

¿Continúo?

Bueno, pero no me interrumpa más. Por favor, muchacho, me cuesta mucho ir hasta ese día, con todo lo que significa para mí, y al cabo de unos segundos tener que hacer el viaje de vuelta para discutir con usted.

Entonces.

El avión carreteó por la pista, fue tomando velocidad y levantó vuelo a escasos metros del cuerpo herido de aquel hombre. Tampoco creo que pueda, querido, encontrar las palabras adecuadas para referirle la sensación de extrema felicidad que experimentó mi madre al darse cuenta que estaba elevándose por el aire. Sola. Ahí. Con todo el cielo a su entera disposición. Una sensación incomparable de libertad, de sentirse dueña de sí misma y del mundo que dejaba a sus pies. Porque la libertad, escúcheme bien, hijo, está completamente ligada a la propiedad. Uno se siente libre cuando posee. Cuando se hace finalmente propietario de algún bien, espiritual o material, que llevaba tiempo deseando con alguna intensidad. Los filósofos pueden decir lo que quieran acerca de la libertad, pero, la verdad, la única verdad al respecto es que la libertad es la apropiación personal de algún bien o de algún sueño. Ninguna otra cosa. Lo demás son palabras huecas, tonterías. ¿Me escuchó?

Sí, claro que es así, muchacho.

Ahora déjeme seguir con el cuento. Aunque, si usted quiere, en cualquier otro momento le explico el asunto de la libertad con un poco más de profundidad.

No tengo ningún problema, para mí será un placer, se ve que el tema le importa.

De acuerdo.

Delita, en ese preciso instante, créame que sintió esa sensación de extrema libertad y también sintió como un escalofrío o como un temblor que le recorría todos los rincones de su hermosísimo cuerpo; una ráfaga de electricidad interna que venía a decir casi lo mismo que acabo de contarle sobre la libertad, pero de otro modo. El aeroplano alcanzó a elevarse a unos cien o doscientos metros de altura. Y aunque el sol todavía podía verse de a ratos, tímido, a un costado, estaba muy nublado, casi a punto de llover. Entonces decidió girar el manubrio, buscando de esa forma no alejarse tanto de la pista, para no perderse, y el aeroplano comenzó una amplia curva que ella supo disfrutar, para, al cabo de unos segundos, encontrarse otra vez camino de la pista. Bajó la altitud de la nave a unos treinta o cuarenta metros del suelo, como iniciando el aterrizaje. Pero no. No aterrizó. Pasó por encima del cuerpo de aquel hombre lo más cerca que pudo y enseguida volvió a treparse a los cielos repleta de emoción, triunfal. Continuó en línea recta unas cuantas cuadras, un kilómetro o quizás un poco más, no lo sé con exactitud, mirando extasiada cómo era que se veía de pequeño el mundo desde ahí arriba. Deteniendo sus ojos verdes en cada una de las movedizas copas de los árboles, en los caminos de tierra que se abrían y se cerraban llenos de polvo contra el horizonte, en el perfecto cuadriculado de los campos, en las formas tortuosas de las nubes, en los pocos claros del cielo. Escuchando el ruido voluptuoso del motor del Farman y los golpes cada vez más potentes y acelerados de su propio corazón. Su cara casi estallaba de alegría: se reía a carcajadas, lloraba, lanzaba gritos de júbilo hacia los lados del habitáculo. Todo al mismo tiempo. Era Dios, de algún modo, observando la tierra desde arriba. Y era feliz, también. Casi tanto como cuando había parido a Lita, su hijita del corazón. Pero, al cabo de esas cuadras, decidió que ya estaba bien, que ya era tiempo de ayudar al herido y entonces volvió a girar el manubrio. El aeroplano dibujó un amplio radio de curva de ciento ochenta grados y enfiló su proa, con decisión, hacia el verde de la pista que se vislumbraba en la lejanía. Ahí disminuyó la velocidad y, de inmediato, comenzó el descenso. Fue soltando lentamente el manubrio, como una experta, y la nave se inclinó convenientemente hasta que, a unos ocho o diez metros del suelo, ya sobre la pista, una maldita corriente de viento embolsó las alas del aparato desde la parte posterior. A Delita sólo le quedó una nada de tiempo. Un instante eterno que utilizó para pensar en mí, su única hija, su bebé, su gran amor, por última vez, mientras el aparato se colocaba justo en posición perpendicular a la pista. Por supuesto, Santi, que no pudo realizar ninguna maniobra para esquivar el impacto frontal. Lamentablemente, no pudo. Cayó a poca distancia de donde había quedado, tendido, el cuerpo de aquel hombre.

Sí, murió instantáneamente, pobrecita.

Cincuenta y cuatro minutos después de haberse bajado del automóvil en la puerta del aeródromo. Exactamente, cincuenta y cuatro minutos después.

Aunque, quizás, haya sido mejor así. Si hubiese sobrevivido, con toda seguridad habría quedado muy malherida para el resto de su vida y, encima, habría tenido que dar larguísimas explicaciones acerca de los dos disparos que encontró la policía, algunas horas más tarde, incrustados en el cadáver de aquel sinvergüenza. Dios sabe por qué hace las cosas como las hace. Dios sabe y a nosotros, sus hijos, no nos corresponde emitir ningún juicio de valor acerca de su proceder.

Lo siento, muchacho, pero ahora no puedo aclararle ninguna de sus dudas.

Dentro de un rato, querido.

No puedo hacer nada, ahora mismo, sólo quiero llorar.

Sí, claro.

Por supuesto, se lo prometo.

Lo dejé un montón de tiempo solo. Le pido mil disculpas, querido. No era mi intención. Estuve llorando en la cama de mi habitación hasta que me quedé profundamente dormida. Y dormí mucho, me da la impresión.

Tenía tantas ganas de llorar.

Tanta necesidad.

Ya le dije que es la primera persona a la que le cuento lo de mi madre, Santi. Y me pasó que cuando le contaba esta última parte de la historia, la revivía. Aunque, claro, no se puede revivir lo que nunca se vivió; lo correcto sería decir que lo veía como si hubiera estado ahí en ese momento, al lado mismo de Delita, en el habitáculo del aeroplano, cuando se caía a pique sobre el pasto de Longchamps. Y yo tampoco podía hacer nada para detenerlo.

Creo que sufrí la muerte de mi madre por segunda vez. O por vez primera, ya que, en realidad, era tan chica cuando ocurrió que no tengo ninguna memoria de los sentimientos que experimenté aquel día de hace casi un siglo.

Sí, por favor, cuénteme sus dudas.

Es verdad. Finalmente, aquel tipo tenía razón cuando le recomendaba a Delita que no volara esa mañana. Pero, querido, eso el tipo lo sabía desde bastante antes de meterla en el hotel. Y no dijo nada. Se lo dijo recién después de haberse aprovechado de ella. Eso no se hace. A Delita no le quedaba otra posibilidad que volar esa mañana. Es muy probable que, de no haberlo hecho, el tipo hubiera desaparecido para siempre. Así es como actúan los hombres.

No la amaba.

No insista, si la hubiera amado no habría hecho las cosas del modo en que las hizo.

Habría luchado por su amor, la hubiera cortejado durante algún tiempo. Tantas cosas amables, puede hacer un hombre enamorado. Pero no. A éste lo único que se le ocurrió fue inventar ese acuerdo de pago malsano y arrancarle la blusa a los manotazos.

Estaba caliente, como dice usted.

No, no estaba enamorado, no me va a hacer creer eso.

Y dale con lo de su hermana.

Eso tampoco puede ser amor. Ya se lo expliqué. Usted es un enfermo, muchacho. No sé cómo voy a hacer para curarlo de ese mal.

No quiere que lo cure porque todavía no se ha dado cuenta de que está enfermo. Eso pasa. Hasta que no somos conscientes del problema, no podemos hacer nada para solucionarlo. Apenas se dé cuenta, ya podré empezar a ayudarlo. Pero tendrá que hacer algún esfuerzo, yo solita no puedo, también usted tiene que poner lo suyo en el asunto. De acá no se va hasta que no esté sano.

No, no le mentí.

De ninguna manera. Si bien es verdad que ya terminé de contarle la historia de mi madre, cuando hicimos el acuerdo yo no tenía ni idea de que usted estaba moralmente tan enfermo. ¿Cómo lo voy a dejar salir a la calle en este estado?

No.

No lo puedo permitir.

Sería una absoluta irresponsabilidad de mi parte. Piense le que quiera. Y grite porquerías, también, si tiene ganas.

No me interesa.

Le voy a buscar unas palmeritas, a ver si le mejora el carácter.

Acá tiene. No refunfuñe más, por favor. Le traje como una docena. Ya va a ver que con las palmeritas se le olvida el malhumor.

¿Qué pasó después de qué?

Ah.

Y, bueno, como a las dos horas, más o menos, llegó la policía. Tuvieron que romper el candado que cerraba el portón para poder entrar.

Tardaron dos horas porque no vivía nadie en el vecindario. Nadie escuchó el impacto. Justamente por ese motivo habían elegido Longchamps para construir el aeródromo. Sin embargo, un hombre que andaba a caballo vio caer el aparato, desde bastante lejos, y les avisó.

Sí, un gaucho. ¿Y qué?

Se equivoca. El gaucho vio la caída porque andaba como un vago cabalgando por la pampa. Habrá ido al trote hasta el destacamento policial. Sin ningún apuro. Por eso tardaron tanto tiempo. Y, después, seguro que hasta galopó detrás del carro policial para enterarse de lo que había pasado. Vago y encima chusma, el gaucho.

No, si fueran útiles o si fueran valientes, habría habido uno en la puerta del hotel de la Recoleta la noche anterior. Y hasta se habría retado a duelo con el ofensor de mi madre. Pero no. Qué ilusión. Los gauchos siempre aparecen después, cuando ya no queda nada por hacer.

El cuerpo de Delita estaba aprisionado entre los hierros de una de las partes de la estructura de la nave, la zona del habitáculo. Las demás partes estaban esparcidas a lo largo de todo el predio. Algunas muy lejos, incluso.

Sí, al tipo también lo encontraron muerto cuando llegaron.

Bien merecido que lo tenía.

¿Qué le importa, el nombre?

Un tarado anónimo. Un don nadie.

Bueno, está bien, no entiendo para qué, pero si tanto le interesa el asunto, se lo digo, se llamaba José.

¿Arnold?

Eso es la imaginación. Así funciona, querido. Usted lo imaginó Arnold, cuando, en realidad, el tipo se llamaba José. Lo que no alcanzo a comprender es esa manía o esa necesidad que tiene de buscar comparaciones entre lo que imagina y lo real.

Se equivoca otra vez, muchacho.

¿Qué le hace suponer que es más verdadero el nombre José que el nombre Arnold?

Sin embargo, yo podría haberle mentido.

Quizá no lo sabía, nunca lo había sabido, y se lo inventé para que me dejara de embromar.

Entonces prefiere creerle a otro, en este caso a mí, que creerle a su propia imaginación. Eso no está del todo bien. Yo le dije la verdad, el tipo se llamaba José, pero no siempre se va a encontrar con gente tan sincera. Yo que usted le haría un poco más de caso a su propia imaginación. Es un don divino. Y si Dios nos la puso en el centro de la cabeza será para algo, digo yo. Seguramente para que con ella terminemos de construir el mundo o para relacionarnos con los demás o para que la vida no se nos haga tan triste o, incluso, para que ella nos ayude a descubrir la verdad. Se me ocurren tantas cosas, pero, bueno, usted haga lo que quiera, es su problema. De hecho, si me permite el usufructo de la suya, a partir de este momento, en mi memoria, aquel hombre nunca más volverá a llamarse José, se llamará Arnold. Me da la impresión de que Arnold le sienta bastante mejor que José a un sinvergüenza de esa calaña.

Perfecto: para usted es José y para mí, a partir de hoy, será Arnold.

¿Ya se comió las palmeritas?

No lo puedo creer. Eso es casi un milagro. ¿Se encuentra bien de salud?

Fue una broma, no se lo tome así.

No se enoje. Me resultó tan raro que ni siquiera las hubiera probado; usted que siempre se ha comido en un santiamén todo lo que le he alcanzado.

Bueno, coma ahora.

A veces ocurre que uno se entusiasma con una conversación y entonces se olvida de todo, hasta de comer.

A mi padre le avisó la policía. Pero no cualquier policía. Fue el mismísimo comisario de la Federal en persona, el que llegó hasta nuestra casa de Belgrano. El oficial comprendió enseguida que mi padre debía ignorar por completo la situación. Entonces lo puso al tanto, le contó lo que sabía al respecto y le pidió instrucciones acerca de lo que convenía decir públicamente. Al final, decidieron entre los dos que lo mejor sería afirmar que mi madre había acompañado a Arnold en un vuelo de práctica y el vuelo había zozobrado por culpa del odioso accionar del viento sudeste. No dejaron tomar fotos del lugar ni de los cuerpos. Y esta versión fue la que salió publicada en los diarios al día siguiente.

Es cierto, no se lo voy a negar.

¿Otra vez con su hermana? ¿Qué cuernos tiene que ver ella en este asunto?

No, querido, eso no.

Las familias acomodadas no esconden ese tipo de cuestiones. ¿Cómo se le puede ocurrir que gente bien educada va a permitir el casamiento entre hermanos?

De ninguna manera, no es así.

Usted está loco, si fuera rico tampoco podría vivir o tener hijos con ella.

No, Santi, créame que no.

Usted es un vivo: ahora resulta que prefiere creerle a su propia imaginación, que creerme a mí.

Sí, está bien, yo le dije antes que era mejor. Pero no siempre. No en este caso, por ejemplo.

Flor de vivo.

Me voy a hacer un tecito, no me gustan nada los vivillos, los avivados, se parecen demasiado a los gauchos.

No, no se aflija, no me voy a poner a hablar como una loca otra vez de los gauchos.

¿Palmeritas o bizcochos?

Bueno, pero ahora no. Dentro de un rato, cuando vuelva de tomarme mi té. No puedo andar yendo y viniendo cada vez que a usted se le ocurra: tengo noventa y tres años, para noventa y cuatro. A ver si en algún momento se da cuenta, hijo, de mis innumerables precariedades físicas.

¿Sabe que hoy es sábado?

Claro, qué va a saber. Usted no puede saber eso porque no tiene idea de nada, ahí adentro. Pero hoy es sábado. Y los sábados son muy distintos al resto de los días de la semana. Al menos para mí. En la televisión no pasan el noticiero de las ocho, por ejemplo. Y yo voy a la misa de las siete de la tarde, en la iglesia que está en la otra cuadra, no sé si la conoce.

Tendría que conocerla.

Hay un curita muy joven que es fantástico. Si quiere, cuando salga del baño, lo acompaño, se lo presento y usted le confiesa ese pecado horroroso que lleva incrustado en el corazón.

El de su hermana, cuál va a ser.

Él lo va a saber aconsejar mejor que yo. A mí me ha ayudado mucho, este último tiempo, a sobrellevar dignamente tanta soledad.

Me parece que debería hablar con alguien, no sé, que desahogarse le haría mucho bien.

Bueno, de acuerdo, si no le gustan los curas, quizá podría charlar con un psicólogo de esos que hay ahora. Pero este curita no parece cura, le puede gustar, yo sé lo que le digo.

Así que no sabía que era sábado.

Vio, lo que yo le decía.

Pues sí. Es sábado. Y ahora que acabo de escucharlo, no pienso dejarlo salir. Ni loca que estuviera.

Es cierto. Yo le había prometido que cuando terminara de contarle la historia de mi madre lo iba a dejar salir de ahí, pero nunca le aclaré cuánto tiempo después.

Es por su bien.

Si lo dejo salir, se va a ir corriendo a esperar la visita de su hermana a la casilla de sus padres.

Ve como tengo razón.

No, no. En ese caso, yo sería partícipe de su pecado. Porque antes no lo sabía, pero ahora sí sé que usted iría corriendo a esperarla. Pecaría yo también. Y créame, muchacho, que si hay algo que no quiero hacer en la vida, sobre todo cuando me queda tan poco, es ofender a Dios siendo partícipe de un pecado tan aberrante.

De ningún modo.

Usted se queda ahí adentro. Por lo menos hasta el lunes. Pero, dígame una cosa más importante, ¿va a querer o no va a querer los bizcochos que me hizo traerle?

Bueno, entonces cierre el pico y agárrelos que se los paso.

El tiempo pasa volando. No falta nada para el lunes, ya va a ver.

¿Secuestrado?

Mire lo que se le ocurre. Yo lo tengo encerrado, es verdad, pero es por su bien: le estoy enseñando un montón de cosas que no sabía, lo estoy sacando del peligro de la calle y, sobre todo, lo estoy protegiendo de usted mismo. No lo tengo secuestrado, cómo lo voy a tener secuestrado. Si le permitiera salir, usted iría directamente a buscar a su pobre hermana. Sería imperdonable de mi parte.

Usted tampoco tenía ningún derecho de atacarme por la espalda con un cuchillo filoso. Sin embargo, yo no fui a denunciarlo a la policía. Fui valiente. Me la aguanté solita.

¿Se da cuenta de que, encima de cualquier otra cosa, usted es un cobarde?

Sí, un cobarde.

Un flojo, un maricón.

¿Buscar un abogado para meter presa a una señora de noventa y tres años que sólo ha pretendido ayudarlo?

Es una locura, querido. Las cosas que se le ocurren. Si lo mantengo encerrado es, únicamente, para que deje en paz a su hermanita. Para salvarlo, de algún modo. Y eso mismo es lo que haría cualquier otro ser humano cabal, no sólo yo, si supiera, como ahora yo sé, que usted quiere salir de acá para ir a buscarla y terminar de cometer un pecado de semejante gravedad.

¿Sus derechos humanos?

A ver. Me parece que va a tener que hacer un esfuerzo y explicarme cómo es que sabe tanto de abogados y de derechos humanos y de la mar en coche, cuando no sabe nada de nada del resto de las cosas que pasan en el mundo. Ni siquiera de gauchos, sabía, y ahora me sale con toda esa parafernalia jurídica.

Sí, aunque no quiera, va a tener que explicarme el asunto.

Lo escucho, adelante.

Creo que le conviene hacer el esfuerzo, Santi. Si no, lamentablemente, no voy a poder dejarlo salir de ahí adentro ni siquiera el lunes. Nunca, lo voy a poder dejar salir. Si no me cuenta de dónde sacó lo de los derechos humanos, voy a creer que usted es un grandísimo fraude: que efectivamente tiene el cuchillo que dice no tener y que no roba para rescatar a su hermana de la casa en la que está trabajando de mucama, sino que lo hace todos los días, por lo menos, desde los cinco años de edad.

Cuente, sobre todo si pretende que algún día de éstos lo deje salir de ahí adentro.

Ah, entiendo.

Sí, claro. Se trata de un desgraciado que les mete esas ideas en sus pobres cabecitas. Un sinvergüenza con título de abogado.

Qué va a ser bueno, muchacho. Ese tipo es todavía más delincuente que usted y todos sus amigos de la villa juntos.

¿Y cómo le pagaría sus servicios? Porque estoy segura de que gratis no lo debe hacer. Un tipo de esa calaña no hace nada de lo que hace por caridad cristiana.

¿Una cuota?

¿Cómo una cuota?

Ah, de lo que van trayendo. Es decir de lo que van robándoles, por ejemplo, a las viejas indefensas como yo.

Qué desastre.

No lo puedo creer. Usted está perdido, Santi. Lo lamento mucho, pero es así. Y, además, el mundo está perdido. Los dos. Tanto usted como el mundo. Ambos, completamente perdidos.

Sí, por supuesto, un buen hombre, el abogado. Y usted y sus amigos, también. Toda buena gente. Fíjese un poco en lo que está diciendo, una barbaridad detrás de la otra.

Usted es un caradura. Tendría que caérsele la cara de vergüenza.

Basta.

Ya está bien, no quiero saber más. Me voy a misa, que ya es casi la hora.

Rezaré por usted, Santi.

Aunque, la verdad, por más que yo le rece y le rece, me cuesta imaginar la manera en que Dios se las podría ingeniar para mejorar su conducta o la de sus amigos o la de ese abogaducho que es bastante más delincuente que todos ustedes juntos. Me da la impresión de que ni siquiera Dios, a esta altura, puede cambiar este estado tan putrefacto en el que se encuentra el mundo. Me parece que es demasiado tarde. Que Dios hace un buen rato que se hartó de la estupidez de los seres humanos.

No sé, querido.

Voy a rezar por usted, claro, pero no se haga demasiadas ilusiones. No espere ningún milagro, quiero decir.

No, ahora no.

No, las milanesas se las alcanzo cuando vuelva de la iglesia.

Sí, todas, no tema, yo no le pienso cobrar ninguna cuota por mis servicios de cocinera. Aunque a usted le cueste creerlo, todavía quedamos algunas personas honradas.

Que Dios se apiade de usted.

Se me hizo un poco tarde, disculpe.

Lo que pasa es que me quedé conversando con el curita, aquel que le conté que es tan bueno y tan simpático, después de la misa. Y se me pasó el tiempo. Siempre me ocurre lo mismo: encuentro alguien para charlar y me olvido de todo. Es encantador, el cura, tendría que conocerlo.

Sí, le pedí a Dios por usted.

No, por los otros, no. Ellos que se las arreglen por su cuenta; a mí, el único que me importa que se salve del infierno es usted.

También hablé con el curita sobre su situación.

No, por supuesto que no.

Mire si le voy a contar que lo tengo encerrado en el baño. No. A quién se le ocurre. Le conté que me había hecho amiga de un chico de la villa, de catorce años, un chico buenísimo pero que padecía un problema muy grave: no sólo ya había tenido relaciones sexuales con su propia hermana, sino que afirmaba estar enamorado de ella.

Y, bueno, qué quiere, con alguien lo tenía que hablar. No me podía quedar con el entripado yo solita. Además, los curas no pueden contarles a otras personas lo que nosotros les confesamos, es un secreto, lo tienen prohibido por Dios y por el Papa.

No me animé. Por ahí se enojaba conmigo o pretendía venir hasta acá. No, eso no se lo dije. Aunque ahora, pensándolo bien, creo que ésa es una buena solución: el lunes, cuando finalmente lo deje salir del baño, le pido al curita que venga. Es fuerte, un hombre hecho y derecho, bastante buen mozo, muy joven, usted no se va a atrever a acuchillarlo. Me acaba de dar una buena idea.

Igual, aunque no tenga el cuchillo. Por las dudas de que quiera pegarme o empujarme o hacerme algo feo.

No, no se va a enterar. Le voy a contar todo lo que pasó, pero le voy a decir que pasó esa misma mañana, no que lleva días ahí adentro.

Me va a creer a mí.

Cómo le va a creer a usted que tiene catorce años, que quiso robarme y que, encima, afirma estar enamorado de su propia hermana. A propósito, nunca le pregunté qué edad tiene ella.

Es una nena. Y usted es un animal, si me permite el comentario.

Que antes haya estado con otros muchachos, no significa que no sea una nena. Con trece añitos tendría que estar jugando a las muñecas, todavía. Pobrecita, me da mucha lástima.

Qué sabe, usted.

Dice eso porque es un enfermo. Seguro que hay alguno de esos muchachos que la quiere bien, que no pretende aprovecharse sólo de su cuerpo.

Límites.

Nadie les pone límites, a ustedes. Pero yo sí que lo voy a hacer, usted va a salir hecho otro hombre de ese baño. Se lo juro. Otro hombre. Como que me llamo Lita.

Sí, ahora me llamo Lita.

No se haga más el tonto, por favor. No lo soporto cuando se hace el tonto de esa manera.

Ay, es cierto, me olvidé por completo. Ya mismo se las traigo. Le pido mil disculpas. Lo que pasa es que quería contarle lo que me había dicho el curita acerca de su caso.

No importa, no sea ansioso, ahora después, mientras comemos, se lo cuento.

Deben quedar seis o siete.

No, todas no.

Yo me voy a comer una, no tengo ganas de ponerme a cocinar: se hizo muy tarde y estoy muy cansada, querido, usted me da demasiado trabajo.

Lo lamento mucho, enójese si quiere, pero yo me voy a comer una.

No, tampoco tengo ganas de cortar tomates a esta hora, arréglese con las milanesas y, mañana temprano, que voy a estar más entera, le preparo napolitanas. ¿Le gustan?

Qué bien.

En la misma carnicería, a un costado, hay un almacén donde siempre compro los caldos y los fideos y esas cosas; ahí es donde voy a comprar el queso y la salsa de tomate y el jamón cocido. Creo que no se necesita nada más.

No, nunca hice napolitanas.

La verdad, la pura verdad, es que no me gusta nada cocinar. Cocino porque algo tengo que comer, pero me aburre, no lo disfruto. Y pensar que hay gente que le encanta. Mi tía Alcira, por ejemplo. Le encantaba sobre todo hacer tortas y ponerles crema o dulce de leche con un pomo especial que tenía. Yo no, Santi. A mí nunca me gustó.

Disculpe, ya voy. Pero en lugar de estar tan desesperado por las milanesas, debería estar agradeciéndome todo el esfuerzo que estoy haciendo por usted.

Le cocino, le doy charla, me preocupo, hablo con el curita acerca de su caso.

Sí, ahora nomás le cuento.

Voy y vengo.

Tardé un poco, ya sé.

No me rete. Tuve que cortar la milanesa que me voy a comer yo, en pedazos muy chiquitos. Tengo la dentadura a la miseria, muchacho, casi no puedo masticar; un poco, apenas, con los dientes de adelante, muelas no me quedan. Aunque así, cortándola en pedacitos, casi en miguitas, sí que puedo. No le voy a mentir, en realidad lo que hago no es masticar, sino tragar los pedazos.

Ya va, sólo le estaba contando el motivo de la tardanza. Qué impaciente. Da la impresión de que no le importara absolutamente nada de lo que le ocurre a su prójimo.

Siempre está hambriento. Es un desesperado.

Ya puede tirar del papel.

Uy, creo que una de las milanesas se quedó enganchada.

Sí, claro que la estoy pateando. Pero no pasa, qué quiere que le haga. No es culpa mía. Mejor, agarre las que pueda agarrar y suelte el papel, entonces yo lo vuelvo a sacar y me fijo por qué razón es que se ha quedado atascada.

Y, sí, ésta que quedó es demasiado gruesa. No va a pasar. Qué bronca. Y mire que le repetí como tres veces al carnicero que me diera las más finas que tuviese.

Ve.

Ve que es verdad cuando le digo que acá, aunque ya no anden con boleadoras ni con bombachas ni con chiripá, todavía son todos gauchos. Hacen lo que quieren y ahora usted, pobrecito, por culpa de este gaucho carnicero se tiene que quedar sin poder comerse una de las milanesas.

Quedará para mí, para mañana. Claro que tanta milanesa, de repente. Aunque como las preparé al horno, colesterol no tienen. No se aflija, Santi, mañana me la como yo, no la pienso tirar a la basura. Tirar la comida, con el hambre que hay en el mundo, es un pecado aún peor que el suyo con su hermanita.

No sea así, una milanesa más o menos no le cambia la vida a nadie.

Sea un poco más positivo.

Se la pasa quejándose.

Además, le advierto que lo de las napolitanas no va a poder ser. Con la salsa y el queso y el jamón cocido, seguro que no pasarían. Se va a tener que olvidar de lo que le prometí hace un rato. Tendremos que seguir como estamos, nomás.

No, tampoco. Las de pollo son demasiado gruesas.

Usted es un desfachatado. Cómo va a decirme que está cansado de las milanesas. Con el hambre que ha pasado en su vida. Tendría que ser un poco más agradecido, me parece. No tan quisquilloso ni tan resentido.

Bueno, si no quiere, mañana no le hago. Para mí sería mucho mejor: no tendría que salir de compras ni tendría que cocinarle como una burra. Volvemos a los bizcochos o a las palmeritas o a las galletitas de agua, entonces.

Ah.

Ve cómo es.

Sí, se las hago igual, no se preocupe. Me canso, es verdad, pero para mí es un placer atenderlo como usted se merece. Aunque el curita no piense lo mismo, claro.

Me dijo muchas cosas.

En principio, me retó a los gritos, delante de un montón de otras señoras, por tener amigos como usted. Me pidió que tuviese mucho cuidado porque, según él, la gente de su calaña acostumbra hacerse el amigo para conseguir algo a cambio; que de ningún modo su amistad podría ser sincera, que con toda seguridad usted está buscando sacarme dinero o quedarse con alguna cosa que me pertenece. Por eso le dije antes que no me va a costar nada traerlo el lunes hasta acá para que esté presente en el momento en que le abra la puerta. Cuando lo vaya a buscar y le cuente, enseguida me va a decir que él ya me lo había advertido.

No, usted porque no lo conoce; es un santo, el curita. Y lo mismo le dije a él de usted, para que vea cómo lo defendí. De todas maneras, el padre insistió en que su amistad seguramente era interesada, que, incluso, capaz que hasta se había inventado esa relación pecaminosa con su hermana sólo para darme lástima, para que yo me preocupara y, después, dentro de un tiempo equis, con esa excusa pedirme dinero o alguna otra cosa de mi propiedad.

Sí, claro.

Yo sé.

Pero no podía decirle que su amistad no era interesada, que usted estaba encerrado en mi baño. No sea zonzo. Cómo le iba a decir eso. Preferí insistirle con que usted no era ningún aprovechador, que yo me daba cuenta, que tenía mucho ojo para esos asuntos, que quería ayudarlo y no sabía cómo.

Eso no sería ayudarlo. Si yo lo dejara salir, usted iría corriendo a esperarla a su hermana cuando mañana llegue de franco y, por ignorancia o por falta de moral, se condenarían los dos.

El curita me preguntó si su hermanita ya estaba embarazada.

Menos mal. Qué suerte.

Yo le respondí que no lo sabía. Que creía que no porque usted no me había dicho nada al respecto y, también, porque Dios de ninguna manera podía permitir semejante embarazo. El padre se rió casi a las carcajadas cuando me escuchó. Y después se tomó el trabajo de aclararme que Dios no tenía jurisdicción en esos temas: me explicó del libre albedrío y yo qué sé cuántos asuntos más.

Nada. Le contesté que entonces sería un milagro, pero que, hasta donde yo sabía, los milagros también eran obra de Dios. Él volvió a reírse, aunque no a las carcajadas, y a regañadientes aceptó que sí, que yo tenía razón, que Dios actúa de modos muy diversos.

Me alegro mucho. Todavía hay tiempo, entonces. O, por lo menos, eso fue lo que también me explicó el cura.

Tiempo para hacer algo.

Para separarlos definitivamente, quiero decir.

Es verdad, ahora que lo comenta, es exactamente lo que acaban de hacer sus padres. Parece que no son tan malos, sus padres, como yo pensaba.

Me da la impresión de que sigue sin entender, Santi. Su hermanita, pobre, ya está a salvo. Ahora sólo falta salvarlo a usted. El lunes, cuando por fin lo deje salir de ahí adentro, capaz que le digo al cura que me acompañe a su casa y les pido a sus padres que me lo den en adopción.

¿A quién va a ser? A usted, por supuesto.

Qué porquería de muchacho resultó ser, Santi. Una sólo pretende su bien y usted no sabe hacer otra cosa que ponerse a gritar barbaridades. Me hizo llorar otra vez. Estábamos tan bien, comiendo milanesas, los dos, charlando, uno a cada lado de la puerta y, de repente, me sale con todo ese odio, ese rencor acumulado, esa inmundicia que lleva incrustada bien adentro del corazón.

Se tienen que separar definitivamente porque eso es lo mejor para los dos. ¿Se imagina si llegan a tener hijos?

Saldrían deformes, enfermitos, sería un horror, se lo juro. O usted se cree que Dios prohíbe las cosas porque sí. No, muchacho, de ningún modo, Dios prohíbe sólo aquello que está muy mal que hagamos los seres humanos. Sólo eso.

Bueno, si no quiere que lo adopte, no lo adopto, no se preocupe. Quédese en la casilla. Haga lo que quiera con su vida.

¿Y si se mete para sacerdote y su hermanita para monja?

No estoy loca, no sea bruto.

Fue una idea que se le ocurrió al curita: como hay pocas vocaciones y yo le aseguré que usted tenía buen corazón.

Está bien, nadie lo va a obligar a nada.

No, quédese tranquilo.

Me parece que se toma todo muy a pecho, usted. Así se sufre mucho en la vida, yo sé lo que le digo. Debería acostumbrarse a enfrentar los problemas con un poco más de calma.

Nada, entonces. Haga de cuenta que jamás hablé con el curita, que nadie lo va a separar de su hermana ni lo va a adoptar. Incluso, si no quiere que el lunes esté el cura cuando le abra la puerta, no lo busco y listo.

Como quiera. Claro que entonces tendría que llamar a la policía.

¿Tampoco quiere que llame a la policía?

Y bueno, muchacho, algún recaudo voy a tener que tomar. Usted es muy cambiante, pasa con demasiada facilidad de un estado de ánimo a otro, yo no me animo a estar sola en ese momento. O llamo al cura o llamo a la policía, decida usted.

No tiene que decidirlo ahora mismo. Tómese su tiempo. Además, ya es muy tarde y yo estoy muerta de sueño. Mañana me cuenta su decisión, tenemos todo el domingo por delante.

Sí, me voy a dormir.

Usted porque es joven. Sabe lo que me están costando estos días a mí. No creo que pueda imaginarse, no es sólo lo físico, también es la cabeza: usted me ha hecho recordar hasta el detalle lo de mi madre y, encima, está lleno de problemas muy complicados.

No, no lo tome a mal, no es que me aburra con usted, cómo se le ocurre, todo lo contrario, usted me hace compañía, es mi mejor amigo. Mire si lo quiero que hasta le dije de adoptarlo. No se trata de eso, le juro que estoy muerta de cansancio.

No doy más, lo siento.

Hasta mañana, que duerma bien.

¿Ya está durmiendo?

Disculpe que lo moleste, muchacho, es sólo un segundo.

Lo que pasa es que cuando me estaba sirviendo de la heladera el último vaso de agua del día, siempre me tomo un vaso de agua antes de irme a dormir y me lo llevo otra vez lleno a la mesita de luz, me acordé de algo muy importante que creo que no le dije.

Gracias.

¿Vio cuando le conté que Delita, después de despegar, dio la vuelta, enfiló de nuevo hacia la pista, bajó lentamente la altura del aeroplano y pasó muy cerca, casi de manera rasante, por el sitio en donde permanecía tendido el cuerpo malherido de Arnold y enseguida después volvió a trepar al cielo para volverse a alejar?

No, Arnold.

No empecemos otra vez. Para mí, ya nunca más será José.

Basta, no me interesa ese tema.

¿Se acuerda o no se acuerda de lo que le conté?

Me alegro que lo recuerde, eso quiere decir que siguió mi relato con algún entusiasmo. Bueno, voy a lo que le decía: cuando ocurrió eso, también ocurrió algo más.

Ocurrió que el tipo levantó el brazo sano.

Lo movió de un lado para el otro, como saludando con cierta felicidad el paso triunfal de mi madre por los aires.

Sí, eso es lo que yo pienso, también. Cómo un tipo de esa calaña, malherido como estaba, la va a saludar con felicidad. No puede ser. Pero, entonces, ¿por qué el gesto? Jamás pude entender ese gesto. Capaz que usted, que aunque no tiene nada de imaginación al menos tiene mucha más calle que yo, me puede alumbrar ese momento tan oscuro de la historia.

¿Cómo le iba a pedir ayuda?

Se piensa que el tipo no sabía perfectamente que, desde el habitáculo del Farman, con el ruido ensordecedor del motor encendido, mi madre jamás podría escucharlo.

No, ayuda no fue.

¿Se le ocurre alguna otra cosa?

Ah, eso sí que puede ser. Que el gesto fuera para avisarle algo, que el motor fallaba, por ejemplo, o que tuviera cuidado.

Ah, creo que ya sé.

Arnold le avisó que iba bien, que aterrizara para ese lado y no para el otro. En ese sentido del viento, quiero decir, y no en el sentido contrario como finalmente hizo.

Alguna vez me lo explicaron. No entendí muy bien, pero por lo que entendí, si Delita hubiese aterrizado viniendo desde el sector contrario al que lo hizo, muy probablemente el accidente nunca hubiese sucedido.

Claro, el tipo le avisaba eso.

No, qué va a ser un buen tipo. Lo que pretendía, con toda seguridad, era que mi madre no le estropeara el aeroplano recién importado de Francia.

Ni era José ni estaba enamorado. Termine con ese asunto de una buena vez. Cuando se le pone algo en la cabeza, resulta muy terco, usted, Santi. Lo de José, vaya y pase, es un asunto irresuelto que tiene usted con la realidad, pero lo de que estuviera enamorado, eso sí que no se lo voy a permitir. Ya me tomé el trabajo de explicarle que un hombre enamorado no anda sacándole la blusa o la falda a los manotazos a la mujer que ama.

¿Cómo sé qué cosa?

Lo sé porque lo sé, querido.

No, el gaucho no vio el gesto, estaba muy lejos, ya le dije.

No, no había nadie más, no se haga el vivo. Lo sé y punto.

Basta. Me hartó.

¿Y ahora qué quiere? Ya me estaba yendo a la cama. Sin embargo, como escuché Lita, no pude hacer otra cosa que acercarme. Sí que sabe, usted, cómo tratar a una mujer.

No sé. Me da miedo.

¿Y si justo en ese momento le da la locura esa que a veces le da y se le ocurre atacarme con el cuchillo?

Déjemelo pensar. Mañana le contesto. Ahora la cabeza no me responde demasiado bien.

Sí, hasta mañana.

Y no se vaya a pensar que no me di cuenta de que hoy no se bañó. Vergüenza, tendría que darle.

¿Cuándo?

Bueno, está bien, hago el último esfuerzo del día y le creo que se bañó.

Buenas noches.