Viernes 30 de noviembre

Buen día, Santi.

Le estoy dando los buenos días, muchacho.

¿Santiago?

Ve, después me dice que el mate es bueno y que no sabe nada de los gauchos. Vagos, los gauchos eran vagos como usted. Igualitos a usted. Cómo puede ser que todavía esté durmiendo. Mire la hora que es.

Las seis y media.

Hace más de una hora que amaneció. Yo me quedé un rato más en la cama para no molestarlo, pero me parece que ya está bien, que uno no puede pasarse la vida tirado en la cama.

Fue una forma de decir.

¿Sigue enojado?

Mejor tome un par de bizcochos. Hay que desayunarse bien, si no, después, con los años, vienen los problemas de salud. Si quiere llegar como yo, a los noventa y tres, lo mejor es dormirse temprano, despertarse cuando sale el sol y desayunar como corresponde.

Bueno, no puedo pasarle un té con leche ni un jugo de naranja por debajo de la puerta. Hoy se las va a tener que arreglar con los bizcochos o, si prefiere, volvemos a las galletitas de agua. Como usted diga.

No se queje, tampoco debe desayunar mucho más que unos bizcochos, en la casilla. Mírese un poco al espejo: si parece un esqueleto con pelo, una lástima de ser humano.

No, no, eso no está bien.

Tenga respeto por los mayores, Santi, no se lo voy a permitir.

Ayer a la tarde estaba tan bueno, tan compañero, tan dulce, que casi lo dejo salir de ahí adentro. Si no lo dejé fue porque no había terminado, todavía, de contarle la historia de mi madre con aquel hombre. Pero, después, desde el momento mismo en que le avisé que me iba a dormir, cambió por completo, se puso como cuando lo conocí a la mañana: un bandido, un irrespetuoso, una porquería de chico. O se piensa que anoche no lo escuché golpear la puerta durante un rato larguísimo. Qué pretendía. Tirarla abajo. No va a poder. Ya le expliqué. Es una buena puerta. Maciza. De madera dura. De las que se hacían antes. Es verdad que ahora da la impresión de que las hicieran de papel, pero antes las cosas no eran así, hasta las puertas se hacían como Dios manda.

Menos mal que no lo dejé salir. Capaz que hasta me acuchillaba.

No sé, eso de la uña es tan raro.

Tome, mejor cómase otro bizcocho. Le hace bastante falta, comer un poco más.

Así me gusta, que agradezca. Es lindo ser agradecido. Yo podría no haberle dado nada, ni siquiera un bizcocho. O haberlo denunciado a la policía, sin ir más lejos. Podría haber hecho muchas cosas. Y, sin embargo, ya ve, acá estoy, cuidándolo como si fuera mi propio nieto, educándolo para la vida, de alguna manera.

Sí, por supuesto que le voy a contar el resto de la historia de mi madre. Pero va a tener que esperar un rato a que yo también me desayune.

Enseguida vuelvo.

Estaba clareando. Algo se podía ver, quiero decir, y ése, precisamente, fue el origen del problema que se suscitó con posterioridad.

Ya se va a enterar, no sea ansioso.

Aquel hombre le aseguró a Delita que habían llegado, que el avión estaba en el lugar justo como para decolar y, con alguna soberbia, enseguida le preguntó cuánto más era lo que pretendía de él. Mi madre estaba tranquila, dentro de lo que cabe. Por eso casi ni se inmutó. Apenas si le ordenó que lo pusiera en marcha, porque, en verdad, ella no sabía cómo hacerlo. ¿Y si me niego? Le espetó entonces el tipo mientras volvía a dibujar aquella estúpida mueca risueña en la cara de la que creo ya le hablé en otras oportunidades. Si no lo pone en marcha, lo mato. Así de fácil. Y después, con tiempo, me preocupo por aprender a ponerlo en marcha yo solita, fue todo lo que le explicó Delita.

Espetar es mucho más que preguntar; es feroz, es como clavarle la pregunta a alguien, no sé si me entiende.

Me alegro, Santi. Creo que usted podría ser un buen alumno. Claro que, para eso, en vez de emborracharse todo el día, sus padres deberían trabajar y enviarlo a la escuela como corresponde.

Bueno, está bien. Sigo.

No se vaya a creer que el tipo desdibujó el gesto facial ante la dureza de los dichos de mi madre. No, muy por el contrario, el tarado se rió con toda la cara, casi a los gritos. A Delita eso no le gustó nada. Y cuando digo nada, digo nada, querido. De ahí que le haya avisado antes que el problema vino de que ya estaba clareando: mi madre primero alcanzó a vislumbrar el gesto en la cara y, después, vio perfectamente la risa del tipo. Y no lo soportó. Le disparó.

Sí, le disparó un balazo.

Le dio en el hombro. Y el tipo cayó al suelo, a los gritos.

Era un cobarde, Santi, no lo defienda. Un miserable, una lacra humana.

Usted lo defiende porque es varón. Y, además, es tan delincuente como era él. Por eso. Pero a mí me parece que Delita hizo lo que tenía que hacer. Nada más que lo correcto.

No, no lo mató.

El tipo quedó tirado en el suelo, herido, en medio del llanto y de algunos quejidos; mirándose cómo le salía la sangre a borbotones del hombro, lamentándose para sus adentros, sospecho, de habérsele ocurrido la infeliz idea de reírse de mi madre.

No le voy a permitir.

Y le digo más: aprenda de lo que le cuento, ni se le pase por la cabeza reírse alguna vez de mí. Aunque físicamente haya salido fea, a mi padre, en el tema del carácter creo que soy muy parecida a Delita. Y no es que lo diga yo, lo escuché toda la vida de boca de mi tía.

Se lo advierto, nomás, para que lo sepa y no se confunda. Puedo dar la impresión de ser muy buena, de ser muy dócil. Pero no. Soy una mujer que sabe hacerse respetar, muchacho.

No lo estoy amenazando.

No, de ninguna manera.

Apenas si le estoy contando una verdad acerca de mi temperamento.

Ve. Ya me cansó otra vez. Así nunca voy a poder terminar. Me voy a hacer las compras, espero que cuando vuelva se haya calmado.

Para mí, ir de compras es un ejercicio, muchacho. Una actividad en la que pongo todo mi empeño. Por eso es que lo hago todos los días, nunca compro de más, para tener. Salvo las galletitas de agua, claro, ese frasco necesito verlo siempre lleno hasta el tope. El único día que no salgo es el domingo. Los domingos descanso, como descansó Dios después de crear el universo. Camino unas cuantas cuadras. Primero hasta la verdulería, después hasta la panadería y, cada tanto, también hasta la carnicería. Sólo de vez en cuando, la carne no es buena para el alma. No es un buen alimento. Si se fija bien, querido, es lo único que comió y que todavía hoy sigue comiendo el gaucho, y así es como nos va.

Bueno.

No, no se haga problema.

Pero no es sólo el ejercicio físico, cuando salgo también pongo en funcionamiento la cabeza. Lo que yo llamo el ejercicio de la memoria. Me paro a unos tres o cuatro pasos de los cajones, en la verdulería, y empiezo a recitar los nombres de las frutas y de las verduras. Para adentro, no se vaya a pensar que los ando diciendo en voz alta como si fuera una loca. No. De ninguna manera. A veces tengo problemas, no se lo voy a negar: me tengo que acercar bastante más a los cajones porque no veo bien o, directamente, porque no me acuerdo que las berenjenas se llaman berenjenas. Le cuento lo de las berenjenas porque como no hay durante gran parte del año, cuando aparecen las primeras me cuesta recordar el nombre; hace poco, unos días atrás, cuando vi el cajón estuve a punto de sacar el nombre, se lo juro, lo tenía en la punta de la lengua, pero no, no pude, tuve que acercarme hasta el verdulero, preguntarle, y me dio tanta vergüenza que hasta tuve que comprarle una. Después, por supuesto, cuando llegué acá, la tiré. El color es lindo, pero no me gustan nada, las berenjenas. Y hago lo mismo en la panadería. Aunque ahí me acerco bastante más, creo que es difícil para cualquiera diferenciar una medialuna de un vigilante a tres o cuatro pasos y yo, encima, por la edad, no veo nada bien. Por eso me acerco hasta un metro de distancia, más o menos. Y ahí también empiezo a repetir todos los nombres de lo que tengo enfrente. No solamente los de las facturas, también repito los nombres de las tortas. Lo bueno de la panadería es que me puedo quedar un rato larguísimo ejercitando la memoria; en la verdulería no, en cuanto me toca el turno tengo que parar y comprar. Pero en la panadería me dejan, nadie me molesta porque no pida. Es buena gente, mucho mejor gente que el verdulero.

Ah, ya me olvidaba, le traje un regalo.

Sí, para usted.

Espéreme aquí que ya vuelvo.

Era una forma de decir, Santi. Por favor, no empiece otra vez con su malhumor porque no le doy el regalo y listo.

Mire que si sigue se lo pierde. No se lo pienso volver a repetir.

Muy bien.

Le traje palmeritas. Ahí le paso una. Espero que le gusten.

Menos mal, no sabe el trabajo que tuve que tomarme. Primero compré bizcochos, los mismos que tanto le gustaron ayer, luego le pagué a la cajera y me fui hasta el estante en donde había visto las palmeritas, saqué una y la medí con uno de los bizcochos para ver si eran igual de altas y podían pasar por debajo de la puerta. Y sí, eran más o menos iguales. Entonces volví hasta el mostrador y pedí un cuarto de kilo. Ahí tuve problemas, no fue fácil, no se vaya a creer. Una vieja gorda se quejó. Le dijo a la panadera que yo no había hecho la cola, que no podía ser, que tenía que esperar mi turno. Pero nada, la panadera le explicó que yo estaba desde mucho antes que ella llegara, que ya había comprado bizcochos, que por favor entendiera, que seguramente me había olvidado de las palmeritas. Y me atendió a mí, nomás, mientras la vieja no paraba de refunfuñar.

Sí, la vieja.

¿De qué se ríe?

No sea tonto, era una vieja. Y encima gorda.

Tome otra palmerita.

Qué suerte que le gusten; si me permite, aunque se las haya traído para usted, a mí también me encantaría comerme una.

Gracias, es muy amable.

Tome usted otra, ya se la paso y hacemos como una especie de brindis, si le parece.

Salud, Santi, por usted.

Me encanta que me llame Lita.

Qué rica, hacía años que no comía palmeritas. Espero que no me caiga mal, son un poco pesadas, vio, tienen demasiada azúcar y el exceso de azúcar, a mi edad, ya se puede imaginar.

Sí, ahí le paso.

No, yo no voy a comer más. Casi todo me hace mal, muchacho. Por eso tengo que poner mucha voluntad y no dejarme llevar por las ganas. Estoy muy grande. Y muy achacada. Debo ser fuerte y saber parar a tiempo. Cuidarme.

Tiene razón, una más no me puede hacer ningún daño. Le paso otra y hacemos de nuevo un brindis. Me agradó hacerlo.

Salud, querido. En esta oportunidad, le propongo que brindemos por el milagro de habernos encontrado en la vida. Si no le parece mal, por supuesto.

Gracias, es muy amable.

Entonces, muchacho, ¿le está empezando a gustar vivir conmigo?

Sea sincero, por favor. Eso fue una frase hecha, si me permite que se lo diga; me dio la impresión de que no le salía desde la profundidad del corazón. No tiene ninguna necesidad de mentirme o de quedar bien conmigo. No hace falta. Puede ser sincero, nomás. De cualquier manera, voy a seguir pasándole palmeritas.

Ahí tiene.

No, no. Yo, no. Otra más, no.

Sí, bueno, claro, en eso tiene razón.

Estoy de acuerdo en que la situación no es del todo normal. Usted está encerrado, es verdad. Pero también es verdad que ayer me quiso robar. Y, en el fondo, qué quiere que le diga, yo también vivo encerrada.

Puedo salir, es cierto. Pero ¿adónde? A la verdulería o a la panadería y a veces a la carnicería o a la veterinaria. No mucho más. Para salir uno tiene que tener a dónde ir. Y yo no tengo ni un lugar ni una amiga. Ni siquiera tengo un hijo. Créame que estoy tan encerrada como usted, Santi.

No se haga el vivo. Si lo dejo salir seguro que me apuñala.

No, eso ya le dije que no se lo creo. Mire que me va a asaltar con una uña. No insista con eso. Además, si lo dejo salir y tengo la suerte de que no me mate, ¿qué haría? Seguro que se va por ahí a robarles a otras viejas y ni se acuerda de venir a visitarme cada tanto. Yo sé. La gente se olvida muy rápido de todo.

¿Cómo se va a rescatar usted mismo?

Eso no es así, alguien lo tiene que rescatar: un amigo, su padre; hasta yo podría rescatarlo, pero usted solo no.

No le entiendo.

Está hablando de una manera muy extraña, Santi. Realmente no le entiendo.

Ahora sí.

Pero no se queje más, muchacho.

Si se fija bien, creo que le estoy haciendo un favor al tenerlo encerrado adentro del bañito. Un grandísimo favor. Afuera está muy peligroso, no hace falta más que mirar un rato la televisión para darse cuenta.

Sí, claro.

Si yo lo dejara libre, seguro que a esta hora ya andaría por las calles robándole a la gente. Y podría terminar mal: en un reformatorio. O muerto.

Sí, muerto.

A usted no le parece porque a su edad se piensa que nunca nadie lo va a agarrar, que se está a salvo de todo, que se es eterno, que se va a vivir para siempre. Pero no, querido. Nadie vive para siempre. Ni siquiera yo, que ya viví tanto. Noventa y tres años, para noventa y cuatro. Y escúcheme bien lo que voy a decirle: es muy fácil que a la vuelta de cualquier esquina pueda haber un policía que lo descubra haciendo alguna fechoría y le pegue un tiro. Así de simple. O que haya alguna persona mala que, en lugar de encerrarlo en un baño y mimarlo con bizcochos y con palmeritas, le dé un balazo en el medio de la frente.

Y dale con que se va a rescatar. No le entiendo, Santi, por qué no hace un esfuerzo y se explica un poco mejor.

Ahora sí.

Pero que lo entienda no significa que le crea. No se vaya a equivocar. Si se piensa que porque soy vieja me va a poder decir cualquier cosa y entonces yo voy a ir corriendo hasta la repisa del pasillo a buscar la llave para abrirle la puerta del baño, está muy errado, m’hijito. Muy errado.

En primer lugar, todavía no terminé de contarle la historia de mi madre y, en segundo lugar, una vez que haya acabado con eso, tendrá que esforzarse bastante, hacer méritos quiero decir, para convencerme de que no me asesinará apenas le abra la puerta.

¿Otra palmerita?

Bueno, está bien, si tiene hambre.

¿Puede tener hambre, todavía, con todos los bizcochos y con todas las palmeritas que ya se comió?

Debe tener la lombriz solitaria.

Es un parásito que vive adentro de los intestinos y se va tragando lo que usted come. Un bicho larguísimo. Una porquería. Su nombre científico es tenia saginata. Aunque no sé, por ahí la tenia es otra, ahora me entró la duda. Cuando la tiene, usted puede comer y comer, pero no engorda, el que engorda es el bicho, la lombriz. ¿Nunca se fijó después de hacer caca? Si efectivamente está adentro de su intestino, cada tanto le tiene que salir algún pedazo. Se le desprende un pedazo y aparece entre la caca.

Como un hilo blanco, gordo, pegajoso.

¿Seguro se ha fijado bien?

Bueno, entonces no la tiene, quédese tranquilo. Debe ser que está en la edad del crecimiento, nomás. La adolescencia. No se preocupe. Aunque no le vendría mal mirar lo que le sale cuando va de cuerpo. Es la mejor forma de saber si estamos sanos o estamos enfermos: el color, la densidad, el olor de la caca. Todas esas cosas están ligadas íntimamente a nuestro bienestar o malestar corporal. Yo siempre miro. Por las dudas. Le aconsejo que haga lo mismo, querido.

Es cierto, es un poco asqueroso, no se lo voy a negar. Pero si nos puede salvar de las enfermedades, creo que vale la pena. Mire los años que he logrado cumplir yo observando con cuidado la calidad de mis excrementos.

Mire cómo son las cosas, hablando de estas cuestiones tan asquerosas, se me acaba de ocurrir una buena idea.

No, no le puedo adelantar nada.

En un rato vuelvo.

Volví. Pero, discúlpeme, todavía no puedo hacerle compañía, muchacho. Tengo mucho trabajo por delante.

Mucho que hacer.

No, no se lo puedo decir.

Quiero que sea una sorpresa.

Tardaré media hora, más o menos. Quizás un poco más.

No sea impaciente. El tiempo pasa volando.

Ya está. Aunque va a ser complicado, no vaya a creer. Escúcheme con atención: yo voy a intentar pasarle la sorpresa que le tengo preparada por debajo de la puerta. La puse dentro de una hoja de diario, para que resulte más fácil. Ya sé que el papel de diario es un poco sucio, mancha todo, pero no tengo otra cosa mejor. Entonces. No se fije en eso. Cuando usted vea aparecer un pedazo de la hoja, tire con fuerza, yo creo que tiene que andar.

Ahí va.

¿La agarró?

Sí, ya veo.

¿Y? ¿Qué tal? ¿A que no se lo esperaba?

Efectivamente.

Tenía miedo de que no pasara.

¡Cómo se le ocurre!

Coma con las manos, no le pienso alcanzar cubiertos. Ni loca. Usted tiene cada idea, muchacho. Justo cubiertos.

Tampoco un tenedor.

No se haga el exquisito, seguro que en la casilla come siempre con las manos.

No, yo no las preparé. Sólo las freí. Se las compré al carnicero ya preparadas. Se las pedí bien finitas, las más finitas que tuviese.

Le compré cuatro.

Cuando tenga hambre, usted me avisa y yo se las hago. Y espero que no se queje más de que está pasando hambre ahí encerrado.

Disfrute la milanesa y déjese de embromar.

Al final, parece como que no le alcanzara con nada. Hacía años que no salía a la calle dos veces la misma mañana; si hasta el portero creo que sospechó y se me acercó a preguntarme si me pasaba algo. Por supuesto le dije que no, que de repente me había antojado con milanesas. Total él no sabe que yo nunca como milanesas.

Así está mejor.

Me alegro que le guste. Recuerde que me quedaron otras tres, era casi medio kilo; cuando quiera me dice y se las cocino.

¿Ya?

¿No le parece mucho? Mire que los fritos hacen subir el colesterol. Y el colesterol es malísimo: tapa las arterias y cuando las arterias se tapan pueden venir los infartos. Aunque usted es muy joven como para tener problemas de corazón.

Está bien, si usted quiere yo se las hago.

Pero se va a quedar solo otra vez, ¿no le importa? ¿No se aburre?

Qué suerte que tiene. Yo he estado tan sola en mi vida. Me he aburrido tanto. Por suerte ahora lo tengo a usted.

Sí, usted es una compañía. No sabe lo bien que me ha hecho conocerlo. Y que haya querido quedarse a vivir conmigo. Aunque me esté dando mucho trabajo, ni se imagina lo feliz que me hace tenerlo en mi departamento, Santi.

Y dale con eso.

¿Cuánto más va a tardar en reconocer que le salvé la vida? Ya podría estar muerto, si lo hubiera agarrado robando algún policía.

Bueno, está bien, lo tengo encerrado, como usted dice. Pero también es cierto que se ha quedado, de la forma en que se haya quedado, no me interesa, y que a mí eso me pone muy feliz. Tan feliz que no me importa salir a la calle cuantas veces sea necesario, durante la misma mañana, si con eso consigo que usted esté mejor. Y tampoco me importa cocinarle todo lo que a usted se le ocurra en el momento en que se le ocurra.

No, no lo voy a dejar salir.

No todavía. No me animo.

No, no es que le tenga desconfianza, creo que a esta altura ya sé que usted es una buena persona y que no me atacaría con su cuchillo. Pero dejarlo salir es otra cuestión.

Todavía no le terminé el cuento de mi madre. ¿Y si usted aprovecha que lo dejé salir y se va corriendo y nunca más vuelve a visitarme?

No, no.

De ninguna manera.

No insista.

Mejor, por el momento, dejemos las cosas como están: usted ahí adentro, aprendiendo todo lo que pueda aprender, y yo, aquí afuera, enseñándole. Como cuando era maestra. Tómeselo como que está yendo a la escuela, los chicos que van a la escuela también se pasan un montón de horas encerrados escuchando a la maestra.

Ya veremos. Cuando termine con lo de mi madre, lo volvemos a hablar.

Entonces, ¿quiere que le haga las milanesas que me quedaron?

De acuerdo.

Hasta luego.

Ya está.

Éstas se las hice en el horno. Por lo que le dije antes sobre el colesterol. Pero no sabe, muchacho, lo que me costó encender el horno. Hacía años que no lo hacía. Resulta que hay que abrir la perilla del gas, luego agacharse hasta el piso y, encima, embocar el fósforo en un agujero demasiado pequeño. Hacen las cosas para los jóvenes. Sólo para los jóvenes. Ya va a ver, si es que llega a mi edad, lo difícil que le va a resultar el mundo. Todo está armado para los más jóvenes. Para los sanos. Y a nosotros, los viejos, que nos parta un rayo.

Sí.

Ahora mismo.

La tengo acá, en la mano. Aunque decidí que le voy a dar una sola; las otras dos las dejo para la noche, no puede ser que se la pase comiendo. Espere que me siente.

Ahí la tiene.

De nada.

Es un placer atenderlo, Santi.

Está bien, sigo con la historia. ¿Dónde era que estaba?

Ah, sí, gracias, ya recuerdo.

El tipo había quedado tirado en el suelo, junto a una de las ruedas del avión, mirándose, con cierta incredulidad, cómo le salía a borbotones la sangre del hombro. Quejándose. Lamentándose. Y, en medio de esas lágrimas cobardes, le pidió ayuda a Delita. Apeló a los buenos sentimientos de mi madre. Ella dejó lo que estaba haciendo, moviendo un par de metros la aeronave para que el cuerpo del tipo no molestara su inminente despegue. Vio cuando le comenté, hace un rato, o ayer, ya no me acuerdo, que estos aviones eran muy livianos, bueno, ahí tiene, una mujer, sola, podía moverlo sin inconvenientes.

No me crea, pero fue así.

Bueno, continúo, no me distraiga con tonterías, por favor.

Delita, entonces, dejó de hacer lo que estaba haciendo y se acercó. Quizá sin pensar demasiado cuánto era lo que se estaba acercando. Como desprevenida, digamos. Y, claro, el tipo se aprovechó de su caridad e intentó una patada o algún movimiento extraño para quitarle la pistola. Pero no lo consiguió. Lo que sí consiguió, en cambio, fue que mi madre apuntara con entusiasmo y le disparara por segunda vez.

A las piernas.

No, bueno, a ninguna de las piernas en particular. En realidad, le disparó ahí, usted me entiende, al lugar exacto en donde se juntan las piernas; al lugar, vamos, que aquel degenerado se merecía que le dispararan desde que había hecho la porquería que había hecho la noche anterior.

Sí, ahí, muchacho, no se haga más el tarado que no le queda nada bien.

El tipo gritó con toda el alma. Y después se quedó callado, retorciéndose en el suelo, perdiendo sangre por todos los costados de su cuerpo.

No, no murió.

Pero estaba muy malherido.

Entonces mi madre se acercó hasta un par de metros de donde yacía. No se acercó más por las dudas, no fuera a ser que aquel tipo la volviera a sorprender con algún movimiento brusco, con una patada o un manotazo. Y desde allí, desde donde estaba, le avisó que iba a volar esa misma mañana, tal como habían acordado antes de que ella accediera a entrar con él en ese hotel de la Recoleta; que si no hubiera faltado a su palabra de caballero, las cosas hubieran ocurrido de manera muy diferente, que lamentaba mucho lo acontecido, que no había querido llegar hasta los extremos a los que la había obligado a llegar, pero que él, en definitiva, era quien se lo había buscado, el único culpable de todo lo que acababa de suceder.

Discúlpeme, pero me parece que ahí le salió el varón que lleva adentro.

Por supuesto.

Los hombres son todos iguales. Y se defienden entre sí. Son como animales, casi.

No, Delita no fue cruel.

De ninguna manera.

Las cosas que se le ocurren. Mi madre fue sincera. Apenas si le dijo la verdad.

Y eso qué tiene que ver.

No importan las circunstancias, muchacho, una persona cabal siempre debe decir la verdad. A cualquier precio. Bajo cualquier instancia. Y eso fue, precisamente, lo que hizo mi madre. Ni más ni menos.

¿Y si lo ayudaba y el tipo en realidad se estaba haciendo el herido, como lo había hecho en la oportunidad anterior, y lo único que pretendía era que ella se acercara para entonces quitarle la pistola y después matarla?

La sangre puede salir por un rasguño mínimo, eso no es prueba de nada.

No sea infantil, por favor.

Usted ahora se hace el bueno, pero, permítame recordarle que ayer mismo, por la mañana, en la puerta del edificio, fue capaz de atacarme por la espalda con un cuchillo o con una navaja o con lo que sea. ¿Qué hubiera pasado si yo me resistía? Eh, contésteme.

Y dale con que no tenía un cuchillo.

No le creo.

Seguro que me hubiera matado, a pesar de lo que afirma.

Sí, claro. Ahora lo dice porque me conoce y yo le paso bizcochos o galletitas de agua o hasta milanesas por debajo de la puerta; pero ayer a la mañana, vamos, si no hace falta más que mirar el informativo de las ocho para ver cómo terminan los asaltos si es que una se resiste o se niega a darles a ustedes lo que quieren.

¿Al final voy a tener que pensar que usted está del lado de aquel degenerado y no del lado de mi madre?

Ah, bueno.

Eso está mucho mejor.

De todas maneras, lo cierto es que se las ingenia realmente muy bien para sacarme de quicio. Y de la historia de Delita, también. Me parece que, a pesar de lo que se queja, en verdad no quiere irse nunca más de mi departamento.

Sí, sí.

Lo que le digo: no quiere irse. Si quisiera irse no me pondría tan nerviosa, no diría las cosas que dice sobre mi madre. Se cuidaría mucho más. No andaría interrumpiéndome a cada rato.

No es verdad.

Voy a hacerme una sopa. Así, de paso, descanso unos minutos de su insolencia.

No se haga el vivo. No puede tener hambre otra vez. Usted ya se comió dos milanesas y antes ya se había comido un montón de palmeritas y algunos bizcochos.

Abúrrase.

Se lo merece.

No me da ninguna pena.

Yo haré las cosas bien despacio, como las hacía antes de que usted se mudara a mi baño. Y volveré recién cuando haya terminado de tomarme la sopa. Recién ahí, ni un segundo antes. Para que aprenda cómo se trata a una dama.

Lo lamento, querido, pero me tenté. Cuando abrí la puerta de la heladera, lo primero que encontré fueron las milanesas. Y no pude controlarme, ésa es la verdad.

Me comí media.

No es para tanto.

Mírelo de otro modo: todavía le queda una entera y otra media para esta noche. No se ponga así. Sabe los años que hacía que no comía milanesas.

Diez. O quizá veinte. No sé, una eternidad.

Porque hacen muy mal al organismo. Y yo me cuido, usted sabe. Pero esta vez no pude. Se lo juro. Fue más fuerte que yo. La vi y me la tuve que comer. Y acá, entre nosotros, tengo que decirle que estaba riquísima.

No, no se preocupe, ya le conté que sólo la mitad de una.

Mañana le compro más.

Le compro un kilo, si quiere.

Bueno, de acuerdo.

De todos modos, me parece que es muy egoísta, usted, Santi. Mire el escándalo que me hizo por media milanesa. Está mostrando la hilacha. Y debo informarle que la idea de hacerle las milanesas fue mía. No sólo la idea, también las fui a comprar, luego las pagué y, más tarde, tomando muchos riesgos, las preparé. Son mías. Trabajé mucho por ellas. Si se me antoja, no le doy ni una más y me las como todas yo.

Por supuesto.

Son para usted, no tema, acá nadie le va a sacar la comida de la boca. Y agradézcale a Dios, la suerte de que yo no sea tan egoísta como usted.

Gracias.

Mire lo buena que soy: le había traído cuatro palmeritas para que comiera algo parecido a un postre. Pero, claro, con todo este lío que me hizo por esa maldita media milanesa, se me borró por completo de la mente.

Se las paso.

Aunque sólo tres.

Yo me voy a comer una, para que aprenda a compartir con los demás, a ser más solidario, a no ser tan egoísta.

Ahí van.

Creo que estoy haciendo muchos desarreglos en mi alimentación. Pero es difícil contenerse, qué ricas que son.

Mientras estaba acá al lado, en la cocina, se me ocurrió que usted debería ejercitar un poco más la imaginación. Creo que tiene demasiados problemas, en ese sentido.

No ve, sigue sin entender.

El problema es que usted confunde imaginación con mentira. No está acostumbrado a utilizar la imaginación e, incluso, me animaría a afirmar que tampoco está muy acostumbrado a usar la cabeza en su totalidad. Por eso, se me ocurrió hacer con usted algo parecido a lo que hacía, un montón de años atrás, con mis alumnos en la escuela. A ellos les hacía cerrar los ojos y entonces les leía algún cuento. Era muy divertido. Y los pibes, mientras se divertían, sin saberlo ejercitaban la imaginación. A usted no le voy a leer nada, lo que voy a contarle es el último diálogo que mantuvieron Delita y aquel hombre al lado del avión.

No, ahora va a ser distinto. Yo voy a poner una voz finita y excitada cuando la que habla es mi madre. Cuando el que habla es el tipo, voy a tratar de hacer una voz gruesa, áspera, como de alguien que, además de ser hombre, también está muy malherido. Y si tengo que hacer algún comentario sobre la escena en su conjunto o acerca de alguno de ellos en particular, en ese único caso utilizaré mi propia voz aunque un tanto subida de tono.

¿Entendió?

Bueno, entonces cierre bien los ojos y trate de imaginar.

Estábamos en que mi madre se acercó hasta un par de metros de distancia de donde yacía el tipo. Y le avisó que iba a volar esa misma mañana, tal como habían acordado antes de que ella accediera a entrar con él en aquel hotel de la Recoleta. Y agregó que si él no hubiera faltado a su palabra de caballero, las cosas habrían ocurrido de muy distinta manera, que ella no había querido llegar hasta los extremos a los que había llegado, pero que él, en definitiva, era quien se lo había buscado. ¿Está listo?

Por favor, trate de pensar únicamente en lo que yo le cuento. En nada más. Sólo en eso. Déjese llevar por la imaginación.

Prométamelo.

¿Tiene los ojos bien cerrados?

Entonces, comienzo:

—Necesito su ayuda. Estoy perdiendo mucha sangre.

—Lo voy a ayudar, no tema. Pero antes va a tener que explicarme cómo hago para arrancar el motor del aeroplano. Lo demás lo sé. Solamente falta que me cuente ese detalle.

—No puedo, Delita.

—Sí que puede.

—Me estoy muriendo.

—Haga un esfuerzo: si no me explica, no lo ayudo y entonces sí se va a morir.

—Me muero.

—Como prefiera.

Mi madre se dio entonces la vuelta, en perfecto silencio, luego se quitó los zapatos de taco aguja que llevaba puestos desde la asquerosa noche anterior y se trepó con alguna dificultad hasta el pequeño habitáculo del avión. Enseguida se sentó y, desde allí arriba, volvió a intentar convencer al hombre:

—Ya estoy dispuesta. ¿Va a hacer el esfuerzo que le salve la vida o va a seguir lamentándose hasta perder la última gota de sangre?

—Me siento muy mal. Ayúdeme.

—Después de que me diga cómo hago para arrancar el Farman.

—Delita, Delita.

—Como usted prefiera: en definitiva, se trata de su vida, no de la mía.

Ya había amanecido. El sol, anaranjado, gigante, presidía la escena. Y mi madre se abocó, con alguna desesperación, a la ardua tarea de desentrañar la utilidad de cada una de las muchas palancas y de los muchos relojes que tenía justo enfrente de sus ojos verdes.

Sí, tenía ojos verdes.

Vio, la imaginación, lo que le dije.

No, no, no. Ni era rubia ni tenía ojos celestes; mi madre era morena y de ojos verdes.

No, no tan alta, normal: un metro sesenta y cinco centímetros.

Era delgada. Aunque bien dispuesta, bien repartida, esa delgadez. De buenas formas, quiero decir.

Hermosísima, su imaginación no se equivocó en esa cuestión.

No, eso no se lo voy a permitir. Ya empieza otra vez. Tenga un poco de respeto, se trata de mi madre, no se olvide.

Que yo me anime a comunicarle la verdad acerca de su madre, no significa que usted pueda decir livianamente cualquier porquería sobre la mía. Tiene que entender que son dos mujeres muy diferentes, con otra educación, con otra cultura, con otra posición social. Dos vidas de mujer diametralmente opuestas.

Usted se confunde con demasiada facilidad, Santi. Y me confunde a mí, también. Nuevamente se las ha ingeniado para interrumpirme. Justo cuando había agarrado cierta velocidad, cierta confianza en la manera en que estaba contándole el asunto. Siempre me hace lo mismo.

Basta.

Mejor se deja de tonterías y me dice si le sirvió o no le sirvió cerrar los ojos y dejarse llevar por los matices de mi voz.

Lo escucho, sea un poco más explícito.

Se la imaginó rubia y de ojos celestes, si me permite que se lo diga, porque es un negrito. Eso pasa con las personas como usted: muy en el fondo de su corazón, suponen que la belleza es todo lo contrario a lo que tienen, por ejemplo los ojos y el pelo muy claros. Quieren lo que les falta. Si se fija bien, por eso mismo es que deben salir a robar, también.

Para tener lo que no tienen.

¿Y a él?

Ve. Alto y rubio. Otra vez.

Que el tipo haya tenido mucho dinero no significa que haya sido alto y rubio. Es más, era bastante morocho, de piel y de cabellos, casi como usted. Y petiso, de espaldas muy anchas. Feo. Un mono, prácticamente. Sabe el asco que le debe haber producido a Delita, la noche anterior, que semejante animal la acariciara. Mi madre tiene que haber sufrido un montón, pobre. De ahí que no le haya costado nada apretar dos veces el gatillo de la pistola.

No, Santi.

Se equivoca.

Que su imaginación se haya inventado una mujer que no era parecida a mi madre o un hombre que no tiene nada que ver con el verdadero, no quiere decir que no le haya servido imaginar: mire todo lo que aprendió acerca de usted mismo.

Por ejemplo que, muy a pesar de que usted es bien negrito, su ideal de la belleza y de la riqueza humana está ligado a las personas rubias, blancas y de ojos celestes. Aunque no sólo se trata de eso, de descubrir los ideales que llevamos incrustados en el alma sin saberlo; la imaginación, bien ejercitada, lo va a preparar para resolver un montón de asuntos complicados que se le van a presentar, con toda seguridad, con el paso de los años. A mí me ha ayudado mucho.

Lo que pasa es que yo conozco a los protagonistas. Si no los conociera, si fuera un cuento cualquiera, también me los podría imaginar muy distintos de como fueron en realidad.

No, no es mentira. Es una manera de ver el mundo desde nosotros. La manera más sincera, quizá, de ver el mundo.

Algún día lo va a entender.

Sí, no se preocupe.

Me acabo de acordar que nunca le pasé las fotos de mis padres.

Apenas me despierte de la siesta se las traigo.

Sí, querido, me voy a dormir la siesta, estoy muy cansada.

No se queje. Se queja por todo, usted. Acuérdese que hoy salí a la calle dos veces. Y después le hice las milanesas, también.

Vio qué feo es estar solo. Yo me pasé la vida así. Ojalá que nunca le pase.

Un rato, nomás.

Para recuperar las fuerzas. Y poder, si usted me deja, porque mire que siempre se las ingenia para interrumpirme, terminar de contarle la historia de mi madre.

Hasta luego.

Creo que dormí más de la cuenta. Se ve que las dos salidas a la calle me cansaron más de lo debido. Y usted, me parece, ni se da cuenta del enorme esfuerzo que significa para una señora como yo, de noventa y tres años, caminar y caminar nada más que para comprarle milanesas.

No, usted no se da cuenta de nada. Es un desagradecido. Lo tengo como a un rey, cuando no es más que un delincuente y, cada vez que puede, se queja de su encierro.

No, no le voy a mostrar las fotos.

Porque no se lo merece.

Tampoco sé si le voy a pasar más palmeritas o más bizcochos. Incluso, no sé si esta noche le voy a dar la milanesa y media que tengo en la heladera. No sé. Hasta que no cambie su actitud, me parece que las cosas entre nosotros van a tener que cambiar. Yo me encariño muy fácil. Ése fue mi problema, siempre. Y usted se aprovecha de mi bondad. Es muy astuto, sabe cómo hacerlo.

No, no tuve ninguna pesadilla.

Sólo estuve pensando en nuestra relación. Y me da la impresión de que no va nada bien. Que una vez más estoy equivocando mi proceder.

Sí, me parece que le estoy brindando demasiadas comodidades. Usted es sólo un negrito ladrón. Y, encima, en cada oportunidad que se le presenta, no para de quejarse de que lo tengo encerrado. Ni siquiera está aprovechando el tiempo para aprender lo que le enseño.

No, no le voy a dar más palmeritas.

Y, mire por ahí, ya se comió el dentífrico y el jabón, en una de esas encuentra alguna otra cosa. Qué sé yo, búsquese la vida.

Porque es un desagradecido. Un negrito de mierda que en lo único que piensa es en que lo tengo encerrado o en lo malísima que fue mi madre con ese hombre. No se da cuenta de ninguno de los incontables esfuerzos que hago para que sea feliz. Prácticamente lo saqué de la calle y le empecé a dar una educación. Y usted nada. Dale que te dale con sus quejas, con sus injurias. Debo ser la primera persona, a lo largo de toda su vida, que se ocupa con tanto entusiasmo de su educación y de su alimentación. Pero usted no lo registra. Sólo tiene ojos para ver el mal.

Me parece que tienen razón los que dicen que no hay manera de que ustedes puedan rehacer sus vidas y aprender a convivir con los demás. Que están perdidos. Que son insalvables. Que lo que les faltó en la cuna, ya nunca podrán adquirirlo.

Por supuesto. A usted, por ejemplo, le faltó el cariño de sus padres. Seamos sinceros: si ni cuna debe haber tenido.

Mis padres sí me dieron afecto. Y una cuna bien bonita, por cierto.

No, no le creo.

No lo aguanto más.

Ya me tiene harta.

Me voy a la cocina a tomarme un té con bizcochos. Yo que usted, aprovecharía para recapacitar.

Lo escuché. Y espero que sea verdad que está arrepentido. Que no sea otra de sus mentiras acostumbradas.

Está bien, le creo.

Y muchas gracias por llamarme otra vez Lita. Hacía rato que no lo hacía. Cuando me llama Lita se me olvida todo, me desarma: lo quiero como si fuera mi nieto.

Mire, me puso tan contenta que le voy a traer las fotos de mis padres. Pero, por favor, Santi, cuídemelas que son las únicas que tengo. No las vaya a ensuciar, no sé lo que sería capaz de hacerle, se lo juro.

Ya vuelvo.

Acá las tengo.

Júreme que las va a cuidar como si fueran un tesoro. Porque lo son. Son mi único tesoro. No tengo nada más valioso que este par de fotos.

Muy bien.

Ahí van.

¿Y?

¿No dice nada?

¿Acaso le comieron la lengua los ratones?

Se lo había dicho, vio que no le mentí. Era muy hermosa mi madre. Hermosísima.

También se lo había contado. Bien feo, muy parecido a mí.

No se haga el tonto, Santi. Yo no soy linda, qué va, no le voy a creer eso. Se piensa que nunca me miré al espejo.

No, nunca lo fui, ni siquiera cuando era jovencita. Igualita a mi padre, por desgracia. Mi tía Alcira se encargaba de repetírmelo todos los santos días. Todos. Y entonces mis primas se miraban entre ellas, se reían, y me decían que qué feo que había sido mi padre.

Se burlaban.

No insista, si no voy a pensar que usted también se está burlando.

Bueno, ya las vio, ahora devuélvamelas.

¿Cómo se le ocurre, desgraciado?

Tendría que haberme dado cuenta antes. Usted es una porquería de ser humano, una escoria, una basura y, de alguien así, no tendría que haber esperado nada bueno.

El error fue mío. Lo reconozco. Qué estúpida.

¿Cómo no me di cuenta?

Usted es un aprovechador. Un desgraciado. Como todos los hombres. Los hombres son el peor de los males de la humanidad.

Sí, claro.

Usted se aprovechó porque yo soy una mujer sensible, amable, caritativa, bondadosa. Por eso. ¿Para qué las quiere?

¿Cómo se le ocurre comparar unas milanesas, o unas palmeritas, con las únicas fotos que tengo de mis padres? Usted está loco, no mide nada de lo que hace ni de lo que dice.

A ver, lo escucho.

De acuerdo. Acepto. Yo le traigo todas las palmeritas que me quedan en la cocina y entonces usted me devuelve las fotografías. Pero ¿cómo sé, Santi, que esta vez va a respetar su palabra de caballero?

¿Y si antes de que vaya a buscar las palmeritas me entrega la foto de mi padre, que es la que menos me interesa de las dos? Me parecería un lindo gesto de su parte. En ese caso, yo podría constatar que el trato es sincero, que tiene buenas intenciones.

Usted es una porquería de chico.

Un mentiroso profesional.

Igual le voy a traer las palmeritas, no tema, pero, la verdad sea dicha, no le creo una sola palabra de lo que está prometiendo. Ni una sola. Ya me ha defraudado demasiadas veces en el escaso tiempo que llevamos viviendo juntos. ¿Por qué debería ser distinto esta vez?

No sé.

No le creo.

Algo me dice que me está engañando de nuevo.

Disculpe que tardé tanto. Necesitaba llorar. A solas. Me resulta increíble que los seres humanos varones sean tan perversos, tan ingratos, tan aprovechadores, tan degenerados. Sé que no le interesa en lo más mínimo lo que yo pueda aconsejarle, que lo único que le importa, ahora mismo, es comerse todas las palmeritas que quedan, pero debería hacer un esfuerzo y escucharme, sobreponerse y enfrentar ese destino horrible que le queda por delante. Porque la culpa no es sólo de su madre o de su padre o del asqueroso lugar en donde le tocó nacer; usted también tiene algo de culpa, con catorce años, bien podría revelarse contra ese destino y decirse a sí mismo que quiere cambiarlo por otro mejor. O intentarlo, al menos. No sé. Me da mucha lástima su porvenir, muchacho.

Ve lo que le digo: lo único que le interesa es comer. Como si fuera un animal y no una persona, un ser racional.

Ahí se las empujo.

No pasan todas juntas. ¿Qué pretende? Tengo noventa y tres años y hago lo que puedo, debería ser un poco más paciente.

Es un desesperado, una bestia.

Ya está, ahí las tiene, pasaron todas.

¿Pocas? ¿Le parecen pocas? En su vida debe haber visto tantas palmeritas juntas, pedazo de sanguijuela.

Sí, sanguijuela.

Porque es un perfecto desastre: no tiene ninguna conciencia de quién es ni de dónde viene. Ni siquiera tiene idea de adónde está parado.

Un parásito, un chupasangre, eso es una sanguijuela.

No se ría, no soporto que se ría.

¿Me va a devolver las fotos?

Lo sabía.

Nunca confié en que me las devolvería. Ya sé, seguro se las va a quedar y las va a ensuciar. O las va a romper, nada más que para hacerme daño, para terminar de embromarme la vida.

Usted es como todos los hombres.

Como todos.

Una porquería.

¿Qué propuesta tiene para hacerme?

Está loco. Completamente loco. Si lo dejo salir, me mata en dos minutos.

Con el cuchillo.

Y si no lo tiene, me mata a las patadas. O de un empujón. Me mata con lo que sea, no se haga el tarado, yo soy una persona muy viejita, muy débil, que no podría defenderme ante su fuerza bruta.

Ni lo sueñe.

Yo me quedaré sin mis fotos, pero usted se va a quedar encerrado ahí adentro hasta la eternidad. No se aflija, nadie lo va a venir a rescatar. Y yo no le pienso abrir la puerta hasta que me demuestre que se ha transformado en un hombre de bien. Cosa que, le soy sincera, cada vez me da la impresión de que es menos probable. Y eso se lo digo muy a pesar de los cuantiosos esfuerzos que vengo haciendo desde ayer a la mañana. Pero, ya ve, su naturaleza es una verdadera calamidad.

Como quiera.

Guárdeselas.

Yo voy a estar sentada en la cocina, acá al lado. Si en algún momento cambia de opinión, me grita; yo, aunque esté medio sorda, igual lo voy a escuchar, no tema.

Dígame.

¿Qué?

¿Qué dice que hizo?

Sí, alcanzo a ver el triangulito. Aunque no sé si podré agacharme tanto. Qué bárbaro. Cómo me confundí con usted.

No, aunque le moleste, no puedo parar de llorar. Me resulta casi imposible de creer: tres hombres pasaron por mi vida y los tres fueron unos ladrones. Se robaron todos mis tesoros. Son un horror, los hombres. Un castigo divino.

Sí, tres.

El primero me robó la virginidad, el honor de ser mujer; el segundo se robó mis joyas más las que me había dejado mi madre, junto con la ilusión de construir una familia; y ahora, usted, el tercero, le juro que no hubo ningún hombre más, me roba y me rompe en pedazos, dentro de mi propia casa, las únicas dos fotografías que he amado y venerado a lo largo de mis noventa y tres años.

No, todavía no pude juntarlo. Me cuesta tanto agacharme.

Ahora sí, ya la tengo.

Qué bestia.

¿Qué pretende con esto?

Por supuesto que lo sé, cómo se le ocurre que no lo sabría: es el ángulo inferior derecho de la foto de mi padre.

Usted es un demente.

Un desalmado.

No creo que tenga ninguna posibilidad de salvación. Está condenado, se lo aviso. Aunque todavía sea un niño, estoy segura de que ya está condenado por Dios, nuestro señor, a quemarse por siempre entre los fuegos del infierno.

¿Por qué lo hizo?

En algo tiene razón, ahora las cosas cambiaron, usted tiene mis fotos y puede hacer con ellas lo que quiera, por ejemplo romperlas, como acaba de hacer. Pero no se confunda, querido. Usted no maneja nada, no tiene ningún poder. Si tuviese el poder, la situación sería exactamente inversa a como es: yo estaría ahí dentro, encerrada, y usted andaría caminando por acá, con absoluta libertad. Decidiendo, como yo ahora, si me da de comer o me deja morir de hambre.

A las fotos las lloraré un montón de tiempo, todo el tiempo que me quede de vida. Como sigo llorando, todavía hoy, la pérdida de la virginidad o el robo de las joyas de mi madre. Pero le advierto una cosa para que le quede bien en claro: usted se muere ahí adentro, de hambre y de soledad, como que me llamo Rafaela.

No sea perverso, no me llame Lita justo en este momento. No lo haga, se lo pido encarecidamente. Por favor. Me recuerda muchos instantes que creí entrañables de estos últimos dos días. Ratos en los que no me di cuenta, lamentablemente, con qué clase de monstruo estaba tratando.

Adelante, lo escucho.

Bueno.

Acepto.

En realidad, no pierdo nada con intentarlo. Aunque será el último intento que haga, se lo prometo. Si esta vez no cumple con su palabra, despídase de la vida que aún le queda por delante: me defrauda nuevamente y entonces no le vuelvo a pasar ni una sola miga de comida.

Se lo juro, muchacho, usted todavía no me conoce. No tiene ni idea de lo que puedo ser capaz. Se muere de hambre ahí adentro.

Primero va la milanesa entera.

Y ahora, la media que había sobrado.

¿Las tiene?

Bien, entonces empiezo a pasarle la docena de bizcochos que también me pidió.

Era una docena, ¿no? A ver si después resulta que era otra la cantidad y utiliza esa excusa para no respetar su parte del trato.

Ahí van.

Bueno, me parece que el arreglo, en lo referente a la comida, está completado. Sólo falta, de mi lado, que continúe con la historia de mi madre.

¿Podrá cerrar los ojos mientras come?

¿Seguro?

Mire que si hace trampa la imaginación no le va a trabajar ni un poquito.

¿Recuerda el asunto de las diferentes voces?

Muy bien, acuérdese además de que estábamos justo en el momento en que Delita se había negado a ayudar al tipo si era que el tipo no le explicaba, previamente, cómo hacer para arrancar el motor del avión.

Prosigo:

—¿Me habló?

A pesar de estar enfrascada en el estudio pormenorizado de los cuantiosos artefactos que poseía el avión, Delita alcanzó a escuchar alguna palabra o algún quejido que provenía desde la región próxima en la que yacía el cuerpo herido del hombre. Entonces, sacó su hermosísima cabeza fuera del habitáculo y volvió a insistir:

—¿Me habló?

—Ayúdeme, me muero.

—Antes, dígame cómo hago para arrancar el aeroplano.

—Delita, por favor.

—Es bien fácil: si no quiere morirse, me dice cómo arrancarlo y enseguida yo lo ayudo. Bien fácil, sólo depende de usted.

—La perilla negra.

Delita no podía con sus nervios. Una gruesa gota de transpiración resbalaba desde el centro de su bella frente y se escurría por un costado de su nariz para perderse, finalmente, en la comisura de sus labios carnosos. Tantos nervios y tanta ansiedad no la dejaban pensar. Ni siquiera le permitían encontrar aquella perilla negra que buscaba con tanto afán.

—¿Cuál? Dígame cuál, esto está repleto de perillas negras.

Inquirió Delita con alguna desesperación desde la ventanilla.

—La que está a la izquierda, bien abajo.

—Ah, sí. Ya la tengo.

—Debe sacarla para afuera. Y mantenerla en esa posición durante unos cuantos segundos.

—Ya está. ¿Y ahora?

—Gire la pequeña manivela roja que está junto a la perilla.

Imaginarse tan próxima a volar, no la dejaba pensar en las cuestiones más zonzas. En definitiva, estaba a un corto paso de lograr lo que tanto le había costado y, sin embargo, se sentía por completo presa de sus propios nervios, de sus propias limitaciones.

—¿Para dónde?

—¿Para dónde qué?

—Que para dónde giro la perilla, para qué lado.

—Para la derecha.

De inmediato, el ruido ensordecedor del motor del Farman inundó la mañana de Longchamps. Delita pasaba de la risa al llanto en centésimas de segundo. No podía, no es que no quería: en verdad el ruido no la dejaba escuchar los urgentes reclamos del hombre que yacía sobre el césped, muy cerca del aeroplano, desangrándose.

Ay, gracias.

No lo puedo creer. La foto de mi padre. Ahora mismo la junto, aunque me quiebre la cadera.

Es un amor, usted, Santi.

Por fin ha demostrado que sí tiene palabra. Me alegro tanto que no sea un monstruo, que tenga sentimientos, quiero decir.

Ahora mismo la junto.

Gracias, muchas gracias, ya la tengo. Y enseguida le pego con una cinta el triangulito que usted le cortó. Va a quedar muy bien, no se haga problema. Va a quedar casi igualita a como estaba antes.

Qué feo.

No, no hablo de lo que usted hizo, me refiero a mi padre, pobrecito.

Discúlpeme, no es que no quiera escucharlo, muchacho, todo lo contrario, lo que pasa es que necesito pegar la fotografía ya mismo, no me gusta verla así como está, tan rota. Enseguida vuelvo, no tardo nada.

Ya la pegué con un pedazo de cinta. Quedó muy bien. No sé si no luce más que antes, qué quiere que le diga. Creo que sí. Parece más vieja, más mirada, más manoseada. Más querida, incluso. Me gusta, como quedó. Pero, bueno, ahora sí, cuénteme lo que imaginó, me interesa mucho saber si hubo progresos con respecto a la otra vez. Casi me sale con respecto a la clase anterior.

No, no puede ser.

¿Se da cuenta de que siempre hace trampa? Se porta bien y me devuelve la fotografía de mi padre. De inmediato, a mí me da la impresión de que puedo volver a confiar en usted, que recupero un amigo, que tengo ganas de salir nuevamente a comprarle milanesas y, sin embargo, al mismo tiempo, me estaba engañando en el tema de los ojos.

El asunto era con los ojos cerrados. Dejarse llevar por su imaginación a través de mis diferentes tonalidades de voz, de mis matices, de las palabras exactas que elegía para marcarle la escena. Usted no puede hacer las cosas como se le antoje hacerlas. No. La educación es acumular, es repetir, y las maestras, al menos las maestras viejas como yo, que las de ahora no sé, sabemos que es así. Usted tendría que poner más voluntad, muchacho, ser un poco más dócil, no se puede andar de gaucho por la vida, todo el tiempo.

No, no voy a empezar otra vez con los gauchos. No se preocupe. Pero le repito que tendría que hacer un esfuerzo y entender que no puede hacer lo que quiere, que así nunca va a aprender nada de nada, sólo aquello que le interese. Y la educación es más amplia que sus propios intereses, también hay que saber muchísimas otras cuestiones que en apariencia no nos importan o no nos sirven.

Qué quiere que le haga, es así como yo le digo. Usted no lo sabe, claro, porque sus padres nunca lo mandaron a la escuela.

Está bien.

Lo disculpo por lo que acaba de decir de mi madre. Es verdad, era tan hermosa que lo entiendo, si tiene la foto en sus manos, cómo hace para no tener los ojos abiertos e imaginar a esa belleza de mujer luchando contra esa infinidad de aparatos que se hallaban frente a sus ojos verdes.

Porque la foto es en blanco y negro, en aquel tiempo todavía no había fotos color. Estamos hablando de casi un siglo atrás, Santi.

No insista con eso. Eran verdes, se lo juro, no eran celestes.

Bueno, no se enoje.

Ahí tiene razón: si usted se los imagina celestes, son celestes y punto.

No, eso no. Delita no era mala. Ella tenía que hacerlo como lo hizo, muchacho. No se olvide que era una mujer, que encima estaba sola, que lo único que había querido en su vida era volar y que, si al tipo se le ocurría no decirle cómo se arrancaba el motor, quizá se perdía para siempre la única posibilidad que se le iba a presentar a lo largo de los años.

Claro, se trataba de una situación extrema. Y ella se manejaba como podía, pobre. En el fondo era muy buena, mi madre. El malvado era aquel tipo. Nunca se olvide de eso. Por más que ahora usted se lo imagine herido, perdiendo sangre y pidiendo auxilio como un gatito mimoso, el tipo era una verdadera porquería: una bestia masculina que se había aprovechado de Delita apenas unas horas antes.

¿Cómo se lo va a imaginar enamorado?

Es una barbaridad lo que está diciendo, Santi. Si el tipo hubiese estado enamorado, no le hubiera abierto la blusa a los manotazos.

Se las hubiera ingeniado de otra manera.

¿Y usted? ¿Acaso sabe más que yo del amor? ¿Estuvo alguna vez con una mujer?

Pero si sólo tiene catorce años, no me haga reír, ¿cómo ya va a haber estado con dos chicas?

No le creo.

¿Con su propia hermana?

No puede ser.

No, no.

Es un horror lo que está diciendo. Me niego a aceptarlo. Es una monstruosidad. Lo de esa otra nena tan chiquitita vaya y pase, pero con su hermana. Eso está penado por Dios y por la ley. Está en contra de las normas más básicas de la sociedad.

No puede ser.

Eso no lo justifica. ¿Qué tiene que ver? Yo también dormía en la misma habitación con mis dos primas y, sin embargo, cada una se quedaba en su cama, no andaba saltando de acá para allá como una rana.

Colchones, camas, es igual.

¿Usted y su hermana dormían en el mismo colchón? ¿Y sus padres lo permitían?

Siempre hay un lugar.

Bueno, está bien, le creo que no había más lugar. Sin embargo, lo de sus padres no tiene perdón de Dios. Discúlpeme, pero son una basura humana.

No los defienda, no tienen defensa.

Es muy distinto, mire con lo que me sale. Mi madre era una persona sana, buena, que quería volar. Sus padres son unos vagos y unos inmorales. Aunque le disguste escucharlo, son unos depravados.

No es una cuestión de pobres y de ricos. Es un asunto meramente humano: la gruesa distinción entre ser sanos o ser enfermos. Y sus padres, discúlpeme que se lo diga otra vez, querido, son unos enfermos.

¿Cómo se le ocurre?

Desdígase ya mismo, se lo ordeno. Ni siquiera yo, que creo que tengo bastantes más motivos que usted, me habría animado jamás a llamar puta a su madre. Y mire que tengo motivos.

Por favor, cállese de una buena vez y discúlpese como corresponde.

Bien. Así está mejor.

Lo perdono.

Haga de cuenta que jamás lo escuché decir lo que dijo. Pero no lo vuelva a hacer. Nunca más lo vuelva a hacer porque entonces sí que no lo voy a perdonar. Una vez puede pasar, pero dos, no.

¿Por qué no nos dejamos de embromar, me devuelve la foto de mi madre y santas pascuas, tan amigos como antes?

Bueno, piénselo, tómese su tiempo, no hay apuro, yo ahora me voy a hacer la sopita y después voy a ver el informativo de las ocho. Cuando termine, lo vengo a visitar y charlamos del asunto.

No me importa.

Tampoco pretenderá que cambie todas mis costumbres habituales sólo porque usted está viviendo en el baño de mi departamento.

No.

No lo haré.

Para mí es muy importante ver las noticias de las ocho. Es la única manera que tengo de saber qué acontece en el mundo. La única forma de no aislarme, de estar al tanto de lo que ocurre en la calle.

No creo que se anime a romperla.

No, no le creo.

Usted ya le ha tomado cariño a Delita, se piensa que no me doy cuenta. A pesar de que la haya calificado de la infeliz forma en que lo hizo hace un rato, sospecho que esas barbaridades sólo se pueden decir de alguien que le atrae, que significa algo para usted. Y, además, todavía falta el final de la historia; si la rompe no podrá ayudarse de la imagen cuando escuche mi relato.

No, no lo va a hacer.

Usted lo sabe mejor que yo.

Cuando termine el noticiero seguimos, si no, no me va a dar tiempo de prepararme la sopa.

Hasta lueguito.

Le traje los cuatro bizcochos que quedaban, para que no se aburra tanto. Ahí se los paso.

No, palmeritas tampoco quedaron.

Lo único que le puedo ofrecer son galletitas de agua.

Bueno, pero se las traigo después del noticiero. Ahora no puedo, estoy terminando de hacerme la sopa. Mientras tanto, cómase los bizcochos y después se baña, como hizo ayer.

No se va a gastar, no tema.

Báñese, no sea sucio. Pero por favor, Santi, le pido encarecidamente que no me vaya a mojar la foto.

Déjese de embromar.

Encontraron a dos chicas muertas. Tiradas a un costado de las vías. En un barrio del sur o del oeste, no sé muy bien, no conozco esa zona. Una tenía dieciséis años y la otra diecisiete. Dos nenas, qué barbaridad. El mundo está hecho un horror. Ya no se puede salir tranquilo ni siquiera a la puerta de calle. Qué futuro más negro que les espera, muchacho. Me da lástima por ustedes, los jóvenes, a mí no me queda nada de tiempo, ya viví lo que tenía que vivir. Pero ustedes, pobres, qué desastre.

Aparentemente, por lo que dice una de sus compañeras de colegio, las chicas faltaron a clase para ir a un lugar, una oficina; el aviso había aparecido en el diario, les ofrecían trabajo de modelo. Y no volvieron más. Todo indica que ha sido esta gente, la del aviso, porque la policía fue hasta el lugar y no había nadie, estaba vacío. Se habían llevado todo, no habían dejado ni una silla ni un papel, nada. Tienen que haber sido ellos, los asesinos. El señor del informativo, un señor muy serio, muy correcto, se preguntaba cómo era posible que una banda de delincuentes pueda publicar con tanta facilidad un aviso en el diario, que no haya nadie que controle el asunto, que los padres no sepan absolutamente nada de lo que hacen sus hijos, que las profesoras no llamen a las casas de sus alumnos para saber por qué motivo faltaron a clase, si están enfermas o qué. Muchas preguntas que no tienen respuesta, concluyó. Ni creo que la vayan a tener nunca, agrego por mi cuenta. A mí me parece que ya es tarde para las preguntas, que el mundo está demasiado podrido como para salvarlo con buenas intenciones. Es muy tarde. Se tendría que haber hecho algo antes, cuando las costumbres empezaron a relajarse. Ahora ya no se puede hacer nada. Las chicas sólo quieren hacerse famosas, mostrar sus desnudeces. A nadie le importa nada, todos quieren divertirse, pasársela bien y punto. Sólo se lamentan cuando ocurre alguna desgracia, como la que acaba de ocurrir. Es un desastre.

Mire con lo que me sale.

¿Acaso no le importa lo que le conté?

Ve, por eso estamos como estamos, porque a nadie le importa nada de lo que le pasa al prójimo. Se han perdido todos los valores.

Sí, ahora se las traigo, me había olvidado. Cómo me iba a acordar con lo que terminaba de ver por la televisión. Es tristísimo. Muchas noches me voy a la cama llorando por lo que vi en el noticiero. Hoy no porque está usted. Además, yo tenía necesidad de venir a contárselo: como usted está encerrado y no puede ver la tele, no se entera de nada. Y hay que enterarse de lo que pasa, muchacho. Es un derecho, pero también es una obligación.

Bueno, ya voy, tampoco es para que se ponga así. Parece que mi charla le aburriera.

¿Se bañó?

Muy bien, me alegro. ¿Pero se enjabonó bien?

Disculpe, me había olvidado que se había comido el jabón. Y ahora me doy cuenta que tampoco se está lavando los dientes.

¿Nunca se los lava?

Qué barbaridad.

Sí que importa, querido, se le va a llenar la boca de caries. Y después, con el paso de los años, se le van a caer las muelas y no va a poder comer casi nada. Sólo sopa y puré. Se va a acordar de lo que le digo, dentro de unos años.

Bueno, está bien, sólo lo estaba aconsejando, ahora le traigo.

Acá tiene.

Eran seis, qué más quiere.

No, no le voy a dar más. Se pasó todo el santo día comiendo. Pare un poco. Encima, ahí adentro, no puede hacer ningún deporte. Ni siquiera caminar, puede ahí adentro. Si no se controla un poco, cuando salga va a estar gordo como una vaca.

No insista, no le voy a dar más.

Debe ser la ansiedad, querido.

No se preocupe.

Mañana le compro más milanesas.

Sí, también palmeritas y bizcochos, lo que quiera. Pero cómo está con la comida. Parece un animal. No me gusta nada que sea así. Tendría que utilizar bastante mejor su tiempo de encierro, pensar en asuntos más espirituales, en su futuro, en el giro que le va a dar a su vida a partir de ahora. Yo no le voy a permitir que salga de aquí otra vez a robar. No. De ninguna manera. Usted va a salir de mi casa convertido en otro muchacho bien diferente del que entró, se lo aseguro. Un hombre de bien. Va a ir a la escuela, va a conseguirse un trabajo o, al menos, alguna changa y, cuando llegue el momento, una buena chica para que sea su novia. Como corresponde.

No, Santi. Con su hermana no hará ninguna cosa. No la verá nunca más. Eso es una aberración. Olvídese de ese tema.

¿Cómo la va a querer?

No sea bestia, no la puede querer, se trata de su propia hermana.

No diga estupideces.

Basta.

No lo quiero escuchar un solo segundo más hablando de ese modo.

No. De ninguna manera. No la va a ir a rescatar de la casa adonde la llevaron. Ella acaba de comenzar una nueva vida, consiguió un trabajo, tiene una excelente oportunidad con una familia decente. No la moleste más, por favor. Si la quiere de verdad, como dice, debería dejarla que haga su propio camino por la vida.

No.

Lo que va a hacer usted se lo voy a decir yo: se va a buscar una chica buena. Una chica cualquiera de su barrio. Bien linda y simpática, que sepa cocinar, que sea limpita, que le gusten los chicos. Tiene que haber, estoy segura, aunque el barrio en el que viven sea una porquería.

Alguna chica buena tiene que haber. Si busca, la va a encontrar. Una chica con la que pueda construir una familia. Si me deja, yo lo podría ayudar, tengo buen ojo para esos asuntos. Hasta podrían venirse a vivir acá, conmigo, total, el departamento es lo suficientemente amplio para todos.

Olvídese de su hermana, parece que tuviera una idea fija. Así no. Así ni sueñe con que lo voy a ayudar. Así ni siquiera lo voy a dejar salir de ahí adentro.

Por favor, Santi, no diga esas cosas.

Dentro de todo, ella tuvo suerte, con ese matrimonio va a ganarse su dinero y también va a aprender que las familias no son todas como la suya. No va a tardar demasiado tiempo en darse cuenta de que puede tener un porvenir mejor que el que le esperaba.

Eso fue un error. No debería burlarse. Cualquiera puede equivocarse en la vida. Yo también. Además, que no haya tenido buen ojo en esa única ocasión no significa que no lo tenga. Le repito que tengo buen ojo para la gente.

Usted es un desalmado, se ríe de las cuestiones más tristes.

Me hartó.

Prefiero irme a dormir: es muy tarde y la verdad es que hoy tuve un día demasiado largo, de mucho trabajo. No doy más. Se lo aseguro. Me quedé despierta sólo para hacerle compañía, para que no se quedara tan solo. Pero no. Al señor, aparentemente, lo único que le importa es pedir más comida o hablar de modo indecente de su propia hermana o de mi propio pasado.

No, no me venga con eso.

No le creo.

Usted no va a romper ninguna foto. Los dos lo sabemos.

Ya me la va a devolver, cuando llegue el momento, no tengo dudas.

Sabe que no me da miedo.

No, se lo juro, no me da ningún miedo. Estoy absolutamente convencida de que no la va a romper, de que ni siquiera la va a mojar.

Mejor tire las toallas en el piso y acuéstese de una buena vez. Tranquilícese, reflexione y duerma. Duerma mucho que le va a venir bien.

Hasta mañana.