Siéntese sobre la tapa del inodoro. Si quiere. No vaya a creer que lo estoy obligando. Se me ocurre, nomás, que puede estar más cómodo sentado sobre la tapa del inodoro. Yo también me traje una silla y la puse cerca de la puerta.
Le voy a contar algo.
No refunfuñe. Le va a hacer mal ponerse así y, además, no va a ganar nada. Hasta le puede llegar a subir la presión. Se lo juro. A mí me ha pasado.
Algo. Le voy a contar algo que tengo muchas ganas de contarle.
Por favor. Sea bueno. Cállese de una vez, cálmese, deje de golpear la puerta como un tonto y escuche quietito que no le va a venir nada mal escucharme.
Le conviene, yo sé lo que le digo.
Siempre se aprende de los viejos. Claro que a ustedes, me refiero a los jóvenes, les parece que no, que nada se puede aprender de una vieja tan vieja como yo. Noventa y tres años, tengo. Para noventa y cuatro. Mucho, ¿no?
Da la impresión, no se lo voy a negar, pero la verdad es que se pasa rapidísimo; una casi ni alcanza a darse cuenta de que está viva y ya tiene que morirse. Aunque usted no me crea, está en todo su derecho. Sin embargo, le repito que el tiempo vuela, que pasa volando, como dice la gente. Y una ni se entera. A una le parece que todo ocurrió ayer o un rato antes de ayer. Pero no lo quiero entretener con estas cuestiones: si usted me deja, yo le cuento lo que quiero contarle sobre mi madre y listo, ya está, le prometo que no lo molesto más.
Sí, sobre mi madre.
Así me gusta, que sea un poco más dócil, que entienda, que se deje contar. Usted es joven y, aunque sea mentira, estoy segura de que todavía cree que tiene toda la vida por delante. Un montón de tiempo por delante. Y eso es mentira, por supuesto. Una mentira tan grande como el tiempo. Pero usted todavía no lo sabe y, cuando lo sepa, créame que ya va a ser demasiado tarde. Como me pasó a mí. De todos modos, le agradezco que ahora tenga ganas de escuchar. Y de aprender, también.
Ah. Entonces no tiene ganas. Ni de una cosa ni de la otra. Y, bueno, puede ser que no tenga ganas. Aunque, claro, yo le voy a contar igual lo que quiero contarle. Mejor es que lo sepa desde ahora. Usted se me queda bien calladito, yo le cuento y, después, ya me dirá si le interesó lo que le conté o no le interesó un comino. De cualquier manera, la verdad es que estoy un poco sorda, qué se le va hacer, problemas de la edad. Así que.
El asunto es que mi madre se llamaba Delia. Pero le decían Delita. Y aunque no llegué a conocerla, permítame que yo también la llame Delita. Para mí es Delita, siempre será Delita, vio cómo son esas cosas.
¿Tampoco le importa saber cómo se llamaba o cómo le decían a mi madre?
Tendría que importarle, es el asunto del que quiero hablarle y, si usted no registra el nombre de la protagonista, se le va hacer muy difícil seguirme. Además se trata de mi madre, no sea maleducado, tenga un poco más de respeto.
No, no, no. Así no vamos a llegar a ningún lado: usted no me deja que le cuente y entonces todo se alarga. A mí no me importa, le digo la verdad, estoy muy sola. Todo el santo día, sola. Todos los días de toda la vida, sola. Sin embargo, a usted me parece que sí debería importarle. Usted todavía supone, se le nota, que tiene la vida entera por delante, que tiene muchas cosas por hacer, que tiene futuro, un porvenir. Para mí, creo que ya se lo dije antes, discúlpeme si me repito, usted no tiene nada, ninguna de esas cosas. Pero no por usted mismo, no se piense que le tengo ojeriza o que tengo una cuestión personal en contra suya. No. Nada de eso. Se lo digo a usted porque usted es el que ahora mismo está acá, encerrado en el baño, si fuera otro cualquiera el que estuviera en su lugar, también le diría lo mismo.
Se lo juro.
Así me parece mucho mejor. Que se lo tome con paciencia. La paciencia es la madre de todas las virtudes. ¿De qué sirve ponerse ansioso, desesperarse? No sirve de nada. Y eso también se lo juro: yo sé de paciencia y también sé de desesperación.
Está bien, no me voy más por las ramas. Voy al grano.
Al asunto de mi madre, de Delita quiero decir.
Yo no la conocí. Por eso me cuesta tanto llamarla mamá. Me sale Delita. Así la llamaban todos los que me contaron algo sobre ella cuando me puse más grande. Pobrecita, murió muy joven, apenas tenía veintitrés, a principios de mil novecientos dieciséis, en marzo, hace una eternidad. Murió justo dos años después de que yo naciera. Por eso es que le digo que no la conocí.
Es cierto. Reconozco que tiene razón. En realidad, la conocí. Pero la realidad es un problema, no se vaya a creer que se trata de una cuestión tan fácil como usted lo acaba de argumentar. La realidad, vaya asunto. Algo muy complicado. Aunque, si me apura, hasta me animaría a afirmarle que la historia de mi madre tiene mucho que ver con la realidad. Creo. No sé. Se me ocurre. Con lo difícil que resulta hablar de la realidad sin caer en la zoncera.
Está bien. Ya empiezo.
Sin embargo, si se fija bien, el culpable de que todavía no haya podido comenzar a contarle lo que quiero contarle es usted.
Se la pasa interrumpiéndome.
Ve lo que le digo. Otra vez me interrumpe. Parecía que se había tranquilizado y nada. Ahora me sale con esto. Le duró un rato, apenas, la paciencia.
Por supuesto.
Eso está mejor.
Tomarse las cosas con paciencia resulta mucho más inteligente de su parte. Incluso, me gustaría avisarle que aunque hace unos minutos usted me haya asegurado que no quería escucharme, que no quería aprender, ya está aprendiendo. Al menos ya está aprendiendo la paciencia y, si aprende a ser paciente, todos los demás aprendizajes de la vida le van a resultar más fáciles. Uno se pone más receptivo, más humano. Menos egoísta.
Me lo va a terminar agradeciendo. Y, quizás, hasta yo misma aprenda algo con usted. Sería raro, estoy demasiado vieja como para todavía tener algo que aprender de un muchacho. Pero, quién le dice, en una de ésas.
No, no. Así, no. Así la cosa no va ni para adelante ni para atrás. No le va a servir a usted ni me va a servir a mí. Usted pasa de la paciencia a la impaciencia en un par de segundos. Es una persona sumamente inestable, me da la sensación.
Mejor voy a prepararme un té.
Sí, un té.
Y a usted, mientras tanto, creo que le convendría reflexionar.
Estoy acá nomás, a unos pocos pasos, la cocina está pegada al baño, no sé si se fijó cuando entró. Se lo digo porque como entró tan nervioso, tan entusiasmado por el dinero que me iba a robar, capaz que ni siquiera se dio cuenta de que la cocina está acá al lado.
Si quiere aprovechar para desahogarse, hágalo con toda confianza, yo lo escucho igual desde allá. Aunque, la verdad, le repito que estoy un poco sorda. Pero eso sí, le pido encarecidamente que cuando vuelva hasta acá, después de tomarme el té, usted ya haya entendido todo lo que tiene que entender acerca de la extraña situación en la que, por su culpa, estamos los dos inmersos y, entonces, me deje contarle lo que tengo que contarle sin tantas interrupciones odiosas.
Recapacite.
Por favor.
Y no se ilusione: si grita o si golpea la puerta, por más fuerte que lo haga, nadie más que yo lo va a oír. Se lo aseguro: éste es el último piso del edificio y abajo no vive nadie desde hace un montón de años.
Delita quería volar. Soñaba con volar. Y era muy bella. Si usted viera la foto. Después, si quiere, se la muestro. Se la paso por debajo de la puerta. Pero sólo si me promete que no la va a ensuciar o a romper, es la única que tengo. Era preciosa, Delita, eso decían todos los que la conocieron. Y tan joven.
Delita, mi madre.
No, por favor. Yo lo escuché gritar un rato larguísimo, sin molestarlo, desde la mesa de la cocina, y ahora usted, apenas comienzo, me vuelve a interrumpir. Creí que habíamos llegado a un acuerdo.
Está bien. No es que fuera un acuerdo. Pero al menos pensé que me había entendido, que después del desahogo de gritos y de golpes contra la puerta con el que me torturó mientras tomaba el té, me iba a dejar contarle lo que quería contarle sobre mi madre.
Sí, por supuesto.
Usted me escucha, aprende, y listo, ya está.
Bueno. Entonces. Le decía que Delita quería volar. Y que era muy linda, extraordinariamente linda. Y eso no lo digo porque sea su hija. No. Si ni la conocí. Ése era el comentario de todos los que la rodeaban, de todos los que la conocieron. Yo no. Yo tuve mala suerte. Salí bien fea. Igual a mi padre, pobre. Usted sabe, tampoco conocí a mi padre. Me crié con una tía. La tía Alcira. Mi padre murió enseguida después de que se muriera Delita. Si le digo que era feo, que yo salí a él, también es por los comentarios que me hicieron los demás. Y por una foto que tengo. Si quiere, después se la paso por debajo de la puerta, también. Pero sólo si me promete que no las va a ensuciar ni a romper, a ninguna de las dos.
No. No me estoy yendo por las ramas otra vez. Lo de mi padre tiene que ver. Se murió de vergüenza.
Sí, de vergüenza.
Por lo que le pasó a mi madre.
No se ría, eran otros tiempos, la gente todavía tenía honor y podía sufrir de vergüenza hasta el límite de dejarse morir. Y eso, precisamente, fue lo que le ocurrió a mi padre. Un gran hombre. De una sola pieza. Un caballero de los que ya no quedan. Se dejó morir de vergüenza cuando pasó lo de mi madre.
Está bien. No me crea. Sin embargo, fue así: el hombre se murió de vergüenza. Se encerró en su habitación, se metió en la cama, se tapó hasta las orejas, lloraba todo el día y no quería comer ni hablar con nadie. Ni siquiera quería verme a mí, su única hija, la luz de sus ojos.
Se murió apenas unas semanas después que Delita. Porque vio usted cómo son las cosas. Si bien es cierto que el asunto de mi madre se tapó, que no apareció en los diarios ni se abrió ninguna causa judicial, en Belgrano, el barrio donde vivíamos, toda la gente o, al menos, toda la gente como uno, la gente amiga de la familia, los que nos rodeaban, los de nuestra misma condición social, sabían perfectamente lo que había ocurrido en Longchamps y no dejaban de hablar del asunto. Por lo bajo, por supuesto. Lo que se dice, chusmeaban. Y a mi padre lo miraban como si miraran a un novillo que acaban de subir al carro que lo va a llevar al matadero. Lo hacían sentir un perfecto desgraciado, lo maltrataban, lo ninguneaban. Y se ve que mi padre no fue lo suficientemente fuerte como para soportarlo. En el fondo, se trataba de un hombre. No sé si me entiende, un hombre como usted, un muchacho, un ser bien débil. No era una mujer, como Delita o como yo, quiero decir.
Discúlpeme, pero no tiene que hacer eso.
Lo de gritar y lo de golpear la puerta como si fuera un orangután.
Yo no me refería a ese tipo de debilidad: cualquiera sabe que un hombre es más fuerte físicamente que una mujer.
No tenía que demostrarme nada.
Sin embargo, ahí tiene, lo que termina de hacer demuestra fehacientemente que yo tenía razón en lo que terminaba de decirle: la bestialidad con la que acaba de manifestarse usted no hace más que expresar su completa debilidad frente a mí, que, aunque vieja, en este caso vengo a ser la mujer de la historia. A esa debilidad era a la que me refería. A la del carácter. A la flaqueza absoluta que muestran los varones al tener que enfrentarse con el mundo en general o con una mujer en particular.
Bueno, ya está bien.
Déjeme seguir, por favor, que si no esto se va a hacer interminable.
Así me gusta, se ve que, aunque hombre, usted es bastante menos débil de lo que fue mi padre en aquellos días del otoño de mil novecientos dieciséis. Mucho más fuerte, usted.
No le estoy tomando el pelo. ¿Por qué habría de hacerlo? Se lo digo de verdad.
Mejor cállese y déjeme seguir.
Estábamos en que mi padre se murió de vergüenza por lo que había ocurrido con mi madre o por la reacción que había tomado su entorno respecto de lo que había ocurrido con mi madre, que eso nunca se sabe, me refiero a qué es lo más importante para una persona, si lo que le pasó o lo que dicen o hacen los demás respecto de aquello que le pasó. Pero. ¿Qué era lo que había pasado con Delita? Ése es el asunto que quiero contarle.
Paciencia. Ya mismo voy ahí.
No, no. Lo que le vengo diciendo hasta ahora no es ninguna pavada. Era necesario. Si no, después, usted no va a entender nada.
Delita quería volar. Pero no es que quería tirarse desde un techo o desde la ventana de un cuarto piso. No como un pájaro, quiero decir. Lo que ella quería era subirse a un avión. Y no subirse como pasajera o como acompañante, no, lo que en verdad quería mi madre era pilotear un aeroplano, así se llamaba a los aviones en aquel tiempo. Usted se imagina: mil novecientos dieciséis y una joven y bella mujer de la alta sociedad porteña que pretende pilotear un avión.
Era imposible. Perfectamente imposible.
Si la mujer era apenas algo más que un animal doméstico. Un animal antipático pero necesario. Necesario para la reproducción de la especie o el mantenimiento de las fortunas familiares o la satisfacción de los deseos masculinos más bajos. O necesario para alguna otra cosa que ahora mismo se me escapa por completo, muchacho, le pido mil disculpas. Una bella nada, era la mujer por aquellos días. Pero los tiempos estaban cambiando y a mi madre se le puso entre ceja y ceja que tenía que pilotear un avión. Que ella podía hacerlo, igual a como lo hacían los varones. Aunque, por supuesto, eso Delita no podía contárselo ni a mi padre ni a nadie. Ni siquiera las otras mujeres, sus amigas o sus tías, lo hubieran aprobado. Era su secreto. Y, con paciencia, ya ve lo importante que es la paciencia en el ser humano, ella supo esperar hasta el momento en que dejó de esperar y pasó a la acción.
Ah, no. No se lo voy a permitir. Justo cuando había arrancado, cuando había tomado cierto envión con la historia, usted me interrumpe. Y encima diciendo esas barbaridades que está diciendo.
No se lo voy a permitir.
Basta de gritarme porquerías.
Por si todavía no se dio cuenta, le informo que fue usted el que me detuvo en la calle, justo cuando estaba sacando del monedero negro la llave para abrir la puerta de entrada al edificio y me dijo, ayudándose de un cuchillo o de una navaja, que eso no lo sé, algo filoso que me pinchaba en la espalda, que me quedara callada, que no me diera la vuelta, que abriera la puerta como si no pasara nada y que lo trajera caminando muy despacio, en perfecto silencio, sin abrir la boca y sin avisarle a nadie, hasta mi departamento y, después, acá adentro, le diera toda la plata que tenía guardada.
Sí, sí, claro.
Usted puede decir todo lo que quiera decir sobre mí, todo lo que se le ocurra, pero ésa es la verdad de lo que pasó.
Ah, bueno, qué quiere. Si después tuve que engañarlo, indicarle que guardaba todo mi dinero en el botiquín del bañito del fondo, el que está pegado a la cocina, en el que usted, ahora mismo, está gritando como un orangután, eso fue, simplemente, porque no quería darle mi dinero.
¿Por qué tendría que haberle dado mi dinero? ¿Sólo porque usted podía matarme con ese cuchillo o esa navaja o lo que fuera que me pinchaba la espalda?
No. De ninguna manera. Yo no tengo la culpa. Si se fija bien, se dará cuenta de que cometió muchos errores. Y una torpeza fundamental: ¿usted se cree que la vida de una persona vale lo mismo a los noventa y tres años, como tengo yo, que a los quince o dieciséis, como tiene usted?
¿Catorce?
Peor, todavía.
Para mí la vida ya no vale nada. Me da casi lo mismo morir hoy de un cuchillazo en la espalda que morir dentro de un tiempo equis, que de cualquier manera no será mucho, cuánto me puede quedar, de una pulmonía o de un resbalón en la bañera. Me da exactamente lo mismo. Por eso lo engañé. Si me salía mal, me moría hoy, ya estaría muerta. Y si me salía bien, como me salió, apenas usted me daba la espalda para investigar dentro del botiquín, yo le cerraba la puerta del baño con llave, usted se quedaba encerrado ahí adentro y yo tenía, por algún tiempo, alguien a quien contarle la historia de mi madre o contarle cualquier otra cosa, lo que se me ocurriera. Usted me quería robar mi dinero y, al final, fui yo la que le robé su tiempo.
Sí, usted puede decir lo que quiera, pero robarle a un ladrón, como dice el refrán, tiene por lo menos cien años de perdón.
Lo noto muy nervioso. Muy enojado. En estas condiciones, sospecho que va a resultar perfectamente imposible que me escuche con algún entusiasmo. Vamos a hacer una cosa: mientras usted se calma, yo me hago una sopita de cabellos de ángel y después le sigo contando.
Y no, usted no puede comer.
Si le abro la puerta para pasarle un plato de sopa, seguro que se aprovecha de su fuerza masculina y me da ese navajazo que tiene tantas ganas de darme desde que nos conocimos.
No, no le creo.
Agua puede tomar de la canilla: ahueca las dos manos y se sirve todo lo que quiera. Pero comer, no. Ni se le ocurra.
Por eso mismo.
Yo que usted me calmo y dejo que la vieja le cuente lo que quiera contarle. Si no, si sigue alargando las cosas, me da la impresión de que va a morirse de hambre ahí adentro: hasta que no termine con el cuento de mi madre, no lo pienso dejar salir.
No. Yo no soy ninguna vieja de mierda. Está equivocadísimo. Apenas si soy una anciana que está sola, que fue asaltada por un delincuente en la calle y que, en tan infelices circunstancias, se defendió como pudo. Y ya mismo me voy a hacer la sopa. Ojalá que este tiempo le sirva, que entienda la situación, que se calme, que se tranquilice, que se deje contar de una buena vez.
Hasta lueguito.
Ahora el día se puso mucho más lindo. Salió el sol y no quedan casi nubes en el cielo.
No se ponga así. Si se lo digo es porque usted, ahí adentro, no tiene ninguna ventana, pobre, no tiene manera de saber lo que pasa acá afuera. Y enseguida le voy a avisar algo más. Ya mismo empezaré a contarle lo de Delita. Pero, si usted me interrumpe con sus porquerías acostumbradas, yo voy a continuar igual. No voy a parar a cada rato porque a usted se le antoje decirme alguna grosería.
Ya está, ya se lo avisé. El que se perderá partes del cuento será usted. Yo me lo sé de memoria. Me he pasado toda la vida pensando y repensando lo que ocurrió en Longchamps aquella madrugada. Y, además, le advierto que voy a ir, directamente, al día preciso en que ocurrieron los hechos que ocurrieron, usted me ha demostrado que no tiene ninguna paciencia, que no sabe apreciar ninguno de los infinitos recovecos anteriores de la historia.
Me gusta ese silencio, me parece que empezamos a entendernos.
Si me hace un comentario o una pregunta atinada, yo no voy a tener inconvenientes en parar de contar y, de inmediato, responderle sus dudas. Pero, si se trata de barbaridades o de zonceras, no. Que le quede bien clarito.
Liviano es el aire, le dijo aquel hombre a Delita mientras abría cortésmente la puerta trasera izquierda del automóvil para permitir que ella descendiera. Habían alquilado el vehículo una hora antes, en una esquina arbolada de la Recoleta. El hombre acompañó esa corta oración con el dibujo en sus labios de una mueca más o menos pícara. Era el gesto soberbio de un macho que ya lo había conseguido todo. O, todavía mejor, el gesto altanero de un macho que creía haberlo conseguido todo de aquella que suponía una frágil hembra descendente. Una asquerosidad mundana, la mueca. Y un asco la escena en su conjunto, también. Sobre todo teniendo en cuenta que, apenas cincuenta y cuatro minutos más tarde, aquella hermosa mujer que se aprestaba a salir de ese coche alquilado iba a morir. Delita, mi madre, iba a morir. Todavía no había salido el sol. Y eso quería decir, entre otras cosas, que aún no había terminado la larguísima noche en la que, sin ninguna caballerosidad, aquel mismo hombre le había abierto a Delita, de un manotazo, salvajemente, con mucho de desesperación, los infinitos botones de una fina blusa blanca y, de otro manotazo, igual de salvajemente, le había alzado una falda también blanca y, en el mismo movimiento, se las había ingeniado para descorrerle la bombacha de cualquier color con la ayuda de su dedo índice y de su dedo medio, dos dedos que se habían mostrado extremadamente torpes en la tarea: apenas si habían logrado descorrer lo imprescindible como para dejar que aquel hombre penetrara sólo unos centímetros, tres o cuatro, no más, dentro de las entrañas de Delita sin ninguna consideración para con sus tiempos ni para con sus espacios; sin ninguna consideración para con su completa ausencia de deseos. Dos dedos torpes que sólo habían servido para entrarle a mi madre con alevosía, sin tener para nada en cuenta su pasiva o, mejor, su completamente seca aceptación de los términos casi unilaterales del trato impuesto por aquel hombre, en definitiva. Un par de zonceras, si se fija bien, la mueca risueña en la cara y la escena de mi madre descendiendo del automóvil rodeada de su corta oración. O una zoncera minúscula dentro de otra enorme, insoportablemente gigante. Porque, entre otras muchas cosas, aún no habían terminado de secarse, en el hueco oscuro de la entrepierna de mi madre, los pegajosos y violentos y desconsiderados jugos varoniles. Aquel hombre se había cobrado con creces, de esa asquerosa manera, algunos favores que le había hecho a mi madre: las clases de navegación aérea durante el par de semanas anteriores a esa noche repleta de manotazos, el secreto social más absoluto acerca del asunto de esas mismas clases de navegación y, tal vez lo más importante para un tipo que aparentemente sabía cobrarse tan bien las deudas, acerca del prometido préstamo de su recién importado Farman para el vuelo que debía llevarse a cabo esa misma mañana.
Farman es el nombre del avión que el tipo acababa de importar desde Francia. El modelo más moderno de la época.
Sigo.
Por anticipado, apenas algunas horas antes, aquel hombre le había exigido a Delita, a media voz, ya en la lujosa habitación de un hotel, que le entregase la pasividad de su cuerpo porque así era como se acostumbraba a pagar en la corta historia del discurrir humano a través de los cielos. Y enseguida se había apresurado a agregar la obviedad de que uno nunca podía saber si la persona a la que le había enseñado hasta los más recónditos misterios sobre la conducción de los aeroplanos durante las últimas semanas y a la cual, además, le prestaría gentilmente su amado Farman, regresaría con vida al lugar desde donde partiría la mañana siguiente.
Sí, aunque le cueste creerlo, muchacho, el muy asqueroso utilizó la palabra gentilmente.
El tipo se había cobrado lo que se había cobrado por las dudas. Por eso mi madre le contestó, apenas bajarse del automóvil, que más liviano que el aire era el deseo de cualquier mujer. Y él, sin entender la profundidad que encerraban esas palabras, por toda respuesta sólo atinó a dibujar, por enésima vez, esa estúpida mueca en la cara. Aunque, pensándolo un poco mejor, quizá ni siquiera se había tomado el trabajo de desdibujarla durante el breve lapso que le llevó a la pierna derecha de Delita afirmarse en el suelo de Longchamps a esperar que la izquierda hiciera el mismo ejercicio y, después, lentamente las manos ayudaran al resto del cuerpo a levantarse y salir del coche.
Pero usted no sabe nada, querido. Y eso, si me permite que se lo diga, tiene que ver con que en lugar de andar robándoles a las viejas indefensas con un cuchillo en la mano, en este preciso momento debería estar en la escuela. Para que se entere, en Longchamps estaba el único aeródromo que había en el país por aquellos años.
Déjeme que siga, por favor, no empiece otra vez con las interrupciones.
Mi madre tampoco sabía si se trataba de un nuevo gesto o si, en realidad, en todo ese tiempo no se había producido ningún cambio facial en el hombre. Aunque sospecho que no le parecía que fuera demasiado importante saberlo con exactitud: estaba convencida, para sus adentros, de que cualquier día podía morir sin haber vivido lo que quería vivir o lo que soñaba vivir o lo que imaginaba llegar a vivir. Y ese día podía ser antes que después. Como a mí hace unas horas en la puerta del edificio, a esa altura de los acontecimientos a ella tampoco le importaban, me da la impresión, los estúpidos gestos masculinos que se dibujaban a su alrededor. Podía llegar ese día, hoy, incluso, la muerte. Por la mañana. Lo único que Delita sabía con certeza aquella madrugada era que tenía ante sí solamente dos posibilidades. Sólo dos. Convertirse en aviador o seguir siendo mujer durante el resto de sus días. Porque ser hombre, como era aquel que a su lado llevaba puesta esa estúpida mueca en la cara, era optar entre el blanco y el negro. Siempre. Todos los días de la vida. Ser ladrón o ser aviador, por ejemplo. O incluso alzar faldas con facilidad para cobrarse algunos favores por anticipado. Ser mujer, en cambio, tenía y, me parece, no sé, no estoy segura, todavía tiene que ver con los matices. Matices del blanco o del negro. Pero matices que venían, o vienen, siempre un rato después de la blanca o negra opción masculina. Después de sentir un pinchazo frío en la espalda o un manotazo en la blusa o dos dedos torpes descorriendo una bombacha que no ofrece ya ninguna resistencia o, incluso, después del jugo pegajoso en la ahuecada oscuridad de la entrepierna. Por eso. O Delita seguía siendo mujer y ya sabía, a grandes rasgos, lo que podía esperar del porvenir, o se convertía en aviador, pagando lo que fuera necesario pagar en el preciso momento en el que tenía que pagarlo y, de esa manera, podía optar. De verdad. Ella. Enteramente ella. Entre el blanco y el negro. Y, si le quedaban ganas y algún futuro después del vuelo de esa mañana, todavía tendría los matices femeninos para seguir caminando o volando sobre el mundo por los siglos de los siglos. Amén.
Creo que ya está bien.
Me cansó mucho contar todo lo que le llevo contado. Debe ser que no estoy acostumbrada a hablar tanto tiempo con alguien. Usted sabe, estoy tan sola, casi no hablo con nadie.
Con el portero, a veces. O con el verdulero. No mucho más que eso. La chica de la panadería. Cada tanto también voy hasta la veterinaria de la otra cuadra, la mujer es muy simpática y supongo que espera que algún día le compre un gato siamés. Yo dejo que se lo crea, le digo qué lindos que son los gatitos y eso. Pero nunca le compraría uno. No me gustan los gatos. No me gustan nada. Los odio. Me parece que saben todo acerca de los seres humanos. Que lo saben todo y, aunque podrían decirlo, no lo dicen, prefieren guardar silencio, mirarnos fijamente a los ojos, dar vueltas por nuestros alrededores, maullar. Nunca le compraría un gato siamés. Voy al negocio porque ella me deja que le hable durante un rato. Me da charla. Sólo por eso. Y también porque no es tan chusma como el portero.
Mírelo al señor, tan enojado que parecía y ahora me pide que por favor le siga contando lo de mi madre.
Vio, yo sabía. Pero no puedo. No ahora.
Me cansé mucho. Le juro que no doy más. Estoy muerta. Voy a hacer una siestita y dentro de un rato vuelvo.
No se ponga así, no tardo nada.
Se lo prometo. Una horita a lo sumo, no más. Lo suficiente como para recuperar las fuerzas y poder continuar.
Tírese usted también, le va a hacer bien, yo sé lo que le digo. Ponga las toallas en el piso y acuéstese encima.
No me discuta, no sea cabeza dura, va a estar cómodo, entra perfectamente.
Ya estoy de vuelta. Dormí una buena siesta. ¿Usted pudo dormir algo?
Ya va a poder, muchacho, no se lo tome así. Es cuestión de acostumbrarse, uno se acostumbra a casi todo en la vida.
Ya va a poder, se lo aseguro. A mí, en cambio, me encantó eso de irme a dormir sabiendo que alguien me estaría esperando cuando me despertara. Una linda sensación. Sin embargo, apenas abrí los ojos, caí en la cuenta de que hace un montón de tiempo que nos conocemos, desde esta mañana muy temprano; además, claro, de que encima yo le estoy contando algo muy íntimo, algo que no le he contado a nadie antes que a usted y que, seguramente, tampoco le voy a contar a nadie después de habérselo contado a usted y, a pesar de todo eso, todavía no me dijo ni siquiera cómo se llama.
¿Santi?
Ah, Santiago.
Está bien, está bien. Le diré Santi, como le dicen todos. No se haga problema.
A mí me dicen Faila.
No, no le pienso decir cuál es mi nombre. De ninguna manera. Nunca me gustó. En realidad, debería decir que lo odio. Es horrible, lo odio con toda mi alma. Me lo pusieron por mi abuela materna. Un horror, el nombre. Mejor yo le digo Santi, usted me dice Faila y tan amigos como siempre.
¿Cómo que se comió la pasta dentífrica? No sea loco, le puede hacer mal. Eso debe ser puro jabón, puro detergente.
Y, bueno, va a tener que aguantársela.
Tendría que haberlo pensado antes de pincharme con ese cuchillo en la espalda. Además, no debe ser la primera vez que no come durante algunas horas, se lo ve bastante flaco, si me permite que se lo diga.
No, por favor. No quiero que ahora me venga con el cuento de que pasa hambre.
Sí, claro. Y después del cuento del hambre seguro que viene el de que sus padres se emborrachan y le pegan y también el cuento de que son trece y viven todos apretados en una humilde casilla de madera que se inunda cada vez que llueve.
No.
No me interesan sus cuentos.
No. Y no me va a hacer cambiar de parecer: usted cometió el gravísimo error de meterse conmigo porque me vio muy vieja, indefensa, una víctima fácil. Ahora aguántesela, qué se le va hacer, así es la vida de sorprendente. Yo le cuento lo de mi madre y usted me escucha, calladito. Nada de ponerse a contar usted también.
No diga más malas palabras, Santi. Es muy feo escuchar a un muchacho tan joven como usted hablar tan mal.
Por favor, cálmese y, si se calma, yo le sigo contando la historia de Delita y de aquel otro hombre.
¿Que cómo sé yo lo que pasó esa mañana entre ellos? Mire, no lo sé con seguridad. Pero se trata de mi madre, y creo que, aunque no la conocí, el hecho de que haya sido mi madre me habilita a imaginar cómo fue que le sucedieron las cosas que le sucedieron. Además de que muchas de esas cosas me las fui enterando con el tiempo: un pariente me contaba algo, otro me decía algo más, una cualquiera de las que habían sido sus amigas después me lo aclaraba hasta el detalle y así sucesivamente.
No, por supuesto, tiene usted toda la razón, Santi, la conversación que mantuvieron esa madrugada no la escuchó nadie más que ellos dos. Sin embargo, ¿para qué está la imaginación si no para rellenar los agujeros de las historias?
No, no es mentira. Pudo haber ocurrido así como yo lo imaginé. O no. A mí no me importa, qué quiere que le diga. Para algo existe la imaginación. Por algo Dios nos la metió en la cabeza a cada uno de nosotros. Y está la intuición femenina, también. Qué mejor que una hija para intuir lo que hizo o lo que dijo su madre una mañana cualquiera de casi un siglo atrás.
No es mentira, no insista.
Es una forma de la verdad. O se piensa que si yo le permito que me cuente del hambre que usted pasa o de lo borrachos y pegadores que son sus padres o de cómo se las arreglan los trece para dormir en una casilla de madera tan pequeña, todo lo que me diga va a ser verdad.
No, recapacite, por favor.
No todo sería verdad. Usted también rellenaría los huecos con lo que pudiese. Los rellenaría con su imaginación. Incluso lo haría aunque no se diera cuenta de que está rellenando lo que está rellenando.
Pero mire la tontería con la que me sale ahora. A veces parece un chico, usted, Santi. ¿Cuántos años tiene?
¿Catorce? ¿Nada más que catorce?
¿Ya me lo había dicho?
Y, bueno, qué quiere que le haga, no puedo andar acordándome de todo lo que usted me dice, ya le avisé que tengo noventa y tres años.
Catorce.
Entonces es un chico, nomás.
Discúlpeme, Santi, pero la verdad es que no tiene edad para andar robándoles a las viejas indefensas con una navaja o con un cuchillo en la mano. Debería estar en la escuela, ahora mismo. O en su casa, con sus padres, mirando la televisión.
Eso está muy mal. No puedo entender que sus padres no lo obliguen a ir a la escuela.
Discúlpeme otra vez, Santi, pero sigo sin entenderlo. Quizá le parezca egoísta, pero mejor continúo con lo mío, creo que a lo mío lo entiendo bastante mejor. Y también creo que escucharme, si es que me escucha con atención, le va a ayudar a comprender su propia historia. Muchas veces pasa así.
De verdad, créame que muchas veces ocurre de esa manera.
Entonces. Liviano es el aire, insistió aquel hombre mientras la tomaba del brazo y, aunque mi madre seguramente no tenía ganas de que el tipo insistiera o la tomara del brazo, lo dejó hacer pensando en que tal vez el dueño absoluto de sus posibilidades de volar imaginara que ella todavía le debía algo y que, insistir o tomarla del brazo, constituían una buena forma de terminar de saldar definitivamente esas deudas. Delita no quería discutir. Pero. Muy a pesar de su falta de interés en entablar una discusión, volvió a repetirle en voz muy baja que el deseo de cualquier mujer era más liviano que el aire. Menos mal, para ella, que en esta ocasión aquel hombre no dijo nada. Ni dibujó ninguna zonza mueca con sus labios. Lo cierto es que él tampoco andaba con ganas de discutir. Ya se había cobrado lo que se había cobrado por anticipado y ahora prefería cambiar de tema. Afirmaba, como al pasar, que soplaba un poco de viento, del sudeste, que le parecía que lo mejor sería dedicar también esa mañana a practicar y esperar hasta el día siguiente para realizar la salida. Imagino que entonces mi madre quiso gritarle que no, que de ninguna manera, que no iba a esperar otro día así como él no había esperado un solo minuto dentro de aquella lujosa habitación del hotel. Sin embargo, lo cierto es que el grito no le salió. Nunca le salió. Con toda seguridad se le quedó dando vueltas por la garganta hasta apagarse. O hasta que, quizás en un instante de lucidez, comprendió que no valía la pena gritar. Para qué gritarle que no a aquel hombre cuando, de todas maneras, ella iba a volar ese mismo día. Hasta que comprendió que con viento o sin viento ella iba a volar esa misma mañana. Para qué pretender convertirse nuevamente en hombre justo en el momento en el que ya no lo necesitaba. Para qué. Había sido hombre cuando había tenido que serlo: precisamente durante la larguísima noche aún inconclusa en la que había abierto sus piernas y había dejado que aquel otro le hiciera lo que quisiera hacerle a los manotazos. Ya no necesitaba ser hombre. No. Desde hacía algunas horas, Delita podía permitirse ser mujer otra vez. Sin sobresaltos. Tranquilamente. Una bella mujer a la que aquel hombre le debía el préstamo de un aeroplano. El préstamo de su amado Farman recién importado. Por eso, ya descendida del coche alquilado, se apretó fuerte contra el brazo derecho de aquel hombre y apoyó con ternura la cabeza sobre su hombro. Por supuesto, el tipo se puso incómodo. Muy incómodo. Tanto que sólo atinó a desembarazarse de mi madre con un brusco movimiento, se aproximó hasta la ventanilla del chofer, le pagó, el vehículo partió y, desde donde estaba, a unos tres o cuatro metros de los ojos de Delita, prefirió insistir con el asunto de las dificultades insalvables para volar con un viento como ése, un viento que venía desde el río, según él, cargado de traiciones grises. Mi madre, creo habérselo dicho antes, Santi, hacía un buen rato, más precisamente desde el instante mismo en que no le había salido un grito que había querido dar, había decidido que ya estaba bien de ser hombre, que ahora podía volver a funcionar como una mujer. Y eso fue lo que hizo: se subió la solapa del saquito de hilo que llevaba puesto y juntó las dos puntas en su cuello con la ayuda de ambas manos dándole al tipo la inequívoca sensación de que tenía frío, ahí de pie y sola como estaba, y a aquel hombre no le quedó otra posibilidad que olvidarse por un rato del asunto del viento, acercarse hasta donde estaba ella y cubrirla con uno de sus brazos. Enseguida, al darse cuenta de que con ese brazo no alcanzaba, que ella seguía tiritando, se separó unos centímetros, se quitó el saco que llevaba puesto y se apuró a envolver con él los hombros y la espalda de mi madre. Recién entonces ella le sonrió. No antes. Y al tipo, esa sonrisa le hizo suponer que Delita había comprendido, finalmente, que no podría volar esa mañana, que estaba desarmada por completo. Pero, fíjese lo que voy a decirle, Santi, y por favor trate de no olvidárselo nunca: no es bueno desarmar por completo a alguien o suponer que alguien está completamente desarmado. Por lo general, siempre que conseguimos eso, o lo suponemos, lo único que logramos, a la larga, es precisamente lo que no queríamos, que ese otro u otra se ponga a la defensiva. Y alguien que se pone a la defensiva es un peligro. Si no me cree, mire lo que le pasó a usted conmigo: yo me encontré tan desarmada, esta mañana, en la entrada del edificio, con ese cuchillo filoso pinchándome la espalda, que no pude más que dedicarme a pensar qué hacer para defender mi dinero. Qué hacer para que usted no se lo llevara tan fácilmente, quiero decir.
No le creo.
Me está mintiendo, Santi.
Y yo que hasta sentí el frío de la hoja. Qué barbaridad. ¿Cómo es que se anima a hacer algo así?
¿Sólo con su dedo? ¿Está seguro?
¿El índice?
Debe tener las uñas muy largas, usted. Yo le aseguro que sentí la hoja del cuchillo en la espalda, qué quiere que le diga.
Un mentiroso es usted, Santi. Además de un forajido y de un ladrón y de un abusador de viejas.
Un verdadero mentiroso.
Un fraude.
Una porquería de muchacho.
¿Cómo se atreve a asaltar a la gente empuñando una uña? Es una barbaridad. Un despropósito. Cualquier día de éstos, alguno se va a dar cuenta de la farsa y la jugada le va a salir muy mal. Hasta lo pueden matar.
Usted está loco. Y yo estoy muy desilusionada con su proceder. Me siento engañada. Muy desilusionada, de verdad. Sin fuerzas.
Adiós.
Creo que ya se me pasó. Me llevó algún tiempo, lo siento. Necesitaba desahogarme: llorar un buen rato a solas, en mi habitación. Que me haya asaltado empuñando la uña de uno de sus dedos, no es lo mismo que si lo hubiese hecho con un cuchillo o, al menos, con una navaja pequeña. No sé si me entiende.
No, qué va a entender.
Sin embargo, lo importante es que lo superé, que ya se me pasó el disgusto.
No, no lo pienso dejar salir del baño porque me haya dicho eso. ¿Cómo se le ocurre? ¿Cómo sé yo que ahora mismo no me está mintiendo y entonces cuando le abro la puerta usted se aprovecha y me salta al cuello con la navaja o con la enorme cuchilla que en verdad sí tenía cuando me atacó esta mañana?
Discúlpeme, Santi, pero si no le creo es porque usted se ha ganado a mis ojos una tremenda fama de fabulador. A partir de ahora, me va a costar muchísimo creerle cualquier cosa que me diga.
Por supuesto que hubiera preferido que usted me asaltara con un cuchillo. Que me asaltara como Dios manda. Esto es un fraude. Lo único que me ayuda, le soy sincera, es saber que quien puede mentir en una cosa así, puede mentir en cualquier momento. Que puede tener el cuchillo ahí dentro, quiero decir, y con lo que dijo sólo intenta ganarse mi confianza para que yo le abra la puerta. Estaré alerta, Santi. Usted no me va a agarrar de estúpida a mí. Le aseguro que nunca más me dejaré engañar por sus catorce años. Nunca más.
No, no. Se equivoca. Yo no soy ninguna vieja mentirosa. Lo engañé por necesidad, en legítima defensa. Eso no es mentir, no señor, no se lo voy a permitir. Eso constituyó un intento desesperado por salvar lo poco que me queda: algún dinero o un restito de vida o las dos cosas al mismo tiempo.
Eso ya se lo expliqué.
Imaginación, se llama eso, Santi, no mentira. Mentira es lo que hace usted: asaltar a la gente con la uña de su dedo índice. Una uña larguísima, seguro. Y bien sucia, también. Pero le voy a aclarar algo, a ver si en una de ésas empieza a comprenderme. Ya le conté que mis padres se murieron, que me crié con una tía. La tía Alcira. En realidad, debería haberle dicho que me crié sola. La tía Alcira nunca me quiso. Estoy convencida de que ella veía en mí al demonio: una especie de animal horrible, deforme, que, aunque había nacido de las entrañas de su hermana Delita, era el pecado mismo o, mejor, la exhibición, el recuerdo cotidiano del pecado mortal que había cometido contra ella, sin ningún miramiento, su propia hermana. Porque ella sentía que lo que mi madre había hecho, se lo había hecho a ella. A propósito. Para arruinarle la vida. No me dejaba acompañarla a ningún lado. Decía que yo les recordaba a todos lo que había pasado en Longchamps. Tampoco me dejaba juntarme con sus hijas, con mis primas, pensando, seguramente, que yo las contagiaría con la enfermedad pecaminosa que arrastraba desde la cuna. Me crié sola. Con los sirvientes de la casa que también me despreciaban, vaya a saber uno por qué. Sola me crié y sola seguí toda la vida. Por eso me da mucha rabia que usted me haya engañado, muchacho. Tuve una sensación muy linda esta tarde. Una sensación única. Creo que, por primera vez en mis noventa y tres años, me fui a dormir la siesta con la certeza de que un hombre me iba a estar esperando cuando me despertara. Un hombre, usted, Santi, me estaría esperando con ganas de que yo le siguiera contando lo que había pasado con mi madre aquella tremenda mañana de hace casi un siglo. Una sensación única, muchacho, que usted arruinó, sin ningún miramiento, con su estúpida mentira cargada de uñas largas y asquerosamente sucias.
Está bien.
Sí.
Supongo que podré perdonarlo. Pero deme algún tiempo, por favor. Me hizo acordar de mi soledad. Justo cuando pensé que, por fin, había encontrado alguien a quien le interesaba de verdad lo que le había pasado a mi madre.
Es muy feo estar sola.
Todo el día, todos los días.
Usted no sabe, qué va a saber. Usted tiene amigos que le dicen Santi. Yo no. A mí me dicen Faila. Yo misma le pedí a usted que me llamara Faila. Y enseguida le aclaré que jamás le diría mi verdadero nombre porque lo odiaba. Pero, querido, la verdad es que también odio que me digan Faila. Faila me pusieron mis primas. Y no hace falta, me parece, que le cuente del desprecio con que pronunciaban Faila tanto mis primas como mi tía.
No insista, no se lo voy a decir.
¿En serio tiene tantas ganas de saberlo?
Mire, Santi, por favor no me engañe otra vez. Si se llega a reír o dice alguna tontería al respecto, le juro que me voy y lo dejo solo ahí encerrado. Le aseguro que no le sigo contando lo de mi madre. Lo dejo ahí encerrado para siempre.
Rafaela.
No, no. ¿Cómo le va a gustar?
No se haga el tonto porque lo dejo encerrado ahí adentro para siempre, usted no me conoce, ¿sabe todas las bromas que tuve que aguantar de mis primas?
¿Lita? ¿Por qué Lita?
No está mal.
Me cae bien, usted, Santi. Si no fuera por lo del engaño inicial.
Sí, claro, querido.
Está bien, entonces lo autorizo a que me llame Lita de ahora en adelante. Se nota que, en el fondo, usted es una buena persona. Que tiene buenos sentimientos, quiero decir. Buenas intenciones.
Lita.
Gracias, Santi.
Creo que me gusta.
Pero no quiero emocionarme. Si me emociono se me va a venir el llanto otra vez. Ya lloré demasiado a lo largo de los años. Y hace un rato, otra vez. Mejor sigo con la historia de mi madre.
Ve. Lo que yo le decía. Hay asuntos que usted iba a necesitar saber para entender por qué pasaba lo que pasaba esa mañana en Longchamps. Sin embargo, con su impaciencia, se negaba a escuchar pensando que yo me estaba yendo por las ramas.
Le cuento, entonces, lo que usted necesita saber.
Unos cuantos días antes de esa desgraciada madrugada, Delita lo había conocido durante una fiesta que se había dado en honor, precisamente, de aquel degenerado. El Presidente de la República le había dado la bienvenida en persona, en la puerta misma de un teatro colosal, supongo que sería el Colón, no sé. Después el Presidente había entrado con él del brazo, charlando y riéndose. El numeroso público que esperaba dentro se había puesto de pie y los había aplaudido hasta la exageración. Ella no. Delita no. Delita se había quedado sentada. Sin aplaudir. Creo que sabía que ésa era la única posibilidad que tenía a mano de llamarle la atención al primer argentino propietario de un Farman, aquel que iba a hacer un vuelo rasante sobre la Costanera Sur durante el siguiente nueve de julio, el día en que se celebraría el centenario de la independencia patria. De todas maneras, el hombre en cuestión parecía no querer darse por enterado de su desdén. Muy a pesar de que mi madre se las había ingeniado para ocupar la primera fila en el recibimiento. Sin embargo, sospecho que todo encajaba perfectamente dentro de sus cálculos. Y no creo, por otra parte, que haya ningún misterio en lo de sus cálculos: es lo que suele ocurrir con las mujeres que quieren algo de cualquier hombre. Hacen cálculos. No paran de hacer cálculos. No paramos. Diseñamos hasta los más mínimos detalles de la geografía sobre la cual vamos a actuar, si nos resulta necesario hacerlo, por supuesto.
Sí, como yo.
Tiene usted razón, lo reconozco.
Pero mejor continúo.
Enseguida aquel hombre se dio cuenta de que el señor que la acompañaba, seguramente el marido de la bella dama, la miraba a ella de manera adusta. La manera más cruel que el pobre había podido inventar para reprender a la mujer de sus sueños. Delita le contestaba con los párpados caídos y cierto rubor, la forma que, con toda seguridad, había aprendido desde muy chiquitita alcanzaba para llevarle un poco de paz a la insegura conciencia pedagógica masculina. Entonces aquel hombre se apuró y llegó hasta las cercanías de la pareja en el momento mismo en que la hermosísima dama levantaba los párpados. Buenas noches, dijo el tipo. Y entonces mi padre, el marido de Delita, le devolvió las buenas noches y agregó una bienvenida demasiado exagerada. Una bienvenida con la que, evidentemente, pretendía no sólo bienvenirlo sino hacerlo olvidar, también, del reciente mal comportamiento público de su amada mujer. Mi padre, Santi, necesito aclarárselo, además de gustarle demasiado el vino, era bastante más mayor que mi madre.
Sí, este otro tipo también era mayor que ella.
Buenas noches, le respondió Delita sin otra intención que la de duplicar su desdén. Pero aquel hombre no se inmutó. Casi de inmediato, se puso a contar maravillas de su Farman recién importado y del completo aprendizaje para su conducción que había realizado durante algunos meses en suelo francés: Delita, le dijo mi madre cuando creyó que ya estaba bien de tanta fanfarronería. Pero aquel hombre no entendió y entonces ella tuvo que ser todavía más explícita: Delita, me llamo Delita. Enseguida mi padre comprendió que nada más tenía que hacer dentro de esa conversación, que podía desaparecer hacia la mesa de las bebidas sin que Delita lo reprendiera, inventó un saludo poco creíble a espaldas de aquel hombre y desapareció con inocultable entusiasmo. Delita. Suena bien. Dijo entonces el tipo y mi madre agradeció el cumplido apenas con un gracias. Para, después, dejar que el silencio se multiplicara entre ellos. Lo hizo a propósito, claro. El silencio es uno de los asuntos que más les disgusta a los varones que se acercan intempestivamente a las mujeres que los han desdeñado.
Es así, Santi, créame. Usted todavía es muy joven como para saber de esas cosas.
¿Soltera? Arremetió aquel hombre con alguna hidalguía al cabo de unos instantes. Exactamente en el momento en el que ya no pudo aguantar por más tiempo tanta soledad pública. No, casada, le respondió Delita. Pero el asunto no mejoraba, Santi, y, quizás, a Delita le pareció que ya estaba bien de humillarlo, de rebajarlo. Que ya era hora de ayudarlo un poco a salir del pantano en el que lo había metido, quiero decir. Entonces, lo ayudó con una pregunta: ¿El hombre es un animal? Y al tipo le pareció que la pregunta no estaba del todo mal. Que aquella enorme belleza poseía cierta inteligencia, además. Por eso le contestó como le contestó: El hombre es un animal que quiere volar aunque no está preparado por la naturaleza para hacerlo. Pero a Delita, desde luego, la respuesta no le alcanzó y volvió a preguntar: ¿Y la mujer? La mujer es un ángel, le contestó el muy zonzo. Una contestación que, como podrá usted imaginarse, muchacho, a mi madre no le agradó en absoluto. De alguna manera, quien afirmaba que la mujer era un ángel pretendía argumentar algo así como que la mujer era un espectro con alas incorporadas, con alas propias: un ente de índole celestial que jamás necesitaría de los aviones para poder treparse a las nubes. De ahí que Delita se tomara el trabajo de aclararle con cierta indignación: No creo que las mujeres seamos ángeles. Aquel hombre, entonces, sólo atinó a suspirar un Ah. Y estoy convencida, Santi, que con ese Ah fue que el tipo se animó a dibujar por primera vez, enfrente de mi madre, su estúpida mueca en los labios. Por eso fue que Delita se atrevió a dar su zarpazo final: No soy un ángel y, precisamente por ese motivo, es que me encantaría encontrar al hombre que se anime a enseñarme a volar, aunque, la verdad, no sé si existe o si algún día existirá sobre la faz de la tierra tamaño ejemplar del género masculino.
No, mi querido. No le voy a permitir que diga esas cosas acerca de mi madre. Usted no sabe lo que es ser mujer. Ni lo sabrá nunca. Yo sí que lo sé. Y también lo sabía muy bien mi madre.
Está bien. Le acepto las disculpas, Santi. Pero le recomiendo que en el futuro de la charla se ande con un poco más de cuidado en sus comentarios sobre mi madre. Usted no me conoce. No tiene ni idea de lo que puedo llegar a ser capaz si se mete con ella.
Sí, ya lo disculpé. Déjeme terminar de una buena vez con el cuento de cómo fue que se conocieron.
Gracias.
La mueca risueña o la perplejidad ante las últimas palabras que le había propinado Delita o ambas cuestiones, no sé, duraron tanto tiempo suspendidas en el aire que eso le permitió a la gente que pululaba por los alrededores meterse dentro de la conversación. Algo bastante natural en esas circunstancias. O, al menos, algo que podía ocurrir. Lo que aquel hombre no había previsto, sin embargo, era que apenas se terminara de armar la ronda de preguntones, la joven belleza se iba a escabullir sigilosamente de su lado en dirección a la mesa donde se amontonaban las bebidas, la mesa en donde estaba su marido conversando tranquilamente con otros invitados.
Pasó así, Santi. Créame que, cuando aquel tipo quiso acordarse, ya estaba perdido entre una multitud de personas que no paraban de felicitarlo o de hacerle preguntas tontas y mi madre estaba muy lejos. Lejísimo. No la volvió a ver hasta el final de la noche. Justo hasta el momento en que Delita, ya con su abrigo colocado sobre los hombros, lo saludó con una sonrisa lo suficientemente insípida como para que él se abalanzara hasta su oreja derecha, sin ningún miramiento para con las normas sociales de la época, y le dijera que la esperaba al día siguiente en Longchamps, que por favor, que a las nueve de la mañana, en punto, para comenzar con las clases de navegación aérea.
Sí, fue así.
Por supuesto que estoy segura de que así fue como ocurrieron los hechos aquella noche.
También.
La imaginación sólo completa, nunca inventa los datos, muchacho. Usted sigue sin comprender cómo es que funciona ese asunto, me da la impresión. Rellena, complementa, alimenta lo escaso de la realidad.
Y yo qué sé. Mire lo que se le ocurre. Supongo que lo que hizo mi padre fue lo correcto dadas las circunstancias. Dejarlos solos, que Delita se disculpara convenientemente, yo qué sé. Por ahí no quería molestarlos, ser un estorbo. O no le interesaba el tema. Creo haberle dicho con anterioridad, justamente cuando le conté acerca de cómo se dejó morir, que mi padre era un verdadero caballero, de una sola pieza, de los que no abundan. Si hizo lo que hizo, debe ser porque era lo que tenía que hacer. Y punto.
Le dije que punto.
Qué barbaridad.
Que usted no hubiera hecho lo mismo que hizo mi padre no significa nada, querido. Absolutamente nada. Discúlpeme, usted será muy simpático, muy compañero, pero no es un caballero. Apenas si es un morochito sin ninguna educación, con serios problemas de conducta y emocionalmente inestable. Un delincuente. Un simple ladrón de viejas.
Ah, no. Eso no se lo voy a permitir. Mi padre no era ningún estúpido. ¿Cómo se le ocurre decir lo que acaba de decir?
Me parece que en esta oportunidad ha llegado demasiado lejos, muchacho. Demasiado lejos.
Lo escuché, Santi. Estaba acá al lado, muy cerca, en la cocina. Y le voy a advertir algo: me parece que no estoy tan sorda como sospechaba.
Sí. Todo. Escuché todo. Y no le pienso contestar nada al respecto. No, señor. De ninguna manera. Pídame disculpas y entonces yo hago como que nunca lo escuché.
Muy bien, creo que es lo mejor que podíamos hacer.
Está disculpado.
¿En dónde era que habíamos quedado?
No, eso ya está terminado: así fue como se conocieron. Sólo puedo agregarle que Delita, como usted podrá imaginarse, estuvo la mañana siguiente a las nueve en punto tomando su primera clase de aeronavegación. Y también, claro, estuvo en Longchamps las varias mañanas que siguieron a esa mañana primordial.
No, no le voy a contar cada una de esas clases. Ni se le ocurra. Fueron un par de semanas.
¿Para qué? Sería una pérdida de tiempo. Y a mí, querido, ya no me queda tanto tiempo como le queda a usted.
No insista. No me voy a adentrar en esas minucias. Lo que yo le preguntaba era en qué punto de la historia habíamos quedado antes de que le hiciera el cuento de cuando se conocieron en el teatro.
Ah, sí. Muchas gracias. Ahora me acuerdo. Entonces estábamos en que el tipo, al darse cuenta de que Delita tiritaba, se quitó el saco de gamuza que llevaba puesto y se apuró a envolver con él los hombros y la espalda de mi madre. Enseguida, ella le sonrió y esa sonrisa le hizo creer que mi madre había quedado desarmada por completo.
Sí, el saco del tipo era de gamuza.
Si no se lo dije antes no es porque invente, muchacho, ya le expliqué; seguro que fue porque ya venía muy cansada de contarle todo lo que le había contado de un tirón y no reparé en el asunto de la gamuza. Estoy un poco achacada, usted sabe, la edad, noventa y tres años.
Por favor, qué importancia tiene. Parece que le estuviese buscando la quinta pata al gato. Déjeme que siga.
Le agradezco.
Aquel tipo tenía la llave del candado del portón del aeropuerto, así eran las cosas en esa época, no vaya a pensar que había empleados o policías o una multitud esperando la partida de los aviones.
No, Santi. Ni siquiera existía la Fuerza Aérea, en aquellos tiempos.
Entonces el tipo sacó la llave, abrió el candado, empujó apenas una de las hojas del portón, se hizo a un lado para permitir que Delita ingresara primero y, enseguida después, entró él. Luego se volvió de espaldas, empujó la hoja del portón y cerró otra vez el candado.
Es verdad, usted es muy inteligente, es una verdadera lástima que no vaya a la escuela. Claro que tiene razón: hay que conocer muy bien a una mujer para animarse a darle la espalda.
Es cierto. No se lo voy a discutir. A usted tampoco le fue bien cuando entró en ese bañito y me dio la espalda, muy orondo, esta mañana. Un error gravísimo. Muy parecido al error de aquel otro hombre, hace casi un siglo.
Bueno, qué se le va hacer. Tiene que ser un poco más optimista, Santi. Usted es muy joven, todavía. No puede andar reprochándose los errores todo el tiempo. No le va a hacer ningún bien. Pero aquel tipo, en cambio, no era nada joven. Y cometió un yerro crucial al darle la espalda a mi madre. Delita llevaba un revólver en su bolso. Un revólver pequeño.
No sé el calibre. ¿Cómo lo voy a saber? Yo no sé nada de armas. Usted sabe porque es un delincuente.
Déjeme que siga.
Bien.
Apenas vio que el hombre se daba la vuelta, Delita empuñó el revólver contra su camisa. De inmediato le pidió que no se moviera y que, por favor, si no quería morir, le hiciera mucho caso a partir de ese instante. Mucho caso, repitió. Claro que él giró el cuerpo igual. Como sorprendido. Sin poder entender lo que estaba haciendo esa hermosísima y otrora tierna mujer. Ahí la vio. Vio su seriedad, quiero decir. Y también vio su determinación. Entonces, un poco asustado, le preguntó qué le pasaba y Delita le explicó, muy tranquila, que por favor no diera un paso adelante ni intentara hacer ninguna tontería porque lo mataría, que no embromara, que ella lo único que quería era volar esa mañana. Ninguna otra. Esa misma mañana. Y se tomó el trabajo de aclararle que no le importaban ni el viento ni la lluvia. Que ella había pagado con su cuerpo ese vuelo, que le parecía que lo había pagado bien pagado, que bajo ningún punto de vista iba a permitir que la engañara, que ni se le ocurriera hacer ningún movimiento extraño, que aunque él en verdad se lo mereciera, ella no tenía ganas de matarlo si es que no hacía falta hacerlo. Aquel tipo se asustó bastante más, Santi, después de escuchar la sólida argumentación de mi madre. Tanto se asustó que sólo atinó a bajar los ojos. No respondió nada. Absolutamente nada. Pero usted no se vaya a creer que ese gesto amilanó a mi madre. Nada de lástima. De ninguna manera. Enseguida le ordenó que caminara unos cuantos pasos delante de ella, sin darse la vuelta, rumbo al hangar.
Un galpón, muchacho. El galpón en donde se guardan los aviones.
Cuando llegaron, al cabo de unos instantes, mi madre le hizo abrir ese segundo portón. El tipo lo abrió en silencio con otra de las llaves que guardaba en uno de sus bolsillos. Sin embargo, apenas tuvo abiertas de par en par las dos hojas de chapa, levantó los ojos hasta los ojos de Delita y le dijo en voz muy baja que no entendía lo que pasaba, que él creía que eran amigos, que nunca había esperado de ella una reacción semejante, que el viento soplaba del sudeste, que era mejor no volar esa mañana, que por favor lo entendiera, que él no le estaba negando el préstamo de su Farman, que de ninguna manera, que él era un caballero, que en verdad era muy peligroso volar bajo esas circunstancias climáticas. Mi madre, sosteniendo el arma firmemente con ambas manos en dirección a su cabeza, ni se inmutó con sus dichos, sólo le aclaró que tendría que haberlo pensado antes, la noche anterior, por ejemplo; que el clima no había cambiado de repente, que el viento soplaba del sudeste por lo menos desde la tarde anterior. Y el tipo, llorando como un bebé, le juró que había hecho lo que había hecho porque ya no se aguantaba más las ganas, que la amaba desde la noche misma en que la había conocido, que por favor se escaparan juntos, en el avión, a cualquier rincón del mundo apenas el clima mejorara. Usted está loco, repuso mi madre, completamente loco: yo no lo amo y, además, tengo una familia: un marido cariñoso y una niña pequeñita que es lo que más quiero en el mundo, jamás la dejaría para irme con un ser tan repugnante y tan ingrato como usted.
¿Qué? No se haga el estúpido, muchacho, no sabe con quién se está metiendo.
No inventé nada. Mi madre me amaba, Santi, yo era su sol, se lo aseguro.
No, eso no.
Usted es un tarado. Un perfecto tarado.
Me tuve que ir. Si me quedaba un segundo más lo mataba, Santi. Créame que, aunque a esta altura de las circunstancias de a ratos ya me cae hasta simpático, lo mataba.
Sí. De verdad.
Se comportó como un perfecto idiota.
Que a usted su madre no lo quiera no le da ningún derecho a pensar que todas las madres son iguales a la suya. Ningún derecho a reírse de lo que mi madre le dijo sobre mí a aquel hombre esa mañana nefasta en Longchamps. Sé que puede resultar difícil de entender para usted. Me refiero a que, con la historia familiar que carga sobre sus espaldas, le parezca del todo imposible que las madres amen a sus hijos. Pero es así. Eso ocurre. Hay madres y madres. Y mi madre me amaba, por eso le dijo lo que le dijo a aquel hombre en un momento tan crucial.
No inventé nada.
Estoy convencida de que, en esos últimos minutos de vida, dentro de las entrañas de mi madre luchaban a brazo partido, por un lado, el impostergable deseo de volar y, por el otro lado, el horrendo temor de perder la vida y, de esa manera, dejarme a mí sola en el mundo. Sola para siempre.
Su madre no lo quiere, muchacho, no se engañe. Lo tuvo porque lo tuvo. Igual a como tuvo a los otros. A todos esos hermanos con los que dice que vive en la casilla. Lo tuvo sin darse cuenta. Sin pensar en lo que estaba haciendo cuando abría las piernas. No por amor, sino de casualidad.
Discúlpeme, pero si su madre lo quisiera no lo dejaría andar por las calles robándoles a las viejas indefensas.
Usted debería estar en la escuela, ahora mismo, y no encerrado en ese baño como está. Cuanto antes se dé cuenta de que su madre no lo quiere ni lo quiso nunca, mejor. Aunque le cueste escuchar la verdad, dentro de algún tiempo me lo va a agradecer. Créame. Yo sé lo que le digo.
No, no. Está muy equivocado, Santi. Su madre y su padre son unos vagos. Deberían buscar un trabajo, ganar algún dinero dignamente y, con ese dinero, mandarlo a usted a la escuela.
Sí que trabajé. Por supuesto que trabajé. Aunque no lo necesitaba, tenía dinero suficiente como para vivir con comodidad. Pero no se trata de comodidades, se trata de que una también debe ayudar a los que más nos necesitan.
Fui maestra normal.
Hasta que me echaron los peronistas. Después no pude trabajar más.
Me echaron porque en mis clases yo decía la verdad. La verdad sobre los gauchos, por ejemplo. O sobre los peronistas, que son casi la misma porquería.
Decían que yo no respetaba los lineamientos educativos impartidos desde el ministerio, que era un peligro para los alumnos. Tantas mentiras, decían.
Y también he ayudado cada vez que me lo han pedido en la iglesia. He acompañado enfermos, he hecho tortas, muchas cosas. Siempre he colaborado con el prójimo. Pero creo que lo que usted pretende es sacarme del tema de sus padres. Y no lo va a lograr. Ellos, en vez de holgazanear todo el santo día, lo que deberían hacer es darle lo que necesita cualquier chico de catorce años. Lo que pasa es que éste es un país de vagos. Está lleno de gente como usted o como sus padres, gente que prefiere robarles por las calles a las viejas, antes que ir a trabajar. Nadie respeta nada, acá. En el fondo, seguimos siendo gauchos. Todos gauchos. Cada uno hace lo que le parece, lo que se le antoja, lo que le viene en ganas. Nadie piensa en los demás. Nunca. Es un desastre cómo está este país, muchacho. La verdad. Todos gauchos: cada uno monta sobre su caballo, se cubre un poco los hombros con el poncho que tiene más a mano y ya está, allá va, a lo que sea, a lo que se le ocurra, a lo que se le antoje. No se respeta ningún alambrado, en este país. Nada.
Usted no tiene la culpa, muchacho. No se ponga así. No quise decir eso. La culpa la tienen los mayores. Sus abuelos, sus tíos, sus padres, por ejemplo.
No, yo no. ¿Qué cuerno tengo que ver yo con lo que le sucede a usted?
Sí, está bien, yo soy mayor. Pero casi ni lo conozco. Es más, si no hubiera pretendido robarme esta mañana en la puerta del edificio, jamás me hubiera enterado de que usted existía.
Así son las cosas. Yo no tengo nada que ver con lo que le sucede. Todo lo que le pasa, Santi, es por culpa de que somos un país de gauchos, créame. Todavía hoy. Igual a como fue siempre.
¿Y eso?
Si no los ha visto es porque no se ha fijado. Andará distraído. Seguramente, no ha mirado con atención a su alrededor. Le juro que están por todos lados.
No me estoy inventando nada, no sea grosero. No se trata de que anden por la calle con unas boleadoras o con un poncho o con unas bombachas o con una rastra de monedas de plata en la cintura. No me entiende. Cambiaron las vestimentas, nomás. Se trata de algo mucho más profundo: una forma de ser contagiosa que se transmite de generación en generación. Supongo yo que a través del mate, entre sorbo y sorbo, se pasa esa enfermedad. Por eso odio tanto el mate. Y la yerba. Me parece que son los culpables de todos nuestros males patrios. De todos.
No se haga el estúpido. Usted no es ningún estúpido, Santi. Es lo mismo, se lo acabo de decir: gauchos, abuelos, padres, chiripá, mate, tíos, yerba.
Sí, odio el mate. Por eso yo tomo té. El té no contagia. Cada uno lo toma en su respectiva taza y listo, no anda infectando a nadie de costumbres horribles. Pero el mate, no. El mate anda de mano en mano, un rato larguísimo con la misma yerba, incluso. Es una porquería. ¿A usted le gusta?
Ve. Es lo que yo digo. Si en su casa toman mate, ya están todos contagiados. Son todos gauchos. Y por eso, con toda seguridad, es que sale a la calle a hacer las cosas que sale a hacer. ¿También es peronista?
Menos mal. Pero es un gaucho, ya está contagiado. Aunque nunca haya visto una vaca, si me disculpa.
Por favor, Santi, no diga barbaridades.
Tiene que prometerme que cuando salga de ese baño va a empezar a ir a la escuela. No puede ser que no sepa casi nada de los gauchos.
Está bien, yo le explico. Pero esto deberían enseñárselo las maestras y no yo, que le quede bien claro.
El gaucho era el habitante original de la pampa. Una mezcla explosiva de español con indio. Un tipo que tenía muy poco: un caballo, un recado de cuero de oveja, una única muda de ropa y un cuchillo grande que se llamaba facón. Poco más. Eso le alcanzaba para andar por donde se le ocurría andar. Como sus padres, apenas si trabajaba. Sólo lo hacía cuando se quedaba sin dinero para tomar alcohol o para jugar a los naipes. Si tenía hambre, carneaba la primera vaca que encontraba por el camino sin importarle quién fuera su dueño, comía un poco y dejaba el resto ahí tirado, pudriéndose o engordando aguiluchos. Si tenía sed, tomaba agua de cualquier charco. Si tenía ganas de estar con una mujer, se robaba una india. Si se enojaba con alguien, lo mataba. Así era la vida del gaucho. Eso lo hacía libre, aparentemente. No había nada más importante que la libertad, para el tipo. Esa libertad. Por supuesto, no aceptaba ninguna norma, ninguna ley. Sólo era fiel a sí mismo: a las propias leyes que se iba inventando según su propio gusto y conveniencia. Un despropósito de vida, la que llevaba. Y ése, el gaucho primordial, el fanfarrón, el prepotente, es el que desapareció. Sin embargo, aunque ahora la gente se vista de otro modo y no ande a caballo por las calles, a mí me parece que ni sus ideas ni su manera de encarar el mundo ni su forma de ser tan antisocial han desaparecido. Tampoco su fanfarronería ni su prepotencia. No sólo no han desaparecido, sino que han infectado a casi todos los que vivimos en esta zona del universo. Y la culpa de esa infección, como ya le dije, para mí la tiene el mate.
No, no estoy loca. No se lo voy a permitir.
Yo le expliqué lo que me pidió que le explicara. Si ahora usted no quiere entenderlo, o reconocerlo, es problema suyo y no mío. Peor para usted.
Basta. Me cansó.
Sí, me cansó.
No, no se haga el zonzo que no tiene nada de zonzo. No lo voy a dejar salir de ahí sólo porque me cansó o me dijo que estaba loca. No soy tan débil, muchacho. Todavía me queda bastante para contarle de la historia de mi madre. Si quiere, aproveche y reflexione acerca de lo que le expliqué sobre los gauchos que yo, mientras tanto, me voy a tomar una taza de té y descanso.
Sí, otro té. Así es como me he conservado sana a lo largo de toda la vida.
Vuelvo al asunto de mi madre. No quiero irme otra vez por las ramas ni dejar que usted me lleve de las narices hacia donde se le ocurra.
Es un animal. Cómo se va a comer el jabón, Santi. Eso le va a hacer mal. Le va a caer horrible al estómago. No sea tonto.
Aguántesela. ¿Sabe la cantidad de cosas que he tenido que aguantarme yo en noventa y tres años?
Pasar un poco de hambre no lo va a matar. Al contrario, hijo, las dificultades suelen ayudarnos a endurecer el carácter. Nos hacen madurar. Convertirnos en seres humanos más cabales. Más completos.
No, se equivoca. Yo también pasé hambre cuando era chica. Hasta los veintiuno, pasé hambre. Cualquier cosa que no le gustaba a la tía Alcira y ya me mandaba a la cama sin comer. Una mala nota en la escuela, un grito, si leía mucho o si no leía. Todo le daba un motivo para dejarme sin comer. Muchas noches pensé que su idea era matarme de hambre para quedarse con la fortuna que me habían dejado mis padres. Pero me hice fuerte. Sobreviví. Cuando nadie me veía, aprovechaba y sacaba algunas galletitas de agua que mi tía guardaba en un frasco enorme sobre la mesada de la cocina. Luego las escondía debajo del colchón o entre la ropa. Sobreviví, muchacho. Me hice fuerte. Templé mi carácter. Aguántese el hambre y saldrá de ahí convertido en un hombre, yo sé lo que le digo. Vaya si lo sé.
Está bien.
Se me acaba de ocurrir una idea. Espere ahí que voy a probar algo. La verdad es que me da un poco de lástima, usted.
Ya estoy de vuelta. Yo no me puedo agachar, usted sabe, estoy a la miseria de la columna y de la cadera. Pero igual lo vamos a intentar. Voy a arrojar una galletita de agua al piso, la idea se me ocurrió cuando le conté lo de mi tía Alcira, vio qué extrañas que son las conductas humanas, apenas me fui de su casa y tuve la mía, lo primero que me compré fue un frasco de vidrio enorme para tenerlo repleto de galletitas de agua. Y lo sigo teniendo. Todavía. El mismo frasco, después de setenta y dos años. Siempre lleno, hasta arriba. Bueno, entonces, yo dejo caer una galletita al piso y, cuando ya está allí, le pego una patadita y, si la ranura de debajo de la puerta lo permite, usted encontrará la galletita y podrá comérsela.
Gracias, me gusta que me llame Lita.
Ahí voy.
Pasa, pasa lo más bien, me parece que encontramos la solución para que no tenga que andar comiéndose el jabón.
Y bueno, sí, se rompe en pedazos, qué pretende. Ya le dije que no me puedo agachar. Igual, si le parece mal, no le tiro más y usted se come lo que encuentre. Todavía le quedan las toallas y el papel higiénico y una esponja.
Eso. Así me gusta. Le paso otra, ahí va.
No es nada, Santi, usted se lo merece. Pero no se vaya a pensar que voy a estar todo el santo día pasándole galletitas por debajo de la puerta. Ni lo sueñe.
Ya comió dos, no sea glotón. Con eso le alcanza para sobrevivir, yo sé. Por favor, ahora sea bueno y déjeme que le siga contando de mi madre.
Sí, por supuesto. Si se porta bien después le doy más, no se preocupe.
Ya estábamos en el hangar, con mi madre apuntándole a la cabeza y aquel tipo suplicándole perdón en medio de un mar de lágrimas. Sin embargo, Delita no le tuvo ninguna clemencia, por qué habría de tenerla si él tampoco la había tenido apenas entrar en la habitación del hotel. Mi madre era una mujer de una sola palabra: habían hecho un trato, ella había cumplido su parte y ahora sólo faltaba que él cumpliera la suya. Entonces le ordenó que se secara las lágrimas y empujara el aeroplano hasta la pista. Y le repitió que no intentara nada raro, que ni se le ocurriera, que ella estaría apuntándolo a la cabeza todo el tiempo y que no le temblaría el pulso a la hora de gatillar la pistola si tenía que hacerlo. Aquel hombre sacó un pañuelo de uno de los bolsillos de atrás de su pantalón, se secó las lágrimas, estornudó un par de veces, se arremangó la camisa y se ubicó en la parte posterior del avión. Desde ahí volvió a hacer un intento para convencer a mi madre de que lo mejor sería esperar por una futura mañana más propicia para hacer el vuelo. Pero nada. Delita le gritó que basta, que ya estaba bien de tanta mariconeada, que empezara a empujar el aeroplano hacia la pista de una buena vez.
Me sorprende, muchacho.
Al final usted no sabe nada de nada. Acaso se piensa que los maricones son un invento de estos días. No, querido, faltaba más. Siempre hubo maricones. Y siempre los va a haber. Por los siglos de los siglos.
Claro, hijo. Fíjese en los gauchos, si no. Toda la vida solos, ahí, arriba de sus caballos. ¿Usted se cree que de las pulperías no salían abrazados? Vamos, eran todos maricones, por eso ahora estamos como estamos. Si no había casi mujeres en la soledad de la pampa. Todos gauchos. Varones. Ninguna mujer en los alrededores. Y siempre solos, de un lado para el otro. Estoy segura de que se emborrachaban y dormían entre ellos. Es como si los estuviera viendo.
Está bien, disculpe, no le hablo más de los gauchos, ya sé que el tema no le interesa. Aunque debería interesarle, me parece.
Bueno, bueno. Pero mire que salirme con eso. Usted tiene algo de culpa, también.
Continúo.
Aquel hombre comenzó a empujar el aparato. Muy lentamente. El pasto estaba todavía húmedo del rocío que había caído durante la noche. Delita lo seguía, desde atrás, a tres o cuatro pasos de distancia. Desde más cerca no, si se acercaba más, quedaba a tiro de que el tipo girara de repente y le arrebatara el arma o le pegara una trompada o vaya a saber qué cosa peor le podía hacer. Por eso se decidió a seguirlo a tres o cuatro pasos. La distancia ideal para no sufrir un ataque repentino y, al mismo tiempo, no fallar con el disparo si es que al tipo se le ocurría hacer alguna locura. Una mujer muy precavida, mi madre. Si me permite el comentario, creo que yo salí a ella, Santi.
Claro que podía, muchacho. Esos aviones no pesaban nada. Eran pequeños, muy livianitos, así era como los construían para que consiguieran levantar vuelo.
No estoy inventando. Para nada. Le aseguro que eran muy livianos. Un hombre solo podía empujarlos con facilidad. Y, si no, ya va a ver cuando me deje seguir con la historia. Porque usted se queja y se queja de que yo me voy por las ramas, querido, pero permítame que le diga que usted también hace lo suyo: me interrumpe a cada rato y por cualquier tontería. Ni siquiera va a la escuela y, sin embargo, ahí está, discutiéndome, como si supiera, acerca del probable peso de aquellos aeroplanos de hace un siglo.
Bueno.
El día estaba clareando. Algo ya se podía ver y eso tranquilizaba a mi madre. Igual se mantenía alerta. Aquel hombre no la iba a sorprender. Tuvieron que andar unos veinte metros, quizá treinta, en línea recta, desde el hangar hasta la pista. Y, por las dudas, enseguida me apuro a informarle que la pista no era de cemento ni estaba pavimentada.
No. Era de pasto, también, como el resto del sitio, sólo que tenía algunas marcas a sus costados; marcas de colores, como para hacerla bien visible desde el aire. Sólo eso.
Sí, sólo eso.
No se ría, no entiendo de qué se ríe. Así eran las pistas, entonces.
No se haga el tonto, Santi. Si se sigue riendo se va a quedar solo y sin galletitas por un buen rato.
Basta.
Lo dicho, se acaba de quedar solo. Y sin galletitas, también.
Hacía un montón de tiempo que no me llamaba Lita. Me gusta que lo haga. Es raro. Me hace sentir otra persona. Volví por eso.
Ahí va una galletita.
Sí, creo que le perdoné su estúpida risa sólo porque me llamó Lita. Es lindo. Fue escucharlo y perdonarlo.
No le entiendo, muchacho.
¿Yo? ¿Mi vida? Tome, mejor le alcanzo otra galletita.
Por favor, déjese de tonterías. ¿Qué quiere que le cuente de mi vida? No vale la pena. Le aseguro que no vale la pena. Coma y déjeme en paz.
¿Hombres? Sí, claro.
¿En serio le interesa?
Bueno, Santi, está bien, si tanto le interesa el asunto, se lo cuento. Yo tenía dieciséis o diecisiete años. Un amigo de mi tío, del marido de mi tía Alcira, ése fue el primer hombre. Un señor mayor que me caía muy simpático. Venía cada tanto de visita a la casa y parecía el único ser en todo el universo al que yo le importaba algo. Me traía regalitos, me decía que estaba cada día más grande y más bonita, ese tipo de cosas. Y fue así durante muchos meses. O años, quizás. Hasta que un día llegó más temprano que de costumbre: no había nadie más que yo y alguna sirvienta en la casa. Entonces me pidió que lo acompañara hasta el jardín, me dijo que quería mostrarme o darme algo, no sé, no recuerdo bien. Yo fui, claro. Como una tarada. Y ya se puede imaginar lo que ocurrió.
Me da un poco de vergüenza contarle el resto. Le alcanzo otra galletita, mejor.
Ahí va.
Pasó lo que pasó, muchacho. ¿Para qué quiere que se lo diga si ya lo sabe?
No sé.
Bueno, si insiste tanto. Pasó que me empujó dentro de un galponcito que había en el fondo del jardín, me tapó la boca con un pañuelo, me hizo que le agarrara esa porquería que le colgaba entre las piernas, después me rompió la bombacha de un tirón y ya se puede imaginar lo demás.
Fue un horror.
Y encima, el muy degenerado me dijo que si se me ocurría contarle una sola palabra de lo que había ocurrido a mis tíos o a mis primas, él se encargaría de explicarles que el asunto había sido bien diferente: que en realidad había sido yo la que lo había seducido y obligado, prácticamente, a ir hasta el galpón. También me aseguró que le creerían a él y no a mí, que en esa casa a nadie le importaba en lo más mínimo lo que me pasara a mí y sí, por el contrario, a todos les importaba, y mucho, los tantísimos negocios que él tenía con mi tío.
Horrible, sí.
Por supuesto que hubo otro. Pero sólo uno más, no se vaya a creer que hubo demasiados.
Dos.
Sólo dos.
La cuestión con ese primer tipo, con el amigo del marido de Alcira, se repitió algunas veces más. Varias veces más. Siempre en el galponcito del fondo. Llegaba cuando no había nadie en la casa, no tengo ni idea de cómo es que lo averiguaba, y me hacía una seña para que lo acompañara hasta el jardín. Yo iba, nomás, en silencio, me daba mucho miedo que le contara algo a mi tía y me pudieran sacar lo que era mío: la fortuna que me habían dejado mis padres. Lagrimeando, pero iba. No me animaba a no ir. Le tenía terror. Fue un asco, muchacho. Y me costó superarlo, ésa es la pura verdad. Hasta me cuesta estar ahora contándoselo y no largarme a llorar como una tonta. Todavía tengo grabado en la mente las palabras que el muy asqueroso me susurraba al oído mientras lo hacía: Putita como tu madre. Qué porquería. Una verdadera inmundicia. Creo que fue el único momento de mi vida en el cual hubiera preferido estar muerta. Hasta dejé de llevarme galletitas a la habitación.
Sí.
Tiene usted razón.
Me duelen hasta los huesos cuando me acuerdo. Mejor le cuento del otro.
Sí.
El segundo y último hombre de mi vida llegó mucho después, cuando hacía algún tiempo que yo ya vivía sola. Tendría veintidós o veintitrés años. No, no, veintidós, con exactitud, ahora recuerdo que justo en ese momento había comenzado la guerra entre Franco y los comunistas en España. Veintidós años, tenía yo. Y él bastante más. Alrededor de cuarenta, si no recuerdo mal. En ese tiempo yo vivía en la casa que había sido de mis padres, en Belgrano. Lo conocí a la salida de la misa, un domingo. Era morocho. Algo gordo. Se me acercó cuando yo cruzaba la plaza. Me preguntó si le permitía que me acompañara un par de cuadras. Me gustaron sus ojos, eran cálidos. Le dije que sí, que iba para el lado de las barrancas. Y me acompañó mucho más que dos cuadras: hasta la puerta misma de mi casa. Me gustó. Era muy simpático. El domingo siguiente también estaba ahí en la plaza, esperándome. Y lo dejé que me acompañara otra vez, claro. Así empezó todo, Santi.
A usted se ve que no, pero a mí sí me parece importante la manera como empezaron las cosas entre nosotros.
Para mí sí: fue la única relación, en toda mi vida, que empezó de una manera más o menos correcta. Por eso es que le conté el comienzo.
A usted el asunto no le dice nada porque sus relaciones serán más normales. Las mías nunca lo fueron. Fíjese, si no, en nuestra propia relación. Es verdad que ahora somos amigos y nos contamos todo, pero ¿cómo empezó? Empezó en la puerta del edificio, usted me estaba pinchando la espalda con un cuchillo o con la uña de su dedo índice y encima pretendía robarme el dinero que tenía guardado aquí en mi departamento.
Está bien, si es lo único que le interesa, le cuento cómo terminó todo con este segundo hombre. Aunque insisto en que el comienzo fue, quizá, lo mejor que me ocurrió en la vida. No entiendo por qué no le importó el tema.
Terminó mal, por supuesto. Muy mal.
Era dulce. Tierno. Y muy galante. Me llevaba a tomar el té o a comer a sitios muy bonitos. Me contaba los viajes que había hecho, las diferentes costumbres de los muchos lugares que había visitado. Yo lo escuchaba embelesada.
No, caliente no. Lo escuchaba encantada. Embobada. Arrebatada. Como suspendida dentro de una nube de algodones. Me fascinaba pasar el tiempo con él. Por primera vez, el tiempo se me escurría entre los dedos; no se me hacía lento ni interminable; no me pesaba, quiero decir.
Y dale con lo mismo. Usted debe pensar que todas las personas son como usted o como los de su entorno. Pero no, querido, el mundo es bastante más grande que su casilla de madera.
Porque sí. Terminó porque tenía que terminar, porque todo se termina y, si encima es algo maravilloso, se termina más rápido. Créame, Santi, que así es como ocurren las cosas en la vida. Hasta llegó a pedirme matrimonio.
Sí, claro. Yo acepté. Se imagina, me hice tantas ilusiones, vivir con alguien tan simpático, tan buen mozo y que, encima, me trataba como a una reina, como nadie antes me había tratado.
No, no me casé.
No me casé porque ocurrió que una mañana sonó el timbre de mi casa, cosa rara ya que nunca sonaba el timbre, casi no tenía visitas. La que había tocado el timbre era una de mis primas, la más chica, Elvirita. Yo, ilusa de mí, pensando en que quizá mi prima se había arrepentido del maltrato al que me había sometido a lo largo de los años y venía a pedirme disculpas y a entablar una amistad, sin rencores, la hice pasar y la convidé con una taza de un té inglés muy caro, el mejor que tenía en ese momento. Y hasta la convidé con unos bizcochos de grasa que acababa de comprar para comérmelos esa tarde, mire lo que le digo. Riquísimos, los hacían en una panadería que quedaba a unas cuantas cuadras de mi casa. Los bizcochos siempre fueron mi perdición, muchacho. Siempre lo fueron. Ahora mismo, con noventa y tres años como tengo, soy capaz de caminar hasta donde sea para conseguir unos buenos bizcochos.
No, mate no le convidé. Y no se haga más el tonto, Santi, porque no le sigo contando. Además se va a perder los bizcochos, justo estaba pensando que tengo unos que por ahí pueden llegar a pasar por debajo de la ranura de la puerta. Son bastante chatos. Si se vuelve a burlar, se los pierde.
Espere un poco, no sea ansioso. Le termino de contar y pruebo.
Elvirita, por supuesto, no estaba arrepentida de nada ni quería entablar ninguna amistad conmigo. Se tomó el té y se comió por lo menos tres bizcochos, eso sí, aunque lo que buscaba era otra cosa. Según sus propias palabras, venía a salvarme la vida. Me dijo que lo lamentaba muchísimo pero era su obligación, como prima, avisarme quién era, en verdad, ese hombre con el que pretendía casarme, que el té y los bizcochos estaban muy ricos pero que el tipo era un famoso vividor.
Un estafador, un vivo, un aprovechador.
Sí, un trucho.
Entonces decidí probarlo. Por las dudas. En el fondo, y a pesar de que me contó tantísimas historias horribles con nombre y apellido, no creí en lo que me había dicho mi prima. Ésa es la pura verdad. En el fondo no le creí. Por eso decidí probarlo. Esa misma tarde lo invité a tomar el té a mi casa. Él vino, amoroso como siempre, y yo me apuré a decirle que había estado pensando con detenimiento acerca del asunto del casamiento y que me parecía que debíamos esperar un tiempo prudencial, un par de años, y así conocernos mejor; que casarse era una decisión para toda la vida y que yo tenía mucho miedo de equivocarme, que hacía muy poco que lo conocía, que por favor me entendiera: un par de años para estar segura y después sí, casarnos para siempre. Él me dejaba hablar, me escuchaba en perfecto silencio. Como un verdadero caballero. Y, de verlo así, tan tierno, tan educado, al mismo tiempo que yo iba argumentando mi pedido, me convencía cada vez más de que no podían ser verdad los cuentos de mi prima; que había sido otra de sus maldades, que ese hombre era maravilloso y que Elvirita sólo había hecho lo que había hecho por envidia, para separarme del hombre más dulce que habitaba la tierra.
¿Cómo terminó? Bueno, de repente, me aseguró con alguna seriedad que él aceptaba mis temores, que comprendía perfectamente mis miedos, que no me hiciera ningún problema, que él estaba dispuesto a esperarme todo el tiempo que fuera necesario esperarme, que lo importante era que yo estuviese segura del paso que iba a dar y, ya con una sonrisa pícara dibujada en la cara, que, muy a pesar de todo eso, él seguía teniendo muchísimas ganas de tomarse ese té con bizcochos al que lo había invitado. Yo me ruboricé, Santi. En realidad, el rubor, la vergüenza, tenía que ver con que me sentía fatal, un desastre de mujer, cómo se me había ocurrido dudar de ese hombre tan amable, tan cálido, tan simpático. Cómo había podido ponerme tan nerviosa y no haberle ofrecido el té al que lo había invitado. De inmediato, corrí a hacerle el té. Y lloré en la cocina. Lloré mucho. Me sentía realmente mal con lo que acababa de hacer. Incluso me prometí a mí misma que volvería al salón, me arrojaría en sus brazos, le pediría millones de disculpas, le contaría toda la verdad, lo que había pasado con mi prima Elvirita quiero decir, y le rogaría que por favor se olvidara de todo lo que le había dicho y nos casáramos cuanto antes, esa misma tarde si era posible.
Ya va, no sea impaciente.
Aunque me repita, déjeme decirle, antes de contarle el final, que nunca debe darle la espalda a nadie.
Nunca, querido. Jamás.
Claro, es verdad.
Y bueno, aprenda, qué quiere que le diga. Usted se confió, no me tuvo en cuenta, pensó que yo era demasiado vieja como para defenderme o encerrarlo en el baño tan rápido.
Y, sí. Así pasan las cosas cuando uno se confía y da la espalda. Le pasó a aquel tipo con mi madre, en el portón del aeródromo, me pasó a mí aquella tarde y también le pasó a usted hoy por la mañana.
No me estoy burlando, le digo para que aprenda, nomás. Tranquilícese, por favor.
Así está mejor. Ya termino.
Mientras yo no podía parar de llorar, en la cocina, prometiéndome una disculpa detrás de la otra, él me robó el cofrecito en donde guardaba todas mis joyas.
Muchas joyas, muchacho. Las mías más las de mi madre más alguna que había sido de mi abuela paterna.
Se robó todo, el muy degenerado. Y huyó. Cuando volví al salón dispuesta a cualquier cosa, el tipo ya no estaba. Con el apuro, hasta la puerta de calle había dejado abierta. Y nunca más volví a verlo. Ni siquiera volví a saber algo de él en todos estos años.
No, nada.
Se esfumó.
Ahora sí voy a buscarle unos bizcochos, enseguida vuelvo. Nunca me gustó que me vean llorar. Es muy triste dar lástima.
Voy a intentar pasarle uno.
Sí, entró. Y casi ni se había roto, va a ver qué ricos que los hacen en esta panadería que queda acá a la vuelta.
Vio, le dije. Ahí le alcanzo otro.
No se rompen. Es una maravilla. Creo que acabo de encontrar una buena forma para mantenerlo bien alimentado. O, al menos, sin tanta hambre.
Sí, lloré.
No sé lo que me ocurre con usted, Santi. Le cuento todo lo que nunca me animé a contarle a nadie. Se lo juro. Siempre pensé que no era bueno contarle a otra persona algo que sólo me importaba a mí. Y encima cosas que casi siempre son tristes, bien feas. Ya le dije que no me gusta dar lástima. Pero con usted es distinto. Si se fija bien, el hecho de que al contarle no le vea la cara se parece mucho a la confesión, y eso creo que me ayuda a sincerarme.
En la iglesia, la confesión con el cura.
Ay, m’hijo, ¿acaso nunca se confesó?
Qué barbaridad. Seguro que ni bautizado está.
El cura está encerrado en una especie de casita de madera, dentro de la iglesia, entonces uno se arrodilla a un costado, le enumera los pecados que cometió y él, a través de una ventana pequeña que tiene una rejilla, le dice la cantidad de padrenuestros o de avemarías que debe rezar en penitencia.
Ve, ya me lo imaginaba.
Ah, sí, a esos templos. Pero ésas son todas religiones falsas, para sacarle el dinero a la gente, nada más que para eso.
Dios es uno solo y habita en las iglesias.
No, ésos son los curas, Santi. Usted no tiene ni idea de nada. Los curas son como mensajeros de Dios, pero no son Dios. Hace muchísimo tiempo, Dios les dio unas tablas y, según esas tablas, ellos deciden cuánto es lo que uno debe rezar para pagar sus culpas.
Dejémoslo, muchacho, se ve que se está haciendo una ensalada terrible.
Ahí va otro bizcocho. ¿Le gustan?
Me alegro.
Antes de explicarle lo del confesionario, le estaba diciendo que con usted me ocurre algo que nunca me había ocurrido; que me animo y le cuento intimidades que antes jamás le había contado a nadie. Es increíble. Apenas si lo conozco, Santi, y usted ya sabe casi todo de mí. No puedo parar. Me siento escuchada, tenida en cuenta.
Muchas gracias. Me encanta cuando me llama Lita.
No. No sé. Tal vez el motivo de que haya podido abrirme hacia usted de esta manera no sea más que el hecho de saber que está encerrado, que no puede escaparse corriendo y dejarme sola, que me necesita hasta para que yo le alcance unos bizcochos o unas galletitas, quiero decir.
Usted ya sabe más de mí que cualquier otra persona que haya conocido en mis noventa y tres años de vida. Es como si fuera mi amigo. Mi único amigo.
Sí, también mi mejor amigo.
No, no le creo. Usted tiene una familia y muchos amigos que lo llaman Santi.
No me gusta cuando me miente. No me gusta nada. Si se piensa que le voy a creer eso y lo voy a dejar salir, se equivoca. Se equivoca fiero.
Usted me atacó a la mañana y hasta que no le termine de contar la historia de mi madre no lo pienso dejar salir de ahí adentro.
Seguiría, pero ahora no puedo. Voy a poner a calentar unas verduras. A las ocho, todos los días, veo el noticiero de la tele. Y me gusta comer mientras lo miro. Me hace compañía y, de paso, me entero de lo que ocurre afuera.
Es cierto.
No, no voy a cambiar mis costumbres sólo porque ahora usted me acompaña. Mientras yo caliento las verduras y miro el noticiero, no le vendría nada mal bañarse. Aproveche, ya que está en el baño y no tiene otra cosa para hacer.
Péguese una ducha, hágame caso, así cuando salga de ahí, al menos está limpito.
Bueno. Ahí van dos. Son los últimos. Después del informativo le traigo más. Pero sólo si se baña, si no, no.
No sea asqueroso. Ya tiene catorce años, Santi, parece mentira.
Qué mal que está el mundo, muchacho. Pasa cada cosa ahí afuera. Da miedo. Hoy contaron de un chico que mató a tres compañeros en una escuela. Se enojó porque le hacían bromas, le robó la pistola a su padre que era policía o gendarme, no me acuerdo, fue a clase y empezó a tirar tiros. Mató a tres de sus compañeros y hay unos cuantos más que quedaron heridos. Y también contaron que otro pibe, bastante más chico que usted, de once años, robó un quiosco y mató al dueño. Para robarle veinte pesos, lo mató. Un horror.
¿Se bañó?
Muy bien, así me gusta, lo felicito.
Ya mismo le voy a traer los bizcochos que le prometí si se bañaba. Para que vea que soy una mujer de palabra.
Ahora vuelvo.
Tome. Y no se haga el vivo, Santi, porque no le paso ni un solo bizcocho más y se muere de hambre ahí adentro. Usted tendría que ir a la escuela, dejarse de tonterías. No ser tan burro, tan ignorante. Ese pibe era un loquito.
Siempre se hacen bromas en la escuela. Sin ir más lejos, no sabe todo lo que tuve que aguantarme yo. Las cosas que me decían. Mis primas se encargaban de contar barbaridades sobre mí o sobre mi madre. Y después, claro, se puede imaginar lo que me decían mis compañeras. Pero no por eso iba a andar a los tiros. Eran otros tiempos. Éramos más dóciles, más educados. Yo lloraba mucho, en los recreos me encerraba en el baño a llorar. No salía hasta que no tocaba la campana. Y no tenía ni una sola amiga. Sufrí mucho en la escuela, no vaya a creer. Sin embargo, nunca se me pasó por la cabeza vengarme de mis compañeras.
Era un colegio de monjas, todas chicas, una más mala que la otra.
No. Ni siquiera se me pasó por la cabeza vengarme de mis primas alguna vez. Y eso que, quizá, bien merecido lo hubieran tenido. Bien merecido. Aunque no le voy a negar que alguna noche no haya soñado con que las mataba.
Sí, cada tanto lo vuelvo a soñar.
Sueño que las ahogo en el mar.
Me acerco sonriente y les hundo la cabeza. A las dos juntas. Ellas se defienden, aunque no pueden hacer nada. Sacan la cabeza con los ojos bien abiertos. Pero yo me río y se las vuelvo a hundir. Una y otra vez. Hasta que ya no pueden defenderse más y se hunden. Entonces me vuelvo a la playa y, muy tranquila, sigo construyendo un castillo de arena que se ve que estaba haciendo justo antes de decidir entrar en el mar para ahogarlas.
Es un sueño que tengo cada tanto, Santi, tampoco es que sea verdad. Lo que contaron en el noticiero es muy distinto. El pibe fue y los mató, no soñó nada. Sacó la pistola y les disparó. Una locura. Y el otro, el del quiosco, parece que mató al quiosquero porque los veinte pesos que le dio le parecieron muy poco. Se enojó y lo mató, así, sin importarle nada de nada. Seguro que estaba drogado. ¿Usted se droga?
Ay, menos mal. No se drogue nunca, querido.
Tengo una duda: si a mí me salía mal lo de encerrarlo con llave en el baño, ¿usted podría haberse enojado y matarme?
Claro, ahora me dice que no, pero cómo sé yo que es verdad.
No sé si creerle.
¿Y cuando termine de contarle lo de mi madre y le abra la puerta?
No sé. Puede ser. Yo lo quiero como si fuera mi nieto, Santi. Aunque no sé, de verdad, qué es lo que puede hacer usted en ese caso. Por ahí, sólo se hace el buenito para que lo deje salir.
Ojalá sea cierto.
Bueno, ahora es tiempo de irse a dormir, ya se me hizo muy tarde. Normalmente, cuando termina el noticiero de las ocho, me pego una ducha en el otro baño, en el más grande, en el que tengo al lado de mi habitación, y me voy a la cama. Menos mal que tengo dos baños, si no, se imagina.
No, hoy me quedé un poco más porque está usted y porque tenía que darle los bizcochos que le había prometido. Cualquier otro día, hace rato que estaría en la cama.
Sí, es verdad. Ahí le paso los que me quedan.
¿Están ricos?
No, no puedo seguir contándole lo de mi madre esta noche. Estoy muy cansada, me la pasé hablando todo el día.
Ya se lo expliqué. No se ponga así. Tire las toallas en el piso y duerma.
Tranquilícese, yo mañana me levanto bien temprano y enseguida vengo a despertarlo, no se aflija.
Ve lo que le digo. Usted es muy cambiante. Otra vez gritando groserías y golpeando la puerta. ¿Qué quiere conseguir? La puerta es maciza. Y nadie lo va a escuchar, se lo aseguro.
A mí me parece que usted debe estar drogado, aunque antes me haya jurado que no. Y capaz que hasta se le ocurre matarme cuando le abra la puerta. Voy a tener que pensar el asunto.
Eso es mentira. Acá va a dormir muchísimo mejor de lo que duerme en la casilla, no se haga el tonto, lo sabe perfectamente.
Eso también es mentira. Ni se van a dar cuenta de que usted no llegó. Con todos los que son, faltaría más. ¿Se cree que alguien lo va a extrañar?
Se equivoca, su madre menos que menos. Y ya me hartó, me voy a duchar y después a la cama.
Hasta mañana.