EN EL OTOÑO, volé rumbo al sur en pos del aire cálido. Había pocos campos adecuados, pero las multitudes eran cada vez más numerosas. A la gente le seguía gustando volar en el biplano y en esos días eran muchos los que se quedaban a conversar y a tostar marshmallows sobre la fogata de mi campamento.
Alguna que otra vez, alguien que no había estado realmente muy enfermo decía que se sentía más aliviado después de la conversación, y al día siguiente los espectadores me miraban con expresión extraña y se acercaban más a mí, llenos de curiosidad. En más de una oportunidad levanté vuelo temprano.
No se produjeron milagros, a pesar de que el Fleet funcionaba mejor que nunca, y con menos gasolina. Había dejado de despedir aceite y no mataba insectos con la hélice ni con el parabrisas. Indudablemente era debido al aire más frío, o a que los bichitos se estaban espabilando y habían aprendido a esquivar el avión.
A partir de aquel mediodía de verano en que mataron a Shimoda, me sentí además como si un río de tiempo hubiera dejado de fluir para mí. Era un desenlace que no podía creer ni entender. Había quedado fijo, y yo lo reviví un millar de veces con la esperanza de que algo cambiara. No cambió nunca. ¿Qué era lo que debía haber aprendido aquél día?
Una noche, a fines de octubre, después de recibir un susto y eludir una muchedumbre en Mississippi, aterricé en una reducida parcela que tenía las dimensiones justas para posar el Fleet.
Nuevamente, antes de dormirme, evoqué aquel último momento… ¿Por qué había muerto? Algo no cuadraba. Si lo que decía era cierto…
No tenía con quién hablar, como antes hablaba con él, nadie de quién aprender, nadie a quién acechar y agredir con palabras, nadie que aguzara con su roce mi mente recién esclarecida. ¿Yo mismo? Sí, pero no era ni remotamente tan entretenido como Shimoda, quien, para educarme, me había tenido siempre en equilibrio inestable con su karate espiritual.
Me dormí pensando en eso, y mientras dormía, soñé.
Estaba arrodillado sobre la hierba, de espalda a mí, reparando el boquete que el escopetazo había abierto en el costado del Travel Air. Junto a su rodilla había un rollo de tela para aviones de primera calidad y un bote de pegamento.
Sabía que soñaba, y sabía también que era real.
—¡DON!
Se levantó lentamente y se volvió para mirarme, sonriendo al observar mi pena y mi alegría.
—Hola, amigo —dijo.
Las lágrimas me impedían ver. La muerte no existe, la muerte no existe en absoluto, y aquel hombre era mi amigo.
—¡Donald!… ¡Estás vivo! ¿Qué tratas de hacer?
Corrí hacia él. Le rodee con los brazos y era real. Palpé el cuero de su chaqueta de aviador, estrujé sus brazos.
—Hola —repitió—. ¿No te molesta? Lo que intentó hacer es remendar este agujero.
Estaba tan contento de verle, que nada era imposible.
—¿Con pegamento y tela? —exclamé—. Con pegamento y tela tratas de reparar… No se hace así. Aquí lo tienes, perfectamente terminado… —Y mientras pronunciaba estas palabras deslicé la mano como si fuera una pantalla frente al boquete desgarrado y ensangrentado. Cuando la mano pasó de largo, el agujero había desaparecido. Sólo se veía la superficie del avión, pulida como un espejo, sin un sólo remiendo desde la nariz hasta la cola.
—¡De modo que así es como lo haces! —exclamó, y sus ojos oscuros reflejaban orgullo por el alumno torpe que al fin triunfa como mecánico dental.
No me pareció raro. En sueños, ésa era la forma de hacer el trabajo.
Junto al ala ardía una fogata matutina y sobre ella se balanceaba un sartén.
—¡Estás haciendo algo, Don! Nunca te había visto cocinar. ¿Qué es?
—Pan frito —dijo con la mayor naturalidad—. Lo último que deseo hacer contigo es enseñarte a prepararlo.
Cortó dos rebanadas con su navaja de bolsillo y me pasó una. Mientras escribo esto, aún recuerdo ese sabor… el sabor de serrín y cola de encuadernación rancia, recalentados en grasa.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Don…
—La Venganza de Fantômas —me dijo, sonriendo—. Lo preparé con yeso. —Volvió a depositar su parte sobre la sartén—. Para recordarte que, si alguna vez deseas instigar a alguien al estudio, debes hacerlo con tu conocimiento y no con tu pan frito. ¿Entendido?
—¡NO! ¡Quién me ama, ama mi pan! ¡Es la esencia de la vida, Don!
—Muy bien. Pero te garantizo… que tu primera cena con un discípulo será la última si le sirves esta bazofia.
Reímos y luego nos quedamos callados. Yo lo miré en medio del silencio.
—¿Estás bien, verdad, Don?
—¿Esperabas que estuviera muerto? Vamos, Richard.
—¿Y esto no es un sueño? ¿No olvidaré que te he visto ahora?
—No. Esto es un sueño. Es otro espacio-tiempo y cualquier espacio-tiempo distinto es un sueño para un buen terráqueo cuerdo, cosa que tú serás todavía durante una temporada. Pero lo recordarás y eso cambiará tu manera de pensar y tu vida.
—¿Volveré a verte? ¿Regresarás?
—No lo creo. Quiero trascender los tiempos y los espacios… De hecho, ya los he trascendido. Pero existe este vínculo entre nosotros, entre tú y yo y los otros de nuestra familia. Si te paraliza un problema, grábatelo en la cabeza y échate a dormir y nos encontraremos aquí junto al avión y lo discutiremos, si lo deseas.
—Don…
—¿Qué?
—¿Cuál es la explicación de la escopeta? ¿Por qué sucedió? El hecho de que te volaran el corazón con una escopeta no justifica tu poder y tu gloria.
Se sentó en la hierba, junto al ala.
—Como no era un mesías famoso, Richard, no tenía que demostrarle nada a nadie. Y como tú necesitas práctica para no dejarte conmover por las apariencias y para regocijarte con ellas —agregó lentamente—, te hacían falta algunos simulacros macabros para tu adiestramiento. Además, a mí me divirtió. Morir es como zambullirse en un lago profundo en un día caluroso. Sientes la conmoción del frío, del cambio brusco, del dolor que te produce durante un segundo, y luego la aceptación es como nadar en la realidad. Pero al cabo de muchas experiencias, incluso la conmoción desaparece. —Transcurrió un largo rato y luego se puso en pie—. Sólo a unas pocas personas les interesa tu mensaje, pero no te preocupes. Recuerda que la calidad del maestro no se mide por la magnitud de sus auditorios.
—Don, te prometo que lo intentaré. Pero apenas deje de interesarme este trabajo, huiré definitivamente.
Nadie tocó el Travel Air, pero la hélice giró, el motor despidió un humo azul y frío, y su potente ronquido pobló la pradera.
—Acepto la promesa, pero… —Me miró y sonrió como si no me entendiera.
—¿Aceptas pero qué? Habla. Con palabras. Dímelo. ¿Qué es lo que a tu juicio falla?
—No te gustan las muchedumbres —respondió.
—No, cuando tiran de mí. Me gusta conversar e intercambiar ideas, pero esa veneración que te tributaron a ti y la dependencia… confío en que no me pidas… ya he escapado…
—Quizás sea sencillamente un estúpido, Richard, y no vea algo evidente que tú ves con mucha nitidez. Si es así, te agradeceré que me lo digas, ¿pero que tiene de malo ponerlo por escrito? ¿Existe alguna regla en virtud de la cual se prohíba a un mesías escribir lo que considera cierto, lo que le ha producido placer, lo que le estimula? Así, si a la gente no le gusta lo que dice, en lugar de matarle podrá quemar sus palabras, o apalear las cenizas con una vara. Y si le gusta, podrá releer su verbo, o estamparlo en la puerta de una nevera, o jugar con las ideas que entiende. ¿Hay algo malo en escribir? Quizá sea sencillamente un estúpido.
—¿En un libro?
—¿Por qué no?
—¿Sabes cuanto trabajo…? Me prometí no volver a escribir otra palabra en toda mi vida.
—Vaya, lo siento —dijo—. Ahí tienes. No lo sabía. —Subió al ala inferior del avión y luego se introdujo en la carlinga—. Bueno, volveré a verte. Ten paciencia, y todo lo demás. No permitas que las multitudes te alcancen. ¿Estás seguro de que no quieres escribirlo?
—Jamás —respondí—. Ni una palabra más.
Se encogió de hombros y se calzó los guantes de vuelo. Accionó la palanca de gases y el ruido del motor retumbó y revoloteó a mi alrededor hasta que desperté bajo el ala del Fleet con lo ecos del sueño aún en mis oídos.
Me hallaba solo. El campo estaba tan silencioso como la nieve en un otoño verde sutilmente posada sobre la aurora y el mundo.
Y entonces, por pura distracción, antes de despertarme totalmente, cogí mi diario y empecé a escribir, como un mesías en un mundo de otros mesías, acerca de mi amigo:
1. Vino al mundo un Maestro nacido en la tierra santa de Indiana,