Tu ignorancia
es directamente proporcional
a la medida en que crees en la injusticia
y la tragedia.
Lo que la oruga interpreta
como el fin del mundo
es lo que su dueño denomina
mariposa.
LAS PALABRAS que había leído el día anterior en el Manual fueron la única advertencia que recibí. Había un grupito en espera de turno, y su avión avanzó rodando y se detuvo junto a él, azotándolo con el torbellino de la hélice. Yo observaba la escena, plácida e informal, desde el ala superior del Fleet mientras vertía gasolina en el depósito. Un segundo después se oyó un estampido como el que habría producido un neumático al estallar, y el público también hizo explosión y se disperso. Los neumáticos del Travel Air estaban intactos el motor traqueteaba tan perezosamente como antes pero debajo de la carlinga del piloto había, en la tela del fuselaje, un boquete de treinta centímetros. Shimoda estaba ladeado, con la cabeza tumbada y el cuerpo tan inmóvil como la muerte súbita.
Tardé milésimas de segundo en darme cuenta de que le habían pegado un tiro a Donald Shimoda y otro tanto en dejar caer el bidón de gasolina, saltar al suelo y echar a correr. Fue como el guión de una película, de una pieza teatral interpretada por aficionados: un hombre armado con una escopeta escapaba con los demás y pasó tan cerca de mí que hubiera podido abatirlo con un sable. Ahora recuerdo que no me preocupé por él. No estaba furioso, ni conmocionado, ni horrorizado. Lo único que me importaba era llegar lo antes posible a la carlinga del Travel Air y hablar con mi amigo.
Era como si le hubiera alcanzado una granada. La mitad izquierda de su cuerpo era un montón informe de cuero y tela y de carne desgarrados, ensangrentados. Un picadillo viscoso de color escarlata.
Su cabeza descansaba sobre la palanca de bomba de mano de gasolina, en el extremo inferior derecho del tablero de instrumentos, y pensé que si se hubiera ceñido el correaje no habría sido arrojado hacia delante de esa manera.
—¡Don! ¿Estás bien?
¡Qué necedad!
Abrió los ojos y sonrió. Tenía el rostro humedecido por las salpicaduras de su propia sangre.
—¿Qué te parece Richard?
Me produjo un inmenso alivio el oírle hablar. Si podía hablar, si podía pensar, se salvaría.
—Si no te conociera tan bien, diría que estás en un aprieto.
Sólo su cabeza se movió, apenas unos milímetros y de pronto me sentí nuevamente asustado, más por su quietud que por la confusión y la sangre.
—No sabía que tenías enemigos.
—No los tengo. Ha sido… un amigo. Es mejor evitar… que un fanático lleno de odio se complique… la vida… asesinándome.
La sangre chorreaba por el asiento y por los paneles laterales de la carlinga. Habría que trabajar a fondo para limpiar el Travel Air, aunque el avión en sí no estaba muy dañado.
—¿Tenía que ocurrir, Don?
—No… —respondió con voz desfalleciente, casi sin respirar—. Pero creo… que me gusta dramatizar…
—¡Bueno, manos a la obra! ¡Cúrate sólo! ¡Tendremos que volar mucho, con toda la multitud que se avecina!
Pero mientras bromeaba con él, y a pesar de todo lo que sabía y comprendía acerca de la realidad, mi amigo Donald Shimoda terminó de doblarse, recorriendo los pocos centímetros que lo separaban de la palanca de la bomba de mano, y murió.
Oí un rugido, el mundo se ladeó, y resbalé por el costado del fuselaje roto hasta la hierba húmeda, roja. Me pareció que el peso del manual que llevaba metido en el bolsillo me hacía caer de lado, y cuando di contra el suelo se desprendió y el viento agitó lentamente las hojas.
Lo recogí torpemente. ¿Así termina?, pensé. ¿Todo lo que dice un maestro no es más que palabrería que no basta para salvarle del primer ataque de un perro rabioso en un campo roturado?
Tuve que leer tres veces antes de convencerme de que ésas eran las palabras estampadas sobre la página.
·
Todo lo que
dice este libro
puede ser una
falacia.