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LA TARDE era tranquila… A veces, un pasajero aislado. En el ínterin, practicaba la vaporización de nubes.

He sido instructor de vuelo y sé que los alumnos complican siempre las cosas fáciles. Ahora soy un experto, pero en ese momento me hallaba reducido nuevamente a la condición de aprendiz mientras miraba fijamente los cúmulos que eran mi objetivo. Por esta vez necesitaba más instrucción que práctica. Shimoda estaba tendido debajo del ala de mi avión, fingiendo que dormía. Le toqué suavemente el brazo con el pie y abrió los ojos.

—No puedo hacerlo —dije.

—Sí, puedes —respondió, y cerró nuevamente los ojos.

—¡Lo he intentado, Don! Pero justamente cuando me parece que va a suceder algo, la nube reacciona y se hincha más que antes.

Suspiró y se sentó.

—Elígeme una nube, que sea fácil por favor.

Escogí las más abultada y amenazante del cielo, de mil metros de espesor, que vomitaba una humareda blanca del infierno.

—La que está sobre el silo, allí —dije—. La que ahora se está oscureciendo.

Me miró en silencio.

—¿Por qué me odias?

—Te lo pido porque te aprecio, Don —respondí, sonriendo—. Necesitas algo que te ponga a prueba. Pero si prefieres que elija una más pequeña…

Volvió a suspirar y giró nuevamente hacia el cielo.

—Lo intentaré. ¿Cuál has dicho?

Miré, y la nube, el monstruo cargado con un millón de toneladas de lluvia, había desaparecido. Su lugar estaba ocupado por un prosaico agujero de cielo azul.

—¡Caramba! —murmuré por lo bajo.

—Ha sido un trabajo interesante —comento—. No, aunque me gustaría aceptar tus halagos, debo confesarte, con absoluta sinceridad, que es fácil —señaló un pequeño vellón de nube que flotaba sobre nuestras cabezas—. Ésa, te toca el turno. ¿Listo? Adelante.

Miré la masa sutil y ésta, a su vez, me hizo frente. La imaginé evaporada, imaginé un espacio vacío allí donde se encontraba, le proyecté visiones de rayos calóricos, le pedí que reapareciera en algún otro lugar, y lentamente, muy lentamente, en un minuto, en cinco, en siete, terminó de desaparecer. Otras nubes se dilataron, pero la mía se esfumó.

—¿No eres muy rápido, verdad? —comentó.

—Es la primera vez que lo hago, ¡no soy más que un principiante! Entro en colisión con lo imposible… bueno… con lo improbable, y lo único que se te ocurre decir es que no soy muy rápido. ¡Ha sido una proeza y tú lo sabes!

—Portentoso. Estabas apegado a ella y sin embargo desapareció para complacerte.

—¡Apegado! La he maltratado con todo lo que tenía a mi alcance: centellas, rayos láser, un aspirador de cien metros de altura…

—Era un apego negativo, Richard. Cuando quieres eliminar realmente una nube de tu vida, no lo haces con tanto aparato. Te relajas, sencillamente, y la borras de tu pensamiento. Eso es todo.

La nube ignora

por qué se desplaza

en una determinada dirección, y a una

velocidad específica,

dictaminaba el manual,

Siente un impulso… ése es

el rumbo del momento.

Pero el cielo conoce

las razones y las configuraciones

que hay detrás de todas las nubes,

y tú también las conocerás

cuando te eleves a la altura indispensable

para ver más allá de

los horizontes.