COMPLETAMOS EL DÍA en Hammond, Wisconsin, llevando a unos cuantos pasajeros. Cenamos en el pueblo y luego emprendimos el regreso.
—Don, admito que esta vida puede ser interesante, o tediosa, o lo que tú quieras que sea. Pero ni siquiera en mis momentos de mayor lucidez e podido entender por qué estamos aquí, para empezar. Háblame un poco de eso.
Pasamos frente a la ferretería (cerrada) y al cine (abierto: La jauría humana) y en lugar de responder se detuvo y dio media vuelta en la acera.
—¿Tienes un poco de dinero, no?
—Mucho, ¿por qué?
—Vamos a ver la película —dijo—. ¿Invitas?
—No se, Don. Entra tú. Yo volveré a los aviones. No me gusta dejarlos demasiado tiempo solos.
¿Qué era lo que hacía que una película fuera súbitamente tan importante?
—A los aviones no les sucederá nada. Vamos al cine.
—Ya ha empezado la película.
—Pues la veremos empezada.
Ya estaba comprando su entrada. Lo seguí al interior de la sala y nos sentamos en una de las últimas filas. Debía de haber unas cincuenta personas en la penumbra que nos circundaba.
Al cabo de un rato olvidé por qué habíamos entrado y me dejé atrapar por la trama, que de todos modos siempre me a parecido propia de un clásico del cine. Debía ser la tercera vez que la veía. Dentro de la sala, el tiempo se enrosco y se estiró como siempre lo hace en una buena película, y durante un rato presté atención a los detalles técnicos: cómo estaba montada cada escena y cómo enlazaba con la siguiente, por qué cada una de ellas aparecía en un momento determinado y no más tarde. Traté de enfocar la película desde ese ángulo, pero la historia me envolvió y me olvidé de mi intención.
Cerca del final, Shimoda me tocó el hombro. Me incliné hacia él, mirando la pantalla, deseando que dejara para más tarde lo que me quería decir.
—¿Richard?
—Sí.
—¿Por qué estás aquí?
—Es una buena película, Don. Shhh.
Los protagonistas dialogaban.
—¿Por qué es buena? —preguntó.
—Es entretenida. Shhh. Te lo explicaré luego.
—Rompe el trance. Despierta. Son todas ilusiones.
Me irritó.
—Donald, faltan pocos minutos y después podremos hablar tanto como quieras. Pero déjame ver la película. ¿De acuerdo?
Susurró apasionada, dramáticamente:
—Richard, ¿por qué estás aquí?
—¡Escucha, estoy aquí porque tú me pediste que entrara!
Me volví y traté de ver el final.
—Nadie te obligó a entrar, podías haber dicho no, gracias.
—ME GUSTA LA PELÍCULA… —Un hombre sentado en la fila de delante se volvió para mirarme brevemente—. Me gusta, Don. ¿Hay algo malo en eso?
—Absolutamente nada —respondió, y no agregó una palabra hasta que termino la sesión y nos pusimos a caminar, primero frente a la tienda donde vendían tractores usados y después, por la oscuridad hacia el campo y los aviones. Amenazaba lluvia.
Medité sobre su extraña conducta en el cine.
—¿Lo haces todo por alguna razón? —le pregunté.
—A veces.
—¿Por qué la película? ¿Por qué quisiste ver súbitamente ésa?
—¿Hiciste una pregunta?
—Sí. ¿Tienes una respuesta?
—Ésta es mi respuesta. Entramos en el cine porque hiciste una pregunta. La película fue la contestación.
Se estaba burlando de mí.
—¿Cuál fue mi pregunta?
Hubo un largo y penosos silencio.
—Preguntabas, Richard, por qué ni siquiera en tus momentos más brillantes has logrado descifrar por qué estamos aquí.
Lo recordé.
—Y la película fue la respuesta.
—Sí.
—Ah.
—No lo entiendes —dijo.
—No.
—Era una buena película —explicó—. Pero la mejor película del mundo sigue siendo una ilusión, ¿no? Las películas ni siquiera se mueven: sólo parecen hacerlo. La luz cambiante parece moverse sobre una pantalla plana montada en la oscuridad.
—Bien, sí. —Empezaba a entender.
—Las otras personas, todas las que se encuentran en cualquier lugar donde vas a ver una película, ¿por qué están allí, cuando sólo se trata de ilusiones?
—Bueno, para entretenerse —dije.
—La diversión. Eso es. Primera razón.
—Podría ser para educarse.
—Sí. Siempre lo es. Aprendizaje. Segunda razón.
—Fantasía, evasión.
—Eso también es diversión. La primera.
—Razones técnicas. Para ver como está filmada la película.
—Aprendizaje, la segunda.
—Para matar el aburrimiento.
—Evasión. Ya lo has dicho.
—Por un motivo social. Para estar con amigos —dije.
—Razón para ir al cine, pero no para ver la película. De todos modos, es una diversión. Primera razón.
Le bastaban dos dedos para enumerar todas las alternativas que se me ocurrían. La gente va a ver películas para divertirse, o para aprender, o para ambas cosas a la vez.
—Y una película es como una vida, Don. ¿Es eso?
—Sí.
—¿Entonces por qué iba a escoger nadie una mala vida, una película de horror?
—La gente no va a ver las películas de horror sólo para divertirse. Al entrar al cine ya saben que es una película de horror —manifestó.
—Pero ¿por qué?
—¿Te gustan las películas de horror?
—No.
—¿Has visto alguna?
—No.
—¿Pero algunas personas invierten mucho tiempo y dinero en ver monstruosidades, o problemas melodramáticos que otros individuos juzgan necios y aburridos…? —dejó flotando la pregunta para que yo la contestara.
—Sí.
—Tú no estás obligado a ver las películas que les gustan a esas personas, ni ellas a ver las que te gustan a ti. Eso es lo que llamamos «libertad».
—¿Pero por qué alguien podría tener interés en horrorizarse? ¿O en aburrirse?
—Se trata de personas que piensan que se lo han ganado porque ellas, a su vez, horrorizan a los demás, o porque les gusta la emoción del pánico, o porque suponen que las películas tienen que ser aburridas. ¿Puedes creer que muchas personas disfrutan, por razones que ellas juzgan muy sensatas, al imaginar que están indefensas en sus propias películas? No, no puedes creerlo.
—No, no puedo —respondí.
—Mientas no entiendas eso, te preguntarás por qué algunos individuos son desdichados. Son desdichados porque han elegido serlo, ¡y eso está muy bien, Richard!
—Hum.
—Somos criaturas proclives a jugar, a divertirnos, somos las nutrias del Universo. No podemos morir, no podemos herirnos, así como no es posible herir las ilusiones proyectadas sobre la pantalla. Pero podemos creer que estamos heridos, y creerlo con todos los detalles torturantes que nos plazcan. Podemos convencernos de que somos víctimas, muertos y ejecutores amortajados por la buena y la mala suerte.
—¿En muchas vidas? —pregunté.
—¿Cuantas películas has visto?
—Oh.
—Películas sobre la vida en este planeta, sobre la vida en otros planetas; todo lo que implica espacio y tiempo es puro cine y pura ilusión —dijo—. Pero durante un rato podemos aprender mucho y divertirnos mucho con nuestras ilusiones, ¿no es cierto?
—¿Hasta que extremo llevas esta metáfora del cine, Don?
—¿Hasta que extremo quieres llevarla? La película de esta noche la has visto en parte porque yo quería verla. Muchos seres eligen una vida íntegra porque les gusta compartir las cosas. Los actores de la película de esta noche han trabajado juntos en otras. «Antes» o «después»… eso depende de la que hayas visto en primer término; o puedes verlos al mismo tiempo en pantallas distintas. Sacamos las entradas para estas películas y pagamos el precio cuando aceptamos creer en la realidad del espacio y en la realidad del tiempo… Ni el uno ni el otro son ciertos, pero quien no esté dispuesto a pagar ese precio no podrá aparecer en este planeta, ni en ningún otro sistema espacio-tiempo.
—¿Hay seres que no tiene absolutamente ninguna vida en el espacio-tiempo?
—¿Hay seres que no van nunca al cine?
—Entiendo. ¿Aprenden por otras vías?
—Has dado en el clavo —asintió, satisfecho conmigo—. El espacio-tiempo es una escuela bastante primitiva. Pero muchas personas conservan la ilusión aunque sea aburrida, y no quieren que las luces se enciendan temprano.
—¿Quién escribe el guión de estas películas, Don?
—¿No experimentas una sensación extraña cuando piensas en lo mucho que sabríamos si nos interrogáramos a nosotros mismos en lugar de hacer preguntas a terceros? ¿Quién escribe estos guiones, Richard?
—Nosotros —contesté.
—¿Quienes actúan?
—Nosotros.
—¿Quién es el cámara, el operador, el administrador de sala, la taquillera y el distribuidor, y quién asiste a todo lo que ocurre? ¿Quién disfruta de libertad para irse en la mitad del espectáculo, en cualquier momento, para cambiar el argumento cuando se le ocurre, para ver la misma película una y otra vez?
—Déjame adivinar —dije—. ¿Cualquiera que lo desee?
—¿Esa libertad te parece suficiente?
—¿Y por eso es tan popular el cine? ¿Porque sabemos instintivamente que las películas son un reflejo de nuestra propia vida?
—Quizás si… quizás no. ¿No importa mucho, verdad? ¿Qué es el proyector?
—La mente —dije—. No. La imaginación. Es nuestra imaginación, digas lo que digas.
—¿Qué es la película? —inquirió.
—Lo ignoro.
—¿Lo que entra en nuestra imaginación con nuestro consentimiento?
—Tal vez, Don.
—Puedes coger un carrete de película en tus manos —dijo— y está todo concluido y completo: el comienzo, la mitad y el final están todos allí en el mismo segundo, en la misma millonésima de segundo. La película existe independientemente del tiempo que registra, y si la conoces, generalmente sabes que es lo que va a suceder antes de entrar al cine: lucha y emociones, ganadores y perdedores, amor, catástrofes… sabes que lo encontrarás todo. Pero para que esto te capte y te arrastre, para disfrutarlo al máximo, debes introducirlo en un proyector y dejar que corra frente al objetivo minuto a minuto… para experimentar cualquier ilusión necesitas espacio y tiempo. De modo que pagas la entrada, te instalas en la butaca y olvidas lo que sucede fuera y la película empieza para ti.
—¿Y nadie sufre realmente? ¿La sangre no es más que salsa de tomate?
—No, es sangre auténtica —dijo—. Pero influye tan poco sobre nuestra vida real que daría igual si fuera salsa de tomate.
—¿Y la realidad?
—La realidad es portentosamente indiferente, Richard. A la madre no le importa qué papel representa su hijo cuando juega: un días es el villano, al día siguiente es el héroe. Lo que Es ni siquiera tiene noticia de nuestras ilusiones y nuestros juegos. Sólo se conoce a Sí mismo, y nos conoce a nosotros a su imagen y semejanza, perfectos y completos.
—No sé si quiero ser perfecto y completo. Hablando de aburrimiento…
—Mira el cielo —dijo, y fue un cambio tan súbito de tema que miré hacia arriba. Había algunos cirros fragmentados, muy altos, y los primeros rayos de luna plateaban los bordes.
—Una noche preciosa —comenté.
—¿Es perfecta?
—Bien, siempre es perfecta, Don.
—¿Quieres decir que el cielo siempre es perfecto, a pesar de que cambie cada segundo?
—Caray, que listo soy. ¡Sí!
—Y el mar siempre es perfecto, y también cambia constantemente —agregó—. Si la perfección es el estancamiento, ¡el cielo es una marisma! Y lo que Es no está aficionado a las marismas.
—No es aficionado a las marismas —le corregí, distraídamente—. Perfecto, y constantemente cambiante. Sí. Me has convencido.
—Te convenciste hace mucho tiempo, si insistes en la cronología.
Me volví hacia el mientras caminábamos.
—¿No te hartas de permanecer siempre en esta única dimensión?
—Oh, ¿de modo que permanezco en esta única dimensión? —dijo—. ¿Permaneces tú?
—¿Por qué todo lo que digo está errado?
—¿Está errado todo lo que dices? —preguntó.
—Creo que me he equivocado de ramo.
—¿Piensas que tal vez deberías dedicarte a la venta de fincas?
—De fincas o de seguros.
—Las fincas tienen mucho porvenir, si eso es lo que anhelas.
—Ya. Lo lamento —dije—. No quiero un porvenir. Ni un pasado. Me conformo con convertirme en un buen y viejo Maestro del Mundo de la Ilusión. ¿Crees que quizá me bastará otra semana?
—Bueno, Richard, ¡espero que no tardes tanto!
Le miré concienzudamente, pero no sonreía.