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MIÉRCOLES por la mañana, son las seis, no estoy despierto y ¡BUM!, se produce ese estruendo colosal, repentino y violento como el de una sinfonía tunante: súbitos coros de mil voces, palabras en latín, violines y timbales y trompetas con suficiente potencia para hacer trizas un cristal. El suelo se estremeció, el Fleet se bamboleó sobre las ruedas y yo salí de debajo del ala como un gato que ha recibido una descarga de 400 voltios, con los pelos erizados cual signos de exclamación.

El cielo estaba teñido por un amanecer de fuego helado, las nubes palpitaban con colores delirantes, pero el explosivo crescendo lo diluía todo.

—¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA! ¡PAREN LA MÚSICA, PÁRENLA!

Shimoda gritó con tanto brío y furia que le oí por encima del estrépito, y el ruido ceso inmediatamente mientras los ecos se alejaban rodando y rodando y rodando. Luego se trocó en un dulce cántico sagrado, plácido como la brisa; Beethoven en sueños.

Don no se dejó impresionar.

—¡HE DICHO BASTA!

La música cesó.

—¡Uf! —suspiró.

Me limite a mirarle.

—Hay un lugar y una hora para cada cosa, ¿no crees? —preguntó.

—Vaya una hora y un lugar, vaya…

—Un poco de música celestial está bien, en la intimidad de tu propia mente y tal vez en ocasiones especiales, pero ¿a primera hora de la mañana, y con tanta potencia? ¿Qué haces?

—¿Qué hago yo? Don, estaba durmiendo profundamente… ¿por qué me preguntas qué hago?

Sacudió la cabeza, se encogió de hombros, impotente, resolló, y volvió a meterse en el saco de dormir, debajo del ala.

El manual estaba boca abajo sobre la hierba, donde había caído. Lo volví cuidadosamente y leí.

Justifica

tus limitaciones

y ciertamente

las tendrás.

Los mesías encerraban muchos enigmas para mí.