6

HASTA HOY no puedo explicar qué fue lo que se apoderó de mí. Seguramente, la premonición de un desastre inminente, que me indujo a alejarme incluso de aquel hombre extraño y curioso que se llamaba Donald Shimoda. Cuando se trata de confraternizar con la catástrofe, ni el Mesías en persona tiene suficiente poder para hacerme quedar.

En el campo reinaba el sosiego: se trataba de una inmensa pradera silenciosa, desnuda bajo la cúpula del cielo. El único rumor era el de un arroyuelo, pero para captarlo había que forzar mucho el oído. Nuevamente solo. Uno se habitúa a la soledad, pero basta interrumpirla un día para que haya que volver a empezar el proceso de acostumbramiento desde el principio.

—Muy bien, no estuve mal durante algún tiempo —dije en voz alta, dirigiéndome a la pradera—. No estuvo mal y tal vez tenga mucho que aprender de ese individuo. Pero las muchedumbres me hartan incluso cuando están de buen talante… Y si están asustadas y van a crucificar a alguien, o a venerarlo, entonces lo lamento, ¡pero no lo soporto!

El discurso me pilló desprevenido, Shimoda podría haber dicho exactamente las mismas palabras. ¿Por qué se quedó allí? Yo había tenido la prudencia de partir y no era ni remotamente un mesías.

Ilusiones. ¿Qué entendía él por ilusiones? Eso importaba más de todo lo que había dicho o hecho. Fue categórico cuando proclamó: «¡Todo en el mundo son ilusiones!», como si sólo con su énfasis pudiera grabarme la idea en la cabeza. Ciertamente era un problema, y yo necesitaba su gracia, pero aún no sabía lo que significaba.

Al cabo de un rato encendí una fogata y me preparé una especie de goulash de sobras con restos de carne, fideos secos y dos salchichas que llevaba conmigo hacía tres días y que habrían salido beneficiadas con un buen hervor. La bolsa de herramientas estaba aplastada contra la caja de provisiones y saqué instintivamente de su interior la llave de dos bocas. La miré, la limpié y la utilicé para revolver el goulash.

Estaba solo, entendedlo bien, sin que nadie me observara, por pura diversión intenté hacerla flotar en el aire, como lo había hecho él. Si la arrojaba hacia arriba y parpadeaba cuando llegaba a su apogeo y empezaba a bajar, tenía la fugaz sensación de que flotaba. Pero luego se desplomaba sobre el suelo o sobre mi rodilla y la fantasía se disipaba rápidamente. ¿Cómo hacía él, con esa misma herramienta?

Si todo esto es ilusión, señor Shimoda, entonces, ¿qué es lo real? Y si esta vida es ilusión, ¿por qué la vivimos? Al final me di por vencido, lancé la llave otro par de veces y desistí. Entonces me sentí súbitamente contento, repentinamente feliz de estar donde estaba y de saber lo que sabía, aunque eso no fuera la clave de toda la existencia, ni aún de unas pocas ilusiones.

Cuando estoy solo a veces canto. «Oh, yo y mi viejo PAINT…» entoné palmoteando el ala del Fleet con auténtico cariño (recordad que no había nadie que pudiera oírme). «Vagaremos por el cielo… brincando por los campos de heno hasta que uno de los dos afloje…». Yo componía la música y la letra a medida que cantaba. «Y no seré yo quien afloje, Paint… A menos que se te rompa un LARGUERO… y entonces te ceñiré con alambre de enfardar… y seguiremos volando… SEGUIREMOS VOLANDO…».

Cuando me siento inspirado y feliz, los versos son infinitos, porque entonces la rima no es importante. Había dejado de pensar en los problemas del mesías: carecía de medios para descifrar quién era o qué quería decir; por tanto, dejé de esforzarme y supongo que eso fue lo que me regocijó.

Aproximadamente a las diez se extinguió el fuego, y con él mi canción.

—Allí donde estés, Donald Shimoda —dije, desenrollando la manta debajo del ala— te deseo un vuelo dichoso y que no encuentres muchedumbres. Si eso es lo que anhelas. No, retiro lo dicho. Te deseo, querido mesías solitario, que encuentres todo lo que anheles encontrar.

Cuando me quité la camisa, su manual cayó del bolsillo. Lo leí allí donde se abrió.

El vínculo que une

a tu auténtica familia,

no es de sangre, sino

de respeto y de goce mutuo.

Es raro que los miembros

de una familia

se críen bajo

el mismo techo.

No vi que aplicación tenían tales palabras en mi caso y me dije una vez más que nunca debía permitir que un libro sustituyera a mi propio entendimiento. Me arrebujé debajo de la manta y luego me sentí como si hubieran apagado una lamparilla: abrigado y lúcido bajo el cielo y bajo millones de estrellas que tal vez fueran ilusiones, pero bellísimas, en verdad.

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Cuando desperté amanecía, entre un resplandor rosado y sombras de oro. No me desveló la luz, sino algo que me rozaba la cabeza, muy suavemente. Imaginé que era un tallo de heno. La segunda vez supuse que era un insecto, le di una violenta palmada y casi me rompí la mano… Una llave de dos bocas es un trozo de hierro muy duro para darle con toda la fuerza, y me despejó rápidamente. La llave rebotó contra la articulación del alerón, se clavó por un momento entre la hierba y luego se remontó majestuosamente para seguir flotando en el aire. Después, mientras la observaba, totalmente despejado, fue a posarse plácida sobre la tierra y se quedo quieta. Cuando por fin me decidí a levantarla, comprobé que era la misma llave de dos bocas que yo conocía y estimaba, tan pesada como siempre, tan ansiosa como siempre por encarnizarse con los irritantes tornillos y tuercas.

—¡Vaya con la maldita…!

Nunca digo «demonios» ni «maldito», lo cual es un resabio de la personalidad que adquirí en mi infancia. Pero estaba realmente intrigado y no se me ocurrió ninguna otra exclamación. ¿Qué le sucedía a mi llave? Donald Shimoda estaba por lo menos a cien kilómetros de aquel lugar, más allá del horizonte. Sopesé la herramienta, la examiné, la balanceé, y me sentí como un antropoide prehistórico incapaz de entender la rueda que gira delante de sus ojos. Tenía que haber una explicación sencilla…

Al fin capitulé, ofuscado, la guardé en la bolsa y encendí el fuego para freírme un poco de pan. No tenía prisa por irme. Podía pasar el día allí, si me apetecía.

El pan acababa de hincharse en la sartén y había llegado el momento de darle la vuelta, cuando oí un ruido en el cielo, por el oeste.

No era posible que el ruido procediera del avión de Shimoda ni que alguna otra persona me hubiera rastreado precisamente hasta ese campo, entre tantos otros similares que se multiplican por millones en el Medio Oeste. Pero supe que se trataba de él y empecé a silbar… mirando el pan y el cielo y buscando una frase aplomada para saludar su llegada.

Era el Travel Air, efectivamente, que pasó a ras del Fleet, se remontó bruscamente para describir un viraje espectacular y luego planeo por el espacio para posarse a 90 kilómetros por hora, la velocidad a que debe aterrizar un Travel Air. Acercó su avión al mío y apagó el motor. No dije nada. Agité la mano, pero permanecí mudo. Incluso deje de silbar.

Salió de la carlinga y se aproximó al fuego.

—Hola, Richard.

—Llegas tarde —respondí—. Casi se me quema el pan.

—Lo siento.

Le pasé una taza con agua del arroyo y un plato de estaño con la mitad del pan y un poco de margarina.

—¿Cómo han ido las cosas?

—Bien —respondió con una sonrisa tenue y fugaz—. Salí con vida.

—Dudé que lo lograras.

Permaneció en silencio.

—¿Sabes una cosa? —dijo al fin, contemplando el contenido del plato—. Esto es realmente espantoso.

—Nadie te obliga a comer mi pan frito —respondí, enfadado—. ¿Porqué todos lo aborrecen? ¡NO LE GUSTA A NADIE! ¿Qué explicación tiene eso, Sublime Maestro?

—Bien —manifestó sonriendo— y ahora hablo en mi condición de Dios…, diría que tú crees que es sabroso y en consecuencia, le encuentras buen sabor. Pruébalo sin pensar vehementemente lo que piensas y descubrirás que recuerda a un… incendio… después de una inundación… en un molino harinero. ¿No te parece? Supongo que le echaste aposta esta brizna de hierba.

—Disculpa, cayó de mi manga, no sé como. ¿Pero no te parece que el pan básico, en sí mismo… no la hierba ni este trocito chamuscado que veo ahí… el pan básico, no crees que…?

—Horrible —dijo, devolviéndome todo lo que le había dado, menos un mordisco—. Prefiero morir de hambre. ¿Aún tienes el melocotón?

—En la caja.

¿Cómo me había encontrado? Un avión de ocho metros de envergadura no es fácil de hallar en veintiséis mil kilómetros cuadrados de praderas, sobre todo con el sol de frente. Pero me prometí a mí mismo que no se lo preguntaría. Si deseaba decírmelo, ya me lo diría.

—¿Cómo me has encontrado? Podía haber aterrizado en cualquier lugar.

Había abierto la lata de melocotón y cogías las rodajas con un cuchillo… lo cual no era nada fácil.

—Los iguales se atraen. —Mientras escurría una rodaja.

—¿Cómo dices?

—Es una ley cósmica.

—Oh.

Terminé el pan y después fregué la sartén con agua del arroyo. ¡Un pan excelente!

—¿No te molestaría explicármelo? ¿Cómo puedo tener semejanzas con tu excelsa personalidad? ¿O cuando hablaste de «iguales» te referías a los aviones?

—Nosotros, los hacedores de milagros, debemos mantenernos unidos —manifestó.

Lo dijo de tal manera que la frase fue al mismo tiempo amable y atroz.

—Eh… Don. Con relación a tu último comentario… ¿Quieres tener la gentileza de aclarar a qué te refieres cuando hablas de nosotros lo hacedores de milagros?

—A juzgar por la posición de las llaves de dos bocas que veo en la bolsa de herramientas diría que esta mañana has estado ensayando el viejo truco de la levitación. ¿Me equivoco?

—¡Yo no he ensayado nada! Me desperté… ¡la llave me despertó, por sí sola!

—Oh. Por sí sola. —Se reía de mí.

—¡SÍ, POR SÍ SOLA!

—Sabes tanto de obrar milagros, Richard, como de preparar pan frito.

No le contesté. Me limité a sentarme sobre la manta arrollada y me quedé tan callado como pude. Si quería decir algo, que lo dijera cuando quisiese.

—Algunos de nosotros comenzamos a aprender estas cosas subconscientemente. Nuestra mente consciente no las acepta, de modo que obramos portentos en sueños. —Miró el cielo y las primeras nubecillas de la jornada—. No seas impaciente, Richard. Todos estamos en camino de ilustrarnos. Ahora lo captarás muy pronto y antes de darte cuenta serás un viejo y sabio maestro espiritual.

—¿Por qué dices que sucederá antes de darme cuenta? ¡No quiero darme cuenta! ¡No quiero saber nada!

—No quieres saber nada.

—Bueno, sí, quiero saber por qué existe el mundo y qué es, y por qué estoy aquí y a dónde iré a continuación… Quiero saber eso. Cómo volar sin un avión, si se me antojara.

—Lo lamento.

—¿Qué lamentas?

—No sucede así. Si descubres lo que es este mundo, como funciona, automáticamente empiezas a obrar milagros. O lo que la gente denominará milagros. Pero, desde luego, nada es milagroso. Cuando aprendes lo que sabe el mago, sus actos dejan de ser mágicos. —Apartó la mirada del cielo—. Tú eres como todos los demás, ya lo sabes. Sencillamente ignoras, aún, que lo sabes.

—No recuerdo —dije—, no recuerdo que me hayas preguntado si yo quería prender lo que, sea lo que fuere, ha hecho que las multitudes y las desgracias te buscaran durante toda tu vida. Aparentemente se me ha borrado de la memoria.

Apenas terminé de pronunciar estas palabras, comprendí que contestaría que lo recordaría más tarde, y que al decirlo estaría en lo cierto.

Se estiró sobre la hierba, utilizando como almohada los restos de harina que quedaban en el saco.

—Escucha, no te inquietes por las multitudes. No podrán tocarte a menos que lo desees. Eres mágico, recuerda: haces ¡PUF! y te vuelves invisible y atraviesas puertas.

—La muchedumbre te atrapó en Troy ¿no es cierto?

—¿Acaso dije que no quería que lo hiciera? Yo lo permití. Me gustó. Todos nosotros tenemos algo de sensiblería, porque de lo contrario jamás prosperaríamos como Maestros.

—¿Pero acaso no has renunciado? ¿No leí…?

—Tal como marchaban las cosas, me estaba convirtiendo en el Único-y-Exclusivo-Mesías-de-Todas-las-Horas, y ése es el cargo del que dimití indeclinablemente. Pero no puedo olvidar lo que aprendí en el curso de toda la vida, ¿no crees?

Cerré los ojos y trituré una brizna de paja.

—Escucha, Donald, ¿qué es lo que quieres dar a entender? ¿Por qué no te franqueas conmigo y explicas lo que ocurre?

Permaneció un largo rato callado y finalmente respondió:

—Quizás deberías decírmelo tú. Dime qué es lo que yo te quiero dar a entender, y te corregiré si te equivocas.

Reflexioné un minuto y resolví apabullarle.

—Muy bien, te lo diré.

Hice una pausa experimental, para verificar cuánto podía esperar Don si mi explicación no brotaba con suficiente fluidez. El sol ya estaba suficientemente alto para irradiar calor, y lejos, en un campo que no alcanzábamos a ver, un agricultor trabajaba con un tractor Diesel, cultivando maíz en domingo.

—Muy bien, te lo diré —repetí—. En primer lugar; no fue una coincidencia nuestro encuentro en aquella parcela de Ferris, ¿tengo razón?

Hizo tan poco ruido como el heno al crecer.

—Y en segundo lugar, entre nosotros dos existe una especie de pacto místico que aparentemente yo he olvidado y tú no.

Soplaba un viento suave y sus ráfagas modulaban el ronquido lejano del tractor.

Una parte de mi ser, que no pensaba que lo que yo decía fuera ficción, escuchaba mis palabras. Estaba confeccionando una historia verídica.

—Diré que nos encontramos hace tres o cuatro mil años, día más, día menos. Nos gusta el mismo tipo de aventuras, probablemente odiamos el mismo tipo de bárbaros, cada uno de nosotros prende con la misma alegría y más o menos con la misma rapidez que el otro. Tú tienes mejor memoria. El hecho de que volviéramos a encontrarnos fue lo que justificó que dijeras: «Los iguales se atraen». —Cogí otra brizna de paja—. ¿Qué tal?

—Al principio pensé que sería una larga marcha —comentó—. Será una larga marcha, pero pienso que existe una ligera posibilidad de que esta vez llegues a la meta. Sigue hablando.

—Además, no hace falta que siga hablando porque ya sabes qué es lo que sabe la gente. Pero si no dijera todo esto, no sabrías qué es lo que creo saber, y si no se cumple esa condición, no podré aprender nada de lo que deseo aprender. —Dejé la brizna—. ¿Qué provecho sacas de esto, Don? ¿Por qué te ocupas de gente como yo? Cuando alguien está tan avanzado como tú, todos esos poderes portentosos no son más que ventajas accesorias. No me necesitas, no necesitas absolutamente nada de este mundo.

Volví la cabeza y le miré. Tenía los ojos cerrados.

—¿Como la gasolina del Travel Air?

—Justamente —asentí—. De modo que lo único que te queda en el mundo es el hastío… no tienes margen para las aventuras cuando sabes que nada de lo que suceda en el mundo te podrá afectar. ¡Tu único problema es la falta de problemas!

Pensé que había pronunciado un discurso sensacional.

—En eso te equivocas —respondió—. Explícame por qué abdiqué de mi función… ¿sabes por qué renuncié al trabajo de Mesías?

—Dijiste que fue por las multitudes. Todos te esperaban para que les reemplazaras en la ejecución de sus milagros.

—Sí, la segunda razón, no la primera. La fobia a las muchedumbres es tu cruz, no la mía. Lo que me harta no son las multitudes, sino ese tipo de multitud que es totalmente indiferente a lo que he venido a decir. Puedes ir desde Nueva York hasta Londres sobre el océano, puedes estar sacando eternamente monedas de oro de la nada, y ni siquiera así podrás despertar su interés, ¿sabes?

Al decir esto su expresión reflejó una inmensa soledad, la mayor que yo le había visto manifestar a un ser humano viviente. No necesitaba alimentos, ni techo, ni dinero, ni fama. Lo que le mataba era el anhelo de comunicar lo que sabía, cuando a nadie le importaba en la medida suficiente para escucharle.

Frunciendo el entrecejo para no romper a llorar, le miré a los ojos:

—Bien, tú te lo has buscado —dije—. Si tu felicidad depende de lo que hagan los demás, supongo que estarás en aprietos.

Irguió la cabeza y sus ojos centellearon como si le hubiera pegado con la llave. De pronto pensé que no sería prudente incitarle a enojarse conmigo. Cuando te alcanza el rayo, te fríes enseguida.

Luego volvió a lucir su fugaz sonrisa.

—¿Sabes una cosa, Richard? —murmuró lentamente—. ¡Tienes… razón!

Volvió a callar. Casi hipnotizado por lo que yo había dicho. Sin notarlo, seguí hablándole durante horas acerca de como nos habíamos conocido y lo que me faltaba aprender, y todas estas ideas hendían mi cabeza como cometas matutinos y aerolitos fulgurantes. Don estaba muy quieto, sin decir una palabra. Hacia el mediodía completé mi versión del universo y de todo lo que residía en él…

—… y me siento como si apenas hubiera empezado Don. Hay tantas cosas que decir. ¿Cómo sé todo esto? ¿Cuál es la explicación?

No respondió.

—Si pretendes que conteste mi propia pregunta, confieso que no lo sé. ¿Cómo puedo decir todas estas cosas ahora, cuando jamás lo intenté antes? ¿Qué me ha sucedido?

Silencio.

—¿Don? Ya puedes hablar.

No pronunció una palabra. Yo le había descrito el panorama de la vida, y mi mesías, que parecía haber encontrado en esa sentencia fortuita acerca de la felicidad todo lo que necesitaba saber, se había quedado profundamente dormido.