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LOS AGRICULTORES del Medio Oeste necesitan buenas tierras para prosperar. Los aviadores errabundos también. Deben mantenerse próximos a sus clientes. Deben encontrar campos situados a cien metros del pueblo, campos cubiertos de pasto, o de heno, o de avena, o de trigo segado hasta la altura de la hierba; despejados de vacas inclinadas a roer la tela del fuselaje; próximos a una carretera; con un portón en la cerca para permitir el acceso de la gente; alineados de manera que el avión no tenga que rozar en ningún momento los tejados de las casas; suficientemente llanos para que el avión no se descalabre al rodar a 75 kilómetros por hora; lo bastante grandes para aterrizar y despegar sin peligro en los cálidos y apacibles días de verano; todo esto, contando con la autorización del propietario para volar por allí durante una jornada.

Pensé en ello mientras enfilábamos hacia el norte un sábado por la mañana, el mesías y yo, viendo como los manchones verdes y dorados de la tierra desfilaban serenamente trescientos metros más abajo. El Travel Air de Donald Shimoda rugía junto a mí a la derecha, y su pintura espejeante reflejaba los rayos del sol en todas direcciones. Un estupendo avión, pensé, pero demasiado grande para hacer acrobacias con mal tiempo. Puede llevar dos pasajeros, pero también pesa el doble que un Fleet y, en consecuencia, necesita mucho más espacio para despegar y volver a posarse. Yo había tenido un Travel Air, pero finalmente lo cambié por el Fleet, que puede aterrizar en parcelas más pequeñas, mucho más fáciles de encontrar en las cercanías de los pueblos. Con él podía maniobrar en un campo de 170 metros, en tanto que el Travel Air necesitaba 330 o 340 metros. Si te atas a este individuo, pensé, te atas a las limitaciones de su avión.

Y efectivamente, apenas lo pensé descubrí que estábamos rebasando una preciosa pradera aledaña a un pueblo. Una parcela de algo más de 300 metros dividida en dos. Una de las mitades había sido vendida sin duda al municipio y estaba ocupada por un campo de béisbol.

Como sabía que el avión de Shimoda no podía aterrizar allí, incline mi pequeña maravilla voladora sobre el ala izquierda, manteniendo el morro hacia arriba y el motor parado, y me zambullí hacia el campo como si realmente llevara yo la pelota. Tocamos tierra algo más allá de la cerca, a la izquierda del campo, y nos detuvimos cuando todavía sobraba espacio. Sólo había querido fanfarronear un poco, demostrarle lo que podía hacer un Fleet bien pilotado.

Un golpe a la palanca de gases me hizo virar para volver a remontarme, pero cuando me disponía a despegar vi que el Travel Air se aproximaba para tomar tierra. Con la cola baja y el ala derecha levantada, parecía un cóndor majestuoso virando para asentarse sobre el palo de una escoba.

Volaba bajo y muy lentamente, y se me erizaron los pelos de la nuca. Estaba a punto de presenciar una catástrofe.

Un Travel Air no puede pilotarse a menos de 90 kilómetros por hora para aterrizar, porque se cala y termina convertido en chatarra. Pero aquel biplano dorado y blanco se detuvo en el aire. Bueno, no quiero decir que se detuviera literalmente, pero no iba a más de 45 kilómetros por hora: ¡Un avión que se cala a 80, entendedme bien, y que, así frenado en el aire, se posó con un suspiro sobre el césped! Utilizó la mitad, quizá las tres cuartas partes del espacio que yo había empleado para asentar el Fleet.

Permanecí en la carlinga, mudo de asombro, mientras él rodaba hasta donde estaba yo y aparcaba. Cuando desconecté el motor me quedé mirándole tontamente, hasta que exclamó:

—¡Has encontrado un campo estupendo! ¿Cerca del pueblo, eh?

Nuestros primeros clientes, dos chicos montados en una Honda, ya se acercaban para averiguar que sucedía.

—¿Qué significa eso de «cerca del pueblo»? —grité venciendo el estrépito de los motores que aún reverberaba en mis oídos.

—Bueno, está a cien metros de él.

—No, no me refiero a eso. ¿QUÉ ME DICES DE ESTE ATERRIZAJE? ¡En el Travel Air! ¿Cómo has conseguido aterrizar aquí?

Me hizo un guiño.

—¡Magia!

—No, Don… ¡te hablo en serio! He visto cómo aterrizabas.

Se dio cuenta de que yo estaba conmovido y más que un poco asustado.

—Richard, ¿quieres saber cómo flotan las llaves en el aire y cómo se curan todas las enfermedades y cómo el agua se convierte en vino y cómo se camina sobre las olas y cómo se posa un Travel Air en treinta y cinco metros de hierba? ¿Quieres conocer la explicación de todos estos milagros?

Me sentí como si me estuviera enfocando con un rayo láser.

—Quiero saber cómo has aterrizado aquí…

—¡Escucha! —gritó a través del espacio que nos separaba—. ¿Este mundo? ¿Y todo lo que hay en él? ¡Ilusiones Richard! ¡Todo en él son ilusiones! ¿Lo entiendes?

No me hizo guiños, ni me sonrió. Fue como si estuviese súbitamente furioso conmigo por no saberlo yo desde hacía mucho tiempo.

La motocicleta se detuvo junto a la cola de su avión. Los chicos parecían ansiosos por volar.

—Sí —fue todo lo que atiné a decir—. Entiendo lo de las ilusiones.

Los chicos le acosaron al momento pidiéndole un vuelo y a mí me tocó buscar inmediatamente al dueño del campo y pedirle autorización para utilizar el prado.

Sólo hay un modo de describir los despegues y aterrizajes que realizó ese día el Travel Air: decir que parecía un falso Travel Air. Como si fuera en realidad un E-2 Cub, o un helicóptero disfrazado de Travel Air. Por alguna razón, me resultaba mucho más fácil aceptar que una llave de dos bocas flotara en el aire que mirar impasiblemente como su biplano levantaba vuelo, ¡con pasajeros!, a 45 kilómetros por hora. Una cosa es creer en la levitación cuando la ves, y otra muy distinta creer en los milagros.

Seguía pensando en lo que Don había dicho con tanta vehemencia. Ilusiones. Alguien había dicho eso mismo antes… cuando yo era niño y estudiaba magia… ¡es lo que explican los prestidigitadores! Nos advierten cuidadosamente: «Mirad, lo que vais a presenciar no es un milagro, no tiene nada de mágico. Es un efecto, es la ilusión de la magia». Entonces sacan un candelabro de una nuez y truecan un elefante en una raqueta de tenis.

Con un súbito arranque de lucidez, saqué del bolsillo el Manual del Mesías y lo abrí. En la página sólo habían dos oraciones.

·

No existe

ningún problema

que no te aporte simultáneamente

un don.

Buscas los problemas

porque necesitas

sus dones.

·

No supe muy bien porqué, pero la lectura de ese texto mitigó mi confusión. Seguí releyéndolo hasta aprenderlo de memoria.

El pueblo se llamaba Troy, y su dehesa prometía ser tan productiva para nosotros como lo había sido el campo de heno de Ferris. Pero en Ferris yo me había sentido seguro y en cambio aquí flotaba en el aire una tensión que no me gustaba nada.

Los vuelos que para nuestros pasajeros eran una aventura sin par en la vida, eran, para mí, una simple rutina, ensombrecida además por aquel extraño desasosiego. Mi aventura era aquel personaje con el que volaba… la técnica increíble con que remontaba su avión y los argumentos enigmáticos que me había dado para explicar lo que hacía.

Los habitantes de Troy estaban tan poco pasmados por el milagro del vuelo del Travel Air como lo habría estado yo si al mediodía hubiera oído el repique de una campana del pueblo que llevara muda sesenta años… Ignoraban que era imposible que sucediera lo que estaba sucediendo.

—¡Gracias por el paseo! —exclamaban.

Y:

—¿Esto es todo lo que hacen para ganarse la vida? ¿No trabajan en ninguna parte?

Y:

—¿Por qué han elegido un pueblo tan pequeño como Troy?

Y:

—¡Jerry, tu granja no es más grande que una caja de zapatos!

Tuvimos una tarde muy activa. Acudió mucha gente a volar e íbamos a ganar un montón de dinero. Sin embargo, algo empezó a decir, dentro de mí, que nos fuéramos, que nos fuéramos de aquel lugar. En otras oportunidades no he hecho caso de esa voz interior, y siempre lo he lamentado.

Aproximadamente a las tres de la tarde ya había repostado en dos ocasiones, después de hacer tantas veces el viaje de ida y vuelta a la estación de servicio de Skelly con dos bidones de veinte litros de gasolina, cuando me di cuenta de que el Travel Air no había llenado su depósito ni una sola vez. Shimoda no repostaba desde antes de llegar a Ferris, y ya hacía siete horas, casi ocho, que pilotaba sin poner a su avión una sola gota de combustible ni de aceite. Y aunque sabía que era un hombre bueno, y que no me haría daño, volví a asustarme. Si estiras realmente la gasolina, reduciendo las revoluciones al mínimo y escatimando mucho la mezcla en vuelo, es posible mantener el Travel Air en funcionamiento durante unas cinco horas. Pero no ocho, con despegues y aterrizajes.

Volaba sin pausa, viaje tras viaje, mientras yo vertía la gasolina en el depósito de la sección intermedia y agregaba un litro de aceite al motor. Había una cola de gente esperando turno y él no parecía inclinado a desilusionarla.

Sin embargo, le alcancé en el momento en que un matrimonio, con su ayuda, subía a la carlinga delantera. Procuré parecer tan circunspecto y despreocupado como pude.

—Don, ¿cómo marchan tus reservas de combustible? ¿Necesitas gasolina?

Permanecí parado, junto a la punta del ala, con un bidón de veinte litros, vacío, en la mano.

Me miró fijamente a los ojos y frunció el ceño, atónito, como si le hubiera preguntado si necesitaba aire para respirar.

—No —respondió, y me sentí como un bobo de primaria relegado al fondo del aula—. No Richard, no necesito gasolina.

Me fastidió. Sé algo sobre motores de aviones y combustible.

—Muy bien, entonces —le espeté airadamente—. ¿No quieres uranio?

Rió y se distendió enseguida.

—No, gracias. Llené el depósito el año pasado.

E inmediatamente se metió en la carlinga y partió con sus pasajeros, repitiendo el despegue sobrenatural en cámara lenta.

Primeramente desee que la gente se fuera a su casa; después, que nosotros partiéramos deprisa, con gente o sin ella; y finalmente, que yo tuviera el sentido común necesario para salir de allí solo, sin tardanza. Lo único que quería era despegar, encontrar un gran campo vacío lejos de toda ciudad y sentarme a escribir en mi diario lo que sucedía, tratando de descifrar su sentido.

Permanecí fuera del Fleet, descansando, hasta que Shimoda volvió a aterrizar. Me encaminé hacia su carlinga, azotado por la ráfaga de viento que despedía la hélice del potente motor.

—Ya he trabajado bastante, Don. Seguiré viaje, bajando lejos de las ciudades para descansar un poco. Ha sido un placer volar contigo. Te veré pronto, ¿eh?

No pestañeó.

—Un vuelo más y te acompañaré. Esa persona está esperando.

—Acepto.

El aludido esperaba en un destartalado sillón de ruedas que habían bajado por una rampa hasta el campo. Estaba contorsionado y crispado en el asiento como si se hallara bajo los efectos de una intensa fuerza de gravedad, pero había anunciado su deseo de volar. Había más gente alrededor, cuarenta o cincuenta personas, algunas en sus coches, otras esperando fuera, y todas miraban con curiosidad, preguntándose cómo se las ingeniaría Don para pasar al hombre del sillón a la carlinga.

Él ni siquiera lo pensó.

—¿Quiere volar?

El hombre del sillón de ruedas forzó una sonrisa torcida y asintió con un movimiento lateral de cabeza.

—¡Vamos, hágalo! —dijo Don parsimoniosamente, como si se dirigiera a alguien que hubiera estado demasiado tiempo entre bambalinas y a quien le tocara entrar en escena. Pensando retrospectivamente, si hubo algo de extraño en el episodio fue la energía con que habló Don. Su tono fue natural, es cierto, pero también imperioso, como si pretendiera que el hombre se levantase y subiese al avión, sin excusas. Lo que sucedió a continuación se desarrolló como si el hombre hubiera estado fingiendo y hubiese llegado a la última escena, después de la cual no había justificación para seguir representando el papel de tullido. Pareció una operación ensayada. La poderosa fuerza de gravedad se extinguió, como si nunca hubiera existido, y él saltó del sillón de ruedas, medio corriendo, sorprendido de sí mismo, en dirección al Travel Air.

Yo estaba cerca, y le oí.

—¿Qué ha hecho? —preguntó—. ¿Qué ha hecho conmigo?

—¿Va a volar o no va a volar? —dijo Don—. Son tres dólares. Antes de que despegue, por favor.

—¡Estoy volando! —exclamó.

Shimoda no le ayudó a subir a la carlinga, como acostumbraba a hacerlo con otros pasajeros.

Los espectadores que se hallaban en los coches se apearon… circuló un fugaz murmullo y después se hizo un silencio atónito. Aquel hombre llevaba once años inmóvil, desde el día en que su camión se precipitó desde un puente.

El individuo saltó al interior de la carlinga como un niño que acabara de echarse encima una sábana para imitar un par de alas, y se deslizó hasta el asiento sin dejar de agitar los brazos, como si fueran un juguete nuevo.

Antes de que nadie atinara a hablar, Don accionó la palanca de gases y el Travel Air surcó los aires, describió una curva sobre los arboles y se remontó como un enloquecido.

¿Es posible que en un minuto coexistan la alegría y el terror?

Se sucedieron muchos minutos así. La gente estaba pasmada por lo que sólo se podía definir como la curación milagrosa de alguien que se la merecía, y al mismo tiempo sentí que, cuando los dos bajaran, ocurriría algo muy poco grato. La multitud estaba apiñada, a la expectativa, y las multitudes apiñadas se convierten en turbas, que no presagian nada bueno. Transcurría el tiempo. Los ojos taladraban el pequeño biplano, que volaba con placidez absoluta bajo el sol, y se gestaba algo violento, presto a estallar.

El Travel Air trazó algunos ochos perezosos, una espiral cerrada, y luego apareció flotando sobre la cerca como un platillo volante pesado y ruidoso. Si Don conservaba un poco de sentido común, dejaría al pasajero en el otro extremo del campo, volvería a despegar y desaparecería. Seguía llegando gente. Otro sillón de ruedas, que una mujer empujaba velozmente.

Don rodó hacia la muchedumbre, hizo girar el avión para que la hélice quedara apuntando en dirección contraria y desconectó el motor. La gente corrió hacia la carlinga y por un instante pensé que arrancaría la tela del fuselaje para llegar hasta ellos. ¿Fue un acto de cobardía? Lo ignoro. Me dirigí a mi avión, accioné la palanca de gases y tiré de la hélice para poner en marcha el motor. Luego subí a la carlinga, puse el Fleet en dirección del viento y levanté vuelo. Cuando vi por última vez a Donald Shimoda, estaba sentado sobre el borde de la carlinga, rodeado por la multitud.

Viré hacia el este, luego hacia el sudeste, y al cabo de un rato descendí para pasar la noche en el primer campo extenso que encontré, con árboles y con un arroyo del cual podría beber. Estaba lejos de toda ciudad.