A últimos de agosto, Kyril tuvo un pequeño accidente con el porsche y lo llevó a un taller que Emil le recomendó. Dos días más tarde, la Guardia Civil se presentó en su apartamento con una orden de registro dictada por el juzgado número uno de Madrid.
—Lo miraron todo, hasta detrás de los cuadros y en las bandejas de cubitos de hielo del frigorífico, como si fuéramos unos terroristas —me dijo Kalina—. Y cuando Kyril, antes de salir esposado, me pidió que te llamara, uno de los guardias me advirtió que no avisara a nadie porque el teléfono estaba intervenido.
—¿Dijo Kyril mi nombre delante de ellos?
—Sí. Tu nombre y el de Cococha. Quería que os avisara en seguida a los dos. Lo siento.
Le dije que no se preocupara. Después de todo, Kyril seguía siendo mi chófer y era natural que, en un apuro, acudiese a mí. La policía no iba a extrañarse.
—Supongo que Kyril ha declarado que el coche se lo compró a un polaco que lo trajo de fuera. Aún tenía matrícula búlgara, ¿no?
—Sí. Pero es que dicen que no es verdad. Dicen que ese coche está robado en España. Y además no es sólo lo del coche.
Estábamos en la terraza de una cafetería, donde habíamos quedado para hablar porque Kalina no se fiaba del teléfono, incluso temía que los guardias, durante el registro, hubieran escondido algún micrófono en el apartamento, como en las películas. Claro que quizás en Bulgaria, hasta hacía poco, aquello no era sólo cosa de películas. En Bulgaria, desde luego, no los habrían tratado con tanto miramiento, a pesar de todo lo que encontraron.
—¿Qué más encontraron, Kalina?
Dudó un poco antes de responder, como si buscara la forma menos alarmante de decirlo.
—Se llevaron todos los papeles de Kyril. Y mi agenda. Y la cadena de música, el radiocaset del coche, los dos vídeos; de nada de eso teníamos factura. También se llevaron la escopeta y la pistola de aire comprimido, aunque de eso la factura de la tienda sí que la teníamos, porque Kyril acababa de comprarlas. Habíamos salido una noche con Emil y con Cococha a cazar. Pero lo peor no es nada de eso, Daniel. Lo peor es otra cosa.
—¿Qué cosa, Kalina? —ya me estaba impacientando.
—Las bolsas —dijo ella, bajando la voz.
—¿Qué bolsas?
—Dos bolsas. Con polvos blancos. Los guardias dijeron que seguro que era cocaína.
Estuve a punto de entrar en coma. Según Kalina, las dos bolsas juntas habían pesado, en la báscula del cuarto de baño, un kilo y doscientos gramos. Allí hacía falta un abogado urgentemente. Le dije a Kalina que no se preocupase por el dinero; el abogado corría de mi cuenta. Kyril llevaba veinticuatro horas en unas dependencias de la Guardia Civil, por la zona de Reina Victoria, y a Kalina le habían prometido que sobre las seis de la tarde le dejarían verle durante unos minutos; le diría que yo estaba ya ocupándome de todo, para que se tranquilizase lo poco que pudiera tranquilizarse, y procuraría enterarse de lo que Kyril de verdad había declarado, porque su primera reacción, cuando los guardias encontraron las bolsas, fue negar de manera rotunda que aquello fuera suyo.
Aquellas bolsas a lo mejor eran, dijo, de las personas que antes habían tenido alquilado el apartamento, ya que ellos acababan de mudarse.
Era cierto. Llevaban poco más de un mes en el nuevo apartamento y los anteriores inquilinos —una extraña pareja de músicos que habían conseguido un contrato de un año en una sala de fiestas de Canarias— dejaron unos cuantos muebles y otros enseres en uno de los dormitorios; en ese dormitorio precisamente habían encontrado las bolsas. Por lo visto, Kyril y Kalina —sobre todo ella— habían puesto tal cara de sorpresa que Kalina pudo librarse de que la detuvieran también. Claro que ella sospechaba que la habían dejado libre para vigilarla y ver si descubrían toda la trama, en el supuesto de que hubiese una trama. En Bulgaria lo hacían así.
—Pero ¿las bolsas eran o no eran de Kyril? —estaba procurando no sofocarme—. Si vamos a contratar un abogado, al abogado hay que decirle toda la verdad. ¿Eran las bolsas de Kyril?
—Creo que sí, pero no estoy segura —contestó Kalina muy cautelosamente. Entonces comprendí que Kalina podía fingirse candorosa o abiertamente imbécil, pero sin duda sabía de todo mucho más de lo que daba a entender. De todo.
—¿Y es cocaína?
—No lo sé —me di cuenta de que algo sabía y no quería decirlo—. No estoy segura. De verdad. Tengo que hablar con Cococha.
Con Cococha hablamos Kalina, el abogado y yo. El nombre y el teléfono del abogado me los dio la Ley de los Ángeles. Cuando Kalina se fue para ver a Kyril, me pasé por la Puerta del Sol y allí estaba el abogado mercantilista practicando el mercantilismo duro a diestra y siniestra. Acababa de regresar de Agadir, después de un mes de vacaciones, y traía el mercantilismo emberrenchinado. Le dije que necesitaba hablar con él. Le obligué a jurarme, en nombre del secreto profesional, que no contaría a nadie nada de lo que iba a decirle. Me lo juró. Le conté todo lo que sabía y todo lo que me imaginaba. Me advirtió:
—Los penalistas son caros. Y si hay droga por medio, mucho más. Me parece estupendo y entiendo perfectamente que quieras ayudar a tu novio, si es que sigue siendo tu novio, pero te va a salir por un ojo de la cara. Y eso suponiendo, como supongo, que tú con todo eso no tienes nada que ver. Aparte de lo que me contaste un día sobre lo de la documentación del coche, claro. Mira, guapa: yo en tu lugar me lo pensaría bien antes de meterme en un lío. Pero si decides seguir adelante, que las musas del derecho, y hasta las del revés, te protejan. Apunta este nombre y este número.
Los apunté. Porque claro que quería seguir adelante. A pesar de la advertencia de la Ley de los Ángeles. A pesar del consejo de Vicente Murcia, la Tiralíneas, a quien fui incapaz de ocultarle lo que ocurría y puso el grito en el cielo porque una mujer honrada no puede ir por la vida dándole cobertura a un delincuente, porque a ella no le cabía la menor duda de que mi novio —o mi chófer, o lo que fuese mío— era un delincuente. A pesar de la sosegada pero, en el fondo, dura recomendación de Adelardo Taormina, la Mogambo, que me animó a descubrir y a perseverar en ese punto intermedio desde el que se percibe, sí, el perfume de la selva, pero se está a salvo de la selva propiamente dicha. A pesar también de que yo había aceptado que de Kyril ya no podía esperar nada. A pesar de todo. Porque sería mezquino por mi parte, e impropio de un caballero, abandonar a Kyril a su suerte en aquellas circunstancias.
Por fortuna para todos, el abogado puso mucho empeño y mucha habilidad en su trabajo y Kyril demostró gran aplomo y presencia de ánimo. El abogado era de la cofradía de la media vuelta, como me había indicado la Ley de los Ángeles, así que comprendió a la perfección que yo estuviera dispuesto a todo con tal de sacar de prisión a mi chófer. Además, se quedó fascinado con Cococha, cuyas luces desde luego no estaban en proporción con el resto de sus atributos, al menos por lo que podía deducirse a simple vista sobre el resto de los atributos del mocetón. Uno de sus atributos más sólidos y admirables era su gallardo sentido de la amistad.
—Lo que dice Kyril es cierto —nos confesó al abogado y a mí, cuando nos reunimos con Cococha y Kalina, una hora antes de que el abogado visitase a Kyril por primera vez—. Esas dos bolsas no son suyas. Son mías. *** NO HAY *** me las guardaba. Y el polvo no es cocaína, qué más quisiera yo. Es cafeína. La usamos en el gimnasio y, cuando trabajamos por la noche, para no amuermarnos.
El abogado y yo nos miramos, incrédulos. Yo estaba convencido de que la cafeína era como el Nescafé, marrón oscuro.
—¿Estás seguro de que no es cocaína?
—Segurísimo. Que me la corten si miento.
El abogado y yo nos volvimos a mirar, esta vez alarmados. Aquel ejemplar no debería jugarse nunca ciertas cosas.
—Pero entonces —prosiguió el abogado— Kyril sabía que esas bolsas estaban en su piso. —Cococha lo confirmó con la cabeza—. De modo que lo que ha declarado Kyril es sólo «casi» cierto. Y si lo de la cafeína es «completamente» cierto, ¿por qué no dice la verdad? La cafeína no está catalogada como estupefaciente.
Cococha y Kalina se miraron, como si hubieran estado entrenándose.
—Kyril nunca dirá nada que pueda perjudicarme. Imagínate que la policía ha puesto algo en las bolsas después de llevárselas. Nos caeríamos los dos con todo el equipo. Pero si hay juicio y le acusan de tráfico de drogas, yo me presento y digo la verdad.
El abogado y yo nos miramos por tercera vez, en esta ocasión admirados. Todo parecía pensado y repensado, y quizá no durante los últimos días. A Cococha nunca le cortarían nada fundamental.
—Una última pregunta —dijo el abogado—. ¿Quién te vendía la cafeína? ¿Y cómo se toma? ¿A cucharadas? ¿Se esnifa? ¿Se disuelve en el colacao? ¿Se echa en el baño como las sales?
—Esas son muchas preguntas —dijo Cococha, burlón.
Pero las contestó todas. La cafeína se la vendía un empleado de un laboratorio. En cuanto a la manera de tomarla, a cucharadas salía muy caro, si se esnifaba podía producir alergias, en el colacao estaba riquísima, y si la ponías en el baño había que medir bien la dosis porque si no acababas como un timbre. ¿No era una respuesta graciosa?
Al abogado le pareció bastante graciosa, pero pensó que era preferible esperar a que todo se fuera aclarando para ver quién reía más y quién reía el último. Ya nos contaría cómo había ido la entrevista con Kyril y cómo se había portado mi chófer en la declaración oficial que tendría que hacer en las dependencias en las que estaba detenido, en las próximas veinticuatro horas, antes de pasar a los juzgados. Yo me fui al despacho y traté de concentrarme en un par de asuntos que parecían condenados al archivador de fallidos. A última hora de la tarde, cuando ya estaba a punto de salir para casa, el abogado me llamó, muy exuberante, y me describió al detalle todas y cada una de las gestiones que había realizado y que podían dar buenísimos resultados a poco que nos acompañara la suerte. Al parecer, Kyril había hecho una excelente declaración, había dado sin titubear el nombre y la dirección del polaco que le vendió el coche por ochocientas mil pesetas —la Guardia Civil comprobó que, efectivamente, en aquella dirección había vivido hasta comienzos del verano un polaco con ese nombre y las características físicas que Kyril había descrito—, explicó sin contradicciones cuándo y cómo había comprado la cadena de música, los vídeos, el radiocaset y, sobre todo, la escopeta y la pistola de aire comprimido. E insistió, sin vacilaciones, en que las bolsas con aquel producto blanco no eran suyas y no sabía que estuvieran allí. El abogado, durante la entrevista a solas, le había informado de la reunión que había tenido con Cococha, con Kalina y conmigo, por lo que estaba al tanto de todo y consideraba preferible de momento mantener aquella línea de declaración, ya habría tiempo para pedir una ampliación y cambiarla si fuera necesario. Me felicitó por el chófer tan aparente —y, eso sí, tan pluriempleado— que tenía a mi servicio. Me prometió llamarme en cuanto tuviera novedades, contando con que Kyril al día siguiente comparecería ante el juez. Y, por último, me aconsejó que no dijera demasiadas cosas por teléfono, sólo por una cuestión de prudencia.
—¿Es que ha dicho algo de mí?
—Por supuesto. Ha dicho que trabaja para ti. Ha dado tu nombre y apellido. No te preocupes, no le han dado la menor importancia.
Pero eso me inquietó. ¿Y si era cierto que el teléfono estaba intervenido? ¿Y si llamaban a la puerta y era la policía con una orden de registro y lo ponían todo manga por hombro? ¿Y si me requisaban la máquina de escribir, cotejaban el tipo de letra y me veía en los periódicos como Bonnie al lado de mi Clyde? Lo primero que hice al llegar a casa fue hacer una lista de objetos y otras pertenencias que podían comprometerme. Además de la máquina de escribir, un icono de imitación y una especie de daga del uniforme de gala de los soldados búlgaros, que Kyril me compró en Sofía después de recoger en el consulado el visado de Kalina; un buen número de fotografías de o con Kyril, con Dani, en casa de Gildo llena de búlgaros, en Bulgaria, en el Coto de Doñana, en el vapor que navegaba hasta Sevilla por el Guadalquivir; algunas revistas pornográficas, no precisamente llenas de mujeres; unos desnudos explícitos a más no poder que un fotógrafo alemán me hizo siendo yo muy joven… Tal vez, el maletín de piel que Kyril me regaló en nuestro primer cumpleaños y en el que yo, como recuerdo, había mandado pegar una discreta chapa de plata con su nombre y la fecha en que me hizo el regalo, pero preferí pensar que cualquier chófer puede hacerle a su jefe un bonito obsequio sin que eso tenga que despertar sospechas. Aunque, me dije, si cualquiera de esas cosas podía significar un contratiempo, y si Kyril ya no era efectivamente más que un chófer, ¿por qué tenía que sufrir, arriesgarme y gastarme mi dinero por él? Fui al dormitorio. Me miré al espejo. Cerré en seguida los ojos para no verme la cara. Me dije:
—Daniel, no seas miserable.
A partir de ese momento, no tuve la menor duda de que estaba haciendo no lo que debía, sino lo que quería hacer. Lo que no hubiera dejado de hacer por nada del mundo. Ayudarle cuanto pudiera.
El abogado no me llamó hasta dos días después, domingo por la tarde.
—Kyril está en Carabanchel —me dijo—. No pude hacer nada.
—Dios mío, ¿desde cuándo está allí?
—Desde el sábado por la noche. Lo subieron a los juzgados a media tarde, pero Kyril fue el último en declarar, pasadas las doce. Había otros búlgaros, todos por lo del asunto de los coches robados. Es una especie de mafia. Sin embargo, el juez los puso a todos en libertad, en espera del juicio. Si sólo hubiera tenido lo del coche, también Kyril estaría ahora en su casa. Pero el juez ha decretado prisión provisional hasta no conocer los resultados del laboratorio. Lo siento. Lo he intentado todo. El pobre chico estaba bastante asustado. Pero quiero decirte dos cosas: si yo hubiera sido el juez, habría hecho lo mismo; y a Kyril le vendrá bien una semana en la cárcel, para que comprenda lo que se juega si sigue por ese camino.
Pero no fue una semana. Fueron más de tres. Los análisis del laboratorio se retrasaban y Kyril hacía llamadas clandestinas desde la cárcel para que Kalina le dijese al abogado que moviera el culo o tendría que vérselas con él tarde o temprano. Luis, el abogado, jaleaba mucho sus propias gestiones, y además llamó a Cococha hecho una furia: en el atestado figuraba que el análisis de la sustancia, realizado por la propia Guardia Civil como primera diligencia, había detectado un componente propio de la heroína, lo que podía agravar mucho las cosas, y desde luego él dejaría el caso si no se le decía inmediatamente toda la verdad. Cococha le juró por todos sus muertos que con la cafeína no había mezcla de nada, y que si un abogado cobra un dineral es precisamente para solucionar cosas así, para demostrar que la policía o quien fuese había hecho una jugarreta poniendo caballo o lo que fuera en las bolsas. Luis me dijo que el instinto le hacía fiarse de Cococha; no me aclaró a qué clase de instinto se refería. Y hablando de dinero —que no dinerales, aclaró—, quería decirme que a Kyril se le habían abierto dos sumarios diferentes, uno por lo del coche —dentro de una gran operación conjunta entre la policía y la Guardia Civil para desarticular, en efecto, una red de traficantes de vehículos robados en Madrid y las localidades limítrofes—, y otro por presunto atentado contra la salud pública y por presunta tenencia ilícita de armas, expresiones desde luego demasiado escandalosas considerando que se trataba de escopetas de aire comprimido y de cuarto y mitad, o la cantidad que fuera, de cafeína; en cualquier caso, al tratarse de dos sumarios en dos juzgados diferentes —el primero, de San Fernando de Henares, que había instado al número uno a hacer el registro—, habría que trabajar más, con lo que habría que duplicar la provisión de fondos. Eso significaba que tenía que duplicarla yo. Porque Kyril y Kalina estaban sin un céntimo —acababan de comprarse para su nuevo piso un dormitorio de diseño increíble y no sé qué maravillas decorativas—, y tenían además que pagar la renta, la luz, el agua, la comunidad, el seguro médico privado y el último plazo del seguro anual del coche. Y Kalina quería pagarlo todo lo antes posible, para poder demostrarle a Kyril que ella podía solucionar los problemas si hacía falta, y decírselo cuando fuera a visitarlo. Luis, el abogado, me dijo que comprendía que Kyril se sintiera solo y nervioso, y que él intentaría ir a verle, aunque consideraba mucho más importante estar en los juzgados, dejándose ver, preguntando, reclamando, creando ambiente a «nuestro favor»; Kalina, sin embargo, podía verle el sábado por la mañana —aún quedaba una semana entera—, que era el día de visitas.
Kalina estaba negra. Con todo el mundo. Con el abogado, que no hacía más que pedir dinero y no movía el culo. Con Emil, que había caído también en la redada y, adoctrinado sin duda por Natalí, había declarado por lo visto que la escopeta de cañones recortados que encontraron en su casa se la había dado Kyril, para que se la guardase, unos días antes; Kalina había llamado a Emil para insultarle por haber dicho aquella mentira, pero Emil le explicó con toda tranquilidad que, si Kyril iba a pudrirse en la cárcel por lo de las drogas, daba lo mismo si se pudría también por la escopeta de cañones recortados, y uno de los dos, por lo menos, se libraba. Kalina maldecía a Emil —a quien el juez de instrucción, en efecto, había puesto en libertad— y a Natalí. Y estaba negra con los vecinos de su edificio, que habían delegado en la presidenta de la comunidad la misión de advertirle que si, como se decía, su marido estaba mezclado en un asunto de drogas, tendrían que pedirle al dueño del piso que les rescindiera el contrato, porque aquel era un bloque de familias honestas que nunca habían tenido ningún problema hasta que empezaron a llegar extranjeros; Kalina hizo uso de su habitual habilidad para parecer inocente y dulce y le explicó a la presidenta de la comunidad de vecinos que, en realidad, todo se había solucionado en seguida, pero que la madre de Kyril, en Bulgaria, al conocer la noticia, había sufrido un ataque de corazón y Kyril había ido inmediatamente a verla. Volvería pronto. Ojalá. Así dejarían los padres de Kyril y la madre de Kalina de llamar por teléfono dos o tres veces al día, que era todo lo que Kalina necesitaba en aquellos momentos. Kalina también estaba negra con los padres de Kyril y con su madre. Para colmo, yo había ido a su casa un par de tardes, al salir del despacho, para hacerle compañía y escuchar sus parlamentos de coraje o de desánimo y sus planes para el futuro, y algunos vecinos me vieron entrar y salir y debieron de pensar que Kalina, para salir adelante, recibía a hombres.
Fueron días malos. Procuraba esmerarme en el trabajo y conservar la calma, porque en cualquier momento todo podía depender exclusivamente de mí y no era cosa de atolondrarse como una estudiante de formación profesional ante un examen oral. Adela, mi secretaria, corría el riesgo de quedarse boquiabierta para siempre, porque a veces, creo que sin querer, sorprendía inquietantes conversaciones telefónicas en las que yo le aseguraba a Luis, el abogado, que estaría dispuesto —faltaría más— a declarar en un juicio a favor de mi chófer y hacer hincapié en sus buenas cualidades laborales y morales, así como en el interés demostrado en afianzarse en España con su esfuerzo personal, o pidiéndole a la Ley de los Ángeles aclaraciones sobre cuestiones judiciales, sin que el abogado mercantilista nunca acertara a despejarme las dudas. Dudas que Kalina se encargaba de acrecentar, sobre todo desde que visitó a Kyril en la cárcel.
—El pobrecito está desesperado —me dijo—. Ha adelgazado muchísimo en estos diez días. Pero está en clases de español y se le ve muy orgulloso porque la profesora no le ha puesto en el grupo de los extranjeros sino con los españoles. También se ha apuntado a un curso de informática. Dice que, cuando salga, va a cambiar de vida, va a dejar la noche, va a buscar un trabajo normal, me lo ha prometido. Dice que tienes que ayudarle. Y suplica por caridad que el abogado vaya a verle. Ah, y te da las gracias por el chándal. Le dije que es precioso. Seguro que ya se lo ha puesto.
¿Sería cierto que Kyril iba a salir pronto? ¿Cuánto tardaban por término medio los laboratorios en mandar los resultados de los análisis al juzgado? ¿No empezaría Kyril a acostumbrarse a la prisión si no salía en libertad antes del próximo fin de semana, y no se le apagarían los buenos deseos de encontrar un empleo normal con un sueldo discreto, aunque no pudiera permitirse lujos en seguida? ¿Sería la profesora de lengua española de la cárcel una lagarta que volcaba su disfunción afectiva en enseñarles la lengua a los reclusos? ¿Añoraría Kyril, en el secuestro melancólico de la prisión, mis clases de lengua en general, y de francés en particular? ¿Evocaría cada mañana y cada noche —al ponerse y quitarse el chándal que yo le había comprado porque me dijo Kalina que el legendario chándal verde ya estaba roto por puro desgaste— todo lo que yo había hecho por él? ¿Tenía eso alguna importancia? El quizás viviera un pasajero brote de emoción, y yo no hacía lo que estaba haciendo a cambio de que esa emoción brotara y se convirtiera en perdurable. Yo lo hacía a cambio de nada.
—Te felicito —me dijo Luis, el abogado—, la mayoría de la gente no haría ni la décima parte de lo que estás haciendo tú. Más aún, la mayoría de la gente no querría saber nada. Conozco montones de casos en los que familiares directos, incluso padres y hermanos, se asustan como gallinas y abandonan por completo a ese hermano o ese hijo en apuros. Eso sí, siempre con el pretexto de que ellos son personas decentes.
Entre las loquiloras de la Puerta del Sol, por lo visto, pasaba lo mismo. La Ley de los Ángeles me llamó para interesarse por la marcha de las cosas y me dijo que en la Puerta del Sol no se hablaba más que de eso.
—¿Pero saben lo de Kyril?
—No estoy seguro. Creo que no. A mí nadie me ha hecho ningún comentario. Y yo no le he dicho nada a nadie, por supuesto. Lo que ocurre es que en televisión y en algunos periódicos ha salido la noticia de una red de búlgaros y polacos que se dedican a robar coches de lujo y a venderlos después entre compatriotas a precios de risa. Un mercedes último modelo y flamante por cien mil pesetas, y cosas así. Si no lo has visto, yo tengo una fotocopia de lo que publicó el ABC, una página entera. La fotocopia ya la tiene toda la Puerta del Sol. La conejera está alborotadísima. Y ayer la Perseguida decía a gritos que ya era hora, que a ver si se pudren todos en chirona, que aquí no han venido más que delincuentes y que no será ella, desde luego, la que mueva un dedo para que los pongan en la calle.
Miserables brujas. Ya estaban cansadas de comer todos los días lo mismo. Quedé con la Ley de los Ángeles en la Puerta del Sol para que me diese el recorte de prensa y me parecieron todas dispuestas a apoyar una limpieza étnica inmediata. Apenas vi rostros eslavos conocidos. Habían vuelto los mormones, seguramente adoctrinados en la vigilancia de sus pasaportes. Gildo, la Molokai, se quejaba de que aquello estaba fatal de chicos. Más aún: aseguraba haber visto a dos o tres en los últimos días en compañía de la Perseguida y, a continuación, desaparecieron como por ensalmo; en su opinión, la Perseguida los asesinaba, los descuartizaba, hacía desaparecer los restos en la bañera de su casa llena de ácido y se pasaba después horas ante el espejo para ver si iba volviéndose tan guapa, tan alta y tan rubia como el carnicero de Milwaukee. Según él, así no era de extrañar que el supermercado estuviese tan desabastecido. Urgía recibir género nuevo, quizás cubano. La Marquesa Viuda había vuelto de unas breves vacaciones en La Habana echando pestes de Fidel, haciéndose lenguas de los bellezones que abarrotan la isla dispuestos a todo —siempre que se produzca el milagro de encontrar un sitio donde sea posible todo— y con un plan de novenas a la Virgen de la Caridad del Cobre para que Cuba sea de nuevo —para «nosotros», subrayaba— un paraíso.
—Nenas —gritó la Manoslargas—: próxima parada, Cuba.
El Este de Europa ya había dado de sí todo lo que podía. Ya había proporcionado satisfacción a sus sitiadores, consuelo y razón a los desertores, abundante material a los ladrones de niños, científicos a precio de ganga, mano de obra especializada y baratísima, unos cuantos escritores atolondrados, futbolistas de talento a precio de ocasión, dolorosa alegría a los demócratas de buena voluntad y cuerpos jóvenes y necesitados a las agencias de servicio doméstico, a los puticlubs de carretera y a las pirañas concentradas en la Puerta del Sol. Si la Virgen de la Caridad del Cobre ponía por fin algo de su parte, la próxima estación, en efecto —y no sólo para las pirañas—, Cuba. Las pirañas no eran ni mejores ni peores que todos los demás.
A las pirañas, en todo caso, el Este de Europa había terminado por no dejarles nada; a mí, en cambio, me había dejado un chófer en prisión. Luis, el abogado, me aseguraba en cada una de sus llamadas telefónicas que estaba convencido de lograr la libertad provisional sin fianza, o con una fianza mínima y en relación con sus ingresos oficiales, para Kyril —así remataba el complicado recurso que había preparado y que pensaba presentar inmediatamente—, y que seguía «creando ambiente» en los juzgados «a nuestro favor» —se me ocurrió que lo mismo estaba montando allí dentro un bar gay—, pero aún no había visitado a Kyril, y Kyril estaba furioso. Kalina estaría con él a mediados de la segunda semana en un vis-à-vis que les habían concedido, y la propia Kalina me sugirió que le escribiese una carta, porque Kyril seguro que la necesitaba. Como la desdicha me ablanda el corazón, pensé que la generosidad no es sólo virtud de caballeros, sino que puede hospedarse también en el alma de una niña búlgara dispuesta a todo por su hombre, y le escribí a Kyril una carta en la que le decía, sobre todo, que Kalina era maravillosa, que Kalina era mejor que el oro —por un momento tuve la visión de Kyril con Kalina colgada al cuello—, que tenía que cuidarse y tener confianza y dejar la noche y sentar cabeza y sacrificarse un poco por Kalina, y que yo le ayudaría siempre en todo lo que pudiera, que yo siempre sería su amigo, el mejor amigo, aunque a él a veces hubiera podido parecerle que yo no era un amigo de oro. Como despedida, le pedía: sé bueno.
—No lo es —me dijo Kalina, muy preocupada, después del vis-à-vis—. Ya se ha peleado con unos cuantos.
Si no sale en seguida, Daniel, voy a perderlo. Se ha hecho muy amigo de otro búlgaro que está con una condena de diez años por haber secuestrado a alguien y haber intentado cobrar un rescate; Kyril dice que si lo dejan allí ya saben cómo fugarse. Se le está pasando el miedo. Y, encima, no me han dejado entregarle tu carta, la he tenido que poner en el correo.
—Empieza a creerse importante también allí dentro, ¿verdad?
—Exactamente. Y eso es muy malo. Ese abogado tiene que hacer algo más, por Dios.
—Hablaré con él. Díselo tú también, Kalina. Hoy mismo. Y a ver si se me ocurre alguna otra cosa.
Me miró como si estuviera a punto de vender un recuerdo de familia.
—Ir a verle —dijo—. ¿Tú crees que podrías ir a verle?
Era lo que estaba esperando oír. Sabía cómo hacerlo, pero no quería que Kalina se sintiera celosa. Estaba dispuesto a poner de mi parte todo lo que hiciera falta, pero también a ser delicado y respetuoso con las emociones que no me correspondían. Como no todo en este mundo es ruin, la generosidad a veces se ve recompensada, y ahora tenía un encargo que cumplir. Una muy querida amiga mía era muy amiga de alguien con un cargo importante en la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, y bastó con poner en marcha la cadena de amistades para que el director de la cárcel me citara en su despacho el martes de la tercera semana que Kyril pasaba ya encerrado. Podría verle en la sala de abogados y hablar con él con absoluta tranquilidad. Ni al alto cargo de Instituciones Penitenciarias, ni al director de la cárcel —a quienes debería parecerles normal que me interesara por mi chófer— se les ocurrió sospechar, supongo, que aparecería muy ingenua y muy sofisticada para darle a Kyril un absurdo parte meteorológico, pero la verdad es que yo me sentía como Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes.
—Es una locura —me dijo, muy acalambrada, la Tiralíneas—. ¿Por qué no te estás quietecita? Estoy viendo que no vas a parar hasta ofrecerte a quedarte presa en su lugar. Me veo llevándote el ¡Hola! todas las semanas.
Pero todo salió bien. El director de la cárcel fue muy amable —aunque me advirtió, tras consultar el expediente de Kyril, que mi chófer lo tenía complicado— y me acompañó, con una autorización de su puño y letra, a la sala de abogados, después de pasar los controles de un par de funcionarios hoscos y pejigueras y un par de rejas gigantescas que se abrían y cerraban por control eléctrico y levantaban un sonido sólido y muy frío, inconfundiblemente carcelario. El director pidió a los funcionarios encargados de los avisos que llamaran a Kyril, y luego me dejó sin hacerme ninguna indicación especial.
Podía quedarme allí cuanto quisiera. Toda la vida, si la Tiralíneas tenía razón. Estaba en una nave enorme, desierta. Durante unos segundos tuve la impresión de que allí dentro no había atmósfera. Al fondo, el funcionario del control estaría vigilándome; sabía que yo no era abogado y se había permitido poner reparos a la autorización del director. Los funcionarios que avisaban a los internos no se preocupaban de mí. Una luz compacta y despegada, que entraba por ventanas muy distantes del suelo, se quedaba en la parte alta de la nave y dejaba el resto en una penumbra suave y extrañamente uniforme. No olía a nada en aquel lugar. Frente a mí, las cabinas para los abogados, separadas del espacio reservado a los internos por un cristal y una reja, no consentirían expresiones demasiado dramáticas o fogosas. Tendría que ser prudente, comportarme como un caballero y no dar la nota. Cuando vi aparecer a Kyril por detrás de los funcionarios —dijeron su nombre y nos adjudicaron la cabina número tres—, vi su sorpresa, quizás un instante de decepción, su alegría.
—Gracias, muchísimas gracias, hombre —me dijo—. Creí que había venido el abogado a traerme buenas noticias. Me alegra muchísimo verte. De verdad. Muchísimo.
Pegué mi puño cerrado al cristal y él hizo lo mismo al otro lado. Se me ocurrió que era un gesto de lo más viril.
—Me da mucha vergüenza que me veas aquí —dijo—. Perdóname, hombre.
Era conmovedor que me pidiese perdón. Quizás por ponerme en aquel aprieto. Quizás por haber sido tan imbécil como para dejarse atrapar. Se agarró a las rejas e hizo ademán de darse contra ellas un cabezazo. Le pedí, procurando no poner demasiada cara de pena para no dar el cante, que me perdonase él a mí, pero que hacía cuanto estaba en mis manos para sacarle lo antes posible. Los ojos le brillaron de orgullo cuando supo que el director en persona me había acompañado. Tenía un aspecto magnífico: limpio, un poco más delgado. El chándal le sentaba divinamente. Estaba contento porque le habían hecho subdelegado de deportes en la quinta galería y le habían quitado los cuatro puntos negros que se había ganado a pulso al pelearse con otros presos. En el gimnasio podía moverse de verdad, no como en el patio, siempre en círculo. El abogado había ido por fin a verle y le aseguró que todo iba por buen camino; quizás pasara en casa el fin de semana. *** NO HAY *** ya le había conseguido al abogado cuatro clientes que estaban dispuestos a pagarle muy bien. Me pidió que se lo dijera. En cuanto estuviera libre, trataría de ayudar al búlgaro que estaba con él en la galería, muy inteligente, me dijo, y me conocía a mí. De casa de Gildo, al parecer. De buena se libró Gildo, dijo Kyril. Estuvieron pensando en secuestrarlo a él, a Gildo, pero al final se decidieron por otro porque pensaban que tenía más pasta. Creí que me faltaba el aire de repente.
—No te preocupes, hombre —me dijo Kyril—. A ti ningún búlgaro te hará nunca nada malo.
Necesitaba salir de allí, respirar.
—Tengo que irme ya, Kyril.
—Gracias por el chándal, hombre.
—Al salir, te pondré un poco de dinero, si puedo. Cuídate, por favor. Sé bueno.
—Y tú —dijo él, y me miró como advirtiéndome amigablemente que, tarde o temprano, uno se entera de todo.
Volvimos a juntar los puños a través del cristal. Aquella virilidad tan sobria estaba empezando a resultarme insufrible.
—Cuida de Kalina —me pidió.
—No te preocupes. En seguida volverás a cuidar de ella.
Sonrió.
—Pero tú la cuidas mejor —dijo.
—Hasta pronto, Kyril.
—Hasta pronto, hombre.
Salí a la nave. Cuando me volví, Kyril ya iba por el pasillo, muy despacio, mirándome. Era angustioso. Yo estaba solo, en medio de aquel lugar sin olor, con aquella luz lejana y densa, desdeñosa. Kyril se detuvo un momento. Sonrió de nuevo, sin convicción. Pero levantó el dedo pulgar de la mano derecha; para darse ánimos a sí mismo, para darme ánimos a mí. Y entonces a mí el brazo se me movió por su cuenta, olvidando que yo tenía que seguir siendo viril, y me llevó la mano abierta a los labios, y yo en los dedos deposité un beso, y el beso —como si yo estuviera asomado a un balcón lleno de macetas— se lo lancé a Kyril en medio de aquel vacío sin olor, sin luz, sin un detalle.
Creo que Kyril estuvo a punto de desmayarse. Y yo, abochornado de repente, me juré no contárselo a nadie.
Pero se lo conté. A todo el mundo. En cuanto el abogado, al día siguiente, me llamó para anunciarme que Kyril saldría casi seguro antes del fin de semana, porque el informe del laboratorio era incontestable: aquello era cafeína y sólo cafeína. A Kalina ya se lo había dicho. Kalina me llamó. Yo llamé a la Tiralíneas, a la Mogambo, a la Ley de los Ángeles.
—Cuánto me alegra —dijo el abogado mercantilista—. Pero estaba a punto de llamarte. En la Puerta del Sol lo sabe todo el mundo.
—¿Qué saben?
—Todo. Y te juro que yo no he dicho ni palabra. La Perseguida anda diciendo que ella hasta ha visto al tuyo retratado en los periódicos. Y que le piden diez millones de fianza por atraco a mano armada, exportación e importación de coches robados, allanamiento de morada y tráfico de heroína. ¡De heroína! Ya le he dicho que pocos millones me parecen para todo eso.
Poquísimos. Eso había que aclararlo. Me planté aquella misma tarde en la Puerta del Sol. Y esperaba encontrarme, con las dentaduras dispuestas a masticarme bien, un hervidero de loquipérfidas, pero todos me recibieron con mucha soltura y frivolidad, como si fueran actrices británicas. Nadie hacía la menor alusión al contratiempo de Kyril. Como si no supieran nada. Como si quisieran ocultarme algo. No podía más. Le dije a Gildo, en un aparte:
—Tengo que hablarte de algo.
Vio el cielo abierto.
—Maruja, menos mal —dijo, encantado—. Lo sé todo.
Y la Tremenda también lo sabía todo. Y la Manos-largas. Y, por supuesto, la Perseguida. Sabían más que yo. Mucho más que yo. Cosas absurdas. Nada de lo que sabían era verdad, pero lo sabían todo. Todos los detalles. Desde hacía tiempo. Muchísimo tiempo. Pero habían sido discretas, me dijeron. Respetaban que yo no dijese nada.
Habían respetado mi lógica preocupación. También ellos estaban preocupados. Todos. Eso sí, preocupados por mí. Por lo mal que lo estaría pasando. Y por el dineral que iba a costarme todo aquello. Decían que diez millones. ¿Podían echarme una mano? Espiritual, desde luego. Hasta la Perseguida se había ofrecido a ayudar porque ella «tenía conocimientos en los juzgados». Cuando les dije que Kyril iba a salir en seguida creo que se alegraron de verdad. Quizás había sido injusto con ellos.
—Si podemos hacer algo, aquí nos tienes —se ofreció Gildo, en nombre de todos.
Buenas chicas.
Pero no fue necesario hacer nada especial. El viernes, Luis, el abogado, muy contento, llamó a Kalina para decirle que el juez acababa de decretar la excarcelación y que esa misma tarde, de las cinco en adelante, Kyril estaría libre. Kalina, radiante, me llamó a mí. Quedamos para comer juntos.
—Cococha quería venir también a esperar a Kyril —me dijo, cuando ya era hora de salir para Carabanchel—. Pero yo prefiero ir sola.
Un modo discreto de pedirme que renunciara a acompañarla.
—Claro, Kalina. Ya me llamaréis.
—En cuanto lleguemos a casa. Espero que no salga muy tarde. El viaje en metro es larguísimo.
—¿En metro? Es horrible. ¿No tienes dinero para un taxi?
Sonrió. Sabía decir las cosas, y decirlas en el momento oportuno.
—Nada —dijo.
Le di quince mil pesetas, todo lo que llevaba encima. Kyril querría celebrarlo.
—No es posible, Daniel. No sé cómo vamos a devolverte todo el dinero.
—No tenéis que devolverme nada.
Kalina no parecía sorprendida. Ni recelosa. Ni intrigada.
—Hay muy poca gente que haría lo que haces tú —dijo, segura, con naturalidad.
Era el momento de que yo hiciera lo mismo.
—Tú sabes —dije, seguro, con naturalidad— que yo quiero mucho a Kyril.
Sonrió. Sabía decir las cosas, y cuándo decirlas.
—Ya lo sé —dijo—. Claro que lo sé.