XV.
Donde los senderos se bifurcan en el jardín

Una tormenta de verano había dejado el jardín brillante como el recuerdo instantáneo de los días felices. Pero, como el recuerdo en cuanto pierde la lozanía del primer fogonazo, el jardín, húmedo y sacudido por el vientecillo irregular que se había levantado apenas escampó, recuperaba por minutos el aspecto de un perro noble y envejecido al que acabasen de martirizar con un remojón. Mi madre ya me había explicado que, desde que Cayetano, el jardinero, se había jubilado, era difícil encontrar a alguien experto, constante y que no cobrase por horas una fortuna.

—Los tiempos ya no están para tener cuatro o cinco personas fijas de servicio —añadió—, y estoy viendo que al final tendremos que mudarnos.

Mi padre no quería ni oír hablar de mudanza. Mis hermanas, y, sobre todo, los maridos de mis hermanas, encontraban absurdo gastar dinerales en reparaciones continuas de la casa, demasiado vistosa para soportar sólo pequeños remiendos, porque además esas carísimas reparaciones, conforme pasaba el tiempo, apenas lograban disimular el deterioro del edificio o superar las incomodidades de una distribución anticuada y casi imposible de corregir. Yo me había ofrecido a sufragar algunos gastos, hasta un límite razonable, para tareas de conservación o incluso para mantener a alguna de las personas del servicio, y al final elegí hacerme cargo del sueldo, el montepío, el ocaso, los uniformes de invierno y de verano y otras prerrogativas intocables de Remedios, que entró a servir en casa un mes antes de que naciera yo y se había convertido, después de tantos años, según mi madre, más en una preocupación que en una ayuda, siempre asustada ante la idea de verse en la calle y sola en cualquier momento, hasta que yo le comuniqué que pasaba a ocuparme de todos sus gastos y que no tenía nada que temer. Siempre fui su niño predilecto, pero a partir de entonces fui también su ángel protector y todo lo que yo hacía, decía, proponía o censuraba era lo más acertado, lo más inteligente y lo más conveniente para todos. Según mi madre, mis hermanas y, sobre todo, los maridos de mis hermanas, era un dinero en buena parte tirado, más que nada porque, si no hubiera que costearle tantos caprichos —entre ellos, un viaje de una semana todas las Navidades para ir a visitar a una hermana monja en un convento de Burgos—, Remedios costaría la mitad y se podría utilizar el sobrante en alguna hora más de jardinero al mes, que buena falta hacía. Pero la devoción un poco disparatada de Remedios me divertía y, además, me ayudaba a seguir considerando aquella mi verdadera casa.

Había decidido adelantar un poco las vacaciones de verano, si bien quizás necesitara realizar un viaje a Madrid a mediados de agosto para atender algunos asuntos del despacho, desde luego ninguno de ellos relacionado con la reconversión de la petroquímica búlgara. La petroquímica búlgara había pasado seguramente a mejor vida y no admitía reclamaciones, en especial de Simenon Iliev. Durante algún tiempo había albergado la idea de pasar unos días en Brasil o Tailandia, destinos turísticos de una vulgaridad que de pronto se me antojaba reconfortante, pero al final pudo otra vez conmigo el deseo un poco enfermizo de refugiarme en casa de mis padres, dejarme mimar por Remedios, discutir con mis hermanas y con los maridos de mis hermanas el destino del cada vez más escaso y achacoso patrimonio familiar, soportar las prolijas explicaciones de mi padre sobre la desaparición del noble oficio del corretaje entre caballeros —al que venía dedicándose, con mucho cuidado en la elección de las operaciones de compraventa, desde que se vendió la bodega de la familia, en la que ejercía el cargo de gerente con suficiente esmero, a su entender, al tratarse de una posición si no del todo honorífica, sí muy altruista por su parte—, atender las lamentaciones de mi madre por la falta de modales de las nuevas generaciones y su manía de celebrarlo todo —bodas, bautizos, comuniones, entierros— de manera informal, salir poco —sólo alguna noche a cenar con mis hermanas y mis cuñados—, pasar largas horas en mi antigua habitación, ahora convertida en gabinete, emprendiendo lecturas postergadas o simplemente contemplando aquel jardín que, sin duda, conoció días mejores. Era un comportamiento absurdo, depresivo, pero no forzado, y me servía para compensar la vida acelerada y la borrascosa y siempre un poco epidérmica agitación sentimental del resto del año. Cierto que, otros veranos, la cura de aburrimiento y dejadez nunca duraba más de dos semanas, pero otros veranos yo no tenía que reponerme de una experiencia mística por vía punitiva, iluminativa y unitiva en plena Bulgaria, y de un aparatoso y repentino desorden moral —como el de la mujer casada, decente y feliz que, un buen día, pierde los estribos por otro hombre y, de pronto, perturbada, tira a sus hijos por el balcón—, todo prácticamente sin solución de continuidad. En dos semanas no hay caballero que se reponga de una repentina despresurización espiritual de semejante calibre.

A Kyril seguía viéndole sólo cuando el tiempo o el sueño se lo permitían, o cuando algún imprevisto económico se lo aconsejaba. Es verdad que seguía jurándome que yo era el amigo al que más quería —y seguía acompañando su declaración con el delicioso gesto de llevarse la mano derecha abierta al lugar del corazón, a sabiendas de que yo iba a decirle que en aquel hueco del pecho los búlgaros no tenían un corazón, sino una patata—, y no había olvidado la manera de sonreír con los ojos y besar en las mejillas como si acabara de llegar de un largo y penoso viaje, pero también es cierto que la falta de una necesidad perentoria lo hacía todo menos emocionante. Cuando Kyril no tenía donde caerse muerto, cinco mil pesetas que yo le diera significaban para él la vida durante un par de días; ahora, con unos ingresos desiguales pero en modo alguno insuficientes para que él y Kalina pudiesen vivir sin grandes agobios, las diez o quince mil pesetas que yo le daba cuando nos veíamos tenían siempre algo de superfluo y aséptico. No era fácil ser y sentirse generoso con alguien que, entre lo que ganaba él y lo que ganaba Kalina, algunos meses gastaba bastante más de lo que gastaba yo sin privarme de nada. Estaban pensando en mudarse de apartamento, entre otras razones porque ya no tenían espacio para todos los aparatos electrodomésticos y audiovisuales que Kyril siempre había considerado imprescindibles para sentirse a salvo de la miseria. Tampoco les quedaban ya dedos en los que encajarse alianzas y sortijas, aunque Kyril no olvidaba la frustración de no haber podido comprarse aún la estrepitosa cadena de oro que continuaba, como esperándole, en el escaparate de la joyería de la Gran Vía y que él iba a mirar de vez en cuando, para asegurarse de que seguía allí. Esperaba colgársela pronto al cuello, junto a las otras tres o cuatro que llevaba siempre por encima de la camisa, bien visibles. Era evidente que los amos de la noche, cualquiera que fuese su especialidad, pagaban bien. Por eso, cuando llamé a Kyril para decirle que adelantaba un poco mis vacaciones, asegurarme de que tenía en su agenda el número de teléfono de casa de mis padres y pedirle que me avisara si por fin decidían pasar algunos días en la playa y podíamos encontrarnos, él me dijo que ya tenían reservas en Ibiza, donde pensaban permanecer una semana, pero que después a lo mejor iban a hacerme una visita para conocer a mi familia y pasar conmigo parte del mes de agosto. Debo reconocer que era en lo último en lo que yo habría pensado. Claro que, desde esa conversación, había pasado ya más de mes y medio y no había vuelto a tener noticias suyas —cuando llamaba a su casa, saltaba invariablemente el contestador automático, con las instrucciones grabadas con gran solemnidad en búlgaro y español, y nunca respondió a mis mensajes—, así que mi madre se ahorraría la intensa experiencia de conocer a una pareja representante de las nuevas y migratorias generaciones y con un sentido particularmente drástico de la informalidad.

En mi casa, Remedios todavía se cambiaba de uniforme y se ponía un blanquísimo delantal almidonado para servir la merienda, incluso aquellas tardes calenturientas de agosto en las que sólo merendábamos, en la terraza chica recién regada, mi madre y yo. A mi madre también le gustaba arreglarse —con esmero, pero con moderación— antes de sentarse a merendar, porque la merienda marcaba el límite entre el ajetreo diurno y el sosiego vespertino, hubiese o no previstos planes hasta la hora de la cena o, sólo en ocasiones excepcionales, para cenar fuera de casa. A mí me divertía respetar ese rito algo anticuado de la merienda y, en general, prolongaba la hora de la siesta leyendo un poco, y me duchaba y me cambiaba de ropa, antes de acudir a la terraza chica, donde todo estaba preparado con una pulcritud que resultaba muy tranquilizadora.

Cuando yo no estaba en casa, mi padre se sometía sin rechistar al rito imprescindible de la merienda. Pero en cuanto me veía aparecer por la cancela del jardín, se consideraba exento temporalmente de un ritual que sin duda se le antojaba tan rígido, ancestral e interminable como el de las bodas del futuro emperador japonés. La merienda, de hecho, no consistía más que en una taza de té o café y tortas de aceite de Casa Guerrero, y, en circunstancias normales, podría despacharse en media hora, pero el tono ceremonioso y sedante que mi madre había conseguido imponer y mantener durante décadas exigía dos horas como mínimo dedicadas cada día a merendar. De forma que mi padre, en cuanto yo llegaba a casa, recuperaba de repente dos horas extraordinarias que, salvo los paréntesis de mis vacaciones en los últimos tiempos y alguna que otra circunstancia luctuosa, había tenido que dedicar a diario a la dichosa merienda desde hacía cincuenta años, desde la primera vez que mi abuelo le permitió entrar en la casa para pretender a mi madre. Mi padre no lo olvidaría nunca: «Lo primero que hice fue eso: merendar. Y así hasta hoy». Y no se resignaba. Llevaba cincuenta años aceptándolo con una admirable docilidad, pero, el primer día que yo pasaba en casa, él se daba unas prisas locas en quitarse de en medio después de la siesta y echarse a la calle a disfrutar aquel par de horas con la glotonería con la que debe de disfrutar un preso sus primeras dos horas de libertad. En casa nos quedábamos mi madre, Remedios y yo —por razones presupuestarias y de economía doméstica, hacía años que la muchacha del cuerpo de casa y la cocinera se iban después de comer—, y todo adquiría una suavidad antigua y transparente, una armonía tal vez algo anacrónica y superficial, pero que me permitía reconciliarme con mis orígenes, con mi gente, con todo lo que yo debí ser y no soy. Durante la merienda, nunca se hablaba de asuntos desagradables, ni siquiera cuando a nosotros se unían mis hermanas o, rara vez, los maridos de mis hermanas. Todo lo más, aquel verano, mi madre se quejaba con amable resignación del deterioro del jardín. Yo procuraba consolarla con el argumento de que las restricciones de agua, por culpa de la sequía, lo tenían todo —incluso los jardines de las mejores casas— agostado, mustio. Pero el jardín tenía solera y, en cuanto lloviese un poco, reviviría. Una fugaz tormenta de verano había conseguido devolverle un poco de brillo, al menos durante unas horas. Aún olía la tarde a yerba mojada. Prolongamos la merienda un poco más de lo habitual y, cuando en la terraza chica empezó a refrescar, sentí que el interior de la casa desprendía un aliento muy acogedor, muy tibio y delicado. Se me ocurrió que allí habría podido mantener, sobre los legendarios encantos de la selva, una muy grata conversación con Adelardo Taormina. A quien no me imaginaba, desde luego, era a Kyril extasiado con aquella atmósfera de una quietud digna del ceremonial de la corte del Trono del Crisantemo.

Dos días después de aquella incursión vespertina en el karma de la parsimonia, muy temprano, Remedios entró en mi habitación —como siempre, sin avisar— y me anunció:

—Niño, te llama por teléfono un extranjero.

Era Kyril.

—Perdona, hombre —dijo—. Ya sé que es muy temprano. ¿Estás bien? Hombre, ¿has tenido un problema de corazón?

—¿Qué demonios estás diciendo, Kyril?

—Hombre, dime, ¿estás bien?

—Claro que estoy bien. Estoy perfectamente. ¿Qué pasa?

—Mañana vamos a verte. Kalina, yo y el gatito —Kyril siempre decía «gatito» de una forma que parecía que estaba pellizcándolo con mala idea—. ¿Sigues estando bien del corazón?

Regular, la verdad. Kyril se reía como si estuviera impaciente por heredarme. Confié en que aquella taquicardia repentina se me pasara con un poco de aire fresco. Abrí la ventana del gabinete. Kyril me había dicho que llegarían a eso de las cuatro de la tarde, y yo le expliqué lo mejor que supe la manera de llegar hasta la casa. Dijo que era muy feliz por poder pasar unas vacaciones conmigo. Kalina también era muy feliz. Y supongo que el gatito era más feliz que nadie. Las vacaciones conmigo, por desgracia para todos, iban a ser muy cortas; sólo cuatro días, porque Kyril y Kalina tenían que incorporarse el jueves, sin falta, a sus respectivos trabajos en sus respectivas discotecas. Bueno, el gatito, al parecer, no tenía que incorporarse a ningún trabajo en ninguna discoteca, así que a lo mejor se quedaba con mamá, con Remedios y conmigo, merendando todos los días como un señor, rebosante de felicidad, hasta la festividad de los Reyes Magos. Había que organizado todo en seguida.

No necesité consultarlo con mi madre para decidir que en casa —sin servicio desde las cuatro de la tarde, con Remedios suficientemente agobiada por el solemne trajín de la merienda, con las habitaciones de invitados sin arreglar porque mis hermanas y los maridos de mis hermanas habían impuesto sus presupuestos restrictivos, con el jardín hecho una lástima— Kyril y Kalina no se encontrarían nada cómodos. El gatito, menos cómodo todavía. Menos mal que cerca de casa acababan de construir un hotel y, para mi alivio, tenían habitaciones libres; ni se me ocurrió preguntar si admitían gatitos. A mi madre le advertí que recibiría al día siguiente la visita de unos amigos vagamente relacionados con un asunto profesional —la petroquímica búlgara estaba resultando al final una especie de hada madrina, útil para cubrirme y justificarme ante cualquiera y en cualquier circunstancia—, amigos que me habían atendido muy cariñosamente en mi reciente viaje a Bulgaria y a los que debía una mínima hospitalidad.

—¿Búlgaros?

—Búlgaros, mamá.

—¿Y son católicos?

—Ni idea, mamá. En cambio, puedo asegurarte que no son caníbales.

—Daniel, por Dios, no bromees con esas cosas.

Por la cara que puso, me entró la duda de si a mi madre lo que le repelía era que pudieran comernos vivos, o más bien que, a la hora de zamparse a toda la familia, no supieran utilizar los cubiertos adecuadamente.

—¿Y a qué hora dices que llegan?

—Sobre las cuatro de la tarde, mamá. O quizás se retrasen un poco. Vienen en coche.

—O sea —dijo mi madre, con el desaliento de quien ve cómo se confirman sus más negros presagios—, a la hora de la merienda.

En efecto: exactamente a la hora de la merienda.

Yo mismo bajé a abrir la cancela para que Kyril pudiera aparcar en el jardín. No me pareció prudente que aquel coche tan tentador se quedara en la calle, y eso que mis cuñados habían aparcado en el primer hueco que encontraron, a considerable distancia de la casa. Porque mis hermanas y los maridos de mis hermanas estaban allí, todos expectantes, todos a la espera de sabía el cielo qué aparición. Mi madre había llamado a mis hermanas para darles la noticia y las invitó a merendar, porque así ella se sentiría más acompañada. Y, desde luego, conozco a mi madre y sé que puede controlar sus emociones, pero me bastó observar cómo parpadeó al ver a Kyril bajar del coche para imaginar la visión que tenía en aquel preciso momento: aquel hombretón con pinta de salteador de caminos, engullendo a la familia Vergara en pleno y, lo que era peor, arrancándonos nuestros muslos, nuestros brazos, nuestras pechugas y nuestro todo lo demás con aquellas manazas abarrotadas de sortijas, antes de hincarles el diente.

Menos mal que la presencia de Kalina tranquilizó un poco a todo el mundo. Tan rubia, tan sonrosada de piel, con un conjunto blanco de dos piezas que le dejaba al aire la cintura y le daba un aspecto fresco y perfumado, con el gatito en brazos, despertó en seguida las simpatías de al menos la mitad masculina de la familia Vergara. Kalina era ese tipo de chica que gusta a todos los hombres, pero, de modo especial, a los hombres maduros. Kyril, por supuesto, lo sabía, pero no era en absoluto celoso. De Kalina, en cambio, no podía decirse lo mismo. Kalina estaba convencida de que Kyril —con su chándal verde, su pelo fuerte y largo, su barba cerrada y sin afeitar desde hacía dos días, su envergadura contundente, sus movimientos siempre un poco cautelosos, su sonrisa maliciosa, sus ojos claros y tristones— era irresistible para todas las mujeres. Para todas, quizás no, pero mi madre desde luego podía estar a punto de desmayarse.

Remedios, por indicación de mi madre, había dispuesto todo para la merienda en el comedor principal. En primer lugar, porque no había por qué pensar que todos los búlgaros sólo son capaces de apreciar una buena tienda de campaña. En segundo lugar, porque éramos muchos —hasta mi padre había decidido no perderse el acontecimiento— y en la terraza chica estaríamos incómodos. Y en tercer lugar, porque a partir del mediodía el cielo se había encapotado y, en efecto, poco antes de que Kyril y Kalina llegasen había empezado a chispear. El jardín iba adquiriendo un aspecto brillante y flexible que tapaba un poco el «déficit de jardinería» —según la selecta expresión de Javier, el marido de mi hermana Carmen.

Creo que Kyril y Kalina venían hambrientos, aunque sospecho que no más que el gato. Pero Kyril se comportó durante las dos horas largas de la merienda, limitada como siempre a té y café y ligerísimas tortas de aceite de Casa Guerrero, con una prudencia y un respeto admirables. El gato desapareció en busca de algo más consistente, y a Kalina empezaron a gruñirle las tripas de tal manera que llegué a temer que, de un momento a otro, se lanzara al canibalismo. Kyril, sin embargo, dio muestras de un estoicismo casi nipón. Sin duda —recordando que yo había soportado con entereza las comilonas búlgaras y que había conseguido siempre poner cara de felicidad mientras su padre tocaba el acordeón—, entendió a la perfección que la merienda, tan imperturbable, era una milenaria y sagrada tradición familiar, algo así como un ágape sacro ante los dioses sintoístas, todo gobernado por una lentitud y una contención de raíz oriental, quizás —se me ocurrió de repente— emparentadas con las acrisoladas sutilezas del alma eslava; a lo mejor Kyril, como yo en Sofía la primera noche, estaba a punto de entrar en éxtasis. Remedios vigilaba la liturgia como una sacerdotisa incorruptible.

Kyril y Kalina apenas hablaron durante la merienda. Mi madre y yo también estuvimos muy callados. Mi padre se dedicó a quejarse de los niñatos que se dedicaban ahora el corretaje sin el menor respeto a las normas antiguas y a los acuerdos no escritos entre caballeros. Mis hermanas y los maridos de mis hermanas volvieron a ponerse pesadísimos con la limitación del presupuesto para reparaciones, con lo poquísimo que rendían las acciones de la bodega que recibieron como pago cuando la bodega se vendió, con el escándalo que mis cuñados pensaban organizar en la próxima junta de accionistas hasta ver si lograban echar al nuevo gerente, y con otros pleitos de familia, sin respeto alguno a la regla que prohíbe airear ese tipo de intimidades en presencia de extraños. Claro que, bien mirado, Kyril y Kalina —y hasta el gato, si me apuraban— no tenían por qué ser considerados allí más extraños que Javier, el marido de mi hermana Carmen, o José Manuel, el marido de mi hermana Amparo. Aparte formalismos judiciales o parroquiales, ¿no había que considerar a Kyril y Kalina tan hijos políticos de mi madre y de mi padre como aquel par de cantamañanas? Si quisieran, Kyril y Kalina tenían todo el derecho del mundo a expresar su opinión sobre el presupuesto para jardinería y reparaciones o sobre la estrategia a seguir en la junta de accionistas de la bodega para conseguir el cambio del gerente. A propósito de esto último: seguro que a Kyril se le ocurrían estrategias infalibles.

Lo único que necesitaba Kyril para sacar a relucir su talento natural era encontrar algún estímulo que le rescatara de aquella especie de parálisis temperamental, tan sorprendente, en que le había sumido la merienda. Como no podía ser menos, ese estímulo le llegó a través de la cámara de vídeo.

Kalina sacó el artilugio —y pidió permiso con una sonrisa encantadora—, supongo que como una manera de poner fin a aquella parsimoniosa tortura. Kyril le pidió en seguida la cámara. Ahora, en la cinta de vídeo, veo a toda la familia Vergara un poco espantada por la irrupción de aquella especie de vampiro electrónico que se demoraba en nuestras caras, en nuestras manos, en nuestras tazas y platos y cubiertos con una delectación que a mi madre le pareció —se le nota en los ojos— pura impertinencia. Al principio, las imágenes son un poco melancólicas, creo que porque Kyril estaba aún medio adormecido por la larga ofrenda a los dioses sintoístas, pero conforme Kyril fue espabilando y volviendo a su ser el rodaje se animó, todos nos animamos, mi padre y mi hermana Amparo incluso llegan a saludar a la cámara como zangolotinos en una procesión televisada, y Kyril hace excursiones vanguardistas a algunos detalles de la decoración del comedor principal de la casa: las cortinas, un cuadro, el jardín visto a través de los cristales de la ventana… De pronto, en uno de esos travellings atrevidísimos para un vídeo doméstico, la imagen sufre una especie de tropezón, se desenfoca, describe una parábola saturada de grises confusos e inciertos —en realidad, Kyril se olvidó de interrumpir la grabación al retirarse la cámara del rostro— y se oye la voz rediviva de mi chófer que dice:

—Mira, Kalina.

Se refería al aparador.

El aparador era un mueble inmenso, excelente por la calidad de la caoba y la sencillez del diseño, nada agobiante a pesar de sus dimensiones. Allí estaba, expuesta, la plata buena de la familia. Bandejas, candelabros, jarrones, ajuar de mesa —saleros, azucareros, aguamaniles—, tabaqueras, bomboneras… Casi todo, de la familia de mi madre.

—Qué precioso —dijo Kalina.

Kyril se echó la cámara de vídeo a la cara. Afuera, había empezado a despejar y la intensidad de la luz había crecido hasta el extremo de cambiar el color de la atmósfera del comedor. El aparador había recuperado en aquel instante un antiguo color rojizo y jugoso, y la plata parpadeaba como la piel de un gato montés después de un aguacero. Kyril se fue acercando al mueble, a las piezas de plata de ley, y parecía empeñado en recoger con la cámara todas y cada una, como si fuera un botín. Miré a mi madre; se le había puesto cara de pánico. Estaba claro que se sentía como si la estuviesen desvalijando. Mi padre parecía desconcertado. Mis hermanas sonreían comprensivas y nerviosas, y los maridos de mis hermanas habían optado por una mueca burlona que no lograba ocultar su incomodidad. Yo recordé el espantoso mural de formica de la casa de los padres de Kyril y su conmovedora colección de envases de desodorante, laca o espuma de afeitar, y lo orgullosos que posaron delante de ellos para que yo, malicioso, los retratara con mi cámara. Si a mí se me hubiera ocurrido en aquel momento elogiar la colección de envases, seguro que me los habrían ofrecido todos. Mi madre, en cambio, estaba a punto de sucumbir a un sopetón ante el interés y el deslumbramiento que aquel búlgaro con aspecto de salteador de diligencias sentía por la plata de la familia, como si los nuevos bárbaros fueran a requisársela. Kyril se mostraba incapaz de apartar del aparador el ojo de la cámara. Tintineaba en la oreja de Kyril el signo del dólar. Mi padre comenzaba a inquietarse. Mis hermanas y los maridos de mis hermanas empezaron a cuchichear. Menos mal que Remedios eligió aquel momento para preguntarme:

—Niño, ¿los señoritos búlgaros van a quedarse a dormir?

Todos dimos un respingo.

Antes de que a mi madre le diese una apoplejía o contestase alguna inconveniencia, me apresuré a precisar:

—No, Remedios, gracias. Dormirán en el hotel.

Dentro del alivio general, creo que los que más se aliviaron fueron Kyril y Kalina. Y el gato. Pero Remedios insistía.

—¿Por qué, niño? Hay habitaciones libres. Aquí estarán estupendamente. Es una lástima que se vayan al hotel.

—Remedios, no te preocupes, los señoritos búlgaros —dijo mi hermana Carmen, con mucho retintín— prefieren un buen hotel a esta antigualla de casa. ¿Verdad?

Mi hermana Carmen siempre tuvo una especial habilidad para poner a la gente en aprietos. Por supuesto, quedó claro que esperaba una respuesta.

—Sí. Bueno, no —balbuceó Kyril.

—No queremos molestar —dijo Kalina, más hábil y diplomática—. Aunque la casa es preciosa.

Remedios era, al parecer, la única que intuía que Kyril, Kalina y el gato tenían perfecto derecho a quedarse a dormir en casa. Si el señorito Javier o el señorito José Manuel podían hacerlo cada vez que se les antojara, ¿por qué no iban a hacerlo los señoritos búlgaros? La verdad es que me avergoncé. Pero yo llevaba algún tiempo convencido de que aquella historia había llegado a su fin —Kyril y yo nos veíamos cada vez menos, utilizábamos muy de tarde en tarde el francés, con Kalina hablaba ya por teléfono como se habla con una vecina de lo carísimo que está todo, ellos en general tenían dinero suficiente para independizarse por completo de mí—, y todo lo que había ocurrido aquella tarde, durante la merienda, me confirmaba que cada vez más ellos harían su vida por su cuenta —acababan de mudarse de piso— y nos encontraríamos de vez en cuando para cenar juntos o ayudarles en alguna gestión que tuvieran que hacer. Kyril, Kalina y el gato nunca se sentarían conmigo y con mis hermanas y los maridos de mis hermanas en el consejo de la bodega. Tenía claro que mi familia nunca la formarían Kyril, Kalina y el gato; mi familia la formarían siempre y sólo, para mi consuelo y mi pesar, mi madre y mi padre, Remedios, mis hermanas y los pesadísimos maridos de mis hermanas. Además, sólo a Remedios se le podía ocurrir llamar a Kyril y a Kalina —y al gato, si se terciaba— «señoritos».

Pasamos cuatro días agradables y muy ocupados —visitas a las bodegas, excursión al Coto, subida en barco por el Guadalquivir hasta Sevilla—, y desde luego me hice cargo de la factura del hotel. Todos los días pasaron por casa, pero jamás a la hora de la merienda. Cuando fueron a despedirse, sólo encontraron en casa a Remedios y me dejaron el encargo de despedirles de mis padres. Quedamos en vernos en Madrid a mi vuelta, a mediados de septiembre.

Sin embargo, tuve que adelantar el viaje. Kalina me llamó para decirme que habían detenido a Kyril.