Conservo dos billetes de veinte lebas, pero ni siquiera recuerdo el cambio. Es, en cualquier caso, todo lo que queda de los dos mil dólares que Kyril, Kalina y yo llevamos a Sofía en un viaje que tuvo algo de peregrinación, de identificación y consolidación familiar, de experiencia mística, de petición de mano por mi parte a los padres de Kyril, a la madre de Kalina, a los mejores amigos de ambos, y a los santos Cirilo y Metodio, patronos de las lenguas minoritarias, aunque selectas. Un viaje, sobre todo, interior.
Porque, pese a las promesas del cónsul de España, se retrasaba la concesión del visado a la madre de Kyril. De hecho, el cónsul dejó de ponerse al teléfono cuando yo llamaba desde Madrid, y un día la telefonista del consulado me explicó que el señor cónsul había tomado sus vacaciones y no regresaría hasta pasado un mes. Kyril ya estaba en casa, impaciente, con poco dinero, escayolado y dirigiéndome miradas lastimosas, que a mí me traspasaban todo lo traspasable, cada vez que yo le informaba de que el viaje de su madre no terminaba de estar claro. La moto permanecía —para chatarra, según Kyril— en el depósito de la policía municipal para vehículos accidentados. Kalina tenía un impreciso certificado de la policía que le autorizaba a permanecer en España mientras se consideraba su solicitud de exención de visado por matrimonio con un residente. La madre de Kyril parecía ya resignada a no viajar nunca. Y Kyril decidió que eso no tendría demasiada importancia si, a cambio, el viaje lo podía hacer él.
—Hombre —me dijo—, ¿por qué no vienes con nosotros a mi país?
Yo acepté como un autómata lo que eso significaba: dejar de nuevo los asuntos del despacho, durante otra semana, en manos de mis socios y de una secretaria boquiabierta; comprar los tres billetes de avión, si bien el de Kalina costó poco más de lo que cuesta una comida de negocios, al aplicársele la tarifa balcánica para menores de veinticinco años; dedicar dos tardes completas a la compra de regalos, que consistieron exclusivamente en productos para baño y perfumería —una docena de tubos de pasta dentífrica, otra docena de pastillas de jabón, media docena de botes de gel para baño, una docena de botes de champú, media docena de envases de espuma instantánea de afeitar hipoalergénica, una docena de envases de desodorantes con pulverizador, todo ello de marcas distintas, aunque corrientes— y cajas de bombones y tabletas de chocolate. Por mi cuenta y riesgo, compré dos inenarrables figuras de Lladró: una pareja de bailarinas con tutú romántico y mariposas revoloteando a su alrededor, para la madre de Kalina, y un joven y sonriente clochard tocando el acordeón, para la madre de Kyril. Por un momento pensé que las señoras me estarían más agradecidas si les llevase una lavadora automática a cada una, pero consideré que contribuiría mejor a equilibrar la nueva sensibilidad eslava, acosada por el consumismo, con la finura y elegancia de Lladró. El cargamento de perfumería y cosmética se lo llevaron Kyril y Kalina para distribuirlo y empaquetarlo según sus destinatarios.
Guardo una cinta de vídeo dedicada por entero a aquel viaje. Ahora, viéndola, me doy cuenta de lo nervioso que puede ponerse Kyril, sobre todo si tiene razones para pensar que algo puede terminar mal. Y el viaje podía tener un final desastroso. En principio, Kalina no estaba autorizada a moverse de Madrid hasta que no se le entregase la tarjeta de residencia, si bien era cierto que el permiso provisional de la policía no lo advertía expresamente. Kalina había retirado sin problemas su pasaporte de la comisaría que tramitaba los asuntos de inmigración, y en mi opinión eso suponía la interrupción de los trámites de legalización de su estancia en España. Además, necesitaría un visado nuevo para regresar, y tal como estaban comportándose todos los consulados españoles no estaba claro que pudiera conseguirlo. Kalina, asustada, consideró incluso la posibilidad de quedarse en Madrid y que el viaje lo hiciéramos únicamente Kyril y yo. Pero Kyril quería que mi viaje interior fuese completo, que reuniese todos los ingredientes de incertidumbre, sacrificio, sofoco, sobrecogimiento, vértigo y catarsis que debe reunir un viaje interior como Dios manda; de lo contrario, no se entendía su empeño en que Kalina viniese con nosotros, aun a riesgo de tener que dejarla en Sofía por los siglos de los siglos. La situación, en cualquier caso, no era tranquilizadora —pese a que yo llevaba preparada otra carta de invitación, con la firma autentificada ante un notario que ya me la había autentificado hacía poco en dos cartas idénticas y debía de pensar que me proponía traer a todos los búlgaros, uno por uno—, y por eso a Kyril se le ve tan nervioso en la cinta de vídeo, en el aeropuerto de Barajas, poco antes de pasar el control de pasaportes y subir a un avión que lo haría todo irremediable.
Claro que no menos nervioso se me ve a mí. Y con razón. Por un lado, no estoy seguro de que me fuera indiferente el que Kalina pudiese o no regresar a su bullicioso hogar español, un hogar al que yo no era en modo alguno ajeno y que, sin ella, podía convertirse de nuevo en un albergue de botarates y en una guarida de búlgaras ligeras de cascos; prefería que Kalina estuviese allí, para controlar «nuestro» hogar. Por otro lado, tenía la sensación de estar viviendo un momento de plenitud, pionero de toda una experiencia sentimental comparable a la de una distinguida señorita de la capital que viaja a un poblachón para conocer a la familia, demasiado rural, de su prometido. Yo era el primero, entre todos los amigos con conexiones búlgaras, que viajaba a Bulgaria, y lo hacía como seguramente no estaba dispuesto a hacerlo ninguno de los demás, ni siquiera Gildo —sin duda alarmado por la posibilidad de contraer enfermedades todavía no catalogadas—, y mucho menos la Mogambo o la Tiralíneas o la Regina, incapaces de arriesgar una milésima parte de su sacrosanto confort: Kyril me había prohibido que me hospedase en un buen hotel y me obligaba a alojarme en su casa del barrio obrero de Drujba. Mi viaje interior se presentaba lleno de amenidades.
Tal vez para compensar el exceso de amenidad, Kyril me aseguró que el viaje en general, y mi viaje interior en particular, me saldría baratísimo.
—¿Cuánto?
—Con mil dólares para los tres hay de sobra.
Siempre he desconfiado de los presupuestos optimistas —desconfianza que me ha permitido en mi actividad profesional garantizarme unos balances anuales satisfactorios—, de modo que le encargué a Adela que pidiese dos mil dólares al banco, a cargo de mi cuenta personal. Conservaba algunos marcos de un reciente viaje a Frankfurt y pensé que serían suficientes en caso de emergencia. Ni siquiera le dije a Kyril que los llevaba conmigo. En cambio, los dos mil dólares íntegros se los di a él.
—Toma. Todos para ti.
Abrió mucho los ojos, con aquella expresión de asombro infantil y pícaro que podía conseguir, de proponérselo, que yo le diera todo el departamento de divisas del Banco de España.
—¿Y tú?
—No me hacen falta. En tu país, tú serás el rico y yo seré tu invitado.
Los ojos se le llenaron de gratitud.
—Gracias, hombre —susurró, y me dio ceremoniosamente la mano.
Yo no podía consentir que Kyril regresara a su país como un pobre. Llevaba más de tres años fuera de Bulgaria y había salido para prosperar, para hacer fortuna, para comerse el mundo; yo no podía consentir que volviese como un fracasado. Es verdad que dos mil dólares no definen exactamente a un potentado, pero con dos mil dólares en Bulgaria él se sentiría rico, y eso era lo importante. Cierto que, a cambio, yo podía quedar ante toda Bulgaria como un perfecto gorrón. No me importaba. Supuse que eso tiene que formar parte de cualquier viaje interior que se precie.
Estábamos ya en el aeropuerto y no pude evitar que Kalina viese cómo le daba los dólares a Kyril: a partir de ese instante, ella se referiría a «nuestro dinero» con absoluta naturalidad. Los únicos dólares que no eran «nuestros» me los había dado Emil, también en el aeropuerto, para que yo se los entregase a sus padres cuando fuéramos a verles. Cien dólares.
Emil y Natalí fueron a despedirnos. Trajeron una bolsa que pesaba como los años de gestión centralizada sobre la petroquímica búlgara. No hacía falta escudriñar en su interior: más desodorante, más champú, más espuma de afeitar, más bombones. Producía cierta congoja comprobar que la higiene y el chocolate siguen siendo un lujo para algunas personas en el mundo.
Mientras facturábamos el equipaje, Emil y Kyril se enzarzaron en una discusión que yo no entendía hasta que Kalina me aclaró que Emil exigía la entrega de la cinta de vídeo donde estaba recogida su boda —en la que Kyril y Kalina habían sido padrinos—, una boda llena de familiares de Natalí —entre ellos, aquella hija que crecía y se desarrollaba por horas— apelotonados en el raquítico despacho de la titular de un juzgado de Torrejón y que Kyril y Kalina consideraban mucho más desangelada que la suya. Tal vez por eso —aventuré yo—, Emil no quería que sus padres la viesen, para que no se murieran de tristeza al comprobar cómo había tenido que casarse su hijo. Pero luego Kyril me aclaró que no, que Emil lo que no quería era que sus padres descubriesen a la verdadera Natalí, tan diferente de la jovencita inexperta, delicada e hija de una familia de postín de la que él les había hablado. Pobre Emil. Pobre Natalí. Y qué afortunado era yo: Kyril y Kalina no sólo no se avergonzaban de mí, sino que me llevaban junto a los suyos para que —aparte de financiar como era de ley los gastos del viaje— pudieran agasajarme como yo me merecía.
Para empezar, con flores. Con muchísimas flores. Hubo un momento, en el aeropuerto de Sofía, en que llegué a sentirme difunto. La madre de Kyril, una mujer pequeña y regordeta que desprendía dulzura por todos los poros de su cuerpo, se abrazó a mí lloriqueando y repitiendo con toda su alma: mamá, mamá, mamá. Para ser búlgara y antigua enfermera de un hospital del ejército, tenía un concepto muy moderno y desprejuiciado de la maternidad política.
—Yo, papá —me dijo el padre de Kyril, y me estrechaba las manos entre las suyas como debe hacerlo cualquier suegro medianamente satisfecho de la felicidad de su hijo, pero con la especial emoción que el alma eslava es capaz de prestarle a la felicidad que los hijos felices trasladan a sus padres.
Kyril encontró a su padre muy viejo. Desde hacía un año estaba jubilado, lo que indicaba que, puesto que Kyril —hijo único— acababa de cumplir veinticinco años, la paternidad había sorprendido a aquel hombre algo mayor. Era de mediana estatura, delgado, de cabeza grande y huesuda y abundante pelo blanco, y Kyril se quejaba de que había sido durante toda su vida, en una fábrica de armamento de cuyo turno de noche había llegado a ser encargado, demasiado honrado y estricto. Le había quedado una jubilación mísera. Por suerte, el Estado le había devuelto algunas tierras confiscadas por el antiguo régimen al abuelo de Kyril y ahora criaba en ellas ganado porcino, gallinas, conejos y una vaca que le permitían obtener algunos ingresos complementarios. Kyril pretendía que su padre vendiera aquellas tierras y le diese el dinero para dar la entrada de un piso en alguna de las ciudades dormitorio de los alrededores de Madrid. Aparte de que el mercado búlgaro de pequeñas fincas rústicas no debía de ser muy boyante y quizás fuera necesario vender todo el país para comprarse un apartamento en Móstoles, Kyril —tan alto, tan fuerte, tan guapo, tan desaprensivo— era tan diferente de sus padres que por un instante pensé que no era, en realidad, hijo suyo. Viéndoles juntos por vez primera, me asaltó la angustiosa y quizás injusta impresión de que Kyril también habría dado la vida de sus padres por él.
Los padres de Kyril nos tenían preparada una cena invencible. El pequeño y decrépito piso del barrio obrero de Drujba —un barrio de edificios grises y lisos, todos iguales, todos víctimas prematuras de la pésima calidad de la construcción— parecía incapaz de albergar a todos los que habían ido a recibimos al aeropuerto: aparte de los padres de Kyril y de la madre y la abuela de Kalina, los padres de Assen y los de Dani, una amiga de la infancia de Kalina y su madre, una tía de Kyril y su hijo Stoyan, la mujer de Stoyan y la pequeña hija de ambos, y un hermano de la madre de Kalina que lo miraba todo y todo lo tocaba en silencio, y que desapareció sigilosamente con el palpable alivio de todo el mundo. Ya el viaje desde el aeropuerto a casa de Kyril, en el lada desvencijado de los padres de Assen, me había hecho sentirme peregrino hacia las ruinas de un santuario interior, sobre una ciudad oscura y apaisada en cuyas tripas la resignación iba transformándose en desprecio y desorden, como un músculo atrofiado que comenzara de pronto a latir introduciendo en el organismo una vitalidad inoportuna, inconveniente, maligna. Y eso que aún no había probado el rakía que el padre de Kyril me ofreció, nada más sentarnos a la mesa, a modo de bienvenida ineludible.
—Nazdrave!
Eran sólo dos dedos en un vaso pequeño y de cristal grueso y turbio, pero me obligaron a beberlo de un trago y sentí tal mazazo en el estómago, primero, y en la mitad del cerebro, después, que sospeché que aquel santuario interior iba a ser mi tumba. Momentos antes, mientras subía la escalera del bloque achaparrado y mohoso en el que Kyril había nacido y crecido, tuve ocasión de comprobar que mi obsesión sepulcral —los suburbios de Sofía, al anochecer, se me habían antojado construidos sobre antiguos depósitos de cadáveres— no era gratuita: en las puertas de al menos cuatro de los pisos que daban a la escalera estaban clavadas las esquelas de los muertos de la familia, supongo que todos recientes y todos jóvenes y de expresión —en las fotografías— desorientada e infeliz. La idea de que en el tercero izquierda estábamos celebrando un banquete desmesurado, mientras en pisos contiguos se prolongaban umbríos velatorios de difuntos de edad similar a la de Kyril, logró conmoverme, aunque remataba la impresión, nada tranquilizadora, de que el santuario interior al que yo estaba destinado en aquel viaje era más bien del modelo macabro. Por fortuna, Bulgaria, al sol, y apenas se aleje uno un poco de la capital, ofrece un aspecto mucho más esperanzador.
Aquella primera noche, sin embargo, padecí una experiencia mística que tuvo mucho de confirmación de mi nueva mismidad búlgara.
La madre de Kyril nos había suplicado que nos quedáramos a dormir en su casa. Por el contrario, Kyril y Kalina tenían previsto que nos trasladásemos al piso del padre de ella, vacío desde que el entrenador de halterofilia se había establecido en Berlín con su nueva mujer y la madre había vuelto a casarse con un escurridizo hombre de negocios turco que pasaba largas temporadas en Estambul, pero había querido establecer un hogar y una empresa de importación y exportación en Bulgaria. La madre de Kyril, la dulce y regordeta Yana Varimézova Marinova, insistió, sin embargo, en que durmiéramos bajo su techo aquella primera noche, tal vez por respeto a una tradición familiar que establece que los recién casados pasen la noche de bodas en casa de los padres del marido. Kyril y Kalina no estaban exactamente recién casados, ni aquella sería desde luego su noche de bodas, ni yo —aunque la madre de Kyril me pusiera sin pestañear en el lote de la tradición familiar y me considerase, sin hacerse grandes preguntas, parte del matrimonio de su hijo— pintaba nada en los ritos conyugales que florecen en la intimidad de los barrios obreros de Sofía, pero la madre de Kyril, después de la cena —demoledora y amenizada con melodías muy melancólicas ejecutadas sabiamente al acordeón por el padre de Kyril y la madre de la amiga íntima de Kalina, fea y aturdida como un polluelo de pingüino en las fallas de Valencia—, desplegó una ceremonia de esponsales que yo personalmente recogí en la cámara de vídeo y que estaba llena de pequeños y pizpiretos gestos de bienvenida a la nuera, de dengues y maliciosas advertencias al hijo, de trajín repostero a costa de un macizo bizcocho que pasaba de boca en boca, y que acabó con un alarde textil durante el cual la madre de Kyril hizo entrega a Kalina de juegos de sábanas, juegos de toallas, albornoces, mantelerías y otras piezas de ajuar, todo bordado primorosamente. Después de aquello, todos comprendimos —incluida la madre de Kalina, una mujer demasiado joven y distante para compartir las tradiciones familiares de sus consuegros, pero no para entender cuándo había perdido la partida— que pasar allí la noche era inevitable.
A mí me acomodaron en el sofá de la habitación en la que habíamos cenado. En cuanto me quedé solo, abrí la ventana para que se ventilara un poco el cuarto. Pero hacía una noche no ya quieta, sino impávida. El olor a comida y tabaco, todo el aroma grasiento que había desprendido una cena a base de carne y embutidos de cerdo y verduras de olor bravio, no experimentó el menor alivio. Yo tenía el cuerpo descompuesto por la comilona, por el rakía y por el viaje. El vuelo había sido bueno, en un airbús flamante y prácticamente vacío, aunque el aterrizaje fue completamente búlgaro; obligado por la pista del aeropuerto de Sofía, demasiado corta, el piloto había tenido que tomar tierra y frenar el aparato sin ninguna consideración. El sofá del salón-comedor de la casa de los padres de Kyril, cubierto por un plumaje sintético y húmedo de color rosa, se convirtió de pronto en un airbús que yo trataba de frenar con todas mis fuerzas para que no se saliera de la habitación. Los cerdos sacrificados para la cena gruñían en algún lugar del universo. De los pisos vecinos llegaban salmodias fúnebres por muertos del mes pasado, de la semana pasada, de esa misma tarde. Un somier crujía en el otro extremo del cosmos. Todo tenía de repente un carácter cósmico, vertiginoso, además de porcino. En el sueño turbulento de la madre de Kyril, una novia virgen gimió en el lecho nupcial mientras el esposo reciente saltaba por la ventana en busca de la libertad. Yo sentí una cuchillada en los intestinos. Creí que se me secaban de golpe los pulmones. Traté de pedir socorro, de gritar el nombre de Kyril. Hice un esfuerzo que se me antojó sobrehumano, noté que me salía de mí, y entonces fui arrebatado a un éxtasis tan búlgaro como el aterrizaje del piloto de la Balkan. Me vi durmiendo en el interior de las viejas utopías como un peregrino agotado, me contemplé a mí mismo pisando las huellas de Kyril —desde su infancia a su mocedad— en aquel piso, en la escalera flanqueada de esquelas mortuorias de jóvenes vecinos, en las calles tortuosas y enfangadas del barrio obrero de Drujba, en los bajos fondos de una ciudad que me esperaba como un santuario devastado. Sentí frío. La noche seguía impávida, pero manos espectrales me estaban arrancando el pellejo, la piel burguesa, toda mi dermatología capitalista y resabiada. En algún lugar del mundo sonó alguna hora en algún reloj. Yo me sentía ingrávido, pero pleno. Los cerdos sacrificados para la cena gruñían ahora en algún rincón de mi alma. El acordeón, las melodías tristes, la voz desconsolada del padre de Kyril me retumbaban, sin herirme, en la memoria. Mi otredad búlgara había invadido mi entidad. Todo mi ser era búlgaro y estaba en carne viva. Toda Bulgaria hervía dentro de mí y, la verdad, con toda Bulgaria dentro no es fácil quedarse dormido. Pese a todo, al alba, aligerados los últimos ecos de la desazón porcina, me dormí.
Me despertaron Kyril y Kalina, ya vestidos, y la madre de Kyril que ordenaba casi con unción, en uno de los estantes del mueble de formica que ocupaba toda una pared de la habitación en la que yo había dormido, los envases con pulverizador de desodorante, laca y espuma de afeitar que le llevamos de regalo, como si se tratara de piezas exquisitas de cristal de Murano. Murmuró algo que no entendí. Parecía embelesada.
—Dice que son preciosos —me aclaró Kalina, con un tonillo de comprensión que me pareció presuntuoso.
El acordeonista de Lladró había pasado a ocupar una hornacina secundaria en el altar mayor de formica de aquel hogar del barrio obrero de Drujba.
—Vamos —dijo Kyril, impaciente.
—Tengo que lavarme —me quejé.
—Te lavas en casa de Lyubimka —Lyubimka era la madre de Kalina, pero supuse que adonde íbamos, como estaba previsto, era a casa de su padre—. Allí te puedes duchar.
Ducharse en casa de Kyril quizás también fuera posible, pero no logré averiguar dónde. Tal vez hubiera unos baños comunales en alguno de los descansillos de la escalera. Kyril, en cualquier caso, lo había hecho, y se había enfundado unos pantalones vaqueros limpísimos pero rotos por todas partes, de acuerdo con la moda de dos o tres años atrás. Su madre hizo muchos aspavientos porque Kyril no podía salir a la calle con los pantalones hechos trizas, y se sacó del bolsillo del delantal un puñado de billetes para que se comprara pantalones nuevos. La buena mujer exageraba los gestos de horror, y nosotros exagerábamos nuestras risas, porque todos comprendíamos que las comodidades y extravagancias de la vida moderna ya no estaban al alcance de la dulce y aturdida Yana Varimézova Marínova. Los besos apretados y larguísimos que me dio al despedirse estaban cargados de gratitud por haber ayudado a su hijo a alcanzar y disfrutar con tanta desenvoltura la modernidad.
Pero yo estaba como recién salido de una súbita despresurización. En el taxi que nos llevó, con todo nuestro equipaje, a casa del padre de Kalina me asombré de no sentirme desplazado en aquella ciudad, entre aquellas gentes, con toda una semana por delante para que Bulgaria me penetrase hasta los cromosomas, aunque el sentido común me advertía que bastaba con echarme una ojeada para comprender que estaba fuera de lugar. No podía haber perdido durante el vuelo mi aspecto de caballero distinguido ni, por supuesto, las nobles pero delatoras huellas de la edad. Hay aventuras que se dirían reservadas para organismos jóvenes. Pero me dije que lo importante era el viaje interior, y que aquel tal vez me tuviera reservados todos los delirios de la séptima morada.
La casa del padre de Kalina era otro cantar. Se notaba que allí hubo en tiempos privilegios y cultura. El barrio de Mladost, con plazas ajardinadas y airosos bloques verticales, era alegre y distinguido en comparación con Drujba. El antiguo piso familiar de Kalina, con tres dormitorios, salón amplio con terraza, cocina luminosa, cuarto de baño completo —el retrete, en cuchitril aparte—, moqueta en las habitaciones y el salón y terrazo de calidad en las otras dependencias, no habría desentonado en Residencial Altamira. En el salón había un piano de diseño antiguo pero noble, y una biblioteca bien surtida y lo bastante descuidada como para denotar verdadero interés por los libros; Lyubimka se apresuró a explicarme, en un inglés perfecto, su intenso pasado cultural. Ni rastro de envases de laca o desodorante. En la habitación que había sido de Kalina, ordenadas con esmero sobre la cama, dormitaban su abandono ocho o diez muñecas de importación, y las paredes estaban llenas de pósters y fotos de prensa de Mandy Smith. En aquella habitación dormiría Lyubimka cuando decidiera pasar la noche con nosotros. Kyril y Kalina ocuparían el dormitorio principal, con cama de matrimonio. A mí me adjudicaron la antigua habitación privada del padre de Kalina, en la que había un canapé que sin duda me ayudaría a cumplir la parte sacrificada de mi viaje interior. En la habitación había también, por todas partes, fotos y carteles de halterófilos despampanantes, muchos de ellos en poses francamente provocativas. A mi viaje interior no iba a faltarle de nada.
A mi viaje exterior, tampoco. Durante el fin de semana —un paréntesis de sosiego antes de acudir el lunes al consulado de España para intentar solucionar el problema del visado de Kalina— estuvimos en el embalse de Pancharevo, en la boda de una amiga de la infancia de Kyril con un hiperexcitado italoamericano residente en Las Vegas, en un restaurante típico búlgaro con bailes folclóricos y la exhibición de pisadores de fuego, en otro restaurante cuyo joven encargado era, o había sido, a todas luces halterófilo —Kalina, boquiabierta y sospecho que húmeda ante aquella montaña de músculos, no pudo dejar de exclamar «¡Mira qué búlgaro!», cosa que yo habría exclamado incluso antes que ella de no ser porque, hasta en Bulgaria, uno es un caballero—, en dos o tres establecimientos al aire libre de compraventa de coches de lujo de segunda, tercera o cuarta mano, porque la madre de Kalina, al parecer, tenía el propósito de comprarse uno y decidió adelantar la compra para dejárnoslo durante aquellos días. Estuvimos en la discoteca Yulita, en la discoteca Orbita, en la discoteca Sebastopol, con antiguos colegas de fechorías de Kyril que aparcaban frente a los garitos espectaculares automóviles de sospechosa procedencia, vista la catadura de los propietarios. Kyril trataba de compensar su falta de vehículo y su teórica invalidez para la conducción —aún llevaba el brazo escayolado— invitando a todo el mundo y sacando como por azar puñados de aquellos dólares nuestros que yo, horrorizado, veía desfilar a marcha no ya ligera, sino ligerísima. Sobre todo en los alrededores o en la cafetería de bóveda acristalada del hotel Pliska.
El hotel Pliska era el fuerte El Álamo de Kyril, el lugar donde se había forjado su leyenda. Durante el fin de semana pasamos por allí no menos de diez veces, y, en el resto del viaje, veinte o treinta veces, sin exagerar. Cualquier pretexto era bueno para acercarse al Pliska, saludar a la manada de desocupados que me observaban como si quisieran enriquecer mi viaje interior, pagar todo lo que estuviera consumiéndose en los chiringuitos de la plaza, donde los antiguos cómplices o rivales de Kyril mataban el tiempo, y entrar con arrogancia en el hotel sin que los empleados se atrevieran ya a impedirle a Kyril el acceso. En aquel hotel, me contó Kalina, una noche en que Kyril organizó una bronca memorable —acabó destrozando, tras una persecución frenética por los pasillos del establecimiento, tres habitaciones, y mandando al hospital a buena parte de la plantilla de la casa, antes de que lo detuvieran no menos de siete policías como torreones, que se las vieron y desearon para reducirle—, ella, que nunca se había interesado por muchachitos de su edad, que siempre tuvo novios mayores y fuertes, decidió, en un arranque de genio, que aquel hombre sería suyo.
Suyo, y de un caballero español que por poco pierde el honor y la credibilidad en tierras búlgaras, por culpa del arranque y, sobre todo, el genio de la novia de su novio.
—Es increíble —dijo Kalina.
—Todos los búlgaros se quieren ir a España, joder —protestó Kyril al ver la cola que había, el lunes, a las ocho y media de la mañana, ante el consulado español en Sofía.
—Yo vengo todos los días desde hace un mes —nos explicó una chica morenita y paciente que estaba la última en la cola cuando nosotros llegamos—. Mi marido es español. Me espera en Palma de Mallorca. Vinimos de vacaciones para que él conociera a mi familia y tuvo que volverse sin mí porque no me dan el visado.
Aquello tenía mal aspecto. Algo me decía que mi viaje interior entraba en zona de turbulencias. Habíamos madrugado convencidos de encontrarnos con algunos más madrugadores que nosotros, pero no nos esperábamos aquella aglomeración.
—Hasta hace un mes —dijo la morenita resignada—, ni siquiera cogían los papeles. Ahora, al menos, ya aceptan la documentación, pero que yo sepa no han empezado aún a firmar visados.
La madre de Kyril nos había explicado lo mismo, pero Kyril —quizás para tranquilizar a Kalina— dijo que su madre estaba muy vieja y, encima, sorda y no se enteraba de nada. Por mi parte, el instinto de autoprotección me aconsejaba no intervenir a menos que fuera estrictamente necesario. Y lo fue. Vaya que si lo fue.
La cola avanzaba con cierta agilidad y yo escudriñaba, ansioso, el rostro de los que salían de entregar los papeles o interesarse por los resultados de su solicitud, en busca de una brizna de esperanza. Por la expresión de todos, había poco que hacer. Pero nadie les preguntaba nada, como si todos los que aguardaban estuvieran todavía convencidos de que su caso iba a ser una excepción. Por otro lado, el horario de atención al público era ridículamente corto, sólo dos horas —de 9.30 a 11.30—, y eso provocó que, cuando apenas faltaban veinte minutos para el cierre, todo el mundo se apelotonara en el pequeño vestíbulo del consulado, frente a la ventanilla donde una búlgara parsimoniosa y satisfecha de su misión en el mundo recogía y revisaba la documentación y atendía las consultas, dispuesta a no inmutarse, a no conmoverse, cualquiera que fuese la desgarradora historia que le contasen. No sé si por culpa de la aspereza del idioma —el búlgaro está lleno de aristas fonéticas y de contrastes tonales— las palabras de los que entregaban la solicitud o pedían explicaciones traducían una ansiedad, una angustia, que no se correspondían con la mesura de los gestos y con una contención corporal que se diría hija de la resignación. Pero tuve la impresión de que esa mansedumbre física, en algunos de ellos cercana a la apatía, era un problema biológico, tal vez de nutrición o de adaptación progresiva del organismo a las estrecheces de la docilidad, y que la viveza desafiante del lenguaje era la que daba la medida de su desesperación. Recordé las fotografías de los centenares de albaneses hacinados en barcos que no podían atracar en ningún puerto, o las protestas contra el régimen de Castro que impedía a los cubanos salir libremente de la isla. Imaginé que, en cualquier momento, la búlgara parsimoniosa del otro lado de la ventanilla se colgaría en la nariz un cartel con la leyenda «Dejad aquí toda esperanza». Comencé a sentirme mal, culpable de algo que no sabía exactamente qué era. Le dije a Kyril y Kalina que los esperaba en la calle. Cuando salieron, al cabo de apenas diez minutos, Kalina estaba desencajada y llevaba todos los papeles en la mano, y Kyril, furioso, se dirigió directamente al coche, sin ni siquiera mirarme.
—¿Qué pasa?
—Vamos.
—¿Qué ha pasado, Kyril?
—Sube. Kalina lo ha estropeado todo. No le darán el visado jamás.
Por lo visto, la búlgara parsimoniosa había decidido cerrar la ventanilla justo cuando a Kalina le correspondía entregar sus documentos. Kalina, muy nerviosa, le gritó que no podía hacer eso. También le dijo que era tan déspota como todos los búlgaros cuando tienen una pizca de poder. La otra le replicó que era su obligación cumplir el horario, y Kalina le dijo que por un puñado de lebas seguro que el horario dejaba de existir. Quizás hubiera algo de cierto, porque la búlgara de la ventanilla intentó cortar el escándalo con una ojeada nerviosa y superficial a los papeles de Kalina. Y dijo que estaban incompletos, que era insuficiente, que con aquello nunca conseguiría nada. Kalina la llamó bruja. La otra llamó a Kalina fiera maleducada —supongo que en Bulgaria las fieras educadas merecen cierta consideración—. Kalina sacó a relucir una colección de insultos y acusaciones y, para rematar, no se le ocurrió otra cosa que decir que ella tenía un hermano en España que trabajaba para una persona muy importante y que hablaría con quien hubiese que hablar para que aquella búlgara venenosa le aceptase los papeles y le entregase personalmente el visado de rodillas.
Kyril masculló algo, sin duda muy malintencionado, que hizo que Kalina le mirase horrorizada. Luego, ella escondió la cara entre las manos e, inmediatamente, rompió a llorar. Nunca he visto a nadie llorar tanto durante tanto tiempo. En casa, se encerró en el dormitorio y siguió llorando entre grandes lamentos hasta que logró que Kyril fuera a consolarla. La consoló durante un buen rato, y yo, mientras tanto, me quedé en el salón, irritado y resentido, indignado con Kalina y su maldito genio, cavilando la única solución posible, según Kyril —que yo, como español, pidiese una entrevista personal con el cónsul—, y soportando el dinamismo atolondrado de la madre de Kalina, que no paraba de llamar por teléfono por si alguna de sus muchas amistades de los círculos culturales de Sofía tenía algún contacto en la embajada de España.
—Kalina está muy mal —dijo Kyril, mustio, cuando volvió al salón; Kalina se había quedado dormida—. Daniel, tienes que hablar con el cónsul. Tienes que ir a verle.
No había otro remedio. Podía no servir de nada, o servir sólo para avergonzarme. Pero tenía la obligación de intentarlo. Como es natural, la telefonista del consulado me dijo que el señor cónsul estaba de vacaciones. Cuando le expliqué quién era, me sugirió que hablase con la canciller. La canciller me dio a entender que mi nombre no le resultaba desconocido. Sí, estaba al tanto de lo que había ocurrido por la mañana. Hablaba con enorme suavidad, pero con un deje irónico que me alarmó. Quedamos en que Kalina y yo —Kyril, para el consulado de España, no existía aún— iríamos a su despacho al día siguiente, a las diez de la mañana.
Aquella noche no fuimos a ninguna parte. Nos acostamos temprano, aunque dormí mal, sin que todos los halterófilos de las fotografías me procurasen apreciable consuelo. Permanecieron inmóviles y lejanos. Me despreciaban. Castigaban mi torpeza, mi apocamiento, mi falta de reflejos, la fragilidad de la protección que yo les proporcionaba a mis novios búlgaros. Opté por pensar que estaba yo iniciando la vía punitiva de recuperación de un éxtasis que había conocido, en casa de Kyril, la noche de nuestra llegada, y que había perdido de golpe. Bulgaria me abandonaba. Bulgaria salía de mí. Aquello había que arreglarlo.
Traté de jugar todas mis bazas. La canciller tenía un aspecto maternal y afectuoso que me confundió. Nos recibió a Kalina y a mí con una sonrisa generosa y una sincera invitación a que Kalina le contara su caso. Kyril se había quedado en el coche, comido por los nervios, todo su empuje de búlgaro atrevido, audaz, aprisionado por la estupidez cometida por Kalina, como su brazo izquierdo estaba aprisionado por la escayola y le seguía dificultando una conducción temeraria. En la cola del consulado acababa yo de descubrir una cara conocida, la de un muchacho rubio que, meses atrás, recalaba en la Puerta del Sol y que quizás estuviera en alguna de las fiestas de Gildo; me explicó que había vuelto a Bulgaria para pedir el visado para su hijo, y me miró ansioso, suplicándome con los ojos que hiciera algo por él. Bastante tenía con intentar hacer algo por Kalina. La canciller le pidió los documentos y los examinó con mucha atención. Leyó con detenimiento mi carta. Me miró.
—¿Este eres tú?
Me tuteaba. Decidí que era una buena señal. Le confirmé que, en efecto, aquella era mi firma. Entonces le preguntó a Kalina:
—¿Es cierto que en España vive un hermano tuyo?
Kalina titubeó. Se volvió a mirarme, en busca de ayuda. La canciller sonreía, burlona. Kalina esperaba que yo tomase la decisión adecuada.
—Di la verdad —le aconsejé.
—No —confesó Kalina, con una repentina seguridad en sí misma—. El que vive en España es mi marido.
La canciller hizo un gesto de extrañeza. Adiviné que algo no encajaba de pronto en sus elucubraciones. Abrió un cajón de su mesa y sacó un expediente. Reconocí en seguida la foto que había en primer término.
—¿Quién es Yana Varimézova Marínova? —me preguntó la canciller.
—La madre de mi marido —contestó Kalina, tal vez con demasiada presteza.
—¿De verdad? —la canciller, calmosa, seguía dirigiéndose a mí.
—De verdad —dije.
—Y el que firma esta otra carta también eres tú.
—También —noté que toda la sangre empezaba a subirme, incontenible, a la cara.
—Por lo que se ve, vas a llevarte a España a toda la familia. Eso es un delito.
La canciller no dejaba de sonreír, pero ahora en aquella sonrisa había un asomo de compasión. Yo creía que la sangre iba a salirme por los ojos a chorros.
—Me muero de vergüenza —balbuceé.
Pero le juré a la canciller que no era lo que ella se imaginaba, que todo se limitaba a una imperdonable torpeza por mi parte. Que, como ella seguramente sabía, yo estaba ocupado en un estudio de reconversión de la petroquímica búlgara —sin duda habrían recibido, al respecto, algún comunicado oficial del consejero comercial de Bulgaria en Madrid, señor Iliev—, y el marido de Kalina trabajaba para mí, como chófer, en España.
—¿Ilegal? —preguntó la canciller, temerosa de confirmar sus sospechas.
—En absoluto. Tiene permiso de residencia y de trabajo. *** NO HAY *** y Kalina se casaron, en Madrid, en enero. Ahora, aprovechando que yo tenía que venir a Sofía para lo de la petroquímica, han venido conmigo.
La canciller se puso a examinar con mucha curiosidad el pasaporte de Kalina hasta que encontró el sello de salida de España, con fecha del viernes anterior. Le expliqué que Kalina tenía solicitada la exención de visado, pero que el marido había tenido un accidente —no con mi coche, gracias a Dios— y que, como al parecer era complicado que la madre de mi chófer pudiera viajar a Madrid para ver a su hijo, a pesar de que yo había escrito aquella carta invitándola y garantizando correr con todos sus gastos —la canciller reconoció que habían estado durante un mes sin aceptar solicitudes, por orden de Madrid—, optaron por arriesgarse confiando en que otra carta mía, invitando ahora a Kalina, lo solucionaría todo. La canciller parecía no dar crédito a aquel cúmulo de fullerías inútiles.
—¿Y dónde está ahora el marido? —preguntó, intrigadísima.
—Fuera —dijo Kalina—. En el coche.
—Dile que venga, por favor.
La canciller aprovechó que nos quedamos solos para reñirme cariñosamente. Lo que habíamos hecho era una tontería. Kalina, en la situación en que estaba, no podía salir de España; seguro que se lo habían advertido. ¿Cuándo teníamos previsto regresar a Madrid? Le dije que el viernes. Ella dudaba de que se pudiera hacer algo. Por suerte, Kyril llevaba encima su tarjeta de residencia y su cartilla de la Seguridad Social. Kyril sabía explicarse con encanto, y aquel hombre tan grande y tan guapo, con un brazo escayolado, era capaz de ablandar a la canciller más estricta. Aquella canciller, encima, no lo era en absoluto. Les aseguró que ella quería ayudarles, y reconozco que me molestó que me excluyera de su ayuda. Por descontado, no se me notó lo más mínimo. Yo era un protector torpón y un aventurero primerizo que había estado a punto de echarlo todo a perder. La canciller debía quedarse con todos los documentos y hablaría con la policía en Madrid. Haría todo cuanto estuviera en su mano. Había un dato esperanzador: en el documento oficial que permitía a Kalina permanecer en España mientras se resolvía su petición no figuraba que tuviese prohibido cruzar la frontera. Aquella laguna administrativa podía ser el único resquicio por donde Kalina podía colarse para volver a Madrid. Pero hasta el jueves a primera hora de la tarde la canciller no podría decirnos nada.
La incertidumbre fue, por tanto, el ingrediente principal de las siguientes etapas de mi viaje interior.
Fueron dos días y medio durante los cuales consumí la vía punitiva —por la noche, los pupilos halterófilos del padre de Kalina seguían sin hacerme el menor caso— y fui poco a poco conquistando el derecho a la vía iluminativa, gracias a las continuas manifestaciones de gratitud por parte de Kyril. Para empezar, nada más salir del consulado, Kyril, que se había hecho cargo del mal trago que yo acababa de pasar, me cogió de los hombros, me miró a los ojos como sólo él sabía hacerlo, logró que sintiera todo su afecto y me juró que, en aquel momento, sólo le importaba que yo me sintiera bien. No levité porque la vía punitiva, por lo visto, no permite tales excesos. Luego, en la visita al monasterio de Rilski, pusimos juntos una vela encendida ante un icono majestuoso y rezamos para que él fuera siempre mi chófer. En el camino de regreso, nos detuvimos en la localidad de Stanke Dimitrov —así llamada en honor de un brioso poeta socialista— para visitar a un primo hermano de Kyril y a su silenciosa mujer, deformada por un embarazo de ocho meses; nada más ver a su primo político, Kalina exclamó, por ella y por mí, «¡Mira qué fuerte!», y Kyril se explayó al parecer en tantos elogios hacia mi humilde persona que, al despedirnos, el primo me abrazó y besó como si quisiera asegurarse un puesto entre mi servicio doméstico. Lástima que no tuviera referencia alguna de las excelencias del francés; no pudo hacerme partícipe de su curriculum. De hecho, el francés fue el gran marginado en aquel intenso, aunque lingüísticamente monocorde, viaje interior. Por ejemplo, cuando subimos a la montaña de Vitocha, en los urinarios del albergue que allí existe para alojamiento de los numerosos esquiadores que se desplazan desde Sofía en temporada de nieves, un guardabosque de mirada incandescente me dio toda la impresión de estar deseando que practicásemos un poco el francés, pero el diálogo quedó abortado ante la llegada, intuitiva sin duda, de Kyril. Minutos más tarde, en una capilla muy rústica que descubrimos al borde de la carretera, entre los árboles, Kyril y yo —mientras Kalina nos filmaba con la videocámara— encendimos otra vela ante otro icono, este no tan majestuoso pero tal vez más de fiar, y rezamos de nuevo para que, además de mi chófer, fuera siempre Kyril el único que, en francés, lograra darme la adecuada réplica. Luego, una viejuca enlutada y muy dulce que cuidaba de la capilla nos obsequió, a cambio de la limosna generosa que Kyril dejó sobre una bandeja, una ramita de un arbusto azulado, envuelta en un trozo de papel, que debería protegernos durante el resto de nuestras vidas; cuando a Kyril lo detuvieron, hace poco, la policía creyó que aquel polvo azulado era un exótico estupefaciente. Pero aquella ramita azulada seguramente nos defendió de la adversidad. Más que los buenos deseos de Yordan —aquel muchacho esquelético y de ojos celestes y abultados, que regresó a Bulgaria para recuperar a una muchacha que no quiso saber nada de él—, que ahora vendía naranjas y manzanas de pésima calidad en un mercado al aire libre, y con quien pasamos una noche en su chabola de las afueras de Sofía, con su hermana que soñaba con un antiguo novio de Arizona y una sobrina que ganaba modestísimos trofeos en competiciones infantiles de ballet, hablando con pesadumbre de la falta de horizontes. Y más que las bendiciones de los padres de Emil, jóvenes y fuertes y conmovidos por las noticias alentadoras que les llevábamos de su hijo, de quien no habían recibido cartas ni fotografías hacía más de dos años, sólo muy espaciadas llamadas telefónicas, siempre apresuradas, la última para anunciarles que se casaba con una española muy joven, muy bonita y de familia de categoría. Y más incluso que la radiante felicidad de Yana Varimézova Marínova, empeñada en darme todos sus ahorros porque su hijo le había dicho, muy serio, que yo no había llevado dinero a Bulgaria y por eso él tenía que invitarme a todo —y de hecho, me obligó a aceptar cuatrocientas lebas, su pensión de un mes, dinero que Kyril se gastó en invitar a sus viejos compinches en Yulita y en Sebastopol, aquella noche en que sacó a bailar a Kalina una melodía lenta, él que nunca bailaba, mientras yo me moría de envidia—, la dulce y llorosa Yana, con quien aparezco en la cinta de vídeo delante del mueble de formica con todos los envases de desodorante, laca y espuma de afeitar, cuidadosamente ordenados en las estanterías, como si fuera porcelana de Sévres; lo mismo habíamos visto en casa de una tía de Kyril y yo no fui capaz de resistir la tentación de fotografiarme delante de aquella conmovedora concepción del lujo. Más que todo eso, peldaños en la vía iluminativa de mi abismal viaje interior, la ramita de arbusto azulado hizo seguramente el milagro.
El jueves, a las tres de la tarde, llamé al consulado y la canciller me dijo:
—Podéis venir dentro de una hora. Me arriesgaré a darle a ella el visado para que puedan viajar juntos mañana.
Estábamos en la cafetería del hotel Sheraton, paradigma del lujo exclusivo en Bulgaria. Armamos una escandalera de gritos de alegría, hasta el punto de interrumpir al cuarteto de cuerda que interpretaba valses soñolientos. Vistosos elementos de la mafia local, recargados de cadenas y sortijas de oro, nos miraron con condescendencia. En la propia floristería del hotel, Kyril se gastó una fortuna, con «nuestros dólares», en un ramo de rosas mortecinas para la canciller. Ella lo agradeció de un modo efusivo y cálido, pero advirtió que no estaba segura de actuar correctamente, que no sabía bien por qué lo hacía, que en Madrid no habían acertado a darle respuestas claras a sus dudas y ella había decidido ponerse de parte de Kalina, pero que, por favor, no volviéramos a ponerla en un trance similar, que Kalina se presentase a la policía en cuanto llegase a Madrid y que jamás tratásemos otra vez de engañarla. Yo fui el encargado de pedirle muy sinceramente perdón.
La tarde la dedicó entera Kyril a una orgía de compras. Según él, todo era baratísimo, incluso en las mejores tiendas de Sofía. Las mejores tiendas en cuestión tenían todas un aspecto lúgubre y unos dependientes desinteresados y lánguidos. Kyril compró cosas para Kalina, cosas para su madre, cosas para mí, cosas para mi madre, cosas para la dulce y atemorizada Yana Varimézova Marínova; sin embargo, no compró nada para él. Por la noche, fuimos a cenar al restaurante selecto de un hotel japonés recién inaugurado, y después —con el propósito de retirarnos temprano porque al día siguiente había que madrugar para no perder el vuelo a Madrid— nos gastamos las últimas lebas en Yulita, donde Kyril volvió a bailar con Kalina melodías lentas mientras yo me sentía en paz conmigo mismo.
—Sólo hay una cosa que no te perdono —le dije al oído, muy formal, a Kyril.
—¿El qué? —grito él, desafiando el volumen de la música.
—Que no me hayas sacado a bailar.
Me pasó el brazo sobre los hombros, riendo. Kalina, que estaba bailando las estridencias de rigor, vino a decir que se sentía cansada y, en casa, el equipaje estaba sin hacer. Pero, cuando llegamos, la madre de Kalina lo había empaquetado casi todo.
—Mersí, mami —acertó a decir Kalina, medio sonámbula.
Yo me retiré a mi habitación. Todos los halterófilos me sonreían desde las fotografías y los carteles, parecían dispuestos a cualquier cosa. Empleé demasiado tiempo en hacer la maleta; todo ocupaba demasiado lugar y me atolondraba por la preocupación de que los halterófilos se impacientasen. Ya iba a meterme en la cama, cuando Kyril entró, con un transistor de la madre de Kalina por el que sonaba una melodía pegajosa, y cerró la puerta.
Me tomó de los hombros, me miró a los ojos como sólo él sabía hacerlo, logró que sintiera todo su afecto, y me dijo:
—Hombre, ¿me permites el próximo baile?
Levité. Entré en un santiamén en la vía unitiva que me condujo a la cumbre de mi viaje interior. Dada la diferencia de estatura entre Kyril y yo, mi levitación no fue ningún inconveniente —más bien lo contrario— para que bailáramos durante unos momentos aquella melodía pegajosa y cómplice. Kyril me susurró al oído palabras de gratitud, frases muy cariñosas. Repicaron campanas en algún campanario en mitad del cosmos. Creo recordar que Kyril me depositó con mucha delicadeza en la cama y me arropó. Un coro de búlgaros, con su deliciosa polifonía, me abría de par en par las puertas del paraíso. El éxtasis se concentraba como un perfume muy limpio en la habitación de aquel piso del barrio de Mladost. En las fotos, los halterófilos movían sus cinturas y me invitaban con sus sonrisas prometedoras a una comunión muy placentera. Sin duda, aquello era el paraíso: rutilantes levantadores de pesas se cimbreaban para mí como palmeras del Caribe en vísperas de un huracán. Una pulga rubia y regordeta y con un genio de mil demonios, clavada a Kalina, estallaba en mil partículas muy bellas pero con muy poco aguante. Los muros del paraíso eran soberbios, y escarpada la montaña en cuya cumbre se encuentra el delirio, pero toda Bulgaria, por vía unitiva, me empujaba al trance. Bulgaria se disolvía en mí y yo en Bulgaria. Misión cumplida. Por vericuetos místicos conduciría a mi tribu a la tierra prometida y, antes de perderme de mí, un coche de oro conducido por Kyril me llevó, como una reina, al corazón mismo de la felicidad.
Por el contrario, al día siguiente, en el taxi que nos llevó al aeropuerto fui incomodísimo. Y eso que Kalina me dijo:
—Ve tú delante, Daniel.
Pero yo estaba aún arrobado por el éxtasis de la noche y consideré que cualquier incomodidad me resultaría imperceptible.
—Eres demasiado bueno —me dijo Kalina—. Tendrías que pensar un poco más en ti.
Tuve la impresión de que Kyril tenía algo que ver con aquella frase. Era como si Kalina me estuviera ofreciendo, sin reparos, un trozo de su hombre. Como si aceptara por fin lo que no había querido ni imaginar.
En el aeropuerto, la dulce y generosa Yana Varimézova Marínova volvió a abrazarse a mí, lloriqueando, y no cesaba de repetir:
—Yo, mamá.
La madre de Kalina, en su inglés perfecto, dijo que ella se quedaba tranquila al saber que su hija y Kyril estaban conmigo.
Kyril consiguió que la despedida fuera rápida y sin aspavientos. Mientras pasaba el control de pasaporte, caí en la cuenta de que me iba de aquel país sin conocerlo apenas, sin padecerlo, incapaz de juzgarlo. Sería difícil explicar a quienes me preguntasen que lo importante había sido mi viaje interior. Luego, antes de entrar en la sala reservada para viajeros con tarjeta de embarque, lo último que vi fue el rostro lleno de confianza de Yana Varimézova Marínova. Estaba contenta porque yo cuidaría de su hijo; yo era un hombre bueno, cariñoso, rumboso, abnegado y algo panoli. Sin duda, el hombre que querría para su hijo cualquier madre búlgara.