La boda de Kyril y Kalina fue a mediados de enero, un miércoles, y Kalina se compuso como si fuera la hija de un traficante árabe de armas. Con un traje de color marfil muy ceñido y lleno de apliques de fantasía por todas partes, parecía una novia de otros tiempos en las dependencias asépticas y entre la concurrencia siempre un poco incrédula de los juzgados municipales. Había algo anacrónico, pero conmovedor, en aquel modelo excesivamente descocado y abigarrado. Había puesto Kalina mucho empeño —y más dinero del aconsejable— en parecer radiante, incomparable, y la verdad es que todo el mundo la miraba. Había, sin duda, sobredosis de ilusión y mucha melancolía compensada en aquel estrepitoso vestido de novia. A pesar de todo, cuando entró en los juzgados, Kalina no era precisamente la imagen viva de la felicidad.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Kyril.
—Chorradas.
Desde hacía algún tiempo, Kyril utilizaba la palabra «chorradas» —siempre en plural— con mucha frecuencia e intensidad. Al decirla, lograba ser absolutamente despectivo. Kyril tenía una habilidad malévola para suplir su escaso dominio del castellano con una recargada expresividad, de modo que la misma palabra, pronunciada por él, podía resultar extremadamente dulce o extremadamente despreciativa y dañina. Sobre todo porque, como es natural, la decía siempre para que la oyera quien la tenía que oír. Kalina, por supuesto, oyó a Kyril decir que todo lo que ocurría eran chorradas y se echó de pronto a llorar de un modo muy impertinente. No tuve más remedio que poner en juego todas mis dotes mediadoras y conseguir que Kyril y Kalina hicieran las paces de un modo más impertinente todavía.
—Eso dejadlo para después, caramba —dijo, alegremente, un señor muy dicharachero, invitado de otra boda, que en aquel momento pasaba por allí.
Kalina se puso roja de felicidad. No conseguí enterarme muy bien de lo que había ocurrido para que llegasen enfadados, pero creo recordar que algo tenía que ver con el mal aspecto que, según Kalina, presentaba Kyril precisamente en un día como aquel. Desde luego, estaba limpio y bien afeitado, y estrenaba traje gris de chaqueta cruzada que ponía cierto aplomo convencional en la apariencia por lo general turbia, cuando no abiertamente bronca, de mi chófer búlgaro. Pero sí era cierto que tenía Kyril aquella mañana de su boda las ojeras oscurecidas y una mirada soñolienta que podían explicar el que Kalina se hubiese sentido ofendida, traicionada, abandonada en su última noche de soltera. Claro que más ofendida, traicionada y abandonada tendría que sentirme yo, que ni siquiera iba a casarme aquella templada y angulosa mañana de enero.
En la cinta de vídeo que guarda memoria de los grandes momentos compartidos con Kalina y Kyril, y que ahora avanza y retrocede en la pantalla del aparato de televisión como sustitución de una borrachera por la que no acabo de decidirme, todos los planos de la boda parecen inclinados, tomados desde ángulos incómodos, como si fueran clandestinos u obedecieran a una mirada envidiosa y desapacible. En realidad, la videocámara la manejó Emil Markov y, sin duda, tenía el día creativo.
Emil y Kyril se habían convertido ya en inseparables. A la boda acudió Emil con la que ya era su novia, una morena de repente vistoso y desenvuelto, pero que, en una segunda ojeada, no podía disimular los catorce o quince años que le llevaba a Emil y el apuro que le producía verse metida en aquel berenjenal; supongo que el hecho de que yo le llevase a Kyril casi veinte años no le servía en absoluto de consuelo. La novia de Emil se llamaba Natalí, imagino que sin mayores sutilezas ortográficas, y lucía, a la hora de hablar, un revelador acento extremeño. Natalí había pagado, en efecto, las cincuenta mil pesetas del precontrato de trabajo que Emil necesitaba para conseguir la residencia, y quizás en señal de gratitud el muchacho había consentido en formalizar sus relaciones. Por lo visto, también ellos estaban pensando en casarse. En el vídeo, cada vez que su novio búlgaro la enfoca, Natalí hace muchos mohines y baja la cabeza, como si así consiguiera ajustar un poco su edad a sus circunstancias. Algunos viejos amigos de Natalí, con buenas relaciones en los enjambres de la noche, le habían conseguido trabajo nocturno a Emil, y Emil había conseguido después trabajo para Kyril, aunque a Kyril le bastaron unas semanas para aventurarse por su cuenta y riesgo y encontrar acomodo en mejores discotecas con mejor sueldo, y se llevó con él a Emil, y así se estableció un entramado de favores mutuos que desembocó en algo que parecía una relación fraternal. Incluso se besaban en público, al encontrarse y al despedirse, como los mafiosos de las películas. Sin embargo, Kyril no le pidió a Emil que fuera su padrino o testigo de boda: se lo pidió a su primo Dani, que no tenía nada que ofrecerle, y me lo pidió a mí, que no dudaba en ofrecérselo todo. Emil quedó encargado de la cámara de vídeo y recogió una ceremonia llena de planos oblicuos y de inútiles bajadas de cabeza de Natalí.
No hubo más invitados. Kyril había insistido mucho en que quería una boda que no pareciera una boda, en espera de la boda verdadera, cuando él y Kalina pudiesen ir a Bulgaria y casarse por el rito ortodoxo, en una iglesia llena de iconos probablemente falsificados y con un ejército de familiares endomingados contribuyendo a la solemnidad e importancia que él le exigía a toda ceremonia nupcial. Pero la impaciencia y el exuberante sentido que tenía Kalina de su propia feminidad, que le impedía casarse de cualquier manera y vestida de diario incluso tratándose de una boda provisional, impidieron que cuajase la sobriedad y hasta la desgana que Kyril, tal vez con demasiado empeño, pretendía. Kalina se había vestido para la boda como si estuviera convencida de que no tendría en el resto de su vida otra oportunidad semejante, y ese fervor acabó por contagiarnos a todos un poco. De hecho, Kyril empezó a ponerse nervioso y a preocuparse por la trascendencia del paso que estaba a punto de dar, y yo comencé a ejercer de jefe de protocolo como si hubiera sido contratado por el mismísimo rey Simeón para que todo resultara impecable durante los esponsales de su primogénito. De pronto, la que pasaba a convertirse en un puro trámite era la futura ceremonia en Bulgaria.
Ciertamente, eso no era lo acordado. Sólo la necesidad de asegurar la permanencia de Kalina en España había llevado a Kyril a precipitar la boda. Las circunstancias no eran las mejores. De hecho, nada había mejorado lo más mínimo, excepto que Kyril ya tenía en la cartera —gracias a su contrato como chófer particular de un caballero como yo— el permiso de residencia y de trabajo. Se suponía que, con la documentación en regla, podría encontrar un empleo verdadero y, sobre todo, que le gustase: es decir, que diese poco trabajo y proporcionase buenos ingresos. Semejante tipo de empleo se retrasaba más de la cuenta, y eso había enfriado mucho la euforia de Kyril cuando recogió en el Servicio de Emigración la ansiada tarjeta azul, se presentó en mi casa, me dio las gracias atropelladamente —en una mezcla desaprensiva de español y búlgaro—, yo le correspondí con mi mejor francés y él me juró que me quería mucho porque sin mí no lo hubiera conseguido, y que al día siguiente, sin falta, iban a presentar los papeles en el Registro Civil para celebrar cuanto antes la boda, pero que no me preocupase, que no era más que un truco para que también Kalina pudiese pedir el permiso de residencia. El truco estaba a punto de consumarse, ellos seguían con una mano delante y otra detrás, y allí estábamos los tres, aquella mañana de enero, convencidos de repente de que estábamos dando un paso definitivo en nuestras vidas.
En la documentación nupcial figuraba, como oficio de Kyril, el de conductor. Como profesión de Kalina, la de traductora, lo que no dejaba de ser una fantasía pretenciosa y que obedecía al propósito de Kyril de convencerse a sí mismo de haber conquistado a una chica selecta. Mi profesión no figuraba. La realidad era que Kyril y Emil pasaban de discoteca en discoteca, trabajando como porteros o aparcacoches o en labores de seguridad, pero incapaces de permanecer en ninguna más allá de dos semanas, quemando oportunidades y dejando un reguero de broncas, informalidades, alguna que otra pequeña estafa a cuenta de los talonarios de entradas y fantaseando con golpes de fortuna que jamás se presentaban. Kalina no se decidía aún a buscar un trabajo y se había matriculado en una academia de idiomas, para estudiar español, aunque sólo habían podido pagar la matrícula y apenas había asistido a clase la primera semana. A veces tenían bastante dinero, que malgastaban en extravagancias —un gato siamés, un microondas que no cabía por la puerta del apartamento, un órgano eléctrico para que Kalina no olvidase sus estudios infantiles de piano— y que nunca era suficiente para pagar el alquiler, el teléfono o las enigmáticas deudas que Kyril acumulaba con un desparpajo asombroso. En semejante situación, la idea de casarse —y hacerlo con el mínimo de boato—, más que descabellada, resultaba heroica. O tal vez era un modo de ponerle diques a la desesperación, de echar raíces aunque fuera en el aire, de llenar de densidad y peso su permanencia en un país ajeno, de adquirir una mayor consistencia civil. El matrimonio es siempre respetable y cohibe un poco a las autoridades desaprensivas. Además, el propósito fundamental de pasar por el juzgado seguía intacto: Kalina estaba en situación ilegal y la boda iba a permitirle solicitar la exención de visado, por estar casada con un residente, como primer paso para conseguir ella la residencia. La experiencia de Yordan —aquel muchacho esquelético y de abultados y miopes ojos azules que, tiempo atrás, había ayudado a Kyril en el negocio con las lagartas holandesas—, obligado durante meses a realizar mezquinos trabajos clandestinos con los que apenas lograba comer una vez al día y pagar la pensión, decepcionado de la aventura de salir de Bulgaria en busca de fortuna rápida y complaciente, hundido al conocer que la novia que había dejado en Sofía le abandonaba por otro que había emigrado a Chipre y regresaba con algunos ahorros, decidido a recuperar al precio que fuera a aquella muchacha a la que había prometido una vida maravillosa, y que no dudó en volver a su país y a su miseria y escribió, al cabo de unas semanas, una carta tristísima en la que reconocía que nunca más volvería a intentarlo; la experiencia de ese fracaso, que a Kyril le tocaba tan de cerca, hacía que el matrimonio les pareciese un modo de conquista. A pesar de todos sus propósitos de tomárselo con absoluto desdén, Kyril estaba viviendo aquellos últimos minutos de su soltería como quien escala los últimos metros del Everest.
—Tenemos que asegurarnos de que todos los datos son correctos, y sobre todo de que no haya errores en estos nombres tan… especiales, para que no tengáis después ningún problema —dijo la oficial del juzgado, nada más desplegar sobre su mesa auxiliar el libro de matrimonios.
Ni que decir tiene que ninguno de aquellos nombres tan especiales estaba escrito correctamente. Algo le dijo Kyril a Kalina en búlgaro y no hizo falta que me lo tradujesen. Lo adiviné: «No importa. Lo importante es que nos casen». Estábamos en una de las salas de los juzgados de la calle Pradillo, a punto de amarrar otro cabo en los pivotes del puerto, y no era cosa de echarlo todo a perder por culpa de una consonante de más o de menos. Claro que no era sólo un problema de consonantes: incluso algo tan anodino, desde el punto de vista ortográfico, como Kalina, estaba escrito erróneamente. Ponía «Kalima». A Kalina no le hacía la menor gracia casarse con el nombre desfigurado, y no sirvieron de nada las súplicas de Kyril para que lo dejase estar.
—¿Se puede corregir algo? —la novia búlgara estaba dispuesta a poner en juego todo el candor infantil que era capaz de aparentar.
—Si es poca cosa… —advirtió la oficial, desconfiada.
—Es sólo una letra de mi nombre. Es que no me llamo Kalima. Me llamo Kalina. Con ene. Como… Nevski.
—¿Como qué?
Todos nos reímos. La cámara tembló en las manos de Emil y en la cinta de vídeo se identifica con claridad el momento en que Kalina reclama la ene de su nombre. La oficial del juzgado no tenía la menor idea de quién podía ser Alexandr Nevski, no sospechaba que tal señor tiene a su nombre la iglesia más hermosa de Sofía, no podía adivinar el reflejo emotivo de Kalina, que sin duda soñaba con casarse allí, entre mucha seda salvaje y mucha jardinería, y a quien no podía ocurrírsele ninguna otra palabra escrita con ene. La oficial del juzgado, de pronto, se vio desbordada por la curiosidad de los contrayentes y de los padrinos de los contrayentes, todos preocupados al unísono y de golpe por la corrección ortográfica de aquellos nombres tan especiales.
—¿Kalina con ene? —insistió, aturdida, la oficial del juzgado. Parecía de repente noqueada por el exotismo eslavo de aquella boda.
—Exactamente —dijo Kyril.
—¿Sabe lo que significa Kalina? —la novia búlgara estaba encantada de rescatar la integridad onomástica y el papel de marisabidilla de la reunión—. Es el nombre de una flor. Y el de un bichito. Esos bichitos rojos, con pintas negras.
La oficial del juzgado parpadeó, tardó un segundo en identificar el bichito, me miró —buscando sin duda que yo, en mi calidad de caballero español de apariencia cultivada, le confirmase el hallazgo— y dijo:
—Mariquita, ¿verdad?
Creí que me daba una privación. ¿Mariquita yo? En la cinta de vídeo se recogen las risillas zumbonas de Kyril, Dani y Emil. Qué bochorno. Kalina, en cambio, parecía desconcertada. Yo tartamudeé que sí, que eso parecía, que un bichito rojo con pintitas negras es una mariquita, y que por lo visto esa clase de mariquitas en búlgaro se llaman kalinas. Cuando se trata de una mariquita de otro tipo su nombre es, por las buenas, pederás.
Recuperé el aliento. Recuperé también mi hidalguía y el romántico quehacer de jefe de protocolo. Por indicación de la oficial, a quien alguna consonante eslava parecía haber pinzado el nervio del estupor, rogué a los contrayentes y a Dani que cada cual ocupara su sitio, mientras Emil seguía atrapándonos en la videocámara para estos días de pesadumbre y Natalí continuaba sin saber muy bien dónde meterse los años que le sobraban, para que en la cinta de vídeo no se le notaran demasiado. No era capaz de hacer con ellos lo que hacía yo: ponerlos, bajo el nombre de experiencia, en la cesta de la generosidad.
Cuando hizo su aparición el juez —joven, con barba y gafas, algo estreñido de expresión, y yo creo que algo cauteloso ante aquellos novios de nombres tan pintorescos— tuve un leve desfallecimiento en mi convicción de que estábamos haciendo lo mejor para todos. Pero creí notar que Kyril y Kalina estaban de pronto sobrecogidos y que, en aquel instante, eran conscientes de que su vida entera les pertenecía. Yo no era más que una interferencia favorable y que ellos aceptaban de buen grado, en parte por interés, en parte por gratitud y, en parte, porque yo, en cuanto me arreglo un poco, soy un madurito muy interesante. Hasta tal punto me daba por satisfecho por aquel modo de interferir que, cuando el juez les preguntó si entendían el castellano, contesté más alto que ellos:
—Sí.
Los jueces tienen un modo muy sagaz de mirar. Aquel juez me advirtió con la mirada que, en adelante, debería limitarme a ser testigo de cuanto allí ocurriera y se dijese. El juez, luego, recuperó la unción, leyó los párrafos de la Constitución apropiados a las circunstancias con una presteza algo excesiva para oídos eslavos, y pasó a hacer las preguntas de rigor:
—Kyril, ¿quieres por esposa a Kalina…?
Kyril estaba tan nervioso que movió la cabeza de izquierda a derecha y dijo:
—Da.
El juez se quedó estupefacto. Aquel movimiento de cabeza que había hecho Kyril quería decir que no. Y da no quería decir nada. El juez miró de forma muy poco sagaz a Kalina y después, con la misma falta de sagacidad, me miró a mí. Me dieron ganas de mandarlo al infierno, ya que momentos antes me había advertido, con toda la sagacidad de su mirada, que me limitase a ver, oír, firmar y callarme. Pero estaba claro que en aquella boda yo era algo más que un testigo, así que recuperé mi papel de persona interpuesta y le expliqué al señor juez las peculiaridades de los búlgaros en materia de afirmación o negación:
—Lo hacen al revés. Para decir que sí, mueven la cabeza como cuando usted la mueve para decir que no. Y al contrario. O sea que Kyril acaba de decirle que sí. Por partida doble, además. Con el gesto —y moví yo la cabeza como para decir que no—, y con el da, que en búlgaro significa «sí».
Supongo que aquel insípido juez se habría dejado martirizar antes de reconocer que se perdía. Con la máxima seriedad, le pidió a Kyril:
—Dígalo en español, por favor.
Kyril, tan nervioso como antes, volvió a mover la cabeza de izquierda a derecha, tragó saliva y, con un hilo de voz, dijo:
—Sí.
El juez no parecía muy convencido de que aquello sirviera. Claro que a él qué más le importaba que aquel par de búlgaros salieran de allí casados del todo, casados a medias o sin casar en absoluto. Incluso era probable que no le importase en absoluto que salieran casados conmigo. Decidió acabar cuanto antes.
—Kalina, ¿quieres a Kyril por esposo…?
Kalina, que siempre se creyó repleta de sagacidad, movió concienzudamente la cabeza de izquierda a derecha, tal como había hecho Kyril, y susurró con mucha dulzura:
—Sí, quiero.
Luego me explicaría que había recordado el compromiso que tenía con Kyril de considerar aquella boda provisional, insuficiente, inútil hasta que no se casaran en la iglesia de Alexandr Nevski con muchos invitados de punta en blanco y mucha música de órgano. Pero yo, ahora, en la cinta de vídeo, veo a Kalina radiante en brazos de Kyril y, aparte de maldecir a Kyril por no haberme bajado jamás en brazos por una escalera de aquella forma, llego a la conclusión de que aquella mañana templada y angulosa de enero Kyril y Kalina se dijeron fervientemente que sí. Después los veo en el restaurante de la Cava Baja en el que celebramos la boda, comiendo el cordero desganadamente, y creo entender que, en el fondo, aquel día se dijeron el uno al otro que no. Veo y oigo a Emil alardeando de la indisciplina matrimonial de los hombres búlgaros y de la laboriosa fidelidad de sus mujeres. Veo a Natalí levantándose de la mesa para llamar por teléfono «porque yo tengo una hija de nueve años y la he dejado sola en casa»; incluso la veo meses después, el día de su boda con Emil, besando a aquella hija tan alta como ella y con más curvas que una corista antigua, y me veo a mí mismo, malévolo, explicándole al oído a Kyril que, en España, las niñas crecen muy deprisa. Veo a todo el grupo a la salida del restaurante, en la Plaza Mayor, bajo una llovizna perezosa y cálida, y a Kalina cogida de la mano de Kyril, mientras él me pasa el brazo por los hombros y me dice que no tiene más remedio que comprarse un coche porque, con esa lluvia, andar en moto es molesto y peligroso. Y veo, a continuación, como Kyril se vuelve de cara a la cámara, hace que Kalina y yo nos volvamos, nos abraza a los dos como un cazador feliz, y acabo por comprender que aquel día de la boda los tres dijimos a la vez, en efecto, que sí y que no.