X.
Donde el hombre es explotado por el hombre

Por aquellos días, poco después de la llegada de Kalina y de mi consolador inciso con Emil, comenzó a aparecer por la Puerta del Sol, a la hora estratégica del atardecer, un búlgaro cuarentón, rollizo, de una seriedad inquietante, de rostro inexpresivo, mirada fría y cauta y movimientos lentos como los de un capataz rencoroso e implacable. Pese a que ya estaba muy crecida la primavera, aquel búlgaro de manual llevaba siempre una gabardina azul de corte estrictamente socialista y que dotaba a su figura achaparrada de una contundencia brumosa, emboscada, turbia. También llevaba siempre un bolso de mano demasiado pequeño para todo lo que, al parecer, tenía que guardar, ese tipo de bolso desgastado y prieto por el que cualquiera identificaría sin titubear al cobrador de una banda de extorsionistas. Kyril me dijo que, en realidad, era camionero, trabajaba en Arganda en una pequeña empresa de transportes de mercancías y ofrecía a sus compatriotas, por cincuenta mil pesetas y previo acuerdo sobre porcentajes con el dueño de la empresa, precontratos falsos de trabajo y toda la documentación complementaria e imprescindible para obtener el permiso de residencia. Si algún búlgaro, agobiado por el plazo para la presentación de documentos según la orden ministerial para la regulación de la residencia de extranjeros, no disponía de la cantidad exigida, podía conseguir que el de la gabardina le concediese un préstamo —desde luego, nunca por todo el importe del precontrato— al brutal interés de un diez por ciento semanal. Vasil, Dani, Ivo, Yordan e incluso Bambi —a pesar de que Bambi llevaba unos meses deslomándose como repartidor de bombonas de butano, casi a cambio sólo de las propinas y sin ninguna garantía laboral— tenían ya uno de esos precontratos, de modo que la pequeña empresa de transportes de Arganda experimentaba un desarrollo admirable y cualquier inspector de perspicacia pervertida podía acabar por proponerla como candidata a empresa modelo.

—La policía de aquí es tonta —me dijo Kyril—. Pero hasta el más tonto se da cuenta de que tantos búlgaros a la vez en una sola empresa es una cosa un poco rara.

Kyril, en cambio, tenía una empresa para él solo: yo.

Y no me refiero a mi despacho de consultor, en el que seguía confesando todas sus debilidades, como una solterona de pueblo, la petroquímica búlgara. Me refiero a mí como individuo sin otra marca comercial que su nombre y su apellido, a Daniel Vergara como ciudadano de patrimonio moderado pero gustos tan sibaritas como para permitirse el contratar a otro ciudadano, aunque fuera búlgaro, y ponerlo a su servicio. Había tenido que improvisar un puñado de excusas burocráticas para no mezclar mis intereses profesionales con mis servidumbres sentimentales, atendiendo a un enraizado y asquerosamente burgués instinto de autodefensa, aunque no me importaba poner en juego mi tranquilidad personal y la imagen de sobriedad e independencia —uno no es sólo independiente cuando no está subordinado a nadie, sino cuando carece de subordinados— que tenía de mí mismo en mi vida privada. Jamás se me había pasado por la cabeza tener criados —no creo que pueda considerarse como tal, sino como colaboradora doméstica, a la asistenta por horas que venía dos veces por semana a limpiarme el piso—, ni siquiera esos criados comodones y demasiado cómplices que llamamos chóferes. A pesar de todo, Kyril se convirtió en mi chófer con todas las bendiciones legales, con un contrato en regla y las obligadas cotizaciones por mi parte a la Seguridad Social, no dentro del régimen del servicio doméstico —lo que para Kyril habría sido denigrante—, sino del de servicios profesionales, lo que para mí y, sobre todo, para la lógica capitalista, resultaba todo un desafío. Porque Kyril había pasado a ser, en efecto, mi chófer, pero yo no he tenido coche en mi vida.

No sé si es propio de un caballero español no tener coche y contratar a un chófer, pero algo me decía en aquel momento que Kyril y yo estábamos plantando el germen de alguna revolución en el marco inmisericorde de las relaciones laborales, en la repugnante rutina capitalista de la explotación del hombre por el hombre. De hecho, el ímpetu desordenado con el que Kyril había ingresado en el capitalismo, sobre todo por vía de mi facilidad para el francés y la agilidad de mis cervicales, no le había dejado tiempo para comprender que, en un capitalismo consolidado, los explotadores son siempre los mismos y los explotados, por consiguiente, también. Kyril, sin encomendarse a ningún santón de la economía de mercado, había decidido saltarse todas las etapas intermedias y es verdad que era de repente mi chófer, pero no conducía ningún coche y no me daba servicio más que cuando se lo aconsejaba su santa voluntad, fórmula mediante la cual se había hecho merecedor no de un precontrato carísimo y fraudulento, proporcionado por un búlgaro con gabardina, sino de un contrato irreprochable, de la cartilla de la Seguridad Social, de un expediente infalible a la hora de solicitar el permiso de residencia y de trabajo, facilitado por un caballero indígena de los que ya no quedan. Lo que yo había inventado, en el nuevo contexto económico mundial, al trastocar las relaciones entre el obrero y el patrón, al permitir con tanta soltura y generosidad que la parte contratada explotase sin miramientos a la parte contratante, era como para que me concediesen sin discusión el Nobel de Economía.

—Hay que ver las tonterías que pueden hacerse por culpa del amor —dijo Vicente Murcia, la Tiralíneas, en cuanto lo supo.

—Eso no es amor —se apresuró a incordiar Gildo, la Molokai—. Es vicio.

—Te equivocas, pedazo de bruja —le increpé—: es amor. Afortunadamente, el amor ya no es lo que era.

Afortunadamente, el mundo estaba patas arriba, confuso, dislocado, y, en ese turbión sin pies ni cabeza, algunos hidalgos ingeniosos podíamos inventar una cierta clase de amor, un amor intenso pero creativo, capaz de incidir con agudeza y descaro en el entramado social y la maquinaria productiva hasta el punto de inventar una nueva figura realmente atractiva y emocionante: la del asalariado que tiene la sartén por el mango. Otros seguían empeñados en fijar sus relaciones con sus novios, amantes o explotadores búlgaros por medio de un amor a la antigua usanza y los resultados eran penosos. El que no sufría como una poetisa provinciana, terminaba por aburrirse y regresar a los consabidos, previsibles, acartonados sentimientos de toda la vida, como si el mundo no se hubiera hecho trizas y el Muro de Berlín siguiera en pie.

Adelardo Taormina, la Mogambo, me confesó que no podía soportar ni un minuto más la repentina rigidez de aquellos búlgaros que, al desnudarse y caer sobre la cama, se quedaban petrificados en la postura en la que caían, fuera la que fuese, incluidos algunos ejemplos de contorsionismo estático verdaderamente preocupantes. En consecuencia, la Mogambo había decidido regresar a una abstinencia sublimada y refugiarse en sus lirismos gráficos, de los que habían nacido una serie de exquisitos dibujos pronto exhibidos en una galería de postín y entre los que no faltaban algunos de títulos tan añorantes como Ladronzuelo búlgaro desnudo se lava las manos para purificarse tras un pequeño robo en un bulevar de París, o Joven emigrante del Este de Europa espera a la intemperie la llegada de un ángel protector. Y tampoco lo de Vicente Murcia, la Tiralíneas, era mucho más excitante: aseguraba haber encontrado su media naranja en una especie de bisnieto de Rosalía de Castro que le quería por su madurez vital y por la agradable abundancia de sus formas, y no para que le comprase un coche, como Kardan, un búlgaro al que por lo visto angustiaba como a un novicio un pecado mortal el estar desmotorizado. Claro que peor era lo de Aldo Neri, la Regina, siempre recién llegado de una fantástica fiesta organizada por él en Sotogrande, pero atormentado desde hacía algún tiempo por la persecución a la que le sometía una de las loquilagartas de la Puerta del Sol, un uruguayo dueño de una pensión clandestina e indignado porque el relaciones públicas de la alta sociedad le había birlado, según él, un búlgaro apoteósico, motivo por el cual el uruguayo buscaba continuamente venganza, bien por el retorcido método de insertar en Segundamano anuncios reclamando chicos jóvenes para cuidar a anciano impedido a cambio de excelente retribución, y dando como teléfono de contacto el de la Regina, con lo cual el teléfono de la Regina —su instrumento de trabajo— estaba bloqueado todo el tiempo, bien enviándole peculiares anónimos con todo tipo de amenazas y que terminaban diciendo: «Esto es un anónimo. Firmado: Juan Simeoni, el uruguayo». Eso había llevado a Aldo Neri, la Regina, a apartarse casi radicalmente de la conexión búlgara. Menos tajante era el comportamiento de la Marquesa Viuda, quien iba por ahí haciéndose lenguas de las virtudes objetivas de Kyril para consolarse de no haber podido repetir con él desde que yo le había concedido la beca y había decidido reemprender, entre búlgaro y búlgaro, sus veleidades heterosexuales y aristocráticas, marcándose como objetivo nada menos que la caza y captura de una de las Infantas de España, lo que sin duda debía de ocuparle mucho tiempo y le impedía atender su mitad probúlgara con la frecuencia y dedicación que quisiera. Caso aparte y llamativo era el de la Clementina, dócil dama de compañía de Gildo, que no perdonaba una sola tarde en la Puerta del Sol, pero había descubierto que salían más baratas sus experiencias místicas, incluidas no pocas apariciones de san Tarsicio en tanga, por lo que hacía meses que los búlgaros, bíblicamente hablando, se habían convertido para él en unos perfectos desconocidos. Así las cosas, sólo la Molokai y yo nos manteníamos fieles a la, por otra parte, cada vez más exigua oferta búlgara, el dermatólogo con su estilo promiscuo y acelerado, y yo con el reposo y la exigencia de quien ha asentado su interés, su afecto y sus ingresos en un alegre y cariñoso rufián búlgaro que había tenido la fortuna de dar con el empleo perfecto: el de chófer oficial del coche fantasmal de un caballero subyugado.

La oferta búlgara, como he dicho, menguaba a la velocidad a que mengua todo lo magnífico. Muchos de los chicos habían encontrado, en efecto, un trabajo, por lo general despiadado, que les permitía sobrevivir con resignación. Si reaparecían alguna tarde por la Puerta del Sol era sólo para encontrarse con sus paisanos y presumir un poco, a veces por el sencillo método de rechazar proposiciones deshonestas, de ir abriéndose camino. Otros se habían convertido en indeseables, bien porque no habían mejorado lo más mínimo su gama de servicios, bien porque las loquicotorras defraudadas habían difundido la especie de que, incapaces de perseverar en un oficio decente, se habían transformado en elementos peligrosos. Además, las estrictas instrucciones recibidas por los consulados españoles en los países del antiguo bloque socialista, en el sentido de extremar hasta lo intolerable las exigencias para conceder visados, impedían que la oferta se renovase con el consiguiente nerviosismo, primero, y desánimo, después, de la demanda. Cierto que la aparición de aquel búlgaro de la gabardina hizo que la concurrencia de jóvenes compatriotas aumentase y que se dejaran ver de nuevo, obligados por la necesidad de disponer como fuera de un precontrato, algunos que habían desertado hacía tiempo del mercado de valores de la Puerta del Sol. Uno de los que regresaron, ante la inicial alarma de Kyril, fue Emil Markov.

Emil había desaparecido durante unas semanas. Kyril me dijo que se había marchado a Valencia para participar en un campeonato de atletismo, invitado por un club deportivo de Vallecas al que había acudido ofreciendo sus antiguas marcas de campeón europeo juvenil de lanzamiento de jabalina; yo lo sabía, porque el propio Emil me lo había contado, lleno de ilusión por prosperar gracias a sus méritos atléticos. Me pareció dispuesto a cualquier cosa para aprovechar la oportunidad que se le presentaba —hace poco leí la noticia de la muerte de un futbolista rumano mientras entrenaba con su equipo alemán, como consecuencia del consumo obsesivo de estimulantes ante el temor de que no le renovaran el contrato— y me pidió dinero para comprar algunos productos que necesitaba. No volví a saber de él hasta que Kyril me dijo, con tono de advertencia, que había vuelto, vivía en casa de una mujer bastantes años mayor que él, había empezado a trabajar como seguridad —pero sin contrato— en una discoteca para parejas maduras, contactó con Kyril para intentar la venta de un coche en situación «no muy legal», según la expresión que los búlgaros utilizaban para describir sus actividades irregulares, y necesitaba, como todos, el dichoso precontrato; la novia entrada en años estaba dispuesta a poner el dinero. La novia de Emil no era un caballero como yo, y evitaba implicarse personalmente en la engorrosa documentación laboral que exigían las autoridades españolas.

—En el coche tengo un periódico que habla de mí —me dijo Emil cuando nos encontramos, en el salón de juegos de Montera.

Fuimos a su coche y me enseñó un periódico antiguo de Valencia en cuyas páginas deportivas se daba cuenta de los resultados del campeonato de atletismo en el que Emil había participado. Había quedado tercero en el lanzamiento de jabalina y junto a su nombre aparecía una marca conmovedoramente mediocre. Eso era todo. Meses más tarde, algunos periódicos de Madrid se extenderían en otro tipo de detalles sobre Emil, Kyril y una abundante compañía de búlgaros y polacos.

También me preguntó Emil si yo conocía a alguien a quien le interesara un audi en buen estado, aunque con la documentación un poco dudosa. Cuando Kyril lo supo, prometió partirle la boca a Emil por hablar demasiado. A la hora de la verdad, no le partió la boca y llegaron a un fraternal acuerdo para el desarrollo de sus actividades empresariales. Después de todo, pensé yo, un raquítico contrato como el que me permitía disponer de chófer no debía bloquear la iniciativa privada.

—Hay que pagar el apartamento —decía Kyril—. Y tengo que comprarme la cadena de oro.

Lo que yo le pagaba por tenerme a punto la caja de cambios, aunque llamativo, no bastaba para tantos y tan tenaces proyectos de consumo. Por otro lado, casi todas las ocurrencias comerciales que hasta entonces había tenido Kyril se habían manifestado finalmente inviables o insufribles. Para especular con el cambio del dólar hacía falta acaparar dólares, y además el dólar en este soñoliento país cambiaba poco y despacio. La exportación de piedras para mecheros tropezaba con similares inconvenientes: nadie sabía dónde se fabricaban, y sacar provecho a la diferencia de precio implicaba una inversión inicial que yo, desde luego, consideraba un desatino. Por último, la oportunidad de trabajar en un peep-show, fornicando con una bulliciosa compatriota en pases de tarde y noche, se había presentado, en efecto, y Kyril me estuvo anunciando durante días su debú, creo que con la esperanza de que yo no pudiese soportarlo y aumentase drásticamente tanto el importe de la beca como la insensata compensación contractual por sus servicios como chófer. Por desgracia para Kyril, la idea de verle explotado y radiante en un sex-shop no se me antojaba excesivamente inaguantable, e incluso había algo de revancha en permitirle ejercer de semental por horas con una compañera artística que no era Kalina, a quien Kyril, por descontado, pensaba mantener alejada de sus desmanes y calamidades. La verdad, no me parecía justo que a Kalina se lo ocultase todo y a mí me lo restregase por la cara, como si yo no tuviese estómago ni corazón. Por tanto, si la solución era que se metiese con la complaciente y esforzada búlgara en uno de aquellos cochambrosos cubículos para disfrute de mirones huidizos y onanistas, adelante. A los dos nos serviría de penitencia.

—¿No te importa?

—Claro que me importa, Kyril. Pero si vas a ganar tanto dinero como dices, no tengo derecho a prohibírtelo.

Me había llamado por teléfono para decirme que quería verme. A los diez minutos, se presentó en mi casa muy acicalado y me abrazó como si estuviera a punto de emprender un viaje lleno de peligros. Sin duda, su intención era impresionarme, que yo fuera consciente de la dimensión de su sacrificio. Me advirtió que no se me ocurriera presentarme en el sex-shop para martirizarme con su actuación, porque me mataría allí mismo. Estaba muy nervioso y creo que sólo le faltó suplicarme que hiciera algo, que le pidiese que no fuera, que le metiera en el bolsillo del pantalón cinco o diez mil pesetas, porque eso sería suficiente para que él considerase que no merecía la pena caer tan bajo. Pero no hice nada de eso. Kalina, en mi lugar, habría montado seguramente un escándalo de gemidos, lágrimas, amenazas, reproches e insultos en cirílico. Sin embargo, un caballero debe demostrar entereza y respeto hacia el ajeno albedrío incluso en los momentos más desgarradores. Así que le dejé ir, y sufrí como un prisionero de la mezquindad humana los desvaríos de la imaginación, y lamenté no haber tenido la grandeza de espíritu y la liquidez suficientes para salvar a Kyril de aquel piélago de obscenidad, y me mesé las sienes plateadas, mordí con mucha desesperación los cojines del sofá, me hice una tila, llamé a Kalina para calmar la repentina sospecha de que Kyril me había mentido —pero Kalina estaba sola y en babia—, decidí correr a un cajero automático y plantarme luego en el sex-shop para rescatar a Kyril de las miradas febriles de una clientela repulsiva, dejando de paso a la asquerosa búlgara despatarrada e inatendida, y ya me había enjaretado las gafas de sol para entrar de incógnito en aquel antro de explotación de la mujer y el hombre por los hombres cuando sonó otra vez el timbre de la puerta, abrí, tuve un vahído, saqué fuerzas de flaqueza, palpé, me aseguré de que era de nuevo Kyril en persona —humillado, arrepentido, incapaz de hacerse rico con su cuerpo, impaciente por confesarme su fracaso y pedirme perdón— y miré el reloj: sólo había pasado media hora desde que había salido de mi casa. Me abrazó como si acabara de volver de un viaje lleno de peligros. Le metí en el bolsillo del pantalón las quince mil pesetas que tenía en la cartera. Luego, mientras él me lo agradecía, tuve por un momento la impresión de que decenas de ojos nos observaban con libidinosa fruición y se me ocurrió que Kalina nunca disfrutaría una fantasía tan emocionante y que alguna ventaja tenía que tener el conocer las más hirientes traiciones de mi chófer. Y eso que aquella traición no se había consumado, porque Kyril me contó que, ya desnudo en el camerino del sex-shop, cuando oyó que anunciaban con adjetivos muy lujuriosos su nombre y el de la búlgara por la megafonía del local, notó que estaba a punto de liarse a puñetazos con todo bicho viviente, que se asfixiaba de vergüenza, que si no salía de allí a toda prisa reventaría de un ataque al corazón, que tenía que ir a verme y contármelo todo, para que yo no dejase de ser su amigo, para que yo no dejase de quererle, y que aquella no era forma, ni siquiera en pleno capitalismo, de hacerse millonario. Por eso no le quedaba más remedio que hacerse socio de Emil y encontrar, de momento, a alguien interesado en un audi en buen estado, aunque con la documentación algo dudosa.

A Emil y Kyril se unieron en seguida Alex, el rubiasco tenebroso a quien su empeluquinado protector, la Rizos, le había comprado un audi nuevo y, este sí, con los papeles en regla, y Kasi, el marido de la Milesposas —así llamado por su condición de funcionario del Ministerio del Interior—, quien había optado por regalar a su búlgaro una moto como la de Kyril, pero blanquiazul y de la casa Honda. Todos ellos —Emil, Kyril, Alex, Kasi— tenían lo elemental de la vida razonablemente resuelto y, desde luego, la locomoción más que razonablemente resuelta, pero querían más, tenían cuentas pendientes con sus ambiciones más personales y apremiantes, el amor propio les exigía prosperar por sus propios medios, sin la ayuda tal vez generosa, pero demasiado correcta, de sus pusilánimes mentores. Tampoco esta vez Kyril quiso proporcionarme demasiados detalles sobre sus proyectos, aunque no pudo evitar darme algunos indicios.

—Déjame los papeles que tienes para poner la moto a mí nombre.

—¿Tienes ya el dinero para pagar las multas?

—No.

Sin más explicaciones. Comprendí que la moto no la pondríamos a su nombre jamás. Y que aquellos papeles, abundantemente fotocopiados, podían cumplir otra misión en otro tipo de vehículos. De todas formas, preferí convencerme de que todo era confuso y resultaba ininteligible y, aunque seguía viendo a Kyril con una asiduidad casi conyugal, no hice más preguntas ni él solicitó más colaboración. Tal vez por eso me alarmó tanto encontrar a Alex una noche en Ajedrez, con la cara llena de hematomas y magulladuras, un brazo vendado, cojeando y quejándose de un dolor en los riñones que no acababa de desaparecer.

—¿Qué demonios te ha pasado, Alex? ¿Has tenido un accidente? ¿Te has peleado con alguien? —la última pregunta la hice achicando la boca, como temiendo conocer la respuesta.

Alex me miró con una resignación algo infantil, como si todo fuera producto de una travesura.

—Dos búlgaros me han pegado una paliza —dijo—. Pero, aunque sean grandes y fuertes, que no se crean que esto va a quedar así.

Por la manera de decirlo, saqué la impresión de que quería que yo transmitiese el mensaje. Tenía que preguntárselo.

—Dime, Alex. ¿Tiene Kyril algo que ver con esto?

Alex sonrió. Él no era un chivato.

—No sé —dijo—. Sólo sé que así no va a quedar.

Pero Kyril reaccionó despectivamente. Dijo que Alex era un hijo de puta y que había tratado de engañarle. Que Alex y Kasi habían hecho un viaje rápido a Bulgaria en coche, sin problema alguno en las fronteras, para traer formularios de documentación de coches en blanco, y que el precio convenido era de diez mil pesetas por juego de formularios. Al regreso, Alex había pretendido cobrar cincuenta mil. No hicieron el trato y, como venganza, Kyril y Emil robaron el audi de Alex. Alex no estaba seguro de quiénes habían sido los ladrones, pero él y Kasi decidieron robarle a su vez el coche a Emil, ya que Kyril había aprendido a guardar bien su moto. Aquella noche, cuando Emil descubrió que el coche se lo habían robado de enfrente mismo de la discoteca donde trabajaba, él y Kyril, en la moto, buscaron en sus casas a todos los búlgaros que les parecían sospechosos y consiguieron, a fuerza de golpes, que algunos confesaran lo que ellos se habían imaginado desde el primer momento: los ladrones eran Alex y Kasi. De Kasi, de momento, ni se preocuparon. A Alex lo encontraron en el apartamento de la Rizos y decidieron no utilizar la violencia. Le dijeron, amigablemente, que sabían quién tenía el audi y que estaba dispuesto a devolverlo a cambio de trescientas mil pesetas. La Rizos, histérica, dijo que eso era un delito y que iba a poner inmediatamente una denuncia. Alex le convenció de que no lo hiciera: el coche era nuevo, pero el seguro sólo pagaba tres cuartos de millón; en cambio, ahora, por trescientas mil pesetas podían recuperarlo. Eso sí, Kyril y Emil exigieron cien mil pesetas más, cincuenta mil para cada uno, por su labor de intermediarios y por acompañar a Alex a la hora de entregar el dinero para que no hubiera ningún problema. Alex estuvo de acuerdo. La Rizos trató de oponerse, pero no le sirvió de nada; firmó el talón por cuatrocientas mil pesetas, y los tres búlgaros quedaron para realizar la operación al día siguiente. Alex fue con el dinero en dos bolsas de plástico. Cuando quiso darse cuenta, frente a su audi, había recibido una paliza monumental y tuvo que confesar dónde estaba el coche de Emil. De esa manera, cada uno recuperó su coche, pero a Alex —mejor dicho, a la Rizos— el rifirrafe le había salido por cuatrocientas mil pesetas, más la factura del hospital en el que Alex permaneció ingresado una semana. Kyril no podía creer que aún le quedaran agallas para amenazarles, y yo haría bien en olvidarme de todo lo que sabía.

El problema era que no podía olvidarlo y tenía que contárselo a alguien. Tuve la debilidad de contárselo a Adelardo Taormina, la Mogambo, que hizo algunos aspavientos de horror, me riñó, me recomendó fervorosamente que me apartara de esa gentuza y me aseguró que, de toda aquella siniestra historia, lo único que le interesaba era cómo me sentía yo.

—Cachonda —le confesé, con una sinceridad supongo que inoportuna.

Ahora me arrepiento de haber utilizado el femenino. Aquella era una historia de hombres, de explotación del hombre por el hombre, y ponerse loquiorquídea en un restaurante caro y en medio de una conversación sensata con la Mogambo, que ya vivía demasiado alejada de la selva, estaba fuera de lugar.

Además, yo no podía alejarme de aquella gentuza así como así. Kyril era mi chófer y no iba a permitir que le despidiera, con el riesgo de no obtener jamás el permiso de residencia. Entre otras cosas, ese permiso era lo único que le faltaba para casarse con Kalina. Y ya no había tiempo material para encontrar otra solución. El búlgaro de la gabardina azul desapareció de repente, supongo que cuando cubrió el cupo de precontratos que le pareció soportable para una pequeña empresa de Arganda. En ese cupo había entrado, en último momento, Emil, y ahora sólo quedaba esperar que, después del verano —que Kyril pasó en Madrid, trabajando como seguridad en una terraza de clientela difícil, y yo en casa de mis padres, ahorrando para el otoño—, continuara la explotación del hombre por el hombre, pero ahora con la tarjeta de residencia en el bolsillo.