Aquí tengo el rakía, una cinta de vídeo con nuestras andanzas de la primera noche que Kalina pasó en Madrid, y todas las letras que he venido pagando de la moto de Kyril, documentos acreditativos del pago por mi parte de dieciocho mil quinientas pesetas al mes, a cargo de mi cuenta corriente en la oficina central de Banesto. Dado que estas letras domiciliadas se pagan solas —quiero decir que te las cargan automáticamente en cuenta sin que fuera preciso, en este caso, que yo hiciera un alarde expreso y periódico de generosidad—, los recibos que he ido acumulando y que conservo me traen ahora el recuerdo de Kyril, como animales de compañía que él me hubiese dejado para que no le olvide y para que me consuelen. Sólo me falta sacarlos cada tarde a la Plaza de España como si fueran caniches.
Con el rakía tal vez lograse descansar un poco mi memoria, pero no tengo coraje para quemar la cinta de vídeo en la que Kalina y yo aparecemos muy contentos, o Kyril y yo sorprendidos mientras nos mirábamos fugazmente pero satisfechos por la misión cumplida, nunca los tres a la vez, tampoco ellos dos solos —porque yo pretexté una incurable torpeza para cualquier clase de mecanismo, incluida una inocente videocámara panasonic—, sí algunas imágenes absurdas de las calles y los comercios del centro de Madrid, cuando por la cámara miraba el ojo depredador de Kyril, o planos puntillosos aunque inconexos del restaurante típico de la Cava Baja en el que cenamos aquella primera noche, cuando la cámara obedecía a la mirada suspicaz, pero muy cautelosa, de Kalina. Afortunadamente, en esta cinta no aparecen en ningún momento ellos dos con la moto que yo tuve que terminar de pagar letra a letra, método deplorable por ser propio de economías apuradas, pero que al final decidí utilizar con el peregrino convencimiento de que así retendría a Kyril a mi lado, al menos hasta que el préstamo venciera.
Era una moto imponente, una suzuki de 750 centímetros cúbicos, negra, fuerte como un animal de musculatura metálica y zancada cilindrica, arrogante, poderosa. Debo confesar que las veces que monté en ella, de paquete, con Kyril conduciendo como un energúmeno, me sentí igual que Marianne Faithfull, melena al viento, en sus días de esplendor. Habida cuenta del poco pelo que me va quedando, lo más prodigioso era aquella sensación que yo tenía de arrastrar una larga y compacta cabellera rubia, a ciento treinta por hora, por la noche de Madrid.
—Gracias, hombre. Soy muy feliz —me dijo Kyril, con aquel concepto esquemático y rotundo que él tenía de la felicidad, cuando sacó la moto de la tienda, montó en ella y ensayó su poderío como si se tratase de una yegua bravia a la que él se proponía domesticar.
Como un caballero siempre debe estar de parte de la ley, le advertí:
—Necesitas un casco.
—Después, hombre. Monta. Te llevo a casa.
Monté, me sentí Marianne Faithfull, me llevó a casa, y después no le vi el pelo a Kyril durante tres días.
Me consta que causó sensación. Entre los búlgaros, por supuesto, pero también entre todas las loquibrujas zopencas y de puño encogido que le vieron cabalgar a lomos de aquella máquina despampanante y que se encontraron con que, de repente, ante la avalancha de peticiones de motos que se les echaron encima, no tuvieron más remedio que mostrarse ante sus novios, pretendientes o explotadores búlgaros como realmente eran: pobres, tacañas, tramposas o despreciables. Ellas, como es natural, empezaron a decir que yo había perdido el norte, que por el vicio búlgaro iba camino de terminar mis días en un asilo de la beneficencia, que si una no sabe controlar el picor y lo que el picor arrastra, nenas, mejor encadenarse a la pata de la cama y ofrecerle a la Macarena los sufrimientos. Pero entre la colonia búlgara mi prestigio subió como la espuma y más de uno desearía que Kyril se rompiese la crisma contra un semáforo, para ocupar su puesto en mi corazón a toda velocidad.
Por descontado, al cabo de aquellos tres días de frenesí motorizado, Kyril volvió. Entre otras razones, porque aún quedaba por solucionar una segunda cuestión, básica, antes de que yo invitase a Kalina, mediante carta avalada por la firma de un notario, a venir a Madrid. Esa segunda cuestión era el apartamento que Kyril necesitaba alquilar a su nombre, con dos objetivos fundamentales: uno, la ya señalada comodidad de Kalina; otro, poder empadronarse, presentando el contrato de alquiler, y acumular documentación en apoyo de su solicitud de permiso de residencia. El único problema, como siempre, era el económico. Un problema que, como siempre, yo me encargué de resolver.
Yo conocía unos apartamentos, muy cerca de mi casa, que podían alquilarse por horas, días, semanas o meses. Solía utilizarlos cuando mi acompañante no me parecía muy de fiar —lo que últimamente ocurría con demasiada frecuencia—, y conocía bien a los conserjes del edificio, con los que siempre procuré ser generoso. El edificio no era un modelo de tranquilidad, pero tenía la ventaja de que no exigía fianza ni un mes de alquiler suplementario como garantía, tal y como es habitual en los contratos de arrendamiento. Los apartamentos eran minúsculos y, en consecuencia, caros en relación con los metros cuadrados habitables —dos mil quinientas pesetas diarias—, tenían ese deterioro extraño de las viviendas relativamente nuevas pero utilizadas por muchas personas que van dejándose unas a otras las huellas de sus ruindades o descuidos, y las llamadas telefónicas, realizadas a través de centralita, debían abonarse, en el caso de los alquileres mensuales, todas las semanas; a cambio, en el precio iba incluido el servicio de limpieza, la luz y el agua, e incluso, a poca habilidad que se tuviera, la posibilidad de que la telefonista tomara nota de las llamadas importantes si se producían cuando el inquilino estaba ausente. Kyril y yo echamos cuentas y comprendimos que, si al menos de forma provisional, el apartamento lo ocupaba Kyril con un amigo —o con su primo Dani—, aquel par de habitaciones razonablemente decorosas y confortables, con cocina empotrada y cuarto de baño propio, resultaban más baratas y mejores que la habitación del hostal de mala muerte en que estaban viviendo. Desde luego, con Kalina en Madrid todo sería diferente, pero Kyril decidió que, de momento, sería suficiente también para Kalina y no quiso darle importancia al hecho de que no fuera un lugar respetable.
En la cinta de vídeo está Kalina en ese apartamento, la primera noche, y hay en las imágenes el estupor de una pupila desconfiada, recelosa, como si la propia cámara estuviera contagiada de los melindres de la hija mimada del entrenador búlgaro de halterofilia. Ahí, en el apartamento, sí aparecen juntos Kalina y Kyril, sin duda porque Dani manejaba la cámara y se mostraba atento a los detalles cariñosos: las manos entrelazadas de Kyril y Kalina, los besitos irritantes del uno al otro, los regalos que Kalina había traído de Berlín —incluido un disco, para mí, de música folclórica búlgara—, Kalina probándose el casco desmesurado que por fin habíamos comprado Kyril y yo para cumplir con la ley, un primer plano de la imponente muñeca de Kyril con la pulsera de oro que le regalé en nuestro cumpleaños. En esas tomas rodadas en el interior del apartamento, Kalina y Kyril formaban una pareja autónoma y ortodoxa, una collera de palomos jóvenes que se lanzaban juntos y felices a la aventura de crecer y prosperar en un mundo largamente deseado, un noviazgo irreprochable y redimido en su vulgaridad por las penalidades específicas de la emigración, y del que yo me encontraba ausente, excepto cuando la videocámara se acercaba como un animal deslumbrado a la muñeca o la oreja de Kyril; entonces, ante la imagen elocuente de la pulsera o el pequeño signo del dólar, podía percibirse que en aquel amor intervenía yo, y ahora, mientras repaso la cinta de vídeo con la enfermiza delectación de quien repasa fotografías de su juventud, comprendo que haber sido un intruso imprescindible no me autoriza a ser rencoroso ni a afligirme con remordimientos. A fin de cuentas, tal vez la misión del rakía no sea más que liberarme de un cierto mal sabor de boca.
La cinta de vídeo guarda también otras imágenes expresivas: el primer cheque del primer talonario que Kyril tuvo en su vida, tras abrir una cuenta corriente, en una sucursal de Cajamadrid, y que rellenó por importe de un millón de pesetas, siguiendo mis instrucciones sobre cómo extenderlo, para clavarlo después con una chincheta en la pared del mínimo recibidor del apartamento; se proponía no romperlo hasta que no ganara, en efecto, el primer millón. O el pasaporte de Kalina con el visado de entrada expedido en el consulado español en Berlín, y el beso de Kalina a ese pasaporte, antes de entregarlo a la policía junto con la solicitud de refugio político, cuando decidió —con una momentánea irritación por mi parte, que me sentía de repente utilizado, sorprendido en mi buena fe y cómplice de aquella burla a la legalidad— permanecer en España. Eran imágenes que traducían, en cierto modo, la tutela que yo les estaba ofreciendo y que ellos exprimían sin reparar en la turbación o los inconvenientes que ello pudiera producirme, como los recibos mensuales del pago a plazos de la moto —recibos que ahora tengo delante y que contemplo con la mezcla de ternura y grima con que contemplo los caniches que tienen algunos de mis amigos— traducen los gozos y dolores de mi atolondrada generosidad.
La moto fue un vínculo gravoso y satisfactorio a la vez. La documentación estuvo siempre a mi nombre, en buena parte a causa de las numerosas multas que Kyril empezó en seguida a acumular y que hacían cada vez más costosa la transferencia; eso me irritaba, porque jamás hasta entonces había estado en deuda con nadie, y mucho menos con las administraciones fiscales o municipales, pero al mismo tiempo me permitía compartir la arrogante indisciplina y la casi candorosa falta de civismo de Kyril, tan alejadas de mi natural respetuoso y moralmente estreñido. Además, la moto se convirtió en una especie de guía o batuta de mis sentimientos, porque yo la vigilaba constantemente y, cuando la veía aparcada ante el edificio donde vivía Kyril, me embargaba la tranquilidad y urdía en seguida algún pretexto para encontrarme con él —mi casa estaba apenas a doscientos metros—, pero cuando no la veía, a horas en que suponía que debía estar allí, me entraba el desasosiego y la certeza de estar comportándome como un cretino: Kyril se desentendía de mí y disfrutaba de la moto con Kalina o, antes de su llegada, con Dani o con Vasil. Porque Vasil acabó por dejar la casa de Gildo, harto de que el dermatólogo no apreciase en lo que valían sus desplantes y malos tratos de palabra y obra —cuando Vasil le comunicó sin contemplaciones que se largaba, Gildo trató de utilizar como chantaje un cuaderno en el que había ido apuntando todos los favores que le había hecho al muchacho búlgaro, convenientemente valorados hasta una cifra cercana al millón y medio de pesetas—, y aceptó la hospitalidad de Kyril en aquel bullanguero edificio de mala nota. Durante unos meses, antes de que Kyril me permitiese enviar a Kalina la carta de invitación, Kyril y Vasil fueron inseparables.
—Como novios —me dijo Gildo, resentido—. Tu novio y Vasil se portan exactamente como novios. ¿No crees que hay algo entre ellos?
—Seguramente —dije—. Y además apuesto cualquier cosa a que se meten en la cama los dos con la moto.
—Pues ya verás como acaba pegándole la lepra esa que tiene.
No me quedó muy claro si Kyril iba a pegarle la lepra a Vasil o a la suzuki. Por lo visto, la suzuki había sido la gota que había colmado el vaso de la paciencia de Vasil, que no podía consentir que Gildo, con todo su dinero, no fuera tan generoso como yo. Tampoco podía consentirlo Assen y acabó por dejar también plantado a Gildo unos días después, aunque él no buscó la abarrotada hospitalidad de Kyril, sino la de una compañera de trabajo en el restaurante, una pueblerina feísima y con sarna congénita, según Gildo, que redoblaba sus esfuerzos para merecer el adecuado sobrenombre de la Molokai. Yo ahora veo los recibos del banco y rememoro los estragos de mi prodigalidad, y comprendo que Gildo me guardase rencor —sin confesarlo, porque el rencor, según él, es cosa de criadas— y pusiera mucho empeño en echarle a perder la beca a Kyril. Comenzó a celebrar de nuevo fiestas en su casa, fiestas a las que acudíamos los habituales y una patulea de búlgaros recién llegados que nos miraban como una cleptómana mira las estanterías de los supermercados. Fiestas a las que Vasil se negaba a asistir, con lo que lograba que Kyril me pidiese perdón por no acompañarme, a sabiendas de que yo no trataría nunca de forzarle a hacer lo que no quisiera, porque así es como debe comportarse un caballero. En una de aquellas fiestas a las que fui en solitario conocí a Emil Markov.
Veo ahora la cinta de vídeo y me pregunto qué hubiera sido de Kyril, de Kalina, de la moto, de mi vida hasta hoy, si Emil Markov hubiera sido un poco más hábil y Kyril un poco menos astuto. Porque Emil reunía todas las virtudes para desestabilizar a un caballero tan peculiar como yo. Lanzador de jabalina, medalla de oro de la especialidad en los penúltimos campeonatos europeos juveniles, dueño de un físico aparatoso y de una personalidad no más complicada que la de un tubo, era además el kamasutra completo en comparación con las paraplejias que aquejaban al resto de sus compatriotas en cuanto se encamaban con un protector sensible. Es cierto que yo lo había visto cancaneando por la Puerta del Sol, pero, acaso como consecuencia de mi cabezonería de serle fiel a Kyril, lo había catalogado como inabordable. En cambio, cuando lo vi en casa de Gildo, se me antojó inevitablemente accesible. Kyril estaba lejos y, para colmo, Vasil estaría ocupando mi lugar en la moto y se sentiría, con toda desfachatez, Marianne Faithfull. Gildo, que adivinó al instante que en aquel terreno podía crecer la cizaña, obligó a Emil a sentarse a mi lado y le explicó en seguida, con muchos manoteos y muchos infinitivos, que nuestros respectivos novios nos habían dejado para liarse el uno con el otro. Luego, le aseguró que yo les compraba una moto a todos los búlgaros que caían en mis manos. Las calumnias de Gildo hicieron efecto de inmediato en las glándulas del joven y guapo lanzador de jabalina y empezó a desplegar palmotadas, abrazos, miradas picaras y sonrisas provocativas que caían sobre mí como una tentación irresistible. En el fondo, me molestaba serle infiel a Kyril y, sobre todo, que Gildo supiera que le era infiel, pero recordé de pronto que Kyril y Vasil, al menos en una ocasión, se habían llevado al apartamento a una búlgara teñida y regordeta y se habían hecho fotografías mientras fornicaban con ella despreocupadamente; Kyril me enseñó después aquellas fotos a sabiendas de que no iban a gustarme y confiando en que me diera un ataque, pero yo me limité a hacer una mueca de indiferencia y, por lo visto, a esperar el momento en que pudiera utilizarlas como pretexto para permitirme un acto de infidelidad. Además, como insistía Gildo, Kyril y Vasil formaban una pareja tan insistente y armónica, sobre todo cuando iban sobre la suzuki, que en efecto cabía considerarla sospechosa, y la sospecha siempre ha sido una excelente cómplice de la deslealtad.
Kyril, desde luego, supo que Emil había estado en casa. Si no fue Gildo quien se lo dijo personalmente —y me consta que le habría encantado—, haría todo lo posible para que alguien, quizás Assen, se lo dijera. Por otro lado, parece que Emil y Kyril se conocían, según ellos de haber coincidido durante unos meses en la Legión Extranjera, antes de que ambos desertaran, pero eso podía ser una invención para darse importancia y resultar fascinantes. En cualquier caso, Kyril me conocía bien, era capaz de calcular el alcance de mis debilidades y sabía que Emil era un rival peligroso. Por eso al día siguiente se presentó en casa, me castigó sin el abrazo y el beso cariñoso que siempre me daba al entrar, y fue directo al grano:
—Sé que Emil ha estado aquí. ¿Por qué?
Pude darle un montón de razones: porque tú no estabas, porque Emil es un monumento, porque parece que se contentaría con un coche de quinta mano que costaría la quinta parte de lo que va a costarme tu moto, porque ya en casa de Gildo me di cuenta de que en los momentos secretos sabe lo que se trae entre manos, porque uno es un caballero, pero no un caballero de piedra; por todo eso. No obstante, me limité a decir:
—Lo siento.
—No quiero que vuelva.
—No volverá.
—No quiero que tu casa sea como la de Gildo.
—Mi casa no va a ser como la de Gildo.
—No quiero que le firmes un precontrato a Emil para su residencia.
Me quedé desconcertado. Nadie había hablado de firmarle a Emil nada semejante, al menos que yo supiera. Al parecer, también era cosa de Gildo aquel infundio y, aunque tratara de camuflarlo, se veía que aquello sí que inquietaba a Kyril de verdad.
—No voy a firmarle nada a Emil.
—¿Seguro?
—Más que seguro.
Sonrió al oírme decir aquella frase que él utilizaba siempre para prometerme lo que no pensaba cumplir.
—Así, no —me exigió, burlón—. Dímelo de verdad.
Muy peliculero, me llevé la mano derecha al lugar del corazón y le aseguré:
—Lo digo de verdad.
Pareció aliviado. Le echó una mirada relajada a la habitación como para confirmar que no tenía nada más que reclamar. Luego, me abrazó y besó como si acabara de entrar por la puerta y propuso celebrar mi compromiso con un paseo en moto por la Casa de Campo. Creo que fue la última vez que monté en la suzuki con Kyril, la última vez que disfruté el espejismo de tener una mata de pelo como la de Marianne Faithfull, y desde luego estoy seguro de que no volví a hacerlo después de la llegada de Kalina.
Nada más llegar, Kalina ocupó sin el menor reparo el lugar que, en su aparente candor, creyó que le correspondía; en realidad, fue como si lo ocupara todo de golpe: el apartamento, el asiento trasero de la moto, los poderosos brazos de Kyril, los mejores planos en la cinta de vídeo. Es cierto que ahora, remirando la cinta, llego a la reconfortante conclusión de que Kalina no es nada videogénica. Resulta demasiado regordeta, como si el ojo de la videocámara la inflase un poco o ella se esponjase de gusto al saberse atrapada por aquel animalejo electrónico que se volvía lascivo en manos de su boyfriend. Aquel día, el primero que Kalina pasó en Madrid, algunas lorilocas callejeras nos vieron a Kalina y a mí cruzando en muy cordial conversación la Puerta del Sol, camino del restaurante, mientras Kyril nos seguía con la videocámara y ella se volvía de vez en cuando a saludar radiante, como una cateta. En la calle Mayor, Kyril se entretuvo un rato para recoger en el vídeo el escaparate completo de una joyería —un poco antes había hecho lo mismo, ante el asombro alarmado de los transeúntes, en el establecimiento de la Gran Vía que exhibía la cadena de oro que, por culpa de la moto, ya no podría comprarse—, y ahora, entre el rakía que no me decido a beber y las letras dócilmente atendidas a su vencimiento, compruebo que todas esas imágenes pertenecen sin remedio a Kalina, siguen con ella, la alimentan, me faltan, me llenan la mirada de resquemor y de sorna y me obligan a aceptar que Kalina, en vídeo, queda tan esbelta como un trompo. Se ve que la entereza de un caballero a la antigua no resiste la malevolencia de algunos modernos artilugios.