VII.
Donde se enumeran los efectos del alcohol

El alcohol, como la pena enquistada de los búlgaros —y como el desvarío de un caballero—, aviva la temeridad, adormece la suspicacia, descuartiza la memoria, desnuda los afectos, limpia las heridas, irrita las mucosas y los sentimientos y debilita las defensas del cuerpo y del espíritu. El alcohol, desde luego, agravaba la soriasis de Kyril, pero él decidió que en nuestro cumpleaños tenía que emborracharse.

También yo debería emborracharme con rakía. Pero tiene el aguardiente búlgaro un aroma corto y desabrido, incapaz de conservar los recuerdos desorbitados, insuficiente para rescatar las viejas esperanzas desvanecidas, hostil a la mirada secreta de todo cuanto se ha ido abandonando, sólo apto para envolver y paralizar los pulmones del alma. El rakía nunca proporciona una borrachera llorona y expansiva. A Kyril ni siquiera se le ocurrió llevar una botella de Grozdova a nuestra fiesta de cumpleaños.

Había optado por celebrarla en Drinks. Quería invitar a sus mejores amigos búlgaros y no le parecía bien metérmelos en casa: no quería que mi casa fuese como la de Gildo. Hablaba ya con desprecio y resentimiento de aquellas reuniones en casa de Gildo, aquellas cenas en las que los muchachos búlgaros engullían decepcionantes canapés y los invitados anhelantes se permitían toda clase de melindres antes de servirse un buen trozo de carne búlgara. Kyril me amenazó alegremente con darme una paliza si se enteraba de que alguna noche yo había salido con otro búlgaro de casa de Gildo, y yo le dije que eso tenía que jurármelo. Gildo, cuando supo que Kyril y yo celebrábamos el cumpleaños el mismo día, nos ofreció su casa, sus abundantes provisiones de alcohol —la comida correría de nuestra cuenta—, la ayuda servicial y rencorosa de Toni, el criado filipino, y nos prometió que obligaría a todo el mundo a presentarse con un regalo. Pero Kyril quería organizar su propia fiesta, rechazaba la tutela de Gildo tan llena de manoseos, tan intrigante, tan malherida por el aburrimiento y la soledad, tan escarmentada por el comportamiento de Assen y Vasil, sus huéspedes, quienes —y Gildo lo contaba como si no tuviera más remedio que resignarse—, cuando los tres estaban de noche en casa, le ponían algo en la cerveza hasta dejarle fuera de combate y poder ellos, tras escarbarle un poco en la billetera, coleccionar visitas a discotecas hasta el amanecer; muchos meses después, cuando Assen y Vasil ya no vivían con él, Gildo descubrió que padecía una diabetes extrema y que sus novios búlgaros no necesitaban ponerle ningún narcótico en la bebida, porque un par de cervezas bastaban para que entrase prácticamente en coma. Lo de la billetera, en cambio, era cierto, y Kyril lo encontraba justo y purificador. Como se lo parecía el que él pudiese, gracias a su secreto trabajo con el italiano, gastarse una pequeña fortuna en reservar todo el fondo de Drinks y ser el único en hacerme un regalo.

Los regalos los intercambiamos en mi casa, a media tarde. Kyril se presentó muy apurado de tiempo, con un gran paquete de una tienda de lujo y una bolsa mediana de unos grandes almacenes.

—Esto es para que metas todo el dinero —y me entregó, sin mayores solemnidades, el paquete voluminoso—, si te sale bien el negocio de la petroquímica de mi país.

Era un maletín de piel, de una marca de categoría, excelente, y desde luego no parecía verosímil que las elegantes dependientas de una de las tiendas más lujosas de Madrid cometieran el descuido de dejar en el regalo la etiqueta con el precio. Y, sin embargo, el precio estaba allí, escandaloso. No hubiera hecho falta, porque un caballero reconoce en seguida un producto caro y puede calcular lo que cuesta con un escaso margen de error, pero tal vez Kyril decidió tomar todas las precauciones para que yo no tuviera duda sobre el alcance de su afecto. Se supone que un caballero no aprecia los regalos por lo que cuestan, pero en el dineral que se había gastado en aquel maletín de piel había puesto Kyril todo su orgullo, toda la gratitud y toda la gentileza que un balarrasa búlgaro de corazón impulsivo puede tener con un amigo, y, en tales circunstancias, un caballero se deja de monsergas y se emociona como una churrera a quien un hijo con éxito en la vida acaba de regalarle un visón.

—Y esto otro —se apresuró Kyril, al ver cómo me brillaban los ojos— para que lo uses si, por culpa de la petroquímica de mi país, te arruinas.

En la bolsa de los grandes almacenes, sin envoltorio de regalo, había un pistolón de artesanía que aportaba el ingrediente bromista a una situación que corría el riesgo de convertirse en un folletín. No obstante, a pesar de aquella oportuna descarga de humor, creo que durante un instante estuve a punto de levitar. Kyril estaba haciendo algún dinero con actividades nada claras y que podían salpicar mi encogida honorabilidad, pero era desprendido, cariñoso y tenía ingenio para camuflar sus debilidades sentimentales. A este lado del Muro ya iban quedando pocos hombres así.

Yo, por el contrario, carezco de ingenio a la hora de regalar. Mis regalos a los amigos, o esos obsequios que no hay más remedio que hacer por puro compromiso, suelen ser anodinos y, a lo sumo, con un poco de fortuna, útiles. Quizás el regalo más certero que he hecho en mi vida, por la acogida tan fervorosa que tuvo, fue el que le hice a Kyril aquel día de nuestro común cumpleaños.

—Lo mío abulta mucho menos —le dije.

Abultaba poquísimo. Una caja plana, larga y estrecha, envuelta en un papel metalizado con el nombre en relieve y repetido en líneas oblicuas, aunque en letra de tamaño discreto, de una joyería.

—Un reloj —dijo Kyril, se me antojó que con cierta decepción.

—Ábrelo.

No era un reloj. Kyril hizo como si se le cortara la respiración. Tampoco era, desde luego, la desmesurada cadena de oro que Kyril soñaba con comprarse algún día —un caballero sabe que los sueños ajenos conviene respetarlos—, pero sí una pulsera de mucha consistencia y mérito, con un colgante insólito y cuyo precio yo me había preocupado de que no figurase en ningún sitio, salvo en mi cuenta corriente, pero que Kyril adivinó con un tino asombroso; para calcular con acierto el precio del oro no es preciso ser un caballero.

El agradecimiento de Kyril, aunque algo apresurado, fue memorable. Incluso se empeñó en ducharse después con la pulsera puesta y no paraba de repetir que le gustaba muchísimo. También le gustaba una barbaridad el colgante que yo, en un alarde de imaginación, había decidido añadirle: el signo del dólar. Kyril dijo que, si no me importaba, lo iba a quitar de la pulsera y colgárselo de una oreja, a modo de pendiente, igual que otros se colgaban un aro o una cruz. Cuatro horas más tarde, en Drinks, en nuestra fiesta de cumpleaños, Kyril llevaba ya el lóbulo de la oreja izquierda hinchado y enrojecido a causa de un taladro realizado por las bravas y, colgando de aquella tumefacción, el signo del dólar, radiante, llamando la atención de todos sus amigos búlgaros; cuando los búlgaros mostraban su curiosidad, Kyril les enseñaba en seguida la pulsera y se podía palpar el prestigio del oro.

Yo había invitado a la fiesta, ante la insistencia de Kyril para que llevase a los amigos que quisiera, a Gildo, a Adelardo, a Vicente Murcia —que llevaba con entusiasta resignación su sobrenombre de la Tiralíneas y llamaba todo el tiempo la atención sobre lo gordísimo que estaba, como si la gente no lo notase— y a la Ley de los Ángeles, quien en seguida me reprochó la vulgaridad de mi regalo a Kyril. Igual pretendía que le hubiese regalado la edición príncipe de El patrañuelo. Supongo que, en efecto, un caballero no hace regalos de ese tipo, pero hay que olvidarse de la caballerosidad a la hora de hacer feliz a un búlgaro. Gildo, por su parte, había declinado la invitación. Celebrar cumpleaños en un bar, lo mismo que dormir con la mujer legítima en cama de matrimonio, es, según él, cosa de albañiles.

—Kyril está muy guapo esta noche —me dijo la Tiralíneas.

Lo estaba. Estaba feliz. Abrazaba a todo el mundo, a todo el mundo le susurraba cosas al oído como prueba de confianza, aprovechaba los descuidos de los camareros para sacar de debajo de los asientos botellas de güisqui que había comprado en una tienda de ultramarinos con precios especiales y que se vaciaban a una velocidad prodigiosa, intentó desde el teléfono de Drinks hablar con Kalina para decirle lo feliz que era y pedirle perdón por no haber podido cumplir la promesa de celebrar los tres juntos nuestro cumpleaños, y cuando volvió con el grupo, esforzándose por no apenarse ante la imposibilidad de hablar con Kalina, abrazó a la Tiralíneas, que ocupaba muchísimo sitio, y le susurró al oído:

—Yo sólo quiero de verdad a tres personas: a mi madre, a Kalina, que es mi novia, y a Daniel. Son los únicos en el mundo que se preocupan por mí.

La Tiralíneas me lo contó en seguida, muy impresionado por la espontaneidad y franqueza de la confesión de Kyril. Resultaba difícil imaginar a Kyril, habitualmente tan adusto y distante, en un desahogo sentimental. Era, sin duda, efecto del alcohol. El alcohol traiciona a los cautelosos, engaña a los desventurados, delata a los advenedizos, desconcierta a los taimados, desdibuja a los indignos, ablanda a los fuertes, endurece a los débiles y hace felices a los búlgaros perdidos en una ciudad extraña. Eso sí, el alcohol lo que no logra es prevenir o curar el contagio de condilomas, como se le ocurrió de repente a Adelardo Taormina, la Mogambo. El mismo Adelardo nos lo contó aquella noche, en Drinks, suavemente animado por el alcohol. Nos confesó que el día de la última fiesta en casa de Gildo, tras la frustrada velada literaria y la abortada subasta de consuelos búlgaros, llevó a Vladimir a su casa pese a no tenerlas todas consigo. En realidad —y utilizo sus propias palabras—, estaba comido por los nervios y el deseo, se imaginaba en los lugares sagrados de Vladimir una aglomeración de condilomas con ganas de viajar, se contemplaba a sí mismo invadido por una turbamulta de condilomas incansables, pero se sentía incapaz de renunciar a un bocado tan delicioso, aunque fuera un espejismo. Le sirvió, procurando no temblar, una copa a Vladimir. Cumplió con los prolegómenos de manera elegante y comprensiva. Y, cuando llegó el momento de desabotonar el enigma y dejarlo al descubierto, puso en estado de alerta máxima su sentido de la vista y, la verdad —nos aseguró—, en aquel paisaje de notables virtudes no se apreciaba ninguna alarmante alteración. A pesar de todo, curándose en salud —en realidad, condenándose a la inanidad por desconfiado—, enfundó según las normas el más agudo accidente del paisaje y, para colmo, propuso que, además, realizaran la excursión con los calzoncillos puestos, en atención a un peregrino disfrute de gran sutileza y originalidad. Vladimir, como es natural, permaneció durante toda la faena estupefacto. Y estupefacto se fue, y dejó a la Mogambo en un mar de inquietud y confusión, abocado a un horror en el que se precipitó de pronto y que le llevó corriendo a la ducha, durante la cual se imaginó en medio de la selva, luchando a brazo partido —con las fuerzas que las divinidades le adjudicaran a la pobre Grace Kelly— contra los condilomas convertidos en tigres, leones, gorilas soliviantados, tucanes histéricos, escorpiones violentos, iguanas febriles y toda clase de alimañas habidas y por haber. Contra tamaña jauría, lo único que tenía a mano era alcohol. Y una botella entera de alcohol se echó encima Adelardo Taormina, después de la ducha, hasta desollarse todas las prendas en general, y las más sensibles en particular. Aquella noche, en Drinks, aún era incapaz de moverse en los incomodísimos asientos sin quejarse.

—Pero —nos preguntó—, ¿no es el alcohol eficaz contra los condilomas?

—Me temo que no —le dije—. Pero no te amargues: tampoco es eficaz contra la apendicitis.

Ni contra la desventura. A causa del alcohol, Kyril y sus amigos parecían búlgaros felices, yo parecía fuerte, el mundo parecía agradable. Assen, que libraba aquel día o había cambiado su turno para poder estar en la fiesta de Kyril, y que no apartaba la vista de la pulsera de la que Kyril se mostraba tan orgulloso, estaba contando una historia terrible. Un muchacho búlgaro que había pasado casi un año en Madrid trabajando en la construcción de modo clandestino pero continuado, y que había logrado ahorrar ocho mil dólares con los que pensaba iniciar algún pequeño negocio en Bulgaria, quiso despedirse de sus amigos y celebrar el regreso a su país, de modo que compró bebida, comida, tabaco y organizó una reunión en la habitación de su hostal; todos se emborracharon, pero al menos uno —Assen dijo el nombre— tuvo buen cuidado de no hacerlo y los ocho mil dólares desaparecieron del escondrijo donde estaban guardados. Assen no había vuelto a saber nada del chico al que robaron. Por las risas y expresiones de exultante admiración de Kyril y sus amigos la hazaña del ladrón debía de parecerles épica. El alcohol había creado una atmósfera de camaradería y apoyo mutuo, pero, si se presentaba la ocasión, quizás cualquiera de ellos despojaría sin pestañear y tal vez orgulloso a cualquiera de los otros hasta de las yemas de los dedos. El mundo se había hecho pedazos y no era posible repararlo con alcohol.

Dimo, el gigante feo y destartalado, le pidió el micrófono al pinchadiscos, consiguió que se interrumpiera la música y anunció por los altavoces:

—Hoy es el cumpleaños de mi amigo Kyril y de mi amigo Daniel. Kyril es tan amigo de Daniel y Daniel es tan amigo de Kyril que yo estoy muy contento de que sean amigos míos. Por eso, venga, todos: ¡feliz cumpleaños! Sólo los búlgaros invitados de Kyril dijeron:

—¡Feliz cumpleaños!

Dimo, alentado por el alcohol, exigió que todos los clientes de Drinks nos felicitaran. Levantó, hasta casi tocar el techo, su vaso de güisqui:

Nazdrave! ¡Salud! ¡Todos! ¡Feliz cumpleaños! ¡He dicho que todos!

Se oyeron algunas aisladas expresiones de felicitación fuera de nuestro grupo. Assen y Vasil se encargaron de que Dimo —a pesar de que parecía dispuesto a obligar a todos los clientes, uno por uno, a felicitarnos— volviera con nosotros, no sin antes pedir por el micrófono:

—Un poco de silencio, por favor. Vamos a cantarles a Kyril y a Daniel una canción de buenos deseos que se canta en los cumpleaños en mi país.

Era, o al menos a mí me lo pareció, una canción terriblemente melancólica. Cierto que apenas tuvieron ocasión de cantar algunos compases, porque el pinchadiscos volvió en seguida a atronar el bar con música insufrible, y que la melodía tropezaba con un idioma abrupto como el búlgaro —y que los muchachos, entre la improvisación y el alcohol, no consiguieron una entonación y un ritmo homogéneos—, pero Kyril, animado por el alcohol, estuvo cantándomela al oído y el resultado, sin duda inmerecido, era pesaroso. Nadie que no lo haya experimentado puede comprender lo que siente un caballero si en su cumpleaños escucha junto a su oído una canción triste cantada por un joven y risueño hampón búlgaro.

Es verdad que el hampa que frecuentaba Kyril era, bien mirado, de poca monta, y que mi relación con ella no me autorizaba a sentirme Patty Hearst víctima del síndrome de Estocolmo y a punto de ingresar en el Ejército Simbiótico de Liberación. Pero, salvando todas las distancias que haya que salvar, mi sueldo, mis extras, mis ahorros y, en caso de apuro, el rendimiento de unas cuantas Letras del Tesoro, y mi posición social, se ponían al servicio de una causa —la pelea de un superviviente del gran naufragio que ha conocido la edad contemporánea, para abrirse paso, a codazos, en la jungla capitalista— que no tenía nada que envidiar en intensidad, riesgo, provocación, transgresión y rebeldía a lo del Ejército Simbiótico. Patty Hearst fue una riquísima heredera conquistada por un fanático macizo, y yo un dignísimo caballero —consultor de empresas y organismos locales, autonómicos, estatales, comunitarios, internacionales y multilaterales, y de alguna que otra organización no gubernamental— arrebatado por un macizo ejemplar búlgaro que buscaba la redención en los bajos fondos; no veo que haya tanta diferencia entre Patty Hearst y yo. Aunque, según la Ley de los Ángeles, los búlgaros —por alguna causa tal vez relacionada con la contaminación de Madrid o con el régimen alimenticio— se estaban echando a perder.

La Ley de los Ángeles, cuyo protegido de aire expósito empezaba a exhibir una borrachera quizás demasiado lánguida, suspiró y dijo:

—Me temo que se están ablandando.

Allí estaban, vulnerables, celebrando algo tan honorable como la amistad, canturreando canciones tristes en vez de echarse a la calle a prenderle fuego al mundo.

Quizás, en efecto, la culpa era del aire de Madrid o de la alimentación. O del curso de la Historia. O del alcohol que bebemos los occidentales, en lugar del rakía que los búlgaros repudiaban como si fuera la doctrina de Marx. O de las prácticas del amor oscuro. El caso es que los búlgaros se ablandaban. De seguir las cosas así, los búlgaros acabarían extinguiéndose. Como los camaleones. Como los buitres leonados. Como los uros.

Acaba de difundirse la noticia de que el último uro, el bisonte europeo, ha muerto en una reserva rumana. El último ejemplar de ese bóvido salvaje, parecido al toro, que se extinguió en el resto de Europa a principios del XVII, ha muerto en un vedado del monasterio de Neamtz, en la región rumana de Moldova. Todo aquello se ha desintegrado. Tal vez la Ley de los Ángeles tenía razón: ha sido tan rotunda la catástrofe que no sólo no quedan utopías, sino que ni siquiera quedan uros ni búlgaros capaces de aguantar, pese a su fama de bravios e indomables, las embestidas de la ley, el orden, la decencia, el tráfico de Madrid y la calidad de un güisqui genuinamente escocés, irreprochable. Hasta Kyril parecía de pronto poco más que un niño grandote y fanfarrón; el alcohol hacía que le asomaran a la cara los gestos más infantiles, las sonrisas más ingenuas, las miradas más inocentes, como si dentro de él estuviera agonizando el bóvido salvaje que enervaba a un caballero como yo, pero que no tenía cabida en cualquier país domesticado ni podía sobrevivir fuera de un vedado en Bulgaria. Pensé: si ahora le riño por su mala vida, seguro que se echa a llorar. Y juro que yo no estaba borracho. No me he emborrachado jamás. Aunque ahora tengo el propósito de hacerlo con este rakía que está tirando de mi memoria como sólo puede hacerlo el alcohol. Porque el alcohol rompe las defensas del olvido, degüella la entereza, azuza los engaños, macera el desconsuelo, agudiza el rencor y hace que bisontes salvajes de los Cárpatos acaben cantando canciones añorantes y muy dulces en una fiesta de cumpleaños.

—Vámonos —dijo, impaciente, la Ley de los Ángeles.

Tenía razón. Aquello estaba convirtiéndose, por culpa del alcohol, en una cuchipanda de colegiales, de modo que pagué lo que se había consumido hasta entonces y le dije a Kyril que nos íbamos.

—Te pego —me amenazó, divertido, Kyril.

—¿Seguro que me pegas?

—Más que seguro.

—Júramelo.

—Te lo juro.

—Qué bien.

Pero no me pegó. Sin embargo, al día siguiente, la Ley de los Ángeles, la Mogambo, la Tiralíneas y yo pudimos reconciliarnos con nuestra conexión búlgara: cuando fuimos a Drinks lo encontramos cerrado, porque Kyril y sus amigos búlgaros terminaron la fiesta, gracias al alcohol —y quizás a nuestra ausencia—, con una bronca monumental que dejó el local devastado, como si hubiera pasado por él una manada de indomeñables uros.