VI.
Donde afloran los discursos dúplices

A veces el alma de un caballero resulta tan engañosa como la de un eslavo en apuros. Por eso mi alma se llenó de expectación y vitalidad, como la de quien de pronto descubre —o, al menos, adivina— un placer hasta entonces insospechado, cuando comprendí que Kyril se había metido, a causa de dos lagartas holandesas, en una aventura peligrosa.

Coincidió con la llegada de Yordan, aquel muchacho escuálido y de aparatosa risa melancólica, cuya desdicha parecía concentrarse en unos grandes ojos azules y saltones, siempre enrojecidos. Se había hecho muy amigo de Kyril durante el servicio militar en Bulgaria; Yordan admiraba a Kyril como sólo un muchacho sensible y morigerado puede admirar a otro indisciplinado y excesivo, sobre todo si se ven obligados a compartir una coacción tan abrasiva como la castrense. Pero aquella admiración, reanimada como por ensalmo a tantos kilómetros de distancia y en circunstancias tan distintas, hacía que Kyril se avergonzara de su miseria y, más aún, de su aparente resignación. Tal vez por eso Kyril decidió arriesgarse con aquellas dos lagartas holandesas que parecían ansiosas y maltratadas, y que aparecieron una tarde en Drinks con el evidente propósito de buscar ayuda para salir de un aprieto sin duda notable.

Kyril, desde lejos, en seguida las clasificó:

—Problemas.

Una de las lagartas, la de aspecto más femenino y voraz, observaba a Kyril con la mirada experta de la mujer acostumbrada a reconocer a simple vista a los hombres con recursos no precisamente económicos, y Kyril respondió con una sonrisa casi imperceptible, pero que significaba que ellos dos podían entenderse. Al día siguiente ya habían empezado a ponerse de acuerdo.

—Cuidado —le advertí a Kyril.

—Sin problemas —dijo él, y era obvio que se sentía capaz de hacerse dueño de la situación.

Las lagartas eran cuarentonas y duras y tenían esa tensión agazapada de quien sólo en casos extremos decide fiarse de un desconocido.

—A ver si te pega algo.

Kyril hizo un gesto de extrañeza.

—Enfermedades —aclaré.

—Estás loco.

La enfermedad, cualquier enfermedad, incluso la más irremediable, era una locura, una excentricidad que no entraba en los planes de Kyril, que él rechazaba como se rechaza un sentimiento de culpa cuando se intuye que puede ser el inicio de la propia aniquilación. Yo sabía, por supuesto, que la enfermedad, cualquier enfermedad, incluida la más irremediable, podía aparecer de pronto como una invitada desaprensiva —Stoyan, un muchacho en constante actitud de avidez y que inesperadamente decidió regresar a Bulgaria, había adelgazado de un modo escandaloso en muy poco tiempo, y él mismo, comulgando con una broma feroz de algunos de sus compatriotas, decía «voy a demostrarles a las autoridades de mi país que un búlgaro es capaz hasta de coger el sida»—, la enfermedad podía estar muy cercana y, además, ser esgrimida como argumento para reclamarle a Kyril cierta clase de fidelidad. Pero Kyril me daba a entender que no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios, que ningún contagio inoportuno iba a estropearle los planes para apropiarse de un buen rincón del paraíso, y que yo, si de eso se trataba, no tenía nada que temer. Aquello era un asunto profesional y haría bien manteniéndome al margen.

Kyril se reunía en Drinks con las lagartas y Yordan completaba el cuarteto como acompañante de la otra holandesa, una pelirroja de pelo corto y aspecto hombruno que siempre parecía estar esperando una sorpresa desagradable. Yo, o estaba solo en la barra, o me unía al grupo de la Molokai y su corte de búlgaros desahuciados por la dermatología; la Molokai, la Tremenda, la Ley de los Ángeles, todos querían saber. Kyril se había ofrecido a las holandesas a solucionar lo que fuera, siempre que el pago estuviera en consonancia con la dificultad y el riesgo. Trescientas mil pesetas acabaría cobrando por lo que, de haberse alcanzado el acuerdo en mi despacho de consultor, se habría llamado una gestión de primer nivel: la jerga es amoral. Nunca conocí todos los detalles de la operación —Kyril se negó a dármelos para, según él, mantenerme a salvo de cualquier problema que pudiera surgir—, pero yo, que hasta ese día me recuerdo como un caballero intachable, conforme fui atando cabos empecé a sentirme la querindonga de un gánster que, por fin, iba a conocer las emociones de la delincuencia.

—Esto ya no me gusta nada —me dijo Gildo, la Molokai.

—Yo que tú cortaba por lo sano y por la tremenda —me aconsejó la Tremenda.

—Como mínimo —me informó la Ley de los Ángeles—, podrían acusarte de encubrimiento.

Supongo que no debí contarles nada, pero lo hice porque, para un principiante, con el encubrimiento de un delito pasa como con una envidiable aventura sexual: si no lo cuentas, sólo lo disfrutas la mitad. Conté lo poco que sabía y dejé entrever lo que adivinaba y, por un lado, era consciente de estar incurriendo en algún tipo de delación —como si buscara protegerme, gracias a la alarma de mis confidentes, de mi propia inconsciencia— pero, por otro, necesitaba dar cuenta de aquella alteración que se estaba produciendo en la textura, hasta entonces digna y apacible, de mi alma. Los demás debían saber que yo estaba aparcando gracias a un hombre mi estirada e insípida honradez, que el desastre de los países del antiguo bloque socialista había tenido la virtud de conducirme —de la mano de un búlgaro— a los movedizos y apasionantes terrenos que se extienden extramuros de la ley, que por gentileza de un joven y brioso ejemplar de los nuevos buscadores de fortuna yo iba a disfrutar el privilegio de sentirme réprobo y marginal, como la Perseguida, en busca y captura por la mitad de los juzgados de Madrid y provincia, o como la Manoslargas, a quien cualquier día le descubrirían todas las alhajas de inconfundible procedencia, compradas a emigrantes rápidos de reflejos, a precios de colega y, según el perista, más que nada por echarles una mano. Cierto: no es que yo hubiera ingresado en un grupo terrorista, o que hubiese participado por culpa de Kyril en la violación colectiva y posterior asesinato de tres adolescentes casquivanas, o que estuviera beneficiándome de la venta ilegal de uranio enriquecido a los ayatolas iraníes. Pero jamás hasta entonces, ni siquiera a causa de mis travesuras hormonales o mis conflictos íntimos, había experimentado la confusa satisfacción de sentirme, aunque fuera por una minucia, fuera de la ley. Y es que el alma de un rancio caballero, si la caballerosidad no ha logrado disecarle, es tornadiza como la de un eslavo impaciente por apurar todas esas oportunidades que, sólo a los más desaprensivos, concede la libertad.

En realidad, Kyril no era libre para moverse como quisiera. El estatuto de refugiado político y la subvención de la Cruz Roja le impedían, como a todos, alejarse más de cincuenta kilómetros del término municipal de Madrid, pero eso no podía ser un obstáculo serio para quien había decidido apostar fuerte. El primer viaje que hizo Kyril por cuenta de las holandesas, en el coche de ellas, fue a Ocaña, al penal, para entrevistarse con un turco encarcelado por razones que no era necesario que nadie me explicase, y de quien debía recibir instrucciones precisas para sacar a las lagartas del aprieto en que se encontraban. Kyril me aseguró, divertido, que en el control de visitas del penal había escrito un nombre falso, como elemental medida de precaución, sin que ninguno de los policías o funcionarios se hubiera tomado la molestia de efectuar la pertinente comprobación. Para Kyril, todos los policías españoles, de cualquier clase, eran unos ineptos, y no había que olvidar que él estaba acostumbrado a bregar con policías búlgaros. Yordan volvía a encontrar justificada su admiración por Kyril. De hecho, Yordan, que hablaba un inglés sólido y ágil, no se limitaba a servir de acompañante a la lagarta con pinta de lagarto, sino que ejercía de intérprete entre las holandesas y Kyril, y se sabía útil y comprometido. Y aquella admiración creció todavía más, como creció mi excitada zozobra, cuando Kyril realizó, siempre en el coche de las lagartas y siempre solo, un rápido y eficaz viaje a Bilbao, para el que me pidió un adelanto de una semana de beca y del que me hizo cómplice la víspera, durante unas horas, al pedirme y conseguir que le guardara en casa una bolsa de viaje que, según él, sólo contenía alguna ropa y útiles de aseo, y que yo no abrí para no llevarme una terrible decepción si, efectivamente, eso era lo único que contenía.

Yo era cómplice, encubridor, colaborador de un acto delictivo, una acción punible que además había financiado abusando del espíritu dignísimo que anima la muy noble actividad del mecenazgo. Los caballeros incapaces de traicionar su caballerosidad no saben lo que se pierden. He leído en alguna parte que el portavoz del último gobierno comunista de Polonia se está convirtiendo ahora en uno de los hombres más ricos de su país al haberse reciclado en editor de una solicitadísima revista pornográfica, pero toda la excitación que pueda sentir mientras cuenta sus caudales es puro histrionismo en comparación con la de un caballero cuando descubre lo accesible que es la delincuencia. Y no sólo la delincuencia, sino la indignidad, la insensatez y, desde luego, el mal gusto. Porque Kyril, mientras fue rematadamente pobre, no podía permitirse alardes decorativos, pero en cuanto cobró las trescientas mil pesetas por su trabajo para las holandesas le faltó tiempo para demostrar que tenía un gusto pésimo, y yo, embobado, hice cuanto pude para alimentárselo.

—Hombre, guárdame tú el dinero —me pidió—. Voy a ahorrar para comprarme una cadena de oro así de gorda —y señaló con las manos un grosor perfectamente eslavo.

Aquello mejoraba de un modo turbador. No sólo era encubridor o colaborador o cómplice del delito, sino que el producto del mismo se me confiaba para que yo lo cuidase y lo defendiese. Estaba ya no sólo al mismo nivel de la Manoslargas, sino también al de la Cajamadrid. La Cajamadrid era una loquicuca, Gregorio de nombre de pila y Goyo para los jóvenes emigrantes de la Puerta del Sol, a quienes les guardaba los ahorros a cambio de un hipotético interés mensual y a quienes les hacía préstamos por un interés semanal nada hipotético. Cierto que la Cajamadrid era un usurero ambulante y de pacotilla, una raquítica babosa que había encontrado la manera de obtener un sobresueldo mientras el mundo se hacía añicos, y yo no buscaba ventaja material al echar sobre mi alma el peso de un dinero sucio y sentimental, pero, a fin de cuentas, me convertía en cajero y contable de un mafiosillo de tercera —si bien, con posibilidades de ir a mucho más—, me transformaba en alcancía estricta para que mi patrocinado pudiera comprarse una cadena de oro de un gusto infame —y que ya tenía localizada en el escaparate de una arrogante joyería de la Gran Vía—, devenía en cancerbero y libreta de ahorros de los sueños chabacanos y barriobajeros de un buscavidas búlgaro. Todo era tan nuevo y enervante que el caballero sobrio y controlado que siempre hubo en mí ni siquiera protestaba.

Las que protestaban eran la Molokai, la Tremenda, la Ley de los Ángeles, la Mogambo, la Tiralíneas, todas comidas por la envidia y aconsejadas por el sentido común. Y eso que la historia de Kyril con las holandesas acabó bien —ellas se esfumaron de pronto y sólo dejaron, como huella visible, un moratón lascivo en el cuello dócil y nervioso de Yordan—, y cuando Kyril conoció, una noche que pasó en comisaría, a un italiano que le propuso un trabajo secreto y rentable, yo no lo conté. En casa de Gildo sólo dije que Kyril no podía acudir a la fiesta porque estaba ocupado.

—¿Trabaja?

—Algo hace.

—Me han dicho —tanteó Gildo— que frecuenta un garito clandestino de juego y que le va muy bien.

Algo de eso me había contado Kyril, y me había pedido una parte del dinero que yo le guardaba, pero lo del italiano era más arriesgado y confidencial. Tan confidencial que Kyril ni siquiera consintió en darme las pistas que me había dado en el caso de las holandesas. Se cerró en banda. Los días que le tocaba arreglarme el cuerpo aparecía en casa con muchas prisas, muy cansado, con las manos destrozadas por productos químicos que, al parecer, se veía obligado a manejar, y quejándose de una fuerte irritación en los ojos. Fueron inútiles todas las preguntas que le hice. Se limitaba a sonreír y a asegurarme que era mejor que yo no supiera absolutamente nada. Quería protegerme. Por pequeños indicios, pensé que podía tratarse de un laboratorio para la destilación de droga o la elaboración de estupefacientes sintéticos, o de un taller de falsificación de billetes de banco o tarjetas de crédito, o algo similar, pero descubrí que me faltaba valor para seguir especulando, sobre todo cuando me entregaba, para que se los custodiase con el resto de sus ahorros, puñados de billetes de apariencia perfectamente legal. Mi alma, por veleidosa que fuera, no parecía capaz de soportar la verdad. Era necesario ignorarlo todo. Por eso, cuando Gildo me preguntó, me limité a encogerme de hombros y a darle a entender que no era un asunto que me afectase.

Aquella nueva fiesta en su casa la había organizado Gildo, la Molokai, a instancias de Adelardo Taormina, la Mogambo. Es verdad que Gildo no necesitaba que le animasen mucho para invitar a media emigración búlgara y a las polilocas habituales —cualquiera de las cuales, en honor a la verdad, habría superado de modo airoso un examen suficientemente riguroso de aparente masculinidad—, pero el proyecto de la Mogambo se le antojaba demasiado exótico y propenso al fracaso. La Mogambo pretendía convertir la reunión en una velada literaria. Había descubierto que algunos de aquellos muchachos, forzados por una educación servil a la madre Rusia, eran capaces de recitar a Pushkin y otros poetas románticos eslavos, e imaginaba una hermosa velada llena de nostalgias poéticas, a la que él contribuiría con versos de poetas grecolatinos y sobre la que pendía la amenaza de Gildo recitando humoradas de Campoamor. La propuesta era una locura semejante a la de Fitzcarraldo empeñado en montar una ópera de Verdi en la selva de Manaos, pero el afán de la Mogambo por combinar la llamada de la selva con los primores del espíritu conducía a despropósitos así de enternecedores. Gildo, desde luego, estaba dispuesto a intentarlo, pero, como imaginaba que no podría funcionar, había ideado una alternativa mucho más práctica: celebrar una subasta de chicos, con salidas mínimas de cinco mil pesetas —la cifra mágica— que, fuera cual fuese el muchacho que se prestara a subastarse, los elementos capitalistas debíamos comprometernos a cubrir.

—Es una idea espantosa —murmuró, afligido, Adelardo.

Lo era, en efecto. Pero no para los muchachos búlgaros, la mayoría alegremente dispuestos a ser objeto de puja, a hacer ostentación y propaganda de sus cualidades y prestaciones, a ponerse codiciosamente en las codiciosas manos del mejor postor. Lo de Pushkin y otros poetas románticos y grecolatinos les parecía, por supuesto, una soberana pamplina. Estaban impacientes —incluido Dimo, el pobre gigantón feo y destartalado que Gildo no podía soportar— por comprobar cuánto podían recaudar y a cuáles nos los disputábamos con más ahínco y mejores remates. Toni, el criado filipino, servía las copas con una inexpresividad muy parecida al desprecio. Gildo nos animaba a entrar en el juego, proponía que empezáramos con Petre, uno de los dos hermanos obligados a ser infieles a sus protectores de limitados recursos, y el propio Gildo estaba dispuesto a iniciar la subasta con las cinco mil pesetas de rigor, aunque no podría rematarla, en ningún caso, porque él ya tenía sus obligaciones económicas con Assen y, desde hacía un par de semanas, con Vasil, un guapo y esbelto muchacho al que, después de haberle adjudicado, en cuanto recaló en la Puerta del Sol recién llegado de Bulgaria, un imposible vitíligo contagioso, acogió también en su casa con el consentimiento y la complicidad de Assen; Vasil y Assen discutían todas las noches para decidir a quién le tocaba contentar a Gildo. Para disgusto de Gildo, todos los demás estábamos bloqueados por los escrúpulos. Y, sin embargo, ¿escrúpulos por qué? ¿Qué era bueno y qué era malo, qué era decente y qué era indecente, qué era bello y qué era feo, o justo e injusto, o verdadero y falso? El mundo estaba patas arriba y no resultaba tan sencillo establecer que el bien era una cosa y el mal otra distinta, parecía evidente que la misma cosa podía ser el bien para unos y el mal para otros, y quizás para el mismo hombre una misma cosa puede ser tan pronto buena como mala. Es el secreto de los discursos dúplices: Vasil y Assen discutían para no acostarse con Gildo porque debían aparentar que les resultaba desagradable, pero discutían por acostarse con él si aquella noche los dos necesitaban el dinero, y lo que para Adelardo y para mí era espantoso —pujar por un muchacho que quería que pujaran por él—, para nosotros mismos no lo era cuando la puja se hacía bajo cuerda, es decir, cuando yo engordaba la beca de Kyril para retenerle o Adelardo le prometía a Vladimir, el hermano de Petre, las quince mil pesetas que acaso habría obtenido en la subasta. Gildo insistía en que Vladimir tenía aún los condilomas, aunque replegados por el tratamiento. Kyril se arriesgaba para comprarse una cadena de oro del grosor de su muñeca sin permitir que un puñado de pederastas pusilánimes pujaran por su cuerpo. Las holandesas estaban a salvo, creo que en Rotterdam, mientras en el penal de Ocaña un turco rumiaba la humillación infligida por un búlgaro cuya única ventaja era estar libre. Adelardo Taormina, la Mogambo, había llegado a un pacto para recitarles algunos versos grecolatinos a los condilomas camuflados de Vladimir. Y yo confiaba en que mis deberes de mujer fatal esposada a un joven y temerario aventurero búlgaro no me agotaran hasta el extremo de impedirme identificar, al menos, los irresolubles problemas del sector petroquímico de Bulgaria.

—¿Cómo va esa petroquímica?

—De pena.

—Toda Bulgaria está de pena —dijo Vasil, que estaba recién llegado de la pena, con toda la pena encima.

La pena estaba saliendo de Bulgaria. La pena se quedaba en Bulgaria. Encima de la mesa de mi despacho iba acumulándose la pena petroquímica, mientras el resto de la pena habría que comprarla, olvidarla, asfixiarla, compartirla. La pena estaba en los condilomas enquistados de Vladimir, en el moratón lascivo del cuello de Yordan, en los desesperados desafueros de Kyril, en las llamadas telefónicas de Kalina, en el alma que yo creía conocer y cuya debilidad no sospechaba. La pena estaba en el rakía que nadie quería beber y en los repudiados versos de Pushkin.

—En Bulgaria no hay casi nada —insistió Vasil—, y lo poco que hay es horrible.

—Un horror —dijo Gildo, como si lo horrible fuera un herpes y nos lo hubieran contagiado.

Pero yo entonces recordé la réplica de Poe, y la adapté a mis circunstancias: el horror no viene de Bulgaria, viene del alma.