Era un caballero y tenía un novio búlgaro. Pero ahora me he quedado sin novio y dudo mucho de que siga siendo un caballero. Creo que soy una perdida.
Para empezar, he decidido emborracharme. Desde que tengo edad para ser un caballero, he sido un caballero abstemio, pero acabo de abrir, con ese gesto y ese propósito desgarrados que sólo brotan cuando se es una perdida, la botella de rakía, el aguardiente que los búlgaros beben por litros, aunque dedo a dedo, en vasos gruesos y minúsculos, con el sano propósito de calentarse el corazón; antes, para hacer frente, según todos ellos, a la compacta adversidad del comunismo; ahora, tras el estrepitoso derrumbamiento de todo lo habido y por haber, para seguir haciendo frente a las tenaces y compactas adversidades de esta vida incorregible, porque, a fin de cuentas, lo único que permanece, como un viejo amigo despiadado, es el rakía.
Nazdrave. Que quiere decir: «¡Salud!».
Yo era un caballero, tenía un novio búlgaro, y el búlgaro, a su vez, tenía una novia búlgara, y los tres formábamos una singular familia en gestación, una incipiente, rara y vertiginosa trinidad familiar en la que ellos compartían todo lo mío, y yo, de ellos, sólo compartía al búlgaro. Cuestión de generosidad por mi parte. Pero la generosidad es una pésima fórmula para llegar a un acuerdo de vida en común. La generosidad acaba por estropearlo todo y la prueba está en que, ahora, el enloquecido pero estimulante proyecto de familia que constituiríamos el esposo, la esposa del esposo —ambos búlgaros— y yo se ha ido al garete. Ellos formarán dentro de nada, durante el viaje a Bulgaria que se han prometido el uno al otro para el próximo verano, una familia, aunque búlgara, convencional, después de una boda religiosa que se han propuesto celebrar allí, entre los suyos, con la mayor solemnidad y el máximo despilfarro, porque consideran que el sobrio y despoblado matrimonio civil que celebraron en Madrid a principios de año, y que yo apadriné y financié con la correspondiente emoción, no fue sino un truco para facilitarle a ella el permiso de residencia. El tamaño de mi tragedia merece, creo yo, una borrachera memorable.
Así que he abierto como una perdida la botella de Grozdova, el rakía preferido de Kyril, ese búlgaro que ha sido mi novio durante más de dos años, y me dispongo a perder el sentido trago a trago, como una cabaretera seducida, arruinada y abandonada, no sin antes reconocer que tener o haber tenido un novio búlgaro, y ser o sentirse una perdida, es una bizarra experiencia cuya rareza compensa con creces el desconcierto, los gastos, la indignidad y los riesgos que se hayan corrido o padecido por su causa. No guardo ni una brizna de rencor.
El rencor no tiene cabida en el corazón de un caballero. Claro que, si yo no soy ahora un caballero, sino una perdida, el rencor debería rebosarme por todos los poros y este aguardiente búlgaro con el que me propongo anestesiarme serviría para alimentar el resentimiento hasta aniquilarme del todo. No me veo aniquilado por el rencor como una loquiparda cualquiera, francamente. Aún hay clases. Me emborracharé como lo haría un viejo hidalgo, sin permitir que el hecho de ser o sentirme una perdida me arruine la compostura y la entereza espiritual que, incluso borracho, un caballero debe mantener. A fin de cuentas, si yo no hubiera sido un caballero no me habría durado más de dos años el novio búlgaro.
Porque echarse un novio búlgaro puede parecer una extravagancia, un capricho exótico y reservado a malvalocas adineradas y cosmopolitas, un privilegio de sodomitas exigentes o bujarrones temerarios, un refinamiento excepcional, pero a mediados de 1990, en Madrid, no lo era en absoluto. Bastaba con darse una vuelta por la Puerta del Sol, contemplar a aquellos muchachos arracimados junto a la fuente cercana a la desembocadura de la calle de la Montera o a la boca del metro de la calle del Carmen, comprobar el encanto entre arrogante y desamparado que desprendían como único recurso para sobrevivir, calibrar la insólita belleza centroeuropea de muchos de ellos, disfrutar con la mirada aquella sorprendente invasión de inmigrantes altos y rubios, o morenos pero de rasgos no meridionales, corpulentos o delicados, aquel novedoso y suculento enjambre de polacos, búlgaros, rumanos, algún checoslovaco fugaz, algún yugoslavo periférico, y bastaba con elegir uno, sonreírle, acercarse a él e intentar una conversación imposible, invitarle por señas universales a beber o comer algo en un establecimiento de comida rápida y proponerle, también por señas, a ser posible discretas, ir a pasar un rato en casa. La respuesta del chico era inmediata:
—Cinco mil pesetas.
Todos habían aprendido en seguida a decirlo en perfecto castellano. Cinco mil pesetas. Es cierto que alguno, después de engullir una hamburguesa doble con queso y con toda la guarnición disponible, declinaba, con esa brusquedad que la ignorancia del idioma hace inevitable, la invitación a un encuentro más íntimo convenientemente remunerado, balbuceaba «sólo mujeres» y, a pesar de todo, pedía dinero, convencido de que el simple disfrute de su compañía también tenía un precio. Sin embargo, tarde o temprano, casi todos sucumbían —con alegre resignación, sin el menor sentimiento de culpa o de vergüenza— a la necesidad de ayuda. Luego, había quien encontraba la experiencia insufrible y decidía no repetirla, y en seguida circulaba la información: ese no va con nadie. De los que aceptaban el trato como fuente habitual de ingresos, casi todos se comportaban a la hora de la verdad como perfectos cadáveres, circunstancia que la clientela intentó aprovechar para bajar la tarifa. Pero regatear no es propio de caballeros. Cierto que había pocos caballeros entre la clientela flotante y amapola de los refugiados de la Puerta del Sol.
Había ricos y pobres, profesionales y obreros, cultos e ignorantes, elegantes y zarrapastrosos, mayores y no tan mayores, generosos y tacaños, respetuosos y ventajistas, delicados y zafios. Una surtida representación del elenco de Occidente. Había médicos, abogados, funcionarios, peluqueros de señoras y de caballeros, cantantes de zarzuela, joyeros, relaciones públicas de la alta sociedad, decoradores de postín y decoradores de medio pelo, escritores, periodistas, pintores de nombre y pintores de brocha gorda, videntes, empleados de banca, auxiliares de vuelo, un policía, un trilero, un gerente de hospital y un comprador de objetos robados, alias Pepita Manoslargas. Había anticuarios y diseñadores, carniceros y locutores de radio, diplomáticos y cocineros filipinos, modistos de postín y mormones, muchos mormones. Excepto los mormones, que hacían con mucha perseverancia proselitismo espiritual, todos los demás buitreaban con escasa discreción sobre el componente corporal de aquella palpitante muchachada polaca, rumana y búlgara.
—Los polacos son todos unos estrechos. Los búlgaros, unos cafres y unos aprovechados. Los mejores son los rumanos —decía un experto.
A los rumanos, además, se les entendía un poco mejor. Su idioma latino tenía cierta similitud fonética con el español y, con frecuencia, los muchachos utilizaban con agilidad y acierto palabras italianas perfectamente comprensibles. En cambio, los idiomas polaco y búlgaro estaban llenos de sonidos extravagantes y, excepto en el caso de los chicos que sabían algo de inglés, la lengua con la que pretendían ayudarse era el alemán, con lo cual las posibilidades de comunicación, en un sitio tan escasamente germánico como la Puerta del Sol, no mejoraban de forma notable. Con los búlgaros, además, el asunto se complicaba cuando llegaba el momento, en apariencia simplísimo, de decir que sí o que no.
Decir que sí o que no es lo más elemental y sencillo que puede decir cualquiera. Incluso cuando, para decir «sí», alguien dice da, que es lo que dice un búlgaro. Y aunque no fuera un monosílabo, aunque en algún idioma la palabra para decir «sí» fuera kilométrica y esdrújula, hay un gesto universal de afirmación que consiste en mover la cabeza de arriba abajo. Y ahí está el problema. Los búlgaros tienen trastocados los gestos universales de afirmación y negación, mueven la cabeza de izquierda a derecha o viceversa para decir que sí —cuando el resto de los mortales utilizamos ese gesto para decir que no— y, en consecuencia, mueven la cabeza de arriba abajo para decir que no, aunque todos los demás hacemos ese gesto precisamente para decir que sí. Un lío. Una disconformidad básica. Un esquemático y radical principio de rebeldía. El resumen lingüístico de un temperamento díscolo y una mentalidad indisciplinada. La piedra angular de todo un proceso de incomunicación. Y, por supuesto, el motivo de más de un sofocón cuando el buitre de turno, tras la hamburguesa o el bocadillo de rigor, le preguntaba al insatisfecho y agradecido muchacho búlgaro si quería acompañarle a casa, y el búlgaro, moviera la cabeza para donde la moviese, siempre daba a entender lo contrario de lo que quería decir. Siempre se producía un momento de desconcierto y confusión que los búlgaros, muy orgullosos de esa peculiaridad gestual, de esa seña de identidad nacional, encontraban, sin excepción, enormemente divertida.
Fue mi caso. Y eso que yo me comporté desde el primer instante como un caballero, y no como otros, roñosos en la invitación, cautelosos en la hospitalidad, intransigentes en el catálogo de prestaciones y regateadores y tacaños en la tarifa. Yo acababa de volver de las vacaciones de verano, que había consumido en la playa con cierta inapetencia, y recordaba que, un par de meses antes, algún conocido me había asegurado que con aquellos chicos no había nada que hacer; los más atrevidos de entre los buscones de novedades lo habían intentado y el resultado había sido siempre negativo. Pero en esos dos meses las cosas, al parecer, habían cambiado. Alguno de los muchachos dio el primer paso, empezó a recaudar dinero fácil, sirvió de ejemplo a casi todos los demás y la cofradía de las hermanas de la sagrada tarifa estaba, sencillamente, en la gloria. Hacía tiempo que el mercado se encontraba tenazmente desabastecido —en realidad, no se había recuperado de la desaparición casi repentina de los alegres paracaidistas que abarrotaban, los fines de semana, ciertos bares de los alrededores de la Puerta del Sol— y, de pronto, se acumulaba el género nuevo, a estrenar, jóvenes guapos, limpios, sanos y conmovedores, muchachos comidos a partes iguales por la melancolía y la impaciencia, ejemplares magníficos que arribaban sin cesar al centro de Madrid con el aura de los prisioneros recién liberados, con el romántico atractivo de los pioneros, con esa fascinación que desprende la mocedad cuando combina con desparpajo la osadía y la desgracia. Los más afortunados, los más hábiles, o los que se conformaban con cualquier cosa habían encontrado ya un protector estable, y en los corrillos de madrinas más o menos obvias y de ahijados más o menos convencidos empezaba a hablarse de noviazgos, regalos de pedida y joyas de compromiso con admirable desfachatez. Aquella tarde, cuando me pasé por la Puerta del Sol al salir del despacho, un enredabailes bien informado me estaba poniendo al día de las últimas novedades cuando sentí que alguien me miraba, me volví y allí estaba, a quince metros, observándome, Kyril. Justo lo que yo estaba buscando.
—¿Y eso?
—¿El morenazo? Es búlgaro. Una bomba.
—¿Puedo proponerle algo?
—Inténtalo. La Marquesa Viuda lo ha intentado y se ha quedado con las ganas de ponerle un piso.
Yo no sabía quién era la Marquesa Viuda, seguramente un aristócrata de tercera de aficiones inconfundibles, pero que había matrimoniado por razones nobiliarias, o una loca plebeya y quizás guapa, disfrazada de galán elegante, que había dado el braguetazo al casarse con una rica aristócrata de cuarta, a la que, en cualquier caso, había matado a disgustos o a fuerza de ayuno y abstinencia; de todas formas, si de verdad había abordado a aquel monumento búlgaro y no lo había sacado a particular, además de aristócrata —original o consorte— y viuda, era tonta de remate. A menos que el monumento búlgaro fuera inválido, insaciable o peligroso. En ese caso, si no había querido conservarlo por invalidez, por incapacidad para satisfacer sus demandas —fueran las que fuesen— o por encontrarle peligro, la Marquesa Viuda, además de tonta, podría presumir de cualquier cosa menos de ser un caballero. Porque, a un caballero, la invalidez le estimula el instinto de protección, y cualquier demanda que resulte insaciable o cualquier lance que se Le antoje arriesgado debe aceptarlo como inevitable.
Así que, en cuanto Kyril me obsequió con una última mirada de impaciencia y se dio media vuelta para enfilar con arrogantes zancadas la calle del Carmen, yo me fui detrás de él como una perra —lo que no deja de ser una novedad en materia de caballerosidad—, le di alcance, le miré con devoción a los ojos, aguanté como un señor su mirada estrictamente patibularia y acerté a decir, con encomiable entereza:
—Hola. ¿De dónde eres?
—Búlgaro. Refugiado político.
En realidad, visto de cerca, tenía toda la encaradura, toda la altanería, todo el aplomo, toda la oscuridad, toda la pinta de un sólido delincuente; es decir, lo encontré irresistible.
Es propio, además, de un caballero ofrecer desde el primer momento cuanto en sus manos esté para aliviar la ajena desdicha. De modo que le compré, en el primer estanco que encontramos, no ya un paquete, sino un cartón entero de cigarrillos rubios americanos, y le invité a cenar en una cafetería de la Gran Vía desde cuya zona de restaurante, en el piso superior, se disfruta una vista de gran brillantez occidental, y él devoró una ración doble de calamares a la romana, a todas luces su plato español favorito, y un vistoso entrecot demasiado poco hecho para mi gusto pero no para el suyo, y un café solo —los hombres de verdad jamás toman postre— y, a lo largo de la comida, dos bollos de pan fabulosamente engullidos tras trocearlos a mordisco limpio, en una fascinante demostración de modales primitivos y felices. Yo estaba sobrecogido. El muchacho era en verdad guapo —dentro, eso sí, de la gama de los turbios—, alto, fuerte, de pelo negro y muy abundante y largo, de ojos claros —entre verdosos y grises— en los que brillaba una inocencia sin duda engañosa, y tenía unos labios relajados y flexibles, y una dentadura tal vez algo opaca pero de diseño irreprochable, y hablaba poco y con extrema dificultad, pero logré entenderle que llevaba tres meses en Madrid, que se llamaba Kyril, que dormía, cuando se le acababa el subsidio de la Cruz Roja, dentro de cualquier coche aparcado en la calle y cuyas cerraduras forzaba sin el menor problema, que procuraba ducharse a diario en los baños públicos de La Latina y que hacía cuatro días que no probaba bocado. La expresión se le dulcificó hasta lo pueril para darme las gracias.
Por un instante, me asaltaron los escrúpulos que asaltan siempre a un caballero cuando se dispone a sacar provecho de la necesidad ajena.
Pero un caballero también tiene necesidades y su única obligación es satisfacerlas con caballerosidad. Así que dejé que fumara un cigarrillo, me esforcé en adivinar lo que trataba de contarme —un confuso viaje desde Barcelona, escondido en uno de los coches que transportaba un tren nocturno—, procuré en todo momento ser cordial y respetuoso, y cuando me pareció que él mismo empezaba ya a extrañarse de mi desprendimiento, puse amistosamente mi mano sobre su antebrazo y le pregunté, con esa leve ansiedad que resulta siempre halagadora:
—¿Vienes a casa?
Entonces él me miró con una fijeza muy parecida a la pulcritud, esbozó una sonrisa que a mí se me antojó tristona, puso su mano sobre la mía, y movió muy despacio la cabeza de un lado a otro. Aquello quería decir que no. A mí se me debió de poner una cara tristísima. Kyril sonrió entonces de verdad, con una picardía muy alegre, como yo no recordaba que nadie me hubiera sonreído antes, y acertó a decir:
—Otra vez.
Comprendí que quería que le repitiese la pregunta.
—¿Vienes a casa? —le pregunté de nuevo, con mucha cautela.
Volvió a mover la cabeza de un lado a otro, repitió aquel decepcionante gesto de negación, pero en seguida, antes de que yo pudiera mostrarme apenado o irritado, dijo:
—Sí.
Luego, muy satisfecho de su travesura, me explicó aquella rareza búlgara y cómo él estaba empeñado en seguir practicándola, fuera de su país, como una carta que se guardase en la manga, sobre todo para decir sí, aunque al pronto pareciera decir que no.