LA VENTANA INDISCRETA

I

IMPROMPTU

De pronto, sin saber por qué… de pronto…

sin tan siquiera sospecharlo…

…de pronto… el torbellino, el huracán,

la tempestad crispando la cresta de las olas,

disparándolas contra el cielo negrísimo…

…de pronto… nuestros cuerpos destruidos,

enlazados, reciénnacidos, agonizantes,

parpadeantes, sumergidos, nadando

en nuestro irrepetible acuario azul

de nunca más y música…

dos llamas pálidas que lamen, muerden,

y chispas del ocaso en los ojos canela,

ojos garzos, y negros de noche,

de uva, oliva, de verdor submarino…

…no sé… asomados al reino del espliego,

metálico y morado a la luz de la luna,

sobrevolando las colinas

acariciadas, desgarradas

por el canto del grillo por el motor de la chicharra

…de pronto… descabalgado de Pegaso…

(Porque Pegaso existe

no es fábula ni mito:

yo he acariciado muchas veces

las plumas de sus alas)

…de pronto… sin saber por qué,

los moradores del alcázar de la felicidad,

los que oían tintinear sobre las losas

las monedas de plata desprendidas del beso

…de pronto… sin tan siquiera sospecharlo.

Todo ha quedado incluido en un bloque de hielo

congelado, hechizado, paralizado, inmóvil,

fosilizado como un pez o un insecto

en la transparencia del ámbar.

(No mires, beso tus ojos para que no veas

para que no veas lo que veo

enfrente de nuestra ventana.)

II

TRES VENTANAS

Aquí no hicieron alto nunca

el sol del mediodía, el zumbido del viento.

(Demasiado al norte este patio, este pozo,

este hueco prismático y sombrío

sin noticia de las estaciones.)

Tan sólo una pareja de palomas

baja, de cuando en cuando,

y condecora los alféizares

con estigmas de lepra nauseabunda.

Después, desaparece.

Estrechas, casi góticas, tres ventanas intentan

contradecir la lobreguez endémica,

la tarea paciente del humo y de la lluvia

con su luz de oro enfermo.

En la central (imperio mágico del gato

y del pez, prisionero en su pecera),

dos siluetas ancianas tras los cristales turbios

representan, día tras día,

su minúscula historia:

he aquí el Gran Teatro del Mundo.

Probablemente era ya vieja la casa

cuando llegaron ellos, presuntamente jóvenes.

Aquí cursaron el aprendizaje

de envejecer. Tienen ahora

—la casa y ellos—

idéntica vejez, impermeable a las horas.

En el sofá, codo con codo,

imantados por la fosforescencia

de la pantalla del televisor

esperan (no lo saben, no mires) la llegada

de la nave que habrá de conducirlos

a la tierra de promisión, al paraíso olvidado.

Y esto es todo. Y es siempre. Y nunca.

Dan las agujas del reloj

nuevas de la llegada de la noche.

Simultáneas, las sombras se levantan.

Se extingue la luz de hoja seca.

Unos minutos o unos siglos después

(aquí el tiempo no cuenta)

se encienden las ventanas laterales

a cada lado del espacio oscuro

en el que el gato ronronea

y el pez sueña riberas de jade tembloroso.

Poco después se apagan.

He aquí el Gran Teatro de la Sombra.

Los cuerpos, acostados, remotos

oyen idénticas palabras

llegadas de la misma estación emisora,

con la radio pegada a la oreja,

muy baja de volumen

para no molestar a los vecinos.