CANTANDO EN YIDDISH

I

He aprendido a no recordar.

Me asomo cada día al azogue del lago.

El agua —como la piedra o el oxígeno—

no tiene acá o allá, recuerdos o proyectos.

Tan sólo su piel muda

—según la inclinación del sol, más oro o cobre,

según las fases de la luna—

pero es siempre la misma carne intemporal.

He aprendido a no recordar.

Vine con nada apenas: un fósil

(tiene forma de corazón),

unas hojas rojizas de haya (Buchenwald,

disecadas entre las páginas de un libro),

una estrella amarilla…

Y paro de contar.

La imagen duplicada, narcisa,

que me contempla desde la superficie,

es siempre joven. No la erosionaron

ni pesadumbres, ni silencios, ni añoranzas.

Vive inmutable en su fanal,

en su escalofrío, en su burbuja transparente,

en su lágrima de cristal no sometida al tiempo.

Detrás de mí (y delante, en la escena melliza)

pasa la caravana majestuosa de las nubes.

Borran en el azul las figuras trazadas

con dolor y con sombra. Todo se vuelve

luminoso y resplandeciente,

pues nada ha sucedido, ni podrá suceder.

II

Sobre las páginas amarillas, arrancadas

por los dedos del viento sur al bosque de noviembre,

suenan los pasos de mis compañeros

aterciopelados por el tapiz de oro marchito.

Están a mis espaldas,

y también ante mí en el relámpago del lago.

El agua —¡siempre el agua!—,

compasiva y purificadora,

difumina los surcos de los rostros

y misericordiosamente vela,

con su pátina piadosa,

el estaño de los cabellos. Y suenan los armónicos

de muchos días y de muchas noches,

de innumerables horas desandadas

hacia su fin, hacia su origen.

“Vámonos ya —me dicen— ensimismado:

empieza a atardecer”. Les obedezco.

Solidario, solitario, ajeno, marcho con ellos

por una dimensión diferente, liberada

de la servidumbre del tiempo.

Súbitamente, mágicamente, el lago

rasga la seda de sus aguas.

Nuestros pies chapotean en el limo verduzco,

pisan después en el asfalto.

Y atravesamos el desfiladero de acero y de cristal,

volúmenes impávidos

constelados de gotas de sudor

de la luna creciente, de los astros eléctricos.

Avanzamos, arañas al acecho,

sobre la red de calles y avenidas.

Palpita, parpadea la ciudad, incendiada de flores,

frutas, envases de cartón, latas, botellas vacías.

En los acuarios de los escaparates nadan

los maniquíes calvos y desnudos

o cubiertos de tules, linos, pieles

(¡salvad a los visones, a las chinchillas, a los leopardos!

reza un cartel, portado —igual que un estandarte—

por un hombre andrajoso).

III

Hemos llegado, como cada tarde,

al punto exacto en el que los indios

vendieron a los holandeses

su derecho de primogenitura

por treinta dólares de plata. ¿Qué se fizieron

vendedores y compradores?

Yerran sus sombras tras los posters de Warhol,

o se ahogaron en los espejos de Rothko,

inventor del silencio.

Porque reina el silencio

en esta calle. Y al trasponer la puerta,

el silencio resulta doloroso. (Una luz azulada

ilumina, lunar, la mesa donde

un hombre sincero de donde crece la palma

cincelaba, tallaba, bruñía las palabras

más hermosas del español, las más recién nacidas

y las enfilaba en proclamas, esperanzas, nostalgias,

sin sospechar que redactaba su testamento

de muerte y esperanza

corroborado cara al sol.)

El instante se ha congelado en noche o azabache.

Y —prodigio diario— una nieve

caída en otro cielo, en otro reino extraño,

colma los jarros, trae a nuestros labios

el amargor antiguo, desata nuestras lenguas.

Y ellos, mis compañeros, los supervivientes,

los que no tienen fuerza para recordar,

hablan y ríen, hablan, hablan, hablan.

Yo escucho sus palabras, día a día.

Las escriben —siempre las mismas—

sobre su pergamino que ellos no ven.

Son un humus depositado —año tras año—

sobre un texto antiguo.

IV

“Yo alegraré tu corazón”, reza una leyenda

alrededor de la boca del jarro de cerveza.

Mi mano, la del ensimismado, la del silencioso

que ha aprendido a no recordar,

vierte sobre el pergamino que ellos —¿lo dije ya?— no ven,

el contenido de uno, dos, tres, no sé cuántos

jarros de cerveza. Y las palabras

que balbucean, o garrapatean, se disuelven,

emergen en el palimpsesto

los signos anegados, las palabras primeras

—raspadas, desvanecidas, espectrales—

que daban testimonio de sucesos,

crónicas desoladas y sombras,

que ya no quieren recordar,

que ya no saben descifrar.

Viejos, cegatos, acurrucados en la desmemoria

como el niño en los brazos de la madre,

no tienen fuerza para desafiar, para enfrentarse

con los signos antiguos que relatan historias

de las que fuimos protagonistas y memorialistas.

Rescato ahora, desentierro ahora,

pasado medio siglo,

los signos desvaídos y resucitados. Dibujan

—¡y con qué nitidez!—

filas interminables de niños, de mujeres, de viejos

hambrientos, esqueléticos, desamparados,

rebaños resignados, sacrificados funcionariamente

en el ara del dios Gas. Convertidos en nube

en el horno del dios Fuego. ¡Mein Gott!

Y zumba el canto salmodiado

en nuestra lengua cómplice.

Estaba todo aquí dormido bajo el texto evidente.