EL LAÚD

I

Mister Eisen, con el índice de su mano izquierda

contraída por la artrosis,

señala, o dibuja, temblorosamente,

piezas curiosas, concentradas

en el escaparate del anticuario

de Madison Avenue.

Al otro lado del vidrio de seguridad

—entre cabezas jíbaras de larga cabellera

(posiblemente falsas, pues está prohibido

la posesión y venta de estos horrores reducidos),

abanicos de nácar y marfil

con países decorados con bucólicas, convencionales,

escenas versallescas,

el petit point, ingenuo

“Mary Jones, 1904”, enmarcado,

impertinentes de plata sobredorada,

fanales en los que viven mágicamente

flores, mariposas, colibríes disecados,

páginas de antifonario doradas por el sol de Solesmes,

el samovar de plata o bruma—

estaba él, cerezo, limoncillo, nogal,

con cuatro clavijas menos,

desacordado de loco.

II

Sonó su música, por vez primera

a la orilla del Arno, del Sena,

del Danubio de gabarras y aceite.

Después atravesó el océano,

enmudeció, sobrevivió, sobremurió.

Escuchó los mariachis entre el humo de la marihuana,

el coruscante saxofón del gringo

(así lo fijaría en su memoria),

el clarinete bajo

de canto triste y coda de arrepentimiento,

el bandoneón del tango de Buenos Aires,

la guitarra del Sacromonte.

Lo escuchó todo, con nostalgia del rumor del bosque

que había sido su origen,

frente al estuario en el que fuego y oro desembocan.

III

Mister Eisen toma el laúd en sus manos

torpes y corvas como garras,

pero llenas de amor:

restaña las úlceras de la madera,

acaricia y barniza la convexidad de la caja

—cráneo, pecho, cadera, nalga—,

tensa y templa las cuerdas.

Y la madera renacida

huele de nuevo a bosque,

a salón cortesano, a rosa de Cremona.

IV

Mister Eisen se asoma

al brocal del laúd

un instante antes de que en la superficie del agua,

en el punto donde cayó la lágrima, la hoja

que originó los círculos concéntricos

que se expandían y desvanecían…

(pero está confundiendo las cosas,

porque ahora está, sin sospecharlo,

desandando el camino,

contradiciendo al tiempo,

pues ocurre que los círculos se contraen,

son cada vez menores,

retroceden hacia su punto de partida).

Decía que poco antes de regresar a su origen

se ha formado el anillo en el agua de música.

V

Mister Eisen quiere no ver la mano

que ha tomado el anillo recuperado,

se lo coloca en uno de los dedos,

en el que nunca estuvo y debió haber estado.

Ya no es el agua del laúd

lo que resuena movida por las cuerdas,

ni el agua del East River

en cuya orilla se produce el prodigio,

sino el agua domada del estanque

de la Casa de Campo de Madrid.

Descienden por la escala

de los trastes los dedos,

cada vez más agudos los sonidos,

cada vez más desamparados,

hasta el brocal del pozo.

Y lo que suenan son las músicas

recuperadas del naufragio,

misteriosas y tenues, y antiguas, y resucitadas,

pavanas y gallardas,

arrojadas por la marea

a estas orillas de cristal y metal.

Llegaron en la panza de instrumentos o naves,

sobrevivieron a los días

y ahora suenan en Nueva York,

tañidas por los dedos torpes de Mister Eisen,

y suenan, y suenan, y suenan

y nunca dejaran de sonar,

porque el laúd,

cree equivocadamente Mister Eisen,

ha recuperado su cuerpo y su alma.

VI

Pero ésta es otra música, no aquélla.

Mister Eisen, Mister Pigmalión,

enamorado de su obra,

no sabrá nunca que el alma encerrada

en la entraña de la madera,

existió antes que él,

y nunca será igual.

Besa su mano tañedora

que ha domado los sones.

Se resiste a aceptar

que él no es el dios que crea de la nada,

sino sólo un luthier,

—técnica y artesanía—,

y que la música acordada que nace de sus dedos

sonó con transparencia irrepetible

hace ya varios siglos

y lo que ahora se escucha

es un eco que llega, atravesando el tiempo,

melancólicamente.