RAPSODIA EN BLUE

Durante una gira de conciertos,

Wolfgang Amadeus Mozart

comunicó a su padre el descubrimiento

de un sonido muy peculiar,

como de oboe que pulió su acento

primitivo, nasal y campesino

y asimiló el lenguaje cortesano.

Dios sabe cuántas cosas le diría sobre el color, el timbre, la versatilidad,

registros, maravillas potenciales

del instrumento que cantaba

con gallardía y con melancolía.

(Un filón no beneficiado:

pero Wolfgang sabía, lo leyó en Unamuno

que las cosas se hicieron, primero,

su “para qué”, después.)

El clarinete suena ahora

al otro lado del océano de los años.

Varó en las playas tórridas de los algodonales.

Allí murió muertes ajenas y vivió desamparos.

Se sometió y sufrió, pero se rebeló.

Por eso canta ahora, desesperanzado y futuro,

con alarido de sirena de ambulancia

o de coche de la policía.

Suena hermoso y terrible.

Por favor, por amor, por caridad:

que alguien me diga

quién soy, si soy, qué hago yo aquí, mendigo.

Las ardillas-esfinges de Central Park

me proponen enigmas para que los descifre:

“viva y deje vivir”.

Y siento miedo. Soy el niño

que en el pasillo oscuro oye el jadeo del jaguar,

y canta, y canta y canta para ahuyentarlo,

para que la sombra no sea.

El cementerio entre los rascacielos

no radia nuevas de la muerte.

(Igual que los sarcófagos romanos,

utilizados como jardineras

en las que los colores de las flores

nos hacen olvidar el fúnebre destino

para el que habían sido imaginados.)

Aquí no ha muerto nadie nunca.

Aquí nadie morirá nunca.

Hubo excepciones: semidioses

—filántropos, estrellas del cine o del deporte,

economistas, escritores, senadores y presidentes—

que algún día zarparon con rumbo a otras galaxias

y dejaron en son de despedida

sus nombres cincelados sobre placas de mármol

en las fachadas de ladrillo rojo.

Aquí la muerte es la desconocida,

la inmigrante ilegal: se la deporta

a su país de origen. No es de buen gusto mencionarla.

“Viva y mire vivir”.

La ciudad borbotea: las burbujas

revientan en la superficie…

esa vieja de piel de cuero requemado

que increpa a las estrellas…

el músico harapiento que arranca con dos palos

sonidos de marimba o de vibráfono

a una olla de cobre… el que golpea

con las palmas de las manos,

a la puerta del supermarket,

embalajes vacíos en los que dormitaban

ritmos feroces de la jungla…

ancianos apoyados en bastones

o conducidos —pálidas piernas fláccidas—

en sus sillas de ruedas que ¡oh prodigio!,

cuando doblan la esquina de las calles

reaparecen en las avenidas

luminosos, metamorfoseados

en estampida de muchachos ágiles,

patinadores imantados por la flauta de Hamelin,

que les llega a través de los auriculares…

¿Quién que es podría no cantar

al costear los puestos de hortalizas y frutas

—cebollas, zanahorias, aguacates, manzanas,

fresas, bananas y grosellas— acabadas de barnizar?…

esa gaviota que dispara una pluma sobre mi cabeza,

y atina, y me vulnera, y sangro

y me desangro frente al oleaje

de flores y más flores y colores tras de los que sonríen

mágicos ojos orientales… el balinés que pasa

con su pareo ajedrezado, blanco y negro,

arrastra un carro abarrotado

de maravillas pestilentes extraídas de los contenedores

(dólar a dólar, brasa a brasa

va ahorrando el fuego de la pira

con el que pagará el peaje del padre

hasta el país del otro lado de las nubes)…

en la Milla de los Museos,

Felipe IV de salmón y plata,

escucha a ese chismoso de Montesquiou-Charlus

—huésped también de Frick—

cotillear, proustiano y minucioso,

sobre la vida de las damas, dueñas

de los perros de porcelana

que pasea un portero engalonado.

Los prismas de cristal, humo y estaño

se otoñan al atardecer y depositan,

sobre la seda fría y violeta del rio,

monedas de oro viejo, de inmaterial cobre parpadeante.

La boca de la noche las engulle. Asaeteados

se desangran los edificios

por sus miles de heridas luminosas.

La ciudad, hechizada, se complace

en su imagen refleja, y se sueña a sí misma

transfigurada por la noche…

Transfigurado por la noche, oficio

el rito de la transfiguración

con libaciones de ginebra, bourbon,

whisky, tequila, ron, humanizadas

por el zumo de lima, ácida y verde,

que habla mi misma lengua con acento mas dulce.

Alguien me advierte que estoy solo.

Tomo a mi niño de la mano para espantar el miedo.

Y no hay niño. No hay nadie,

y yo lo necesito antes de que me vaya,

antes que todo se evapore en la fragilidad de la memoria

He de recuperar la realidad

en la que yo no sea intruso.

Así que pongo rumbo a la Calle 90, o a la 69,

—nunca lo supe, o lo he olvidado—

en el West Side donde algo prodigioso

pudo haber sucedido o podrá suceder,

Subo, Calisto, por la escala de seda

hasta la planta cuarta, o quinta, o décima.

Y la ventana está apagada. Y no está Melibea.

O tal vez sigue los pasos

de D. Francisco de Quevedo

que avanza cojeando, sorteando las cacas de los perros,

o que nunca haya sido Melibea mas que un vellón del sueño

del converso de Talavera de la Reina.

La geometría de New York se arruga,

se reblandece como una medusa,

se curva, oscila, asciende, lo mismo que un tornado

vertiginosa y salomónica.

¿Qué, quién es esta sombra, este Chicano

que en español torpísimo, filtradas,

aterciopeladas sus palabras por el humo de la marihuana

susurra rencoroso, mirándome sin verme,

“ellos me han robado el idioma”?

No puedo mas. Vomito

blasfemias y jaculatorias de poseso.

Grito, me desgañito, rezo, ronco en latin de iglesia

las divinas palabras cuyo sentido vagamente intuyo:

ad Deum qui lætificat juventutem meam,

canto a seis voces mixtas responsorios

de Palestrina y de Victoria

acompañado por el son del río en pena,

por los oráculos amarillos de la luna menguante:

o vos omnes qui transistis per viam

atendite et videte…

Los últimos murciélagos

con alas de cartón acanalado y destellos de fósforo,

amortajan a la ciudad. Luego, regresan

a las cuevas de los contenedores.

Y he aquí que tintinea una campana,

no en campanario ni en espadaña con cigüeñas

sino grabada en una cinta magnetofónica.

Anuncia que la noche es ya domingo

y vuelve todo a ser claridad y presente.

La seda peregrina del Hudson,

incansable y majestuosa,

conduce a la ciudad hasta la libertad

y la purificación definitiva de la mar

siempre reciennaciendo.

Buenos días.

¿En qué lugar del tiempo se ha fundido

la musica que los astros destilaban

con la que compusieron el alcohol

y la sombra?

Sobre la orilla de la playa

del alba de la bajamar brilla el azul del cielo.

¡Lástima grande que haya sido verdad tanta tristeza!