HABLO CON GLORIA FUERTES

FRENTE AL WASHINGTON BRIDGE

Pasea con el luto de viuda de sí misma,

payasa, miliciana,

entre los arces plateados de New Jersey

(o tal vez sean pinos, encinas, jaras y retamas

de Chozas de la Sierra… Yo ya no sé).

La navaja del río corta pan y tomate

de la tarde que se evapora.

Don Gil, Jilguero de las calzas verdes,

asado con madera del cajón de la portería,

miraba compasivo

cómo acunan tus brazos esqueléticos,

mientras dan de mamar a la guerra de nunca,

teta arrugada, guerra guerreada,

y todo lo demás.

Y todo blanco y negro. Y desvaído.

Un hombre levantaba su cabeza de ortiga

en el menesteroso anochecer.

Mendigos con fusiles (que yo los vi pasar

porque tú los mirabas).

Y niños muertos que esquivabas para no pisarlos

en la Calle de Atocha

(nunca los vi ni quise verlos),

y aquel puente estrechísimo que no es el más con más

de Nueva York, sino de nieve y de cellisca,

(yo lo he visto, y lo veo, y seguiré viéndolo,

con las mujeres de ébano y marfil arrugado,

porque era entonces todo blanco y negro).

Y ahora vuelve sin Filis, cabalgando su cáncer,

¡hasta mañana, Filis!

Más tarde, en tu memoria cristalizaban sombras,

entre los rascacielos de acero y miel:

sombras de mondas de patatas

que has olvidado, pues no quieres morir,

no queremos morir,

y fachadas de catedrales bordadas de palomas,

y que mañana no será otro día,

y otra sombra resbalando sobre una lágrima,

enhebrando una aguja, zurciendo una bufanda

a la sombra de una lenteja.