y el giro, el giro, el vértigo del vals,

el del polaco tísico

que escuchaba en la Valldemosa invernal

golpear insistente sobre el suelo la gota de agua.

El vals futuro, felicidad florida

de la dinastía risueña de los vieneses

resucitados cada 1 de enero en los televisores,

supervivientes de un imperio feliz e injusto

que ya no puede ser.

Son absorbidos, chupados, esclavizados

por lo hondo tenebroso. En el embudo

caen y desaparecen gorjeos de las aves

de los bosques de Viena, huéspedes de las ramas

húmedas de los tilos y los abedules,

aroma de grosellas y frambuesas,

de fresas y de arándanos: todos aprisionados

en las redes de escarcha del otoño.

El implacable sumidero

devora tules, sedas, lámparas de luz azulada,

nubes que se suicidan arrojándose

al hueco que termina

en el corazón verde del mar,

en la hoguera sombría y helada de la nada,

en lo fatal, irreversiblemente mudo.

Los invisibles compañeros

contemplan aterrados y desamparados

ese derrumbamiento que acaba en el silencio.