Después de miles, de millones de años,

mucho después,

de que los dinosaurios se extinguieran,

llegaba a este lugar

Lo acompañaban otros como él,

erguidos como él

(como él, probablemente, algo encorvados).

A partir de onomatopeyas,

de monosílabos, gruñidos,

desarrolló un sistema de secuencias sonoras.

Podría así memorizar sucesos del pasado,

articular sus adivinaciones,

pues el presente —él lo intuía— no comienza ni finaliza

en sí mismo, sino que es punto de intersección

entre lo sucedido y lo por suceder,

llama entre la madera y la ceniza.

Los sonidos domesticados decían

mucho más de lo que decían

(originaban círculos concéntricos

—como la piedra arrojada al agua—

que se multiplicaban, se expandían,

se atenuaban hasta regresar a la lisura y el sosiego):

y todos percibían su esencia misteriosa

que no sabían descifrar.

Con reverencia temerosa

escuchaban mensajes tan incomprensibles

como los de la llama, la ola, el trueno

(tal vez con la misma inquietud con que escuchamos al doctor

que diagnostica nuestro mal

utilizando tecnicismos nunca oídos,

de manera que no sabemos

si —impasible y profesional—

es nuestra muerte lo que anuncia

o es la vida).

Nadie comprendió entonces sus palabras.

Por eso andan, ahora, las palabras,

pasando por los vientos,

ávidas de que alguno las recoja

siglos después de pronunciadas.

Y aquí están aguardando que alguno las escuche,

aquí donde confluyen Broadway y la Séptima Avenida.

Fue aquí donde él me vio,

donde narró la crónica

de este instante en que estoy evocándolo.

Aquí, entre anuncios luminosos,

en la ciudad de Nueva York.