Tu esencia
Gracias a la existencia del Whatsapp empecé a tomar contacto con el resto de mis amigos. El móvil no lo utilizaba apenas porque me seguía molestando mucho el ruido de una simple conversación telefónica, y para escribir los mensajes en el iPhone me costaba acertar en las letras que yo quería pulsar, pero, al menos, por mis dolores de cabeza, era mejor que hablar.
Recibí en casa a algunos primos, aunque solo a los más cercanos, porque la verdad es que no podía estar rodeada de gente mucho rato. Me costaba hablar, mantener encuentros largos. Me cansaba.
Isabel no estaba conmigo esos días cuidándome, se había ido a Tierra Santa. Mi hermana mayor estaba tan contenta de tenerme con ella que decidió ir a Magdala de voluntaria a dar gracias a Dios por lo que ella dice, así como algunos médicos, que ha sido un milagro: que siga viviendo.
Desde Inglaterra, Christine, que es la mano derecha del doctor Hutchinson, quien me salvó la vida, me mandaba pequeños libros para ayudarme a sobrellevar mi nueva vida, con títulos como: Cómo llevar tu vida tras un problema neurológico o Cómo convive tu familia después de tu accidente… Y cosas así. Pero a mí no me hacía mucha gracia ponerme con ellos porque yo siempre he pensado que el deporte me ha hecho lo suficientemente fuerte para poder con momentos duros.
Pero, por la insistencia de mi familia, los leía a ratitos y empezaba a poner en marcha las pautas que me daban.
Los leía al despertar de la siesta que me echaba después de comer, y que era algo obligatorio dentro de mi recuperación: «Dormir todo lo que mi cabeza me pidiese».
Debido al impacto que había sufrido en la parte superior frontal de mi cabeza, los médicos temían que mi comportamiento se viera afectado. Por lo que el libro, a través de test, indagaba sobre mi estado de ánimo y me advertía de que podía ser volátil.
Normalmente los capítulos empezaban haciéndome preguntas sencillas sobre mí y me pedía evaluarme del 1 al 5. Luego me decían que tenía que poner en marcha tareas simples que me parecían un poco petardo, como poner post-it por toda la casa recordándome cosas que tenía que hacer o simplemente mensajes de cosas para que no se me olvidaran. Esto lo hacían porque mi capacidad organizativa también podía estar afectada, así que temían que hiciera cosas sin orden, como, por ejemplo, salir de casa en pijama a comprar el pan.
A mí todo eso me hacía mucha gracia porque creo que hacía las cosas con toda la lógica y normalidad esperada de una chica de mi edad; pero sí que es verdad que la cabeza se hacía notar con pinchazos fuertes centrados en la zona achatada por el impacto, y hasta me cansaba hablar después de haber pasado dos meses, que era muy poco después del estado tan grave en el que estuve. Pero mucho para alguien tan inquieta como yo.
Tengo que reconocer que no quise hacer caso de la última recomendación que me hicieron los médicos de Cambridge. No sé si algún día me pasará factura. Ellos querían que visitase a un psicólogo para afrontar mi pérdida y mi nueva vida, pero yo sentía, y siento, que no me hace falta. Me costaría explicarlo, pero percibo que he tenido tanta suerte que más que tristeza siento alegría de estar viva.
Mi familia me creía cuando les decía que no lo necesitaba, pero les preocupaba que mi alegría post-accidente se fuese un día por la mañana y me derrumbase, así que seguían insistiendo de vez en cuando.
Un día, por zanjar ya el tema, dije: «Bueno, qué os parece si voy a ver a Mario (Alonso), que para mí, además de médico, es referencia, y tengo una charla con él. Si Mario me sugiere que debo hacerlo, ir a un psicólogo, le haré caso, si no quedo liberada y que nadie me mande a ningún sitio, ¿vale?». Asintieron, lo que no solo me alivió, sino que me dio la perfecta excusa para compartir y conocer la opinión de una persona a la que admiro profundamente.
Mario siempre tiene tiempo para un amigo, aunque sea una lejana que quiera llamarse amiga, pero que más bien es conocida suya. Quedamos cerca de casa con mi padre, que quería oír la opinión de Mario como profesional.
Después de charlar durante un rato de toda la experiencia y evolución que había llevado hasta ese momento y confesarle desde lo más sincero de mi alma cómo me sentía, Mario me dijo: «María, no soy yo quien debe evaluarte, pero si como amigo y médico me preguntas si debes ir a un psicólogo, después de escucharte te diré que probablemente ayudes tú a más psicólogos que ellos a ti. María, es tu esencia. El accidente ha sacado lo mejor de ti».
Me reconfortó. No solo conseguí evitar más horas de tratamiento yendo al psicólogo, sino que gracias a ese ratito con Mario me llevé mi mejor halago, un regalo de confianza que, en esos momentos, era muy importante para mí. Gracias, Mario.
Mi primera victoria
En casa vivía con Rodri, él me ayudaba al llegar de su trabajo como entrenador personal, y la verdad es que no tenía que hacer otra cosa que descansar. Mis padres, que viven cerca, también se pasaban constantemente, aunque yo les pedía que no se preocupasen tanto; al fin y al cabo, pasaba la mayor parte del tiempo descansando o dormida en el sofá.
Mi madre estaba empeñada en ponerme una pulsera de alerta, como las que llevan los ancianos, por si en un momento crítico me encontraba sola en casa o por si me daba un ataque epiléptico, ya que los médicos me advirtieron de que podría tenerlos y yo nunca había sufrido uno. Pero lograba tranquilizarla con varias visitas al día.
Mis piernas estaban débiles, sobre todo la derecha, que se recuperaba bastante despacio, ya que habían quitado la fascia del músculo para la reconstrucción facial.
Me costaba levantarme y no podía ponerme en cuclillas. Tenía una meta: hacer yo sola la cama. Fue mi primer triunfo. Tenía todo el día para hacerla, no era muy exigente conmigo, pero la terminaba. Y diréis ¡qué tontería!, pero es que mi cama es baja y cada vez que echaba la cabeza hacia delante tenía la sensación de que mi cerebro chocaba contra mi cráneo y me dolía más. Tenía que ir poco a poco. Me costaba horas, pero lo conseguía, y ya que era mi triunfo, mi terreno conquistado de independencia, no dejaba que me ganase la partida al día siguiente. Así, cada día, la volvía a conquistar e iba poco a poco hacia una nueva meta.
El pirata Morgan
Antes de mi accidente, cuando Rodri y yo salíamos a entrenar por el campo, solíamos llevarnos al perro de unos amigos nuestros que se llama Morgan, un Jack Russell, una raza que necesita mucha actividad, y con un año el pequeño de color blanco y marrón ya la demandaba. Él era muy obediente y siempre corría a nuestro lado sin despistarse, pero, al terminar de correr, lo dejábamos en casa de sus dueños, y ese era todo el contacto que teníamos con él.
Uno de esos días largos que me recuperaba descansando sola en casa vino Rodri con una sorpresa: Morgan. Yo no sabía muy bien qué hacer y me inquieté en un primer momento. Le dije: «¡Si no puedo cuidarme yo sola cómo voy a cuidar de Morgan!». Él me respondió que serían solo un par de horas, hasta que él llegase de su siguiente entrenamiento, pero que seguro que me venía bien porque me haría compañía.
Cerró la puerta y se fue. Yo estaba un poco alarmada, pero me tranquilicé cuando vi que el pequeño solo se hacía una bolita a mis pies sin hacer ninguna trastada.
La visita de Morgan esa tarde se convirtió en la visita de todas las tardes, y cada vez me lo dejaban más tiempo. Él me animaba a incorporarme, atenderle o simplemente estar a mi lado cuando yo me encontraba mal. Siempre tranquilo haciéndome compañía.
Los primeros paseos por la calle los comencé para sacarlo, y de esa forma me creé una rutina que cada vez se hizo más larga. Primero de aquí a la esquina, luego dos calles, hasta que un día llegamos al parque a un kilómetro escaso de mi casa.
Morgan se hizo un miembro tan importante en nuestra vida que cada vez que teníamos que devolverlo era un momento triste. Un feliz día, sus dueños, nuestros amigos, decidieron regalárnoslo. Ha sido el mejor regalo de nuestra vida, este pequeño perrillo de siete kilos con mirada tierna y una pinta de cachorro que enamora a todo el que le ve por la calle. Además, ya os he contado lo mejor, por lo que me sentía totalmente identificada con este pequeño: Morgan, como yo, tiene una mancha a modo de parche en un ojo.
Visita al oftalmólogo
Toda la recuperación cerebral y craneal estaba siguiendo su curso, pero todavía había cierta incertidumbre respecto a las secuelas de mi órbita ocular, así como sobre el estado de mi ojo izquierdo, pues el daño fue más allá al romperse los huesos hacia dentro en el impacto.
La mayoría de expertos en oftalmología, así como unos amigos cercanos, nos recomendaron y ayudaron para acudir a la cita del centro especializado de referencia en España. Llegamos a Oviedo sin saber muy bien qué esperar y pidiendo que me asegurasen que mi ojo izquierdo se encontraba en buen estado.
Fuimos toda la familia y Rodrigo, y no tuvimos mucha información respecto a mis posibilidades futuras, ya que había perdido el nervio frontal, lo que impedía tener sensibilidad en toda la frente o movimiento en el párpado. Todavía era todo muy reciente y tendría que esperar unos meses en los que me vería un médico americano que es toda una eminencia en el campo. «María, eres el caso más grave que ha pasado por aquí, junto al de otro conocido valiente. Poco podremos hacer, pero vuelve en unos meses», me dijeron.
A continuación me realizaron unas pruebas para comprobar el campo de visión de mi ojo izquierdo, así como las típicas pruebas que te hacen para ver si te han aumentado las dioptrías. «Todo está bien, tu ojo izquierdo está sano»… ¡Uf, qué alivio!
Un acto de amor por la vida
De vuelta a Madrid, Rodri y yo paramos en Santander y estuvimos en casa de mis padres el fin de semana. Entre paseos y charlas en la terraza siempre se nos colaba un «deberíamos quedarnos aquí a vivir, qué bien se está, qué tranquilidad».
Cuando la vida te da un revés y piensas en todo lo que podrías haber perdido, cada frase de este tipo que sale de tu boca tiene que ser dicha con cautela, porque corres el riesgo de cumplirla o ponerla en marcha. Es como el típico «no hay huevos» de los chicos. Pero en este caso no es un alarde de valentía, sino un acto de amor por la vida, de realizar lo que realmente sientes y quieres hacer, y que no se quede solo en un sueño.
Después de salir la frase de mi boca, Rodri dijo: «¿Y por qué no nos venimos aquí? Santander ha sido clave en tu recuperación, aquí tienes menos ajetreo, más tranquilidad, siempre dices que te encanta». Yo pensé: «¿Por qué no?», aunque me daba terror abrir un nuevo capítulo en ese momento. Los médicos seguían pidiéndome descanso y yo no quería acelerarme. Pero, es verdad, ahora es el momento en el que escuchas más a tu intuición y tomas las decisiones más valientes.
Miraríamos casa en Santander, algo pequeño, para los dos, pero sería un primer paso.
Pintalabios rojo
Madrid empezaba a coger inercia en mi vida. Los paseos con Morgan y mis tareas en casa aumentaban de ritmo.
Era el momento de hacer una cena de las que a nosotros nos gustan, en casa, con toda la pandilla. Me apetecía, sí, tenía ganas de verles a todos. Había evolucionado, me sentía mejor, estaba más tranquila sobre mi aspecto, aunque seguía evitando el espejo. Pero estaba más animada para recibirles.
Parte de ese mejor ánimo, aunque solo un poco, se lo debía a mi pelo. Desde el accidente, con la cabeza rapada, mi imagen se me hacía durísima y, en cuanto me dejaron teñirme el poco pelo que me había crecido, fui directa a la peluquería. Pasé por un montón de colores. Del rubio más dorado al más claro pasando por el pelirrojo, pero finalmente el más blanquecino fue el definitivo.
La noche que todos vendrían a casa parecía que me iba a preparar para una gala, aunque mi vestimenta iba a ser un vestido-jersey, muy de casa (mezcla entre pijama y vestido muy afín a mi estado). Me quise maquillar por primera vez. Hasta ese momento, Gracia, una amiga esteticista, me había estado tratando las cicatrices con masajes y cremas dermatológicas, algo de lo que yo me hacía cargo, ya que el seguro del equipo no se responsabilizó de mi accidente.
Pero aquella noche quería darle color a mi vida.
Cogí la crema recomendada por los dermatólogos para cubrir mis cicatrices. La unté y la extendí por todo el rostro. Hasta ese momento no me había tocado la cara con aquella naturalidad, siempre lo hacía con mucho cuidado, como si me fuese a llevar las costras por el camino. Me gustó el resultado, su rojez se atenuaba.
Me puse rímel en mi ojo izquierdo, y no lo pinté más porque soy incapaz de hacerlo con un solo ojo. Pero, al terminar, me faltaba un poco de alegría, de color. Cogí de mi tocador una barra de labios roja que me había comprado en Inglaterra mucho tiempo antes y solo me había puesto una noche con mis amigas. Era tan chillón que me daba hasta apuro llevarlo. Me los pinté, y… era verdad, ¡era un rojo tan vivo que parecía fosforito!
Pero me gustó. Resaltaba mi sonrisa.
Rematé con mi parche favorito y cuando fui a coger los zapatos de la parte más baja del armario me di un buen golpe en la cabeza. Vuelta a la realidad. Había medido otra vez mal la distancia y me había dado en la frente con la puerta izquierda del armario dando a Rodri un buen susto. «¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?», gritaba desde la otra punta de la casa mientras venía apresuradamente. «Sí, sí, me he vuelto a dar con el armario en la cabeza, pero no te preocupes, que como no lo siento no me duele», sonreí. «¡No se trata de eso, amor!», refunfuñó, «tienes que tener más cuidado, vas a hacerte marcas en la frente». ¿Y qué podía hacer yo? Me costaba calcular, y no vi, como es de entender, la puerta a mi derecha. Fui al espejo, quizá me saliera un chichón, pero al menos no se me notaba por el momento.
Estaba lista para recibirles.
Lo que más recuerdo de aquella noche son dos cosas. La primera, los abrazos tan sentidos que me dieron en la entrada. Ellos no querían emocionarme, querían darle espontaneidad al momento para que la situación no fuese muy dura y nos conmoviese nada más empezar, pero fueron geniales.
La segunda es que aquella noche en la que cada uno trajo algo para evitarme esfuerzos fue una noche más. Como si no hubiera pasado nada. Les conté todo lo que vosotros habéis leído hasta ahora con algún detalle más que solo es confesable en la intimidad con quienes te han vivido.
Y nos reímos, nos reímos muchísimo. Fue una noche espectacular.
12 de septiembre. Carta a mi familia
Yo me llamo María de Villota por la madrina de mi padre, que se llamaba así: María de Villota. La madrina, así conocida por todos, se había ganado ese apodo porque era una mujer tan buena que parecía la madrina de todos.
El mejor piropo que me han dicho nunca es que me parezco a ella, porque no he conocido a una mujer más generosa, más sonriente, más positiva y, lo que es más difícil, serlo después de haber tenido una vida durísima, en la que se quedó huérfana muy pequeña y viuda muy joven.
Mi santo es el 12 de septiembre y pensé que era la mejor ocasión para reunir a mi familia en un restaurante y poder finalmente verles a todos. Por parte de mi padre son cinco hermanos: Luisa, Pablo, Enrique, Javier y mi padre, el pequeño. Y por parte de mi madre son siete: Enrique, mi madre Isabel, Teresa, Lucía, Juan, Antonio y Concha. Casi todos tienen varios hijos, así que nos reunimos un buen grupo a merendar. Contarles a todos todo lo vivido en aquellos meses era imposible. Además, siendo tantos, mi cabeza andaba justa, pero les leí una carta que les había escrito para ese día
Y aquí os escribo parte de ella:
CARTA A MI FAMILIA:
Dicen que viví cinco días de mi vida en estado crítico.
Yo no los recuerdo, pero sí tengo claras tres cosas de «mi mundo» en esos días.
La primera es que mi mente me transportó, al Gran Premio más importante de mi vida y aguanté todo lo que pude con sufrimiento.
No lo hubiese podido soportar, y de aquí mi segundo recuerdo, si en mi casa no se hubiese respirado la educación del esfuerzo y la perseverancia enseñada por mis padres y practicada desde pequeña a través del deporte. A pesar de estar derrotada, escuchaba voces que me animaban, y yo seguía aunque mi cuerpo quisiera descansar en ese preciso instante.
Pero lo que marcó mi revivir de este viaje y lo más importante, sin duda, fue que yo sabía que mi familia me esperaba. Sabía que estaban al otro lado del cristal y sabía que ellos me querían. Y yo deseaba ir a su lado.
Unos días después, una enfermera de la UCI me confesaba que en casos como el mío, la relación entre el paciente y sus seres queridos es vital para el éxito de las intervenciones.
Mi lucha por demostrar que merecía un sitio en la Fórmula 1, la educación recibida desde niña y sobre todo vuestro amor es lo que me salvó la vida.
Y, por lo que me dice mi hermana Isabel, que vivió cada segundo de mi accidente y recuperación como un milagro, sabemos que todas las oraciones, energía y fuerza de todos los que me las mandasteis llegaron a destino.
Lo mejor ahora está por vivir.
Y no puedo explicar con palabras lo que siento cuando veo cómo me miráis, que pensabais que ya me iba y ahora os veo cada día.
Otro día de mucha emoción. Mi cabeza se quejaba cada vez más y no tardé mucho en irme a casa. Fue un día digno del Santo de la Madrina. A ella le hubiera encantado vernos a todos juntos.
Mi estrella
A pesar de que los médicos me recomendaban que me diera tiempo para recuperarme sin estrés, había algo que sabía que tenía que hacer, y sentía que tenía que hacerlo sin esperas. En ese momento, llamé a Arancha, mi representante, y le comenté si podía hablar con Durán Joyeros, con quien teníamos un contrato de colaboración, para poner en marcha un proyecto muy especial. Una pulsera solidaria.
Antes de mi accidente era una posibilidad que estaba encima de la mesa, pero entre las prisas y la falta de tiempo entre Gran Premio y Gran Premio se había quedado aparcada. Al salir aquel día del entierro del pequeño Javi, sabía que ese debía ser el primer paso, y si a Durán le parecía bien, quería que los fondos de esa pulsera fueran a la Fundación Ana Carolina Díez Mahou, fundación que se ocupa de niños que tienen enfermedades neuromusculares mitocondriales, conocidas como enfermedades raras, y que tras llevar menos de un año funcionando necesitaría de toda la ayuda posible.
Durán no tardó en contestar que le parecía una gran idea.
Llamé a mi primo Javier, que tras la pérdida de su hijo se había armado de valor y se había puesto al frente de la Fundación para ayudar a otros niños y sus familiares a tener la mejor vida posible dentro del profundo dolor que conlleva esta enfermedad.
Quedamos en la Fundación con Javier, Ana Patricia, que es su presidenta, y otro Javier, también primo mío y parte importante de la Fundación. A mí me acompañaron mi padre y Arancha. Les comentamos la idea que teníamos de la pulsera solidaria y les pareció genial. Sería una buena ayuda para darse a conocer y contar con más medios para los chavales.
Hablamos de cuál sería el mejor destino de lo recaudado, que en este caso sería el total de la pulsera gracias a que Durán solo quiso recuperar el coste de la misma. De forma unánime decidimos dedicarlo a las sesiones de fisioterapia especiales que hace que estos niños sufran menos dolor y puedan mejorar su movilidad en el transcurso de la enfermedad. Su principal trabajadora sería Alba, la dulce y guapa fisioterapeuta que llevó el tratamiento y cuidado de Javi.
Salimos de aquella reunión contentos, sintiendo que eso había pasado porque tenía que ser así. Que Javi, desde el cielo, había propiciado todo aquello y que a su padre le daba un pequeño empujón, o más bien una mano a la que cogerse durante su duelo.
La siguiente decisión era cómo sería la pulsera. Queríamos que fuese algo sencillo y yo tenía una idea.
Desde que pinté mi propio casco de carreras cambié muchas veces de colores, y una vez de diseño, pero siempre había una pieza clave en mi casco: una estrella.
Además de gustarme estéticamente, esa estrella tenía un porqué. Siempre he sentido que he sido una chica con suerte, que la vida me sonreía y que a pesar del riesgo de mi profesión tenía estrella para librarme o superar los momentos que podrían haber sido más duros. Por eso protagonizaba el diseño de mi casco, que para un piloto es muy personal.
No era yo sola. Mi familia siempre me comentaba «la potra» que tenía. Incluso mi ingeniero favorito, José Santos, me hacía alusión a ellas cuando veía que las cosas no salían como yo quería: «Mira al cielo, María, sabes que allí está tu pódium. No lo pierdas de vista». Y es verdad, estaba allí, en el cinturón de Orión.
Pues bien, después del accidente llegué a pensar que esa estrella me había dado tanto que quizá me había abandonado.
Pero en el proceso de mi recuperación tan sorprendente me di cuenta de que no, de que allí seguía más que nunca, y que no había mejor símbolo para la pulsera que el de iluminar otras vidas: la de niños y familias que la necesitan más que yo.
Les pareció buena idea, así sería. La pulsera llevaría mi estrella, con sus picos afilados como la mía, ya que era una estrella veloz, una estrella fugaz.
Rubén
Conocí a este gordito de 3 años de expresión sonriente y mimoso un día que fui a la Fundación para ver cómo Alba evolucionaba con los niños.
Visitar la Fundación era de lo que más me reconfortaba en aquellos momentos; salía tan feliz de allí que recargaba pilas para mucho tiempo.
Cuando nos sentimos en baja forma se nos dice que nos demos un capricho, nos tomemos unas vacaciones o vayamos a ver una peli de risa, pero nunca nos dicen que ayudemos a alguien que nos necesita. Creo que nos sorprendería lo que puede cambiar nuestras vidas, lo que nos puede llenar.
Y después de sentir en mi propia piel lo que necesitas a los demás y cómo estamos conectados, busqué como una necesitad básica continuar cerca de quienes de ahora en adelante llamaría mi nuevo equipo.
El primer día que conocí a Rubén estaba apurada por si le asustaría con mi parche. Es verdad que se quedaba un poco sorprendido de que llevase eso en la cara, pero no sentía miedo, parecía simple curiosidad. Aquel día me limité a aplaudir su trabajo y a acompañarles un poco en lo que les pudiese ayudar en la rutina. Ese día Rubén no me daría un beso. Pero otro día sí que me lo dio y hasta balbuceó algo que se parecía a mi nombre.
No os hacéis una idea de lo que significó para mí.
Diagnóstico de La Paz
A pesar de haber hecho un viaje a Cambridge con mis hermanos para tener mi revisión con los médicos que me operaron, seguía el mismo procedimiento en La Paz, puesto que si en el futuro tenía algún problema, serían ellos los que tomarían las riendas por cercanía a igualdad de profesionalidad.
Llegué al hospital madrileño para una reunión prevista con todos los médicos que tenían que realizarme el seguimiento. Entre ellos se encontraban mis médicos favoritos, los Casado, padre e hijo, el doctor Carceller, al que conocería en esos días, y los oftalmólogos.
Tenían noticias que darme y había que tomar una decisión importante: «María, no nos explicamos que estés tan bien, tu evolución es asombrosa, pero si nos remitimos a lo que vemos médicamente, hay algo que tendríamos que mejorar». El doctor Carceller prosiguió: «Las cinco placas que tienes en la cabeza están perfectamente puestas. Hicieron una operación muy dura y con muy buen resultado en Cambridge, pero nos preocupa una parte que aún está desprotegida en el lateral derecho de tu cráneo. Tienes un agujero de unos ocho por dos centímetros y, aunque puede que no pase nada en el futuro, también puede darse el caso de que tengas algún día una hernia cerebral, y no queremos dejar eso así».
¡Vaya, eso era un jarro de agua fría! Querían operarme en unos meses, antes de Navidad, y de esa forma asegurarse de que en un futuro no tendría problemas. Aprovecharían esa operación para resolver el espacio de la órbita ocular, mejorar mi apertura de la boca, que también se había modificado por el impacto, e intentar colocarme la frente más simétrica, ya que estaba vencida hacia adelante.
«No tendrá nada que ver con lo que has pasado, pero ya sabes los riesgos de cualquier operación de esta envergadura», me dijeron.
Otra vez pasar por el hospital, otra vez raparme la cabeza, otra vez perder la fuerza que había recuperado, otra vez…
Hay una frase del doctor Casado que me caló. Mi padre le preguntó: «Si fuera su hija, ¿qué haría?». Él simplemente respondió: «Yo creo que las cosas hay que hacerlas bien. Operaría sin duda». Me gustó aquello, yo siempre digo lo mismo: «Las cosas, si se hacen, hay que hacerlas bien». Así he intentado trabajar siempre en la Fórmula 1, con detalle, no haciendo las cosas de cualquier forma. Al doctor Casado y su hijo les gusta hacer las cosas como a mí, aunque yo solo corría, y ellos, junto con el doctor Carceller, salvan vidas.
Fotos
Me llamó mi primo Eduardo, que es el director ejecutivo de la revista Hola, y me dijo: «María, nos han mandado unas fotos tuyas saliendo del hospital de La Paz con tus padres. Si quieres no las publico, pero es verdad que la gente te ha querido mucho y les gustará saber cómo evolucionas».
Me dio pánico pensar que podría aparecer en unas fotos de una revista. Me agobié mucho, aunque también sentía que tenía que dirigirme a todo el mundo que había rezado, que se había interesado, que me había mandado fuerzas y que nos había respetado a mí y a mi familia durante aquellos duros días.
Algún día en la puerta de casa había tenido un paparazzi. Me asustaba que me pudiera ver al ir a pasear a Morgan, porque mi imagen con parche todavía era muy dura para mí. No quería que me sacaran en ningún sitio, aunque sabía que tarde o temprano lo harían.
Quedé con la hermana de Eduardo, Mamen, a tomar café, y le contamos, Isa y yo, todo lo que había ocurrido y mi estado de salud.
Mamen, que es una buena escritora, me dijo: «María, me encantaría publicarlo. ¿Qué te parece?». «Me asustaban las fotos». «Hacemos lo que quieras, pero estaría bien que la gente te viera. Ya estás mucho mejor».
Uno de sus fotógrafos, Andrea Sabini, se ocupó de hacerme unas bonitas fotos que salieron publicadas la semana en la que yo quería agradecer todo el cariño recibido. Aquellas fotos me ayudaron a afrontar aquel día.
4 de octubre. Mi primera rueda de prensa
No podía dormir.
Desde el accidente mi sueño ha cambiado radicalmente. Antes dormía como un tronco; ahora tengo pesadillas con aquel día y me muevo mucho en la cama apretando la mandíbula fuertemente.
Pero lo que aquella noche me quitaba el sueño era pensar en el día siguiente, día en el que tendría lugar una rueda de prensa con todos los medios por primera vez tras aquel 3 de julio.
Seguía tumbada e insomne en la cama pensando en lo que la gente diría de mi aspecto. También me preocupaba que el parche se pudiese mover y dejara al descubierto mi operado injerto en el párpado inútil.
Me daba miedo que alguien me preguntase por el día del accidente y volver a recordarlo allí, delante de todos, con los temblores que eso me propicia. Además del hecho de que no puedo hablar del accidente porque existe una investigación abierta por el Health and Safety Executive, organismo inglés que depende del Gobierno y que investiga los accidentes de riesgo laboral.
Pensaba en qué decir. En cómo actuar. Me pasé toda la noche en vela.
A la mañana siguiente me vestí con una chaqueta azul que iba a juego con mi parche favorito y me puse un poquito de tacón para estar lo mejor posible.
Fui con mi familia y con Rodrigo al Consejo Superior de Deportes donde tendría lugar la rueda de prensa y donde, paradójicamente, hacía solo unos meses anuncié mi fichaje de Fórmula 1.
El doctor Casado acudiría conmigo para resolver cualquier pregunta médica y comentar mi estado de salud, así como el presidente de la Federación Española de Automovilismo, Carlos Gracia, que había estado más cerca que nunca mostrando un apoyo incondicional a mi familia y a mí misma desde su primera visita al hospital de Inglaterra.
La rueda de prensa arrancó envuelta en un cariño muy palpable. No me podía creer la expectación que había. No cabían en la sala. Un montón de flashes disparaban sin parar. Me daba apuro, pero había que hacerlo. Me gustó ver caras conocidas que no había vuelto a ver todavía, como periodistas del motor, los más cercanos en mi trayectoria deportiva: Marco y Raúl.
Comencé dándoles las gracias por todo el cariño recibido. Ese era el principal motivo de reunirles. Y les conté algunos detalles de lo que había pasado durante ese tiempo.
Llegó la pregunta inesperada pero lógica al final de la declaración: «María, ¿qué vas a hacer ahora?».
Era una gran pregunta, pero en esos momentos ni siquiera yo sabía lo que iba a pasar con mi vida. «Solo sé que voy a estar en tres frentes», les dije, «primero los enfermos, que son mi nuevo equipo. He aprendido mucho tras pasar tiempo en el hospital. El segundo es luchar para que la mujer no pierda la pequeña estela que he podido dejar en el mundo del motor (más adelante se concretó a través de la Comisión de la Mujer con Michèle Mouton en la FIA). Y el tercero será la Fórmula 1.» No sabía de qué forma seguiría vinculada a ese mundo, pero lo que sí sabía es que los coches seguirían formando parte de mi vida. Seguía amándolos, eso no había cambiado.
Durante la rueda de prensa me costó que no se me saltaran las lágrimas al recordar en voz alta todo lo ocurrido. Para mi familia y Rodrigo, en primera fila, emocionarse fue inevitable. Nosotros no solíamos hablar de ello en casa, simplemente afrontábamos el presente.
Reconozco que la vez que más me costó aguantar fue cuando mi amigo Carlos Sainz, al que le guardo un gran cariño y admiración, se levantó y me llamó guapa. ¡¡Uf, sí que me costó!!
Ese día recibí un gran número de muestras de cariño. Y por fin… Prueba superada. Me quitaba un peso de encima. La gente, para bien o para mal, ya sabía qué aspecto tenía.
Como os decía al principio de mi libro, yo era piloto. Y soñaba con correr en la Fórmula 1. Aquel día colgaba mi mono, no fue una decisión meditada, fue mi destino.
Ese día dormí mucho mejor.
Vigo. Seguridad vial
Arancha me comunicó que había llegado una petición del Hospital Nuestra Señora de Fátima de Vigo para dar una charla sobre seguridad vial a jóvenes de la ciudad.
El propio hospital estaba escandalizado por la cantidad de accidentes graves que recibían, tanto de coche como de moto, y habían decidido hacer algo al respecto.
Mi próxima operación estaba ya cerca, pero aquella idea me gustó mucho y me dejaría un buen sabor de boca antes de volver a enfrentarme al quirófano, así que confirmé mi asistencia, y a Vigo que nos fuimos.
En la charla participaba la policía local, la DGT de Vigo y un médico traumatólogo del hospital. Yo cerraría las intervenciones.
Toda la información que allí se transmitió a los estudiantes fue muy explícita y detallada, tanto a nivel docente como humano. Las imágenes que proyectó el doctor del propio hospital incluso causaron algún mareo en la sala.
Cuando llegó mi turno puse el vídeo que me habían hecho unos meses antes para anunciar mi entrada en la Fórmula 1 y que no había vuelto a ver. Un vídeo precioso en el que se me veía pilotando. Feliz. Y como remate… allí estaba yo ahora.
El corazón me latía rápido. Pensé que me resultaría más fácil y tuve que confesar ante los estudiantes: «Me ha afectado más de lo que yo pensaba verme en el vídeo».
Cogí aliento y seguí: «Probablemente estéis pensando: “¿qué tiene que ver la Fórmula 1 con la seguridad al volante?” Pues bien, lo más apasionante de la Fórmula 1 es el detalle. El detalle y la excelencia con la que se hace todo. Todo está controlado: el estado del neumático, su temperatura, lo que el piloto hace en tiempo real, cualquier detalle del coche en pista… Y, sin embargo, hay veces, pocas, pero ocurre, en las que algo sale mal».
Prosigo tragando saliva: «En la calle no existe ese control», no podéis controlar las variables, lo que pasa a vuestro alrededor. Conducir ahí fuera tiene mucho más riesgo.
»Me ha costado venir aquí», concluí, «pero habrá merecido la pena si en un momento de vuestra vida, al volante, os hace pensar».
Terminé mi charla con los aplausos de los chavales. Estaban visiblemente afectados.
Me dolía la cabeza. Era momento de volver a casa.
Hospital de La Paz
Me ingresaron después de hacerme varias pruebas por la complejidad que iba a conllevar entubarme, ya que el tubo, con la escasa apertura de la boca que tenía, no entraría.
Llegué a La Paz con sábanas colgadas de las habitaciones y mensajes en todas las paredes reclamando la sanidad pública. Con la medicina que tenemos en nuestro país sería una pena perderla, pensaba, aunque, por otro lado, no me inspiraba mucha confianza operarme una semana en la que podría haber huelgas.
Mi ingreso fue muy rápido y en poco tiempo ya estaba tumbada en una cama esperando para entrar en el quirófano. A mi lado una señora aguardaba, como yo, con el gorrito verde, bastante nerviosa. Maldita sea, pensaba, otra vez aquí.
Escuché la voz de César Jr. entrando en la sala y me alivió. «César», le dije, «si podéis, evitad raparme toda la cabeza». «No te preocupes. Si podemos, te raparemos únicamente una diadema de oreja a oreja, pero no te prometo nada». «Gracias, César».
¡Qué suerte tener a esos médicos a mi lado! Soy consciente de que he sido muy afortunada. Las enfermeras también eran agradables. Aunque es raro escuchar cómo alguien habla a tu alrededor de las cosas cotidianas de la vida cuando tú estas a punto de entrar en el quirófano a una operación importante.
Unos minutos más tarde entró mi anestesista. «Hola María», se presentó, tenía acento italiano. Buen comienzo pensé, seguro que le gusta la Fórmula 1, y así fue, de modo que entré en el quirófano con cierto entretenimiento preguntándole si era tifossi de la escudería del Cavallino.
Hacía frío, y más cuando me subieron a la mesa de operaciones. Me taparon con cuidado. Aquello empezaba. Recé mentalmente.
No puedo respirar
Desperté en la UCI molesta por el tubo que salía de mi boca y de mi nariz. No recordaba haberme despertado así en Inglaterra y me asusté un poco. ¿Había ido todo bien? ¿Por qué seguía con aquel tubo en la garganta?
Llegó el médico que dirigía la UCI, un médico joven, que ya conocía de mi anterior hospitalización. Me saludó con una sonrisa y me anunció que todo había ido bien.
Yo estaba muy agobiada, no podía hablar con aquello, pero lo peor es que me costaba respirar. Sentía que tenía flemas en la garganta y lo estaba pasando mal pensando que me atragantaría, que me ahogaría.
Intentaba tranquilizarme mentalmente. No te agobies, Meri, me decía para mí, respira con cuidado, no tosas, no te agobies que es peor. Yo les gemía para intentar que me quitasen el tubo, pero me dijeron: «Aún no te lo podemos quitar, debemos esperar un poco». Y salieron de la sala.
No me podía creer que me dejaran allí con eso, me molestaba mucho. A pesar de mis esfuerzos para concentrarme en tragar con cuidado no lo pude evitar y me puse a toser, las flemas se me atascaron y procedieron a quitarme el tubo rápidamente. Fue muy desagradable, el maldito plástico parecía interminable y me dejó heridas en los bordes de los agujeros de la nariz, pero ya estaba fuera. ¡¡Qué alivio!!
Ya sin el tubo pude comunicarme con las enfermeras y todo fue más fácil. Por lo que oía en las conversaciones de pasillo, en la UCI no harían huelga, menos mal, pero a todas horas se escuchaba el intercambio de opiniones por la situación. Me dolía la cabeza, pero no podía hacer otra cosa que aguantar.
M
Llegó la primera visita de mis padres y hermanos, también vino Rodri, aunque se tenían que turnar para verme. No podían entrar todos a la vez. El tiempo era muy limitado, así que esperaba a que me contasen cosas de fuera para poder ocupar mis horas hasta el día siguiente. Isabel me trajo un regalo increíble. Me habían hecho un libro con fotos de todos mis amigos y familia para dármelo en el hospital. Fue la pera: todos debían hacer una M de la forma más original que se les ocurriese y las fotos eran a cuál más peculiar. Me encantó, lo miré unas diez veces.
Rigoberta Menchú
Al día siguiente me dejaron el móvil por si quería escribirles en algún momento.
Las UCI son muy aburridas porque apenas puedes dormir del dolor y el jaleo y no tienes nada que hacer. Además, yo apenas podía incorporarme, solo miraba al techo. Aprovechando que tenía el aparato en mis manos hice lo que nadie quería que hiciera: me hice una foto. ¡¡¡Joder otra vez Rodri me ha visto en este estado!!! Me daba vergüenza hasta que me viera con esa pinta el más joven de los médicos.
Parecía Rigoberta Menchú, una mujer excelente, Premio Nobel de la Paz, pero con la cara tan redonda y la nariz tan chata que no parecía yo. Mi cabeza y mi ojo estaban vendados. Eso sí, una buena noticia: no me habían rapado todo el pelo.
En la UCI y casi transparente
Al día siguiente era la última carrera del Mundial de Fórmula 1. Mi accidente ocurrió antes del noveno Gran Premio de la temporada y se estaba celebrando el vigésimo, y allí estaba yo, en la UCI.
En mi habitación había una tele. Si había suerte podría verlo, aunque me dolía mucho la cabeza; tendría que ser sin sonido. Intentaron incorporarme un poco y me cogí un buen mareo aumentando mi malestar, así que decidieron ponerme una inyección para rebajarme el dolor, con la mala suerte de que no me sentó bien y me entraban ganas de vomitar. A mi pobre cabeza era lo último que le faltaba.
Tocó la hora de las visitas y se quedaron preocupados, creo que no estaba blanca, mi color era más bien transparente, y apenas quise hablar con ellos.
Poco a poco me fui encontrando un poquito mejor, así que pedí que me pusieran la tele. Aunque fuera, vería la salida de la carrera, no me sentía capaz de ver nada más en mi estado. Después de ver las primeras vueltas me fui emocionando. Vinieron a asearme y un celador me incorporó un poquito. Se quedó conmigo un rato comentando la estrategia. La carrera me estaba ayudando a evadirme de aquel sitio.
Paciente impaciente
Finalmente me trasladaron a planta y recuerdo el primer momentazo, cuando me limpiaron la cabeza con suero. ¡Qué gusto, después de quitarme aquella venda que me oprimía el cráneo!
Aún saboreando el regustillo de mi lavado de pelo, César me dijo: «Te voy a quitar un poco de líquido que tienes en la cicatriz». «Está bien», le contesté. De pronto una jeringuilla del tamaño de un freno de mano me atravesaba la parte más alta de mi cabeza. ¡¡Auch!! Vuelta al mundo real.
Mi vida parecía otra vez el cuento de la marmota. ¿Lo conocéis? Aquel en el que todos los días se repiten y parecen iguales. Bueno, no estoy siendo justa, todo este proceso fue muuuucho más fácil que el sufrido en Inglaterra, pero yo volvía a ser una paciente impaciente.
¡Se-ño-ri-taaaa!
En el hospital, más consciente de lo que había estado en Cambridge, me di cuenta de que no todos los enfermos están acompañados, y menos con el cariño y la atención que yo recibía de mis seres queridos.
Los gritos reclamando atención eran comunes, sobre todo los de una chica con Síndrome de Down que se había quemado en la ducha. La pobre no paraba de gritar «¡señoritaaaa!» intentando que las enfermeras acudiesen. Ellas le respondían: «Estamos ocupadas. Luego venimos». Pero ella seguía insistiendo: «¡SE-ÑO-RI-TAAAAA!», y lo seguía diciendo hasta darse por vencida. Lo que al principio me resultaba como un martillazo en mi cabeza luego me hizo hasta gracia porque evolucionó en hablar en voz alta con el resto de las habitaciones. Y por las noches nos gritaba: «¡Buenas noches a todos!».
Parecía que estábamos de campamento en vez de en un hospital.
Pasé unos días más en planta hasta que mis mareos mejoraron y me dieron el alta. Las operaciones habían sido un éxito.
La próxima cita la marcaría la retirada de los puntos, tanto de la cabeza (que parecía una cremallera macabra en forma de diadema) como del ojo. También me harían varias pruebas para ver el estado de mi cráneo y cerebro, y una muy importante: ver si tenía esquirlas metálicas en el mismo, ya que los médicos de Cambridge me habían prohibido este tipo de resonancia de por vida.
Mis primeras Navidades después del accidente
Otra vez en casa. Por fin. Esta operación se había hecho en el mejor momento, porque ahora tenía un tiempo de recuperación con las Navidades y además podría pasarlo en Santander. Pero esta vez en la casa que Rodri y yo habíamos alquilado tras aquel «¿y por qué no lo hacemos?». No era El Solievo, pero estaba en la ciudad y enfrente de la playa con todo a mano al no poder aún conducir.
Antes de subir al norte pasamos los días 24 y 25 en familia. Fueron las primeras Navidades que Rodri pasaba con todos, aunque ya les conocía bien de la convivencia de Gran Hermano en Inglaterra y le habían cogido cariño. La noche del 24 la familia pasó otro momento duro pero feliz. Hay una tradición que dejó mi abuelo en Nochebuena y es que a las doce de la noche, mientras cantamos villancicos, el más pequeño de la familia pone al niño Jesús en el Belén y entonces todos nos damos un beso para felicitarnos la Navidad.
Aquel beso se convirtió en llanto y de ahí en abrazo. Y todos nos agrupamos en uno.
Cuando pasas momentos en los que piensas que podrías no estar, una simple mirada de alguien que siente, aunque no lo dice, lo mismo que tú se puede convertir en el llanto más repentino. A nosotros aún nos sigue ocurriendo. Aunque han pasado meses, esta sensación sigue presente.
Subimos a la tierruca y al llegar al Sardinero, Rodri y yo repetimos nuestro plan favorito. Por la mañana paseo al faro de Cabo Mayor andando. Antes lo hacíamos corriendo, pero tras el accidente tardé mucho en poder llegar a paso de tortuga. Luego una buena comida de aquí, sana pero abundante, y rematábamos con un helado de chocolate, como no podía ser de otra manera, mientras Morgan perseguía a los pájaros.
«Planazo», decíamos cuando cumplíamos con la siesta obligada por los médicos. Y después de una ducha nos reuníamos en casa, con todos los que allí pasaban las vacaciones: tíos, primos…
La San Silvestre
La noche del 31 siempre me gustó correr la San Silvestre. En Madrid la hice dos veces y aquí, en Santander, la corrí en 2010. Siempre me ha transmitido un buen rollo increíble ver a la gente correr.
Este año no podría hacerlo, pero aunque fuera andaría durante los 3 km de la primera vuelta del recorrido. En casa no me creían, sabían que haría el esfuerzo de trotarla, así que dijeron: «¡Pues la andamos contigo!». ¡Vaya, me habían pillado!
Fui a comprar los dorsales y yo di mi nombre en el último lugar. Cuando vi el número que me había tocado me alegré: 2013.
Estaba claro, ese que empezaba sería mi año.
Me junté con mi amigo Zalo de Santander en el mogollón de la salida. Pero rápidamente mi familia me retiró para atrás. Recordaban las indicaciones de los médicos: «Que María no esté en aglomeraciones de gente. Un codazo en la cabeza en este momento puede tener consecuencias graves».
Nos pusimos los últimos: mi hermana Isa, con mucho mérito porque no andaba ni corría desde la última excursión del colegio en el 92; mi primo Miguel Ángel, artista que tampoco anda si no es recorriendo una galería; mi padre Emilio, que es más de correr, y yo, porque a Rodri le dije: «Corre por mí anda, que aquí te vas a desesperar». Rodri solo anda cuando le engaño para un paseo de enamorados; si no, o corre, o escala, o nada o esquía.
Situados atrás del pelotón, todos decían: «Lo que hacemos por Meri». Hacía un viento que te congelaba los músculos que yo no tenía. Entonces escuché que me llamaban por megafonía, como cuando hacías algo malo en el colegio. Vaya, me habían descubierto, sabían que estaba allí y me buscaban para hacerme alguna pregunta. Si mi médico se enteraba… Menudo corte, me verían allí andando en una carrera. Después de lo que yo había entrenado y corrido y allí estaría, arrastrándome.
Ya no me pareció tan buena idea haber ido. Entonces miré a mi hermana Isabel, que es quien corta el bacalao, y le dije: «Anda, hermanita, deja que solo corramos por la salida, que tengo mi orgullo». A Isa, tan responsable como yo irresponsable, esa pregunta le enfurecía. Allí estaba ella andando por mí y… «Está bien», contestó, «pero solo en la salida. Luego te paras y no te acerques a nadie».
Dieron el pistoletazo y yo me puse a correr con mi melón echando fuegos artificiales y mi pierna derecha ardiendo. A mi alrededor, mi padre, mi hermana y mi primo haciéndome de guardaespaldas. Parecía el presidente de Estados Unidos por Central Park. Mi madre y mi tía Techi se hacían fuertes entre los espectadores y familiares para vernos pasar por la salida y comenzamos la carrera.
Como él
El pelotón del presidente poco a poco se fue dispersando. Y me quedé con el que me ha hecho como él, mi padre, que sin tampoco haber corrido desde hacía mucho me acompañaba, o yo a él, trotando ridículamente para no andar. ¡Vuelta cumplida! No sé cómo pude conseguirlo en mi estado. Pero lo logré. Todos felices.
Agotados pero contentos nos fuimos a tomar las uvas.
Sí, me doy cuenta de que soy su hija. Tan terca, tan cabezota, tan perseverante como él. Puede que duela, que no sea lo adecuado, pero si es lo que queremos hacer no dejaremos de intentarlo. Si es correr, entonces correremos, sin parar, sin excusas. No es para demostrar nada a nadie, es para ganarte a ti misma. Es para demostrarte que puedes ir más lejos. Es para no ponerte un límite, y si en algún momento te lo pones, es solo para que al conseguirlo te comprometas con otro más.
No sé por qué soy así, solo sé que en esto he salido a él. Y me encanta.
Me ha hecho fuerte.
Y ahora qué
Después de Navidades era mi fecha autoimpuesta para empezar a darme vidilla.
Quería hacer cosas, sentirme útil, pero además necesitaba trabajar.
Tras el accidente me correspondía una invalidez total, pero mis secuelas me habían dejado sin mi identidad y sin mi trabajo y tenía que pensar en qué es lo que haría con mi vida.
Mi tío Rafa, que es mi padrino de confirmación y me conoce bien, me seguía insistiendo sobre esta pregunta: «¿Y ahora qué?». Él y mi tía Lucía muchas veces me ayudan a hablar en voz alta y a ordenar mis ideas.
Quedamos a cenar en su casa. Esa noche dio para mucho.
Mi tío me iba poniendo los temas encima de la mesa como si no se diera cuenta y yo entraba al trapo diciendo mucho más de lo que pensaba que tenía en mente.
Hablamos de la Fórmula 1 y de mis posibles limitaciones como piloto sin un ojo.
Hablamos de la FIA y de mi intención de colaborar con Michèle Mouton en la Comisión de la Mujer, así como en proyectos de seguridad vial.
También hablamos de una idea que me sigue rondando la cabeza de vez en cuando, que es la de crear mi propia Fundación.
Y, como no podía ser de otra manera, ya que mi tío Rafa es escritor, hablamos de escribir un libro, aunque en aquellos días me acuerdo de que el título nos lo imaginábamos algo así como Tú puedes o Consigue tu sueño.
Rematamos aquella cena brindando sin alcohol por mi cabeza, sobre el futuro de Rodri y mío, que soñaba con Santander y con niños viviendo una vida completa, sencilla.
¿Y los coches?
Antes de terminar esta página, los más tifossi me preguntaréis: «¿Y los coches? ¿Vas a competir?» Y si soy sincera conmigo misma os tengo que decir que todavía no lo sé. Me he centrado tanto en recuperarme, en sentirme bien y que se sientan bien los que han sufrido conmigo que abordar mis coches es algo que tengo pendiente todavía.
A lo mejor es mi propia excusa para no afrontar la realidad. Puede ser. Si me dijesen que no puedo pilotar con un ojo, les diría que yo creo que sí. Tendría que entrenarme mucho. Sobre todo en calcular referencias de frenada y aproximación, pero no sé si ese capítulo de mi vida ya está terminado.
Creo que perdí un ojo por algo. Es como una señal. Creo que soy mejor persona que antes hacia los demás. Y creo, o, mejor dicho, sé que me volveré a subir a un coche de carreras, pero, por el momento, sé que me subiré para mí. Para revivir sensaciones increíbles, imborrables en mi memoria a pesar del golpe.
Carné de conducir tu vida
Poder conducir un Fórmula desde los 14 años, sacarte el carné con 16 y vivir toda la vida detrás de un volante es razón suficiente para morirte por dar una vuelta en coche aunque sea a comprar el pan. Además, una de las cosas que peor llevaba de mi accidente es la falta de independencia que sentía desde entonces.
Todos saben lo que estás haciendo en cada momento, no puedes salir de casa sin decir adónde vas y pierdes aquella libertad que descubres cuando por primera vez con tu carné de conducir te pones al volante sola en la carretera.
Para más inri, yo me he sentido siempre yo pilotando, me he sentido identificada con lo que hacía. Después de este traspié todavía buscaba más reencontrarme con los mandos.
Pasados nueve meses del accidente fui al RACE a tramitar mi carné de conducir. Pasaron nueve porque me pidieron los médicos que esperara seis por el cambio a visión monocular y otros tres por los ataques epilépticos. En fin, había llegado mi momento y me dirigí con todo mi historial médico (que parecía el libro gordo de Petete) a hacerme el test psicotécnico.
Entré con cierta vergüenza en el centro. Espero que no haya nadie. Me cogieron el carné de conducir que tenía, en el que aparecía mi foto con dos ojos y lo cortaron. Vaya, pensaba, ahí estaba más favorecida. Ya no podría hacer lo que hacía mi madre, entregar una foto de carné diez años más joven. Me pidieron que entrase a una sala donde me harían un reconocimiento médico y de visión. Todo parecía ir bien, aunque yo no paraba de preguntar, por si acaso.
¡Necesitaba ese carné ya! Más que mi DNI. Más que mi pasaporte. Más que nada. Lo amaba. Fue entonces cuando me pidieron mi historial médico. «Ya la hemos liado», pensé. Puse encima de la mesa el maletín con toda mi historia y entonces pensé que me diría: «Vuelve en tres meses». Pero no, la señorita me hizo varias preguntas médicas y luego me pidió los informes concretos sobre mi estado cerebral. Aquí están, me los sabía de memoria. Los revisó e hizo fotocopias. Parecía que pasaba de pantalla de un juego infernal para mí.
Les seguí a la siguiente sala y allí estaba. Todos sabéis lo que allí me esperaba, la maquinita pita que pita que hay que pasar para poder darte el carné. Me puse a los mandos y ni en mi peor carrera recuerdo estar tan nerviosa. Con un ojo lo haría bien, ¿no? Se puso en marcha y después de una prueba empecé la de verdad. Pííí, vaya, otro giro, bien, otro, bien, pííí, maldita sea. Terminó la prueba y no sabía qué decir. «Bien», me dijo la señorita, «sal fuera que te daremos tu carné provisional».
Como a quien le ha tocado la lotería salí del centro y Rodri me llevó a casa. Ya tenía el carné. Ya no me tenía que llevar.
Ya volvía a empezar a ser yo.
Le di tanta importancia al hecho de tener el papelito que llegué a casa y me subí a mi Mini como si tal cosa. Como si fuera un día más al volante. Torcí la esquina y me subió una sensación desde el estómago. Me acaloré, pero a la vez mis movimientos se congelaron. ¡Estaba conduciendo!
Reduje la velocidad hasta casi quedarme parada en la calle. Una lágrima me asomó por el rabillo del ojo. La aguanté. Metí primera e intenté no darle más importancia.
Te espera tu sonrisa a la vuelta de la esquina
Cuando me he encontrado con momentos de este tipo, o más bien momentos duros, me he dado cuenta de que siempre procedo igual, intentando no darles protagonismo, aunque para mí en ese instante lo tengan y parezca que mi mundo se va a desmoronar.
Pero, al seguir mi camino, esos problemas se hacen más pequeños: esa María en aquel espejo, esa María con cicatrices, esa María con diagnóstico grave.
No creo en la frase «Lo que no te mata te hace más fuerte».
Tú te haces más fuerte cuando no te centras en lo que te mata.
Pero es complicado, porque todo aquello tiene tanta importancia para ti que es muy difícil apartar la mirada.
Os recomiendo que lo probéis. No se trata de no ocuparnos de las cosas que debemos hacer o de mirar para otro sitio con nuestros problemas.
Solo se trata de no llorar por ti, porque te espera tu sonrisa a la vuelta de la esquina.
Los únicos momentos por los que siento rabia, impotencia después de mi accidente, son aquellos por lo que no puedo hacer nada.
La vida es un regalo
Aún no he podido cerrar un capítulo en mi vida, empezar de cero, olvidarme de los que mi mano no cogieron. Pero con lo que no puedo, me supera y entristece tanto… es con niños como Rubén, niños que viven una vida tan injusta que me hacen sentir rabia por vivir aquí, en este mundo. Y me entran tantas ganas de llorar que no pararía. Pero luego, cuando lo pienso, me doy cuenta de que aún tengo mucho que darles. Mucho que transmitirles.
He tenido la suerte de vivir otra vez, de tener una segunda oportunidad. Y sé que mi sonrisa es lo mejor de mí que ellos se pueden llevar. Transmitirles, como siento, que he sido muy afortunada de estar aquí, de vivirles, aunque solo hubiera sido por un ratito, porque la vida, a pesar de todo… La vida es un regalo.