7 de marzo de 2012: ¡soy piloto de Fórmula 1!
Me encontraba a punto de salir de mi hotel en Banbury, Inglaterra. Estaba sola, pero me retrasaba más de lo habitual porque no sabía qué ponerme.
Llevaba días soñando hasta en el más pequeño detalle, pero el hecho de que poco antes me hubiera llegado la equipación —camisetas, pantalones, bolsas de viaje, gorras—, todo con su logo y sus patrocinadores bordados, me creaba la siguiente duda: ¿voy con mis pantalones negros y mi chaqueta, o visto la del equipo para que vean que ya me siento parte de ellos? ¿Les parecerá bien?
Cuando te acercas al mundo de la Fórmula 1, nada es tan obvio ni natural como parece. Está todo pensado. Por eso, al no decirme nada de lo que debía llevar, no sabía si era adecuado o no estrenarlo. Después de muchas vueltas, decidí ir con mis pantalones pero con la camiseta del equipo.
Llegué a una nave con cristales de espejo que estaba cerca de mi hotel. Era allí. En la entrada ponía Marussia F1. Me abrieron la puerta de un hall muy grande donde había un Fórmula 1 (bueno, un coche de exposición a tamaño real) y esperé a que llegara mi mánager, Mark. Estaba nerviosa, pero no quería que se me notara.
Nos saludamos y pasamos a la parte noble de la nave, al despacho del jefe de equipo. Me recibió con gesto amable y me indicó que me sentase frente a una mesa que estaba llena de papeles. Sin más preámbulos se puso a firmar mientras me los pasaba, y yo a su vez se los pasaba a mi mánager. Cada vez que pensaba que ya habíamos terminado aparecían más papeles.
Me parecía increíble que además de mi primer contrato de Fórmula 1 como piloto de pruebas, hubiese que firmar de motorista, neumáticos, organizaciones… pero llegaba la última hoja y terminé. Él se levantó y me dio la mano con fuerza; yo le respondí igual, y entonces él dijo: «Congratulations, you are a Formula 1 driver» (Felicidades, ya eres un piloto de Fórmula 1). En ese momento miré a mi mánager y nos dimos un fuerte abrazo. «Well done, girl» (Bien hecho, chica), me dijo. Al girarme, otras manos por estrechar me esperaban. Las estreché todas, salimos de allí y me despedí de mi mánager.
Fue todo muy rápido, o yo lo recuerdo así. Parece increíble: un momento tan esperado de tu vida, y pasa en nada. Y la vida sigue. Y para los demás transcurre incluso más deprisa que para ti. Sí, porque yo estaba congelando ese momento en mi mente. Me hubiera gustado gritar, saltar, llorar, pero estaba sola y saliendo de aquella nave. Habría quedado ridícula.
Fui al parking y me metí en mi coche de alquiler. Respiré profundamente y, antes de llamar a casa, antes siquiera de llorar, hice memoria de lo que había sido mi vida, mi carrera profesional. Y sobre todo recordé los duros momentos por los que había pasado hasta llegar allí. ¡Hasta llegar a ser piloto de Fórmula 1!
Lloré y llamé: «¡¡¡Me parece increíble. Ya lo he conseguido!!! Aún no me lo creo». Seguí llorando. Hablé con todos. Les eché de menos.
¿Y qué pensé en aquel coche? Pensé en la niña que quería ser piloto de Fórmula 1. Y que después de muchos años de dedicación, esfuerzo, pasión, perseverancia… lo logró.
Aparco mi coche en el armario antes de dormir
No sé qué edad tendría cuando empecé a jugar con coches, pero las imágenes me delatan.
Cuando tenía un año estaba subida a los mandos de un Fórmula 1 para una foto familiar y ya agarraba aquel volante con fuerza. Tengo una foto de la noche de Reyes en la que me estoy subiendo a mi regalo: un coche de carreras, y necesito la mano de mi padre para tenerme en pie, así que aún no andaba muy bien.
Recuerdo que cuando mi abuelo nos llevaba al tiovivo, yo no me subía en carrozas de princesas y caballos: iba a por los coches, aunque fuesen de bomberos. Y los días de disfraces en el colegio, yo lo tenía claro: mi mono y mi casco, que era una réplica del de carreras que tenía mi padre.
Recuerdo carreras con aquellas carrocerías de plástico y a pedales, en casa y por la calle, y cuando era de noche, entonces, antes de meterme en la cama, ponía el coche en su sitio, su garaje, que era mi armario.
No es que no me gustasen las muñecas, qué va, también tenía Nancys y osos de peluche. Pero en el coche sacaba mi carácter, mi genio, mi sonrisa.
Según dicen mis padres, yo era una niña risueña y feliz. La mediana de tres hermanos con un temperamento independiente: no me hacía falta nadie para jugar. Cuentan que estaba siempre muerta de risa, y que, comparada con mi hermana Isa, que era muy buena, yo era un poco trasto, pero que era una niña sin malicia.
Recuerdo ser valiente, y por eso me partí el labio un par de veces. La primera y más sonada fue tirándome a toda velocidad por una rampa de mayores con mi bici. Mi mayor ilusión era hacer deporte, ganar a mi hermano Emi y, por supuesto, los coches.
En casa, eso de que nos gustasen los coches les parecía muy bien. Pero cuando a mis padres les hacían la pregunta de qué harían si quisiéramos ser pilotos, ellos siempre respondían con una negativa: «No, mejor otra cosa. Y si quieren ser deportistas, que sean olímpicos», decía mi padre. «El motor es un deporte en el que dependes demasiado de los demás, y encima tiene riesgo».
Olores de niñez
Nosotros, por entonces, éramos muy pequeños e íbamos a las carreras porque mi madre hacía maletas con niños incluidos, así que empezamos a conocer los circuitos, el olor a gasolina y a neumático desde que supimos andar. Y todos estos olores y escenarios se convirtieron en recuerdos de niñez: el olor a cuero nuevo, el sonido de las puertas de los coches al cerrarse, el rugido de un motor, el olor a coche de carreras…
Experimentábamos todo aquello como parte de nuestra vida, y cuando íbamos al cole era normal que el profesor nos preguntase si éramos hijos de Emilio de Villota, a lo que respondíamos encantados, porque molaba mucho que tu padre fuese piloto.
Para libros y filetes
Una pregunta muy habitual que se escuchaba en casa cuando venían familiares o amigos de mis padres era: «¿Emilio, qué quieres ser de mayor?». Emi contestaba: «Piloto de carreras», que era lo que todos aguardaban oír. Lo que no esperaban es que hubiese una respondona María que dijera: «¡¡Yo también quiero ser piloto!!». Se reían, les hacía mucha gracia.
En casa no aceptaban esa postura. «Ninguno de los dos podéis ser pilotos porque en esta casa no se correrá en coches». Menos mal que Isa ya iba cambiando de idea, porque aunque ella también lo dijo alguna vez, al ser la mayor tenía la batalla perdida. Entonces mi padre repetía una frase que a su vez le había dicho el suyo: «En esta casa habrá para libros y filetes, y se ha acabado la discusión».
Mi padre
Mi abuelo Isidro, su padre, era un hombre austero. Por eso, y por el respeto que antes tenían los hijos hacia sus mayores, mi padre nunca se atrevió a decirle nada respecto a sus comienzos en el mundo del motor. Y mucho menos a pedirle dinero.
Se puso un apodo como nombre, Alcor, y compró su primer coche de carreras, muy justito, pero de carreras, con los cachorros que vendió de su perro y un dinerillo que le dio su madrina, María de Villota, de la que he heredado su nombre.
Mi padre era el pequeño de cinco hermanos, y veía las carreras de coches, su pasión junto con la música, a través de las verjas de los circuitos. Un día me contaba que fue a la curva de un rally y los vio derrapar. En ese momento se dijo: «Quiero hacer eso, quiero aprender».
Su historia es tan carismática, tan genuina, que tendría que escribir él un libro para que os la explicase bien. Pero hay una parte que yo no os puedo dejar de revelar.
En la década de 1970, la Fórmula 1 contaba en su parrilla con equipos oficiales y privados, no como hoy en día, que solo hay equipos oficiales. Los equipos privados solían comprar los coches que los equipos oficiales desechaban, es decir, los de temporadas anteriores.
Mi padre decidió que, tras desarrollarse como piloto en España, correría en la Fórmula 1 a nivel internacional y, con la determinación que le caracteriza, se puso a buscar sponsor, que por aquel entonces era algo muy raro, y un coche.
Un día, leyendo el Autosport (revista inglesa de referencia del mundo del motor), vio que se vendía un Fórmula 1 de años anteriores. Cogió a mi madre, a su mánager y a mi tío Pablo, y se fueron a Inglaterra sin saber muy bien con lo que se encontrarían. Llegaron a un granero en medio de un gran prado verde. Entraron y preguntaron por el Fórmula 1. El inglés, dueño de aquello, les dijo: «Pues por aquí está el alerón, por allí el motor, por allá el chasis». Lo miraron con detenimiento y después de ver que parecía que había tenido un buen uso (a pesar de las condiciones de suciedad y dejadez que lo rodeaba), decidieron hacer un trato con aquel hombre: «Si el coche era capaz de arrancar y rodar en pista, lo comprarían». Y así empezó aquella increíble historia.
El resto es justo que os lo cuente él. Pero lo que os quiero transmitir es que el mundo del motor se mete en las venas por pasión, con una historia de amor detrás, y no como una telenovela de glamour y lujo perecedero.
Mi madre
Mi madre, Isabel, ha sido clave en nuestra locura automovilística. Confidente, paciente y generosa con lo que el mundo del motor le ha robado, que han sido muchas horas. Aparte de los nervios, miedos y sufrimientos que le ha dejado.
Durante muchos años, mi madre estuvo sin tener hijos, y los tres llegamos uno detrás de otro cuando dejó de asistir a las carreras de mi padre, donde puntualmente sufría desmayos de la tensión que padecía al ver a su marido competir. Recordad que en aquella época, cada temporada, una media de dos pilotos de las parrillas en las que se encontraba él perdían la vida. Era un deporte mucho más peligroso que hoy en día.
Imaginaos lo que opinaba mi madre de que cualquiera de sus hijos se dedicara a lo mismo: un rotundo ¡no! salía de su boca. Aunque, como mi padre era el que ni siquiera daba pie a la discusión, no hacía falta que ella se posicionase.
Nuestro primer kart
Una noche de Reyes tuvimos la suerte de que a Emilio Jr. le trajeran un kart. En realidad no fueron nuestros Reyes, sino los que nos pusieron unos amigos íntimos de mis padres; pero a la mañana siguiente allí estaba, en nuestro salón.
Era un kart con motor de gasolina, «¡como los de verdad!», decíamos. Y tenía una carrocería abierta, como si fuese un descapotable, con dos plazas, pintado en plata y hasta con faros de cristal. Nunca he visto, y ya tengo una edad, un coche pequeño tan bonito como aquel. Yo tendría 6 años y Emilio, 5. El resto de regalos, como es normal, perdieron protagonismo.
Nos fuimos cerca de casa, a una calle sin salida ni tráfico, a probarlo, y Emi fue el primero en tener el gusto de pilotarlo. Se subió y con mucho cuidado fue acelerando hasta alejarse. Después me tocó a mí y, como es normal, Emilio no quería compartir su kart conmigo. Le hicieron entrar en razón. Yo era un año mayor que Emi, y a esa edad la diferencia se nota considerablemente. Me subí y le di un buen acelerón. A Emi no le hizo ninguna gracia. Yo le oía gritarme. Todo iba muy bien, iba muerta de risa, eufórica, hasta que tuve que dar la vuelta y giré tan rápido que le di un golpe al faro. ¡Menudo estreno! Eso iba a dificultar que Emi quisiera compartir el kart conmigo en el futuro.
Hoy en día, cuando lo recordamos, aún nos reímos.
Tranquila pero… con carácter
Crecimos en un ambiente centrado en los estudios y rodeados de deporte. Emilio jugaba al fútbol, Isabel hacía gimnasia rítmica y a mí me gustaba el tenis, donde estaban mi pandilla e Irene, mi amiga desde entonces, que vino a verme al hospital.
Cuando hacíamos algo sobresaliente teníamos nuestra recompensa, lo más deseado: montar en kart.
Siempre he sido muy competitiva, y no me gustaba nada perder. Al principio jugaba al tenis solo porque me divertía y allí estaban mis amigos, luego empezó a convertirse en algo más importante para mí: quería hacerlo bien, lo mejor que pudiera. Entonces empecé a entrenar entre semana y a acumular cada vez más horas. Jugaba con el colegio y representando a clubes.
A la vez practicaba baloncesto. Sé lo que vais a decir, que soy bajita, y es verdad, pero no se me daba mal jugar de base. Incluso era la más joven de mi equipo, ya que me ascendieron a jugar con las chicas dos años más mayores, donde se encontraba mi hermana Isabel.
En la cancha yo era como su mascota, pero reconozco que tenía bastante mal carácter. Un día una seguidora del otro equipo no paraba de meterse con nosotras. Nos mostramos pacientes hasta el momento en que en una lucha por quitarle el balón a una competidora, esta se resbaló y se hizo una brecha. Me sentí fatal, y cuando le pedí perdón la chica de la grada me llamó hija de… Subí corriendo los peldaños y, a pesar de no ser una niña que decía palabrotas, iba dispuesta a llamarla de todo. Pero cuando la vi de cerca le grité: «Anda calla, que… ¡¡¡eres más fea!!!». Fue el peor insulto que le pude decir porque me salió del alma. Ella me dejó en paz.
Las mayores sabían que era tranquila, pero que tenía mi carácter. Cuidado conmigo.
Papá, esto no es justo
Cumplíamos años y Emi y yo seguíamos erre que erre. Y el patriarca de la familia venga a poner excusas y pegas para evitar meternos el veneno de las carreras.
«¡¿Qué tenemos que hacer para demostrarte que no es un capricho, que lo deseamos de veras?!» Mi padre decía: «Mañana tengo que ir al Cerro del Toro a correr para hacer mi footing diario (él seguía corriendo en coches, aunque a nivel nacional). Si queréis ser pilotos, os levantáis antes de la hora de ir al cole y corréis conmigo». A las 7 de la mañana nos despertaba, sin hacer mucho hincapié por si por fin abandonábamos. Emi y yo, a regañadientes, nos vestíamos y nos subíamos al coche. Cuando llegábamos al cerro, todavía de noche, los dos, desde los asientos de atrás, nos mirábamos para ver si bajábamos o nos enfadábamos con él y nos quedábamos durmiendo dentro. Él nos chinchaba: «No pasa nada, es duro, lo entiendo, quedaros durmiendo». Salíamos gruñendo la frase mítica: «Papa, esto no es justo», y nos poníamos a correr.
Justo antes de la meta esprintábamos para ganarle y él nos apretaba al máximo; no siempre nos dejaba ganar.
Quería enseñarnos que no era nada fácil.
Sacando brillo
Emi no era buen estudiante. Hasta tal punto que mis padres, desesperados, le dijeron que si aprobaba todas las asignaturas le comprarían un kart. Isabel tenía que sacar todo notables y yo todo sobresalientes, ya que nuestras medias estaban un punto por debajo.
Isa sacó notable y le regalaron una bici, yo no pude sacar todo «sobres», las mates no eran mi fuerte, y Emi aprobó todas y tuvo su recompensa: ¡¡un kart!!
Pero mi padre no sería nuestro mecánico, como solía ser el caso en aquella época cuando el karting no estaba tan profesionalizado. Debíamos ocuparnos nosotros. Así que Emi y yo hacíamos nuestras chapucillas y sobre todo le sacábamos mucho brillo, porque el kart tenía que quedar reluciente cada día después de entrenar. Así que allí nos quedábamos los dos limpiándolo con disolventes y quitagrasas, mientras que la mayoría de kartistas los guardaban y… ¡a otra cosa!
Arranco sola
La pesadilla para los padres (que irremediablemente tenían que ayudarnos) es que los karts de esa categoría no tenían botón de arranque y la única forma de ponerlos en marcha era levantándolos de detrás y, avanzando con ritmo, dejarlos caer cuando llevasen ya cierta velocidad. Las espaldas de los padres sufrían una lumbalgia casi permanente.
Los pilotos más fuertes aprendían a arrancar solos el kart levantándolo ellos mismos y subiéndose mientras se ponía en marcha. Pero yo no tenía suficiente fuerza, y me sentaba fatal cuando me tenían que arrancar otros, como mi hermano Emilio.
Un día de lluvia, recuerdo que estaba haciendo varios trompos por lo delicada que estaba la pista y el poco agarre de los neumáticos que había escogido para hacerme el entrenamiento más difícil. Harta de esperar bajo el agua a que me arrancasen, decidí intentarlo sola. Dejé un poco acelerado el kart para ayudarme, lo levanté ligeramente de detrás (unos 50 kg), corrí al lado y, cuando el kart arrancó, salió disparado antes de que yo pudiera sentarme encima. Se estrelló contra una montaña de arena que había a la salida de una curva.
Desde ese día logré arrancarlo yo sola alguna vez y, según el cansancio que tuviese, hasta más veces, sobre todo… ¡si la pista estaba cuesta abajo!
Enseñanzas a cambio de trabajo
En 1980 mi padre había fundado la primera Escuela de Pilotos en España. Por allí han pasado los mejores de nuestro país, desde Carlos Sainz hasta Pedro Martínez de la Rosa, sin olvidar a los hermanos Gené, Marc y Jordi, y Fernando Alonso, que realizó allí uno de sus primeros test en Fórmulas.
Los días que había cursos fuera del horario escolar Isa, Emi y yo íbamos a ayudar a cambio de un premio por nuestro trabajo: enseñanzas por parte de los monitores. Consistían en darnos alguna vuelta al trazado del Circuito del Jarama, explicarnos la técnica de trazar curvas y, más adelante, cuando llegamos a los pedales con 14 años, a conducir. Aunque esta parte no era tan emocionante como os imagináis, porque recuerdo que los primeros días me ponían el coche entre dos grandes bidones de residuos del circuito y tenía que sacarlo de allí sin moverlos. Con la poca sensibilidad que tenía al principio con el embrague, se me hacía pesadísimo.
Pero aprendía, y me lo tomaba muy en serio.
Recuerdo un día en el que mi tarea era contar las vueltas de los coches que había en pista y sacarles la bandera para que entrasen en boxes al completar un número determinado de vueltas. Era algo que solía hacer a menudo, pero ese día se puso a llover, bueno, más bien a jarrear, y Pepe, el mecánico jefe, me decía: «María, métete que vas a coger un resfriado». Yo no quería, no fuera a ser que no tuviese mi formación como premio. El boli ya no pintaba y tenía que hacer agujeritos en el papel para llevar la cuenta. Después de un buen rato y tras percatarse Pepe de que no iba a entrar a resguardarme, salió con un casco en la mano: «Póntelo, anda. Al menos no te mojarás tanto», me dijo.
Persigo la vuelta perfecta
Acudí a todos los cursos que pude con la premisa de que al llegar a los pedales del Fórmula Fiesta me dejarían pilotarlo (y cumpliendo con las notas del colegio, claro).
Por fin llegó el gran día.
Al principio iba muy despacio, pero las evaluaciones de los monitores en cada curva eran buenas. Era muy perfeccionista y no aumentaba la velocidad hasta que sentía que dominaba la técnica. Cada vez iba más rápido, aunque lo más importante para mí, mi aspiración, era que todos me pusieran un OK en la curva que examinaban, lo que significaba que lo habías hecho muy bien en cada sitio del trazado. Si lo lograbas, te aplaudían.
Perseguía ese aplauso en cada curso, no era nada fácil hacer una vuelta perfecta.
Mi primera carrera
Cumplí los 16 años y solo había podido participar en alguna carrera de karting sin importancia, de amigos, y en entrenamientos durante el fin de semana.
A mi padre le habían invitado a correr una carrera de karting con expilotos de Fórmula 1 en Cuba (para promocionar allí el deporte del motor), y la organizaba su amigo Fulvio Ballabio. Isa y yo fuimos con mis padres.
La carrera era urbana, por el Malecón a pie de mar, y la expectación, muy alta: mucha gente deseando ver a pilotos como Arturo Merzario, Clay Regazzoni, René Arnoux, etc.
Habría también una carrera telonera en la que correrían pilotos cubanos con otros de La Filière (pilotos becados en un programa francés de jóvenes promesas).
Yo me moría de ganas de correr allí y le insistía a Fulvio para que convenciese a mi padre de que me dejase participar en la carrera telonera con su mismo kart. Cuando ya le tenía casi persuadido, mi padre agotó su último cartucho: «¡Si no tienes ni mono ni casco!». «Pues me dejas el tuyo», le dije yo.
Unos minutos más tarde estaba preparada para correr, si se puede decir así. La foto era graciosa: llevaba el mono de mi padre, que mide 1,80 metros frente a mis 1,63, sin hablar de lo ancho que me quedaba. En el casco metí una camiseta para que pudiese hacer bulto y me permitiese ver a través de la visera, y también pasar desapercibida por el control de seguridad técnico.
Recuerdo hacer los entrenamientos oficiales feliz, como si me hubiese tocado la lotería, pero muy concentrada para hacerlo bien, ya que por fin había tenido mi oportunidad, después de tantos entrenamientos sin ninguna carrera en la que poder medirme.
Al terminar los entrenamientos oficiales (que determinan la posición que ocupa cada uno en parrilla para la carrera) bajé de mi kart y, como esperaba que mi tiempo fuese modestito, me dirigí hacia el final de la línea de salida. Pero menuda sorpresa me llevé cuando mis mecánicos me dijeron: «¡¡¡Nos dicen que llevemos el kart a la primera fila!!! Has hecho el mejor tiempo».
Mi padre se quedó de piedra y mi madre, asustada de ver a tanto kartista cubano confundido por quedar detrás de una mujer.
No estaba nerviosa, no tenía presión. Solo quería disfrutar.
Con el semáforo verde, salí lo más rápido que pude y lideré la carrera hasta ganarla. Fue un subidón, un alivio, una demostración para mi padre y sus colegas, y también allí en Cuba, de que una mujer podía correr en igualdad de condiciones y luchar por ganar su posición. En un circuito o en la vida.
En la segunda carrera yo salía primera, ya que ocupabas posición según los resultados de la primera carrera. Pero esta fue más dura. Disputé la carrera con otros pilotos y, yendo primera, a falta de una vuelta para terminar, me echaron del circuito bruscamente.
Empezaba mi lucha en este mundo aún muy de hombres.
Cuando llegué a Madrid estaba más cerca de poder convencer a mi padre, ya que Fulvio, después de lo que pasó en Cuba, le dijo que tenía talento, que debía apoyarme.
Así fue como Emilio y yo conseguimos correr en más carreras del Campeonato Master Car por Europa.
Queríamos más
Correr por Europa en karts estuvo muy bien y fue un gran paso hacia delante en la lucha que manteníamos para que nuestro padre accediera a dejarnos competir.
Pero queríamos más. Y nuestra oportunidad se presentó por sorpresa.
Un día Emi entró en casa con dos folletos. Se buscaban jóvenes pilotos en España para un programa deportivo muy ambicioso patrocinado por Movistar. Se les prepararía para llegar a la Fórmula 1. Tenía una pinta increíble. Los seleccionados empezarían a disputar el Campeonato de España de Fórmula Toyota, que era la categoría base para correr en Fórmulas de competición.
Emi y yo estábamos alucinados con aquella oportunidad, no porque pensásemos que nos fueran a escoger, sino porque cada día que superásemos las pruebas, sería para nosotros un día más haciendo lo que nos gustaba. Le dije a Emi: «¡Tenemos que apuntarnos!». Y él me respondió: «Ya lo he hecho. He rellenado tu inscripción y la mía».
Valoro mucho lo que hizo mi hermano ese día: no era fácil tener que soportar comparaciones entre ambos todo el día. Sobre todo porque a él lo comparaban con una chica, su hermana, y todos esperaban que me batiese siempre. Y eso yo no se lo ponía nada fácil.
Le comunicamos a mi padre que nos habíamos presentado a esta prueba y dijo que le habían llamado para que formara parte del jurado, pero que al estar nosotros no lo podía aceptar.
El primer día de pruebas eliminatorias nos presentamos 2.500 jóvenes que soñábamos con ser pilotos de Fórmulas y tuvimos el primer enfrentamiento contra el crono en una pista de karts que se encuentra en la N-I de Madrid. Esta primera etapa duró varios días, ya que éramos muchos. No vi a ninguna otra chica.
Pasamos. El siguiente reto sería en el Circuito del Jarama, en coches normales.
Emilio y yo estábamos encantados de tener otro día de motor, aunque estábamos más nerviosos porque el número se había reducido a menos de 50 aspirantes y veíamos el sueño más próximo.
Hicimos la prueba en el trazado del circuito madrileño y lo más duro fue conducir el coche manejando el cambio bien, ya que ninguno de los dos teníamos carné de conducir y la prueba era cada vez más exigente.
Terminado el día, nombraron a los 5 seleccionados para correr el Campeonato de España. Yo era uno de ellos. Aunque como piloto reserva, porque el campeón de España de karting de ese año tenía más palmarés que yo y sería titular.
Entré a formar parte de la mejor escudería española en esos momentos gracias a aquella inscripción que hizo mi hermano.
Emilio se quedó a las puertas; lo hizo muy bien, pero en esa época una diferencia de un año de edad se notaba. Eso no era justo. Así que Emilio encontró un sponsor con la ayuda de mi padre y sería mi contrincante ese mismo año.
Soy piloto reserva de Fórmulas
¡No me podía creer que finalmente fuera piloto de Fórmulas!
Estaba eufórica porque, aunque fuese piloto reserva, haría los entrenamientos de toda la pretemporada. Estaba realmente feliz.
El programa era muy completo. Nos hicieron un reconocimiento físico y nos daban clases de mecánica, comunicación hacia los medios y sponsors y nos concentraban en los circuitos con los pilotos de las categorías superiores, los que ocupaban los escalones a los que nosotros aspiraríamos. Aprendí mucho.
Dentro del circuito había mucha seriedad, pero al salir pasábamos momentos muy divertidos, era como si estuviésemos de campamento de verano: guerras de agua, pringar a tus compañeros/contrincantes con pasta de dientes mientras dormían, vaciar extintores…
En pista era diferente. La competitividad entre nosotros era tremenda porque siempre te medían con tus compañeros. Y sabíamos que al año siguiente solo dos continuarían su formación con todos aquellos medios.
La pretemporada, que abarca hasta el comienzo del campeonato en abril, llegaba a su fin. Yo deseaba con todas mis fuerzas que tuviese que sustituir a alguno de mis compañeros, por nada grave, una indigestión… Pero que fuese yo quien disputase todo el campeonato, que sería hasta noviembre con diez fines de semana de carreras.
Voy a la guerra
Llegamos a uno de los últimos test del año y mi compañero de equipo, Pablo Alfaro, sufrió un golpe muy fuerte con rotura de tibia y peroné que le impidió seguir corriendo ese año. La piloto reserva, es decir, yo, entraría en su lugar.
Visité a Pablo varios días en el hospital, me sentía fatal porque había deseado tanto que pasara algo que no pude evitar sentirme culpable.
Me dieron mi primer mono para correr el Campeonato de España de Fórmula 1.300 y me fui a la guerra.
Éramos los Fórmulas más envidiados de la parrilla, ya que nuestra escudería era la que contaba con más proyección, y se hacía notar: nuestra equipación era preciosa, los coches diseñados con todo detalle, ingenieros, instructores, no nos faltaba de nada. Claro que en pista, las cosas no eran tan fáciles, éramos el rival a batir, todos querían ocupar nuestro puesto.
Recuerdo hacer un esfuerzo tremendo ese año por estar a la altura, pero me faltaba mucha información, experiencia. Yo preguntaba mucho, pero de saber lo que tienes que hacer a llevarlo a la práctica ya es otra cosa.
Chaval, ¿cómo te llamas?
Llegamos para competir al Circuito de Barcelona. Estábamos a mitad de temporada y yo no iba bien clasificada.
Tenía una curva muy rápida atragantada, allí era donde mis compañeros me sacaban gran parte de la diferencia en el cronómetro. Le pregunté a Dani, nuestro mejor piloto, cómo la pasaba: «Cuarta marcha a fondo», me dijo él, «se va muy justo». Así lo hice: a fondo. Terminé contra el muro que asomaba a la salida de esa curva con un brazo y una pierna rotos, lo que me alejaría de terminar la temporada. ¡Menudo trastazo me di!
Mi hermana, mi padre y mi amigo Antonio García, uno de los mejores pilotos españoles de todos los tiempos, llegaron allí de inmediato porque me vieron golpearme de lejos.
Mientras me subían a la ambulancia con el casco aún puesto me entró sueño, y un enfermero me levantó la visera y me gritó: «¡No te duermas. Estás siendo muy valiente, chaval! ¿Cómo te llamas?». «María», dije yo. «¡¿Cómo?!», se quedó de piedra.
En el mismo equipo que Emilio
Esa temporada se acabó para mí, y también formar parte de la escudería Movistar. Unos años más tarde, el proyecto de Movistar también se interrumpiría.
Me sentí decepcionada. Yo lo había intentado. Pero las cosas no salieron como yo quería. Además, pasé de ser la niña bonita a que se olvidaran de mí. ¿Cómo podían decirte de un año para otro que ya habían cambiado de idea sobre lo que podrías llegar a ser en el futuro? ¡Iba a demostrarles que se equivocaban!
Tengo que reconocer que utilicé mi accidente para seguir en el monoplaza. «Si no me vuelvo a subir me quedaré con un trauma», le dije a mi padre para convencerle.
Así que corrí una carrera del campeonato regional, menos importante, y la gané en mi categoría. Fue así como al siguiente año disputaría la misma categoría formando parte de Teyco, que era donde pilotaba mi hermano Emilio.
El tenis para mí ya era historia, tan solo me centraba en la gasolina.
En el mundillo del motor creó cierta expectación que los dos hijos de Villota estuvieran corriendo. Y las comparaciones entre los dos hermanos eran constantes, lo que aumentó nuestra rivalidad.
Comenzamos nuestra segunda temporada en el Campeonato de España formando equipo los dos hermanos. Ese año fue muy duro porque Emilio y yo tuvimos muchas disputas en pista y luego nos llevábamos los enfados a casa.
Recuerdo muchos viajes de vuelta cada uno sentado en una ventana del coche, con mi hermana Isa en medio para poner paz, mientras mi padre no nos dirigía la palabra después de ver el espectáculo que daban sus hijos en pista chocándose entre sí.
También pasamos momentos divertidos, y esos nos los procuró, en gran parte, ir con los medios justos para competir. Si rompíamos una mangueta, no se cambiaba, se soldaba, nosotros mismos vinilábamos parte de nuestro coche, ayudábamos a cargar… Eso hizo que hubiera un ambiente especial en el box.
Recuerdo una noche en el Circuito de Jerez: estábamos trabajando en el Fórmula y necesitábamos construir un nuevo acelerador más ancho. No teníamos material para hacerlo y se nos encendió la bombilla. Para acceder a la pista había una rampa de metal para evitar que los Fórmulas tocasen el suelo o se quedasen empanzados. Fuimos allí y nuestro mecánico partió un trozo con forma de acelerador. Cada vez que nos tocaba entrar en pista y veíamos el agujero que dejamos, nos partíamos de risa.
Ese año nuestro principal competidor fue Movistar. Ellos lo tenían todo, y nosotros apenas lo justo, pero en la carrera del Jarama logré ganarles e hice mi primer pódium en esa categoría. Saboreé la venganza en plato frío, como solíamos decir mi hermano y yo en broma.
Escudar a Emilio
En el año 2000 me proclamaría subcampeona de España de la Fórmula Toyota con el equipo Meycom. Ganó Juan Antonio del Pino, que era mi compañero.
En la última carrera del año, en la que yo ya no podía hacer más que quedar subcampeona, deseé haber sido compañera de equipo de mi hermano Emilio y haberle podido escudar para haber subido los dos al pódium.
Es de las únicas cosas que dejo pendientes del mundillo del motor.
Fórmula 3
Ascendí de categoría, a la Fórmula 3, y mi relación con mis amigos se hizo más lejana.
Solo veía coches, carreras, entrenaba en el gimnasio cada vez más intensamente y estudiaba INEF para poder aprender sobre mi preparación física como piloto, ya que si quería llegar a la Fórmula 1, ese sería mi talón de Aquiles.
Mis amigas, Carmen y Paloma, me pasaban sus apuntes y me presenté a muchos exámenes casi obligada por ellas, ya que en ocasiones no me daba tiempo de estudiarlos como debía. En INEF los alumnos son conocidos casi por los deportes que practican, como mi amiga Carmen, que para todos era la marchadora. Yo no hacía mucha referencia a los coches porque me daba un poco de vergüenza al ser un deporte elitista, pero al final acabé siendo «María, la de los coches».
En mi primera temporada en Fórmula 3, apenas entrené un día entero. Conforme subes de categoría se hace más difícil entrenar, puesto que los presupuestos que te exigen para competir son más elevados.
Existe la idea de que tú corres con el dinero de las escuderías, pero no es así hasta que te conviertes en uno de los mejores pilotos del mundo. Incluso en la Fórmula 1, muchos de los pilotos tienen que proporcionar sus patrocinadores.
Así que yo tenía que aportar mis patrocinadores y para ello me tiraba horas frente al ordenador preparando propuestas de patrocinio y visitando a conocidos, o conocidos de amigos, para intentar encontrar el apoyo necesario para seguir corriendo.
Mi primera temporada pasó desapercibida y en la segunda ya lo hice mejor.
La Miss, la piloto y… mi madre
Cada vez que llegaba al circuito me abstraía, flotaba, me concentraba. Era como si me encontrase buceando en una piscina donde no se oye nada.
Una vez, en ese estado de concentración en el Circuito de Cheste, llegaron de la organización a mi box (zona donde se encuentra la escudería) y me dijeron que al terminar la carrera querían hacerme unas fotos con una Miss que estaba allí para promocionar la carrera. Yo asentí sin hacer mucho caso y escuché a mi madre decir: «Pero, hombre, es verano, María va a terminar la carrera despeinada y sudada, ¿no se puede hacer antes?».
Mientras estaba dando la vuelta hacia la parrilla de salida, noté que algo me pinchaba en el bolsillo de mi mono, pero ya estaba atada y lista para el semáforo verde. Me molestaba bastante. «¡¿Qué tendré ahí?!» pensaba.
Comenzó la carrera y me olvidé de ello. Pero al terminar, nada más quitarme el casco, metí la mano en mi bolsillo y con todo mi asombro vi que había llevado… ¡un peine! Mi madre desde lejos me hacía gestos con la mano: ¡me estaba diciendo que me peinase! No me lo podía creer. Me partí de la risa.
Puede que yo no sea tan coqueta como mi madre, pero la verdad es que mi mundo, mi pasión, me absorbía tanto que se me olvidaba hasta comer.
No voy a rellenar la parrilla de nadie
Al final de mi segunda temporada de Fórmula 3 me devoraba la idea de no haber podido batir en ningún momento a mi compañero, Borja García, un piloto con mucho talento. Yo, ese año, había puesto toda la carne en el asador, y me sentía estancada.
Me costaba mucho correr, asumía mucha responsabilidad con los patrocinadores que creían en mí y, a diferencia de otros pilotos, yo seguía llevando el peso de mis carreras, no mi padre o un mánager.
La temporada había terminado y le hice una petición muy importante a mi jefe de equipo: le dije que quería probar el Fórmula 3 de Borja porque necesitaba saber si su coche iba mejor que el mío. Él me aseguraba que eran iguales.
Si el coche de Borja no iba mejor que el mío, entonces dejaría los coches. Yo no quería estar allí para hacer la parrilla de nadie. Quería estar para evolucionar y ganar.
Hay veces que salen coches mejores que otros; no es algo deliberado, pero los chasis o los motores pueden tener diferencias mínimas que inciden en los resultados en pista.
Domingo me dijo que si Borja asentía me dejaría. Borja, y esto se lo agradeceré siempre, estuvo de acuerdo. Él probaría mi coche y yo el suyo. Sería en el Circuito de Valencia.
Ese día me desperté y por un momento sentí que no quería hacer esa prueba: si no mejoraba mi tiempo con el coche de Borja estaba ya dispuesta a reconocer que había llegado a mi límite, y si era así me despediría de mi mundo, mi pasión.
Salimos a pista y dimos poco más de 10 vueltas. Yo hice mi récord personal y Borja fue más despacio con mi coche. ¡Menudo alivio!
Merecía seguir persiguiendo mi sueño porque me había demostrado a mí misma que no estaba estancada. El año siguiente continuaría luchando. Ese día me sirvió para reforzarme, para no perder la confianza que durante ese año, por el coche, flaqueó.
La siguiente temporada correría con el mejor equipo sobre el papel. Iría a por todas.
Me quito la escayola para seguir en la carrera
La primera clasificación de la siguiente temporada fue la mejor: hice tercero en los entrenamientos oficiales a unas milésimas de Borja García y Manuel Gião, piloto que se disputó con Fernando Alonso la Fórmula Nissan.
Ese iba a ser mi año. Había conseguido fichar por la escudería con mejores resultados y solo desayunaba, comía y merendaba coches.
La temporada no fue como yo esperaba. Un accidente en un lance de carrera terminó con una operación en mi mano izquierda. Disputé la última carrera del año quitándome la escayola y con mucho dolor para que no subieran a nadie en mi coche.
Solo mi ingeniero, conocido por todos como Papí, sabe lo que sufrí ese fin de semana. Él sabía que no me subía la visera para comunicarme con él porque no quería que nadie me viese llorar.
Mujer en la pista, mujer en el box
A menudo me preguntan si es difícil ser mujer en el mundo del motor. Para mí, si hago balance de mi carrera deportiva, ha sido mucho más difícil fuera de la pista que dentro.
Me explico. En la pista yo he sabido defenderme sola. Sí, siento que muchas veces hay pilotos que han luchado conmigo por una posición mucho más de lo que la hubieran peleado con un hombre. Sí, también sé que me podrían haber ahorrado algunos accidentes. Pero yo tenía herramientas para luchar por mi sitio. Con el casco y subidos en un coche, teníamos las mismas oportunidades.
Sin embargo, el trabajo dentro del box es más difícil. Un piloto tiene que ser líder de su equipo y sentirse así dentro de él. Si todo tu entorno te ve con otros ojos, la química para ganar no se dará. Y esta es la parte más difícil. Poder liderar y lidiar con un grupo de hombres que no cree en ti, ya que probablemente piensa: «Y esta rubita, ¿qué va a hacer aquí?». Y cuando, gracias al crono y a tu carácter, consigues cambiarlo y logras esa chispa, entonces cambias de categoría.
Y otra vez empiezas de cero.
Empiezo a correr en Europa
Logré mi primer pódium en la Fórmula 3, y fui la primera mujer en conseguirlo en España, en 2004.
Ese mismo año corrí las 24 Horas de Daytona, una de las carreras que más he disfrutado de toda mi vida y en la que nos clasificamos, con mi compañero y amigo Luis Monzón, novenos de nuestra categoría. Allí, en Daytona, él intentaba convencerme de que dejara los Fórmulas para continuar mi carrera deportiva en los GT (Grandes Turismos como Ferrari, Porsche, Aston Martin, etc.), ya que era más fácil encontrar apoyos y contratos dignos como profesional con los fabricantes.
Pero yo seguía empeñada en seguir pilotando Fórmulas, ya que la sensación que tenía al pilotarlos era diferente: más primaria, más bonita, más pura. Sin embargo, mi temporada en la Fórmula 3 iba muy justa de patrocinio.
El automovilismo español no era lo que es hoy gracias a Fernando, Pedro, Marc, Jaime (Alonso, De la Rosa, Gené y Alguersuari), y costaba mucho tener difusión y seguir adelante.
Entonces me pasó algo totalmente inesperado y que ha ocurrido en distintos momentos de mi carrera deportiva. Y es que en los momentos en que me veía más al borde del precipicio —o, más bien, lo que yo sentía entonces que era el precipicio, que no era otra cosa que dejar de correr—, me surgía una oportunidad inesperada.
Estaba con mi novio, que se convirtió en mi marido más adelante, y recibí una llamada de fuera. Alguien preguntó por mí al otro lado del teléfono, hablaba inglés, pero se notaba que no era su lengua nativa; era austríaco y se llamaba Karl. «María, te hemos visto en Daytona, queremos que corras con nosotros en la Ferrari Challenge Europa, vente para acá que tenemos una buena propuesta».
Me dio mucha pena dejar la Fórmula 3, sentí que no había podido rematar, pero necesitaba seguir corriendo, y en Europa y con este nuevo contrato mis futuras temporadas estaban aseguradas.
Nacho, ya entonces mi marido, me acompañó a algunas carreras, pero los test de temporada, donde estaba sola, se me hacían bastante duros hasta llegar a los circuitos europeos, donde sí que me sentía como en casa.
Nunca me ha gustado estar sola, y menos viajar sola. Recuerdo varias veces conduciendo de noche por Europa para llegar al hotel más cercano al circuito donde trabajaría y vivirlo con bastante angustia.
Una vez, camino del Circuito de Monza y por un retraso de mi vuelo, se me echó la noche encima y me quedé sin batería en el móvil. Hace diez años no tenía navegador y las gasolineras estaban cerradas. Llegué a la puerta del circuito italiano y sentí miedo al no tener adónde ir. Aparqué el coche y cerré los pestillos dispuesta a dormir allí. Media hora más tarde, sin poder conciliar el sueño, probé a encender mi móvil y funcionó. Llamé al hotel y me indicaron cómo llegar. Estaba cerca, menos mal.
Siento el rechazo por ser mujer
La siguiente temporada repetiría con la escudería austríaca, y mi compañero de equipo evitaría que me subiese al pódium en el Circuito de Spa tras luchar ambos por una posición que, finalmente, no conseguiría ninguno.
Me resarcí haciendo la pole en Monza. Entre todos los ferraristas conseguí la pole (el mejor tiempo en clasificación) en las finales mundiales disputadas en Mugello, y fui, otra vez, la única chica.
Me dio un empujón de confianza y saboreé cierta venganza, puesto que recuerdo que uno de mis contrincantes, después de hacerme una maniobra sucia en carrera, me dijo: «Eres rápida, pero aún tienes que aprender de mí». Ese día, desde su coche, solamente vería la parte trasera de mi Ferrari.
El año en el que sin duda he sentido más el rechazo por ser mujer fue el siguiente, cuando corrí el Campeonato Alemán de Turismos. Recuerdo que cuando entré a la primera reunión de seguridad de pilotos, todos estaban muy contentos por tener una mujer, y española, en la parrilla.
Las primeras carreras me clasificaba un poco más atrás. Me sonreían y eran agradables.
Pero cuando empecé a visitar el pódium, la españolita ya no les hacía tanta gracia. Su actitud cambió hacia mí, y solo los pilotos con más confianza en ellos mismos no me veían como una amenaza.
Mi propia escudería, Maurer Motorsport, me cogió respeto en cuanto llegaron los resultados, pero esa temporada aprendí algo importante para conseguirlo.
En una carrera en el Circuito de A1-Ring tuve que retirarme por la misma avería que nos había surgido en la prueba anterior. Se acercaba el final del campeonato, necesitábamos sumar puntos para conseguir la segunda posición en la clasificación general y no podíamos regalarlos repitiendo fallos.
Llegué furiosa al box, algo que no es muy habitual en mí, ya que me gusta transmitir buen rollo en el trabajo. Ese día cerré las puertas de un portazo y, muy seria, les dije a mecánicos e ingenieros que no me importaba perder puntos por cosas inesperadas, pero que si íbamos a fallar en lo que ya sabíamos que podíamos fallar, no estábamos dándolo todo. Y yo en la pista sí que lo estaba dando. Me fui del box como no me habían visto nunca.
Unos días después, mi ingeniero, Peter, uno de los mejores ingenieros que he tenido nunca, me dijo: «Me gustó que dieses ese portazo, María. Es una parte como piloto que no debes perder. A veces eres demasiado buena».
De rabia, me saca de la pista
En la última carrera de la temporada hice el mejor tiempo de clasificación bajo una lluvia intensa. Un piloto que iba quinto en el campeonato y al que saqué ese día más de un segundo dijo que yo le había impedido a propósito que él realizase su vuelta rápida. Yo no me jugaba nada con él, iba segunda del campeonato. Le picaba tanto que le ganase, que fuese mejor que él, que hasta puso una reclamación a mi coche para que fuera revisado. Mi coche estaba en regla y él, de la rabia que tenía, me dijo que si me encontraba en la carrera me echaría de la pista.
El día de la prueba me jugaba mi posición contra un BMW y me encontré de nuevo con mi amigo el machista cuando faltaba solo una vuelta. Me iba a proclamar subcampeona. Le adelanté pero me empotró en la siguiente curva y dejó también su coche seriamente dañado. Perdí la segunda posición y quedé tercera de la clasificación general.
Bajé del coche y quería pegarle, tenía sangre en la boca al morderme del impacto por detrás. ¡Qué estúpido! Mi coche estaba destrozado. Nunca le volví a ver. No fui a la entrega de premios a recoger mi trofeo. No le daría el gusto de verme tercera.
Espero que hoy lo haya superado. Puede haber mujeres que sean mejores piloto que él.
De Alemania, al final, me llevé un buen aprendizaje para la puesta a punto de un coche, mucha lucha de cuerpo a cuerpo que me forjó en pista y, respecto al idioma, poco os puedo decir, porque el dialecto de mi equipo era imposible, así que aprendí a decir lo mínimo para sobrevivir: hola, adiós, piloto, todo bien y filete (y ni siquiera sé cómo se escriben).
Stop and Go
En 2008 me separaría de Nacho. María seguía siendo coches y él tenía otros objetivos. No nos entendimos. Yo seguía absorta en mi mundo y cada vez estábamos más alejados. Duré poco. Fue un Stop and Go. Los dos sabíamos que nuestro futuro tenía caminos diferentes.
Entrenar, correr, viajar
Llegaron unos años deportivamente duros. Corrí para un equipo italiano de Ferrari en el Campeonato de España y me embarqué en un proyecto con Chevrolet que no fue lo que esperábamos. Me mudé a un loft en Madrid y mi vida era entrenar, correr, viajar.
Un día, en el Circuito de Cheste, tenía que correr en el nuevo V8[3] que estaban desarrollando para mí. Rompimos motor en los primeros entrenamientos y el fin de semana se acababa para mí. Estaba tensa. El año no iba bien. Y esa noche sentí un pinchazo en mi cuello. Pasé la noche en vela y a la mañana siguiente tuvieron que inyectarme un calmante para poder levantarme de la cama. Tenía una pequeña hernia cervical, probablemente producida durante alguna carrera anterior y que hasta ese día, en el que yo temí de nuevo por mi futuro deportivo, no se había manifestado con dolor.
Me convencieron para correr la carrera de la Fórmula 3000 en el Circuito de Spa. Ese coche es uno de los más exigentes que he conducido en mi vida. Corrí junto a Pastor Maldonado con un dolor de cuello agudo y un cansancio tremendo por la dureza del circuito. Recuerdo que en la curva de Eau Rouge, que es una curva preciosa y una de las más bonitas de todos los circuitos del mundo, me tiraba tanto el cuello por la velocidad y los G laterales[4] que se me abría la boca.
Después de terminar séptima dije: «Esto no me vuelve a pasar a mí». Empecé a aumentar mis horas de gimnasio, de dos a cuatro aproximadamente, y a trabajar más de cerca con los fisios para evitar lesiones.
Con el Atlético de Madrid
Y, como os decía antes, en otro momento crítico de mi futuro deportivo la vida me dio otra oportunidad.
En España se estaba promocionando un nuevo campeonato llamado Superleague Fórmula. En esa competición no había escuderías, sino equipos de fútbol. Los pilotos que formaban parte de su parrilla eran seleccionados por el organizador del campeonato y las condiciones para correr eran muy buenas. Pero lo mejor, para mí, era el pepinazo que montaba aquel pesado chasis con un V12 de 750 caballos que sonaba como los ángeles.
Fue el piloto Andy Soucek quien propició que me hicieran una prueba. Y me cogieron para correr el campeonato bajo los colores del Atlético de Madrid, ¡mi equipo! No me podía ir mejor.
Tantas horas de gimnasio hicieron que me ensanchara, me hice más fuerte. Pero incluso con tanto entrenamiento las carreras de la Superleague se hacían muy duras, no solo para mí, sino para todos los pilotos, ya que, a diferencia del Fórmula 1, este coche no tenía dirección asistida y eso lo hacía muy duro de conducir.
Corrí la temporada meticulosamente tratada por varios fisios y un coach, Ángel Burgueño, que me ayudaría a sacar lo mejor de mí dentro del coche.
No os podéis imaginar lo duro que era. Recuerdo que Ángel, piloto muy considerado del mundo del motor, le dijo al organizador que si era una broma, ya que un día al probar a mover la dirección se quedó asustado de lo dura que era.
En una de las carreras más exigentes del año, en el Circuito de Portimão, luchaba por hacer todas las vueltas a fondo, de la curva de entrada a la recta principal. Me costaba tanto sujetar el volante, por su dureza y mi cuello dolorido, que empecé a ayudarme apoyando el brazo en el chasis para hacer palanca. Terminé la carrera y, unas horas después, me asusté al ver cómo todo mi brazo se había hinchado y se había puesto morado. Dentro del coche no sufría tanto, no me daba cuenta. Solo quería correr.
La carrera de la Superleague que más disfruté, sin duda, fue la del Circuito del Jarama. Corría en casa y muchos amigos vinieron a verme.
De las dos finales que teníamos, la primera no me fue bien por un problema de frenos. Recuerdo estar en la parrilla y ver a mi mecánico inglés gritar: «¡¡Fuego, fuego!!». Los frenos ardían literalmente y mi ingeniero me dijo: «Si quieres, corre. Pero no sabemos si vas a tener frenos». Consulté a Ángel qué hacer y recuerdo que me reía porque la situación era tan grotesca: yo en Madrid, con los colores del Atleti, y… los frenos ardiendo; no me salió otra frase que: «¡Vaya tela!». Y ahora nos reímos cada vez que lo recordamos.
La segunda final fue muy bien, quedé séptima en una carrera muy difícil con Giorgio Pantano, vencedor de la GP2 de ese año. Lo celebré con todos mis amigos como si hubiese ganado un Mundial.
La mejor clasificación que lograría en la categoría sería cuarta en el Circuito de Nürburgring y sexta en Magny-Cours.
Pero, tras estas temporadas de tanto esfuerzo físico, técnico y entrega al cien por cien, más que una clasificación yo había ganado una certeza: estaba convencida de que estaba preparada para pilotar un Fórmula 1.
Que lo diga el crono
Llegué a un acuerdo con un mánager en 2011 y me dio la oportunidad de poder reunirnos con Bernie Ecclestone en el Gran Premio de Valencia de esa temporada.
Me enfrenté al camión de Ecclestone sabiendo que solo tendría esa oportunidad para comunicarle mi intención y que sería uno de los momentos que recordaría toda mi vida, ya que podía situarme más cerca del sueño que había acariciado durante mis 30 años: pilotar un Fórmula 1.
Esperaba en el exterior a la hora citada y la puerta de su camión se abrió como por arte de magia. Por dentro era elegante, sobrio. No se escuchaba el ruido de fuera.
Bernie me preguntó con voz baja qué quería. Le respondí que quería pilotar en la Fórmula 1. Después de una pausa de segundos que a mí me parecieron minutos, me preguntó si estaba preparada. En ese momento sabía que mi respuesta debía convencerle. Pensé que un «Sí» rotundo saldría de mi boca, pero quizá todo lo que tenía de rotundo lo tendría de simple o insuficiente. Entonces le contesté: «Sí, estoy preparada, pero quien debe decirlo es un cronómetro. El cronómetro no entiende de sexo». Reflexionó unos instantes e hizo una llamada de teléfono. Llamó a Eric Bullier, persona al mando del equipo Lotus Renault, y dijo: «Te avisaremos, estate preparada, pero vamos a llevar esto en low profile, es decir, que nadie se entere».
Al salir de aquel camión me costó digerir lo que había pasado. ¿Era verdad? ¿Me subiría a un Fórmula 1? ¿A quién se lo podría decir? Celebré con mi mánager la noticia y nos pusimos manos a la obra.
No sabía cuándo llamarían. Programamos varios test en GP2[5] para estar en forma y durante un mes trabajé con un entrenador, Gerry Convy, que había preparado a otros pilotos de Fórmula 1 como Hamilton, Montoya, Paul di Resta, para que me curtiese de cara al test y a las pruebas físicas previas que me haría el equipo de Fórmula 1.
Parecía que estaba en otro mundo. No pensaba en otra cosa. Mi casa estaba llena de dibujos, de apuntes, anotaciones de detalles que memorizaba de cara a mi entrenamiento y al test. En el gimnasio doblaba las sesiones: mañana y tarde, y cuidaba mi nutrición de una forma muy meticulosa.
El secreto eres tú
Finalmente la primera coordenada: visita al equipo de LRGP[6] para las pruebas físicas y de asiento. ¡Qué ganas! Quería estar ya allí. Aunque… hubiese deseado ir sola: la tensión que se respiraba en mi entorno por mi mánager era casi insoportable, sus exigencias eran cada vez más intensas y a mí me costaba encontrar espacio para saborear todo aquello. Solo encontraba el alivio y la tranquilidad cuando me subía a un coche, o en mi familia y amigos. Pero ellos no sabían qué me pasaba.
Una de las noches, en vela por la presión a la que estaba sometida, mi padre me descubrió entre lágrimas y me dijo: «María, no tienes que hacer nada que no sepas. El secreto eres tú». Esa frase, que ha sido mi fuerza en momentos de flaqueza, aquella vez me parecía insuficiente. Había que tomar decisiones difíciles, y no quería comentarlas con él para intentar quitarle hierro.
Alrededor de la Fórmula 1 hay mucha ambición, y nada es fácil. Me dijo también que él confiaba en las decisiones que fuese a tomar, que confiaba en mí.
Prefiero no entrar más profundamente en este tema, ya que lo considero parte del pasado. Pero recuerdo esa época, antes de subirme al Fórmula 1, como los peores meses de mi vida.
Al hilo de esto, no puedo evitar contaros una anécdota de la familia. A pesar de que mi padre dice que cuando yo me subía a un coche de carreras le transmitía eso, confianza, él siempre hacía lo mismo cuando Emilio y yo salíamos a pista: rezar. En casa, tanto mi padre como yo tenemos la creencia de que si rezas sin pensar lo que dices no lo haces de corazón, y el de arriba puede no escuchar tu oración. Así que un día, justo antes de una carrera, se puso a rezar sin darse cuenta de que tenía el walkie, que le comunicaba con todo el equipo, abierto. Como se desconcentraba en su rezo, tardó varias repeticiones hasta terminar. Cuál fue su sorpresa cuando al decir: «Y líbranos del mal», escuchó varias voces del equipo respondiendo al unísono: «¡¡AMÉN!!».
Y todos rieron entre vergüenza y risas de mi padre.
Por primera vez una mujer a sus mandos
Llegó el momento de ir a Inglaterra, donde se encuentra la sede del equipo con el que Fernando Alonso se proclamó por primera vez campeón del mundo.
Ese primer escalón hacia mi test en la Fórmula 1 tenía dos objetivos importantes: el primero, pasar las pruebas físicas de Lotus Renault, y el segundo, hacerme el asiento.
Llegamos a las oficinas donde se encontraba el equipo y, tras una pequeña conversación con parte de sus miembros, pasamos a la acción. Me dieron mi ropa del equipo, un mono negro y dorado, que es el más bonito que he tenido nunca, unas zapatillas a juego y unos guantes que me quedaban algo grandes. Me dijeron que antes de empezar podía pasar a cambiarme, y tengo que reconocer que nada más ponerme el mono me miré varias veces al espejo, sin prisa.
El mono de carreras para un piloto es como un traje de luces para un torero, marca una parte de tu vida, una historia, un logro. Llevar puesto aquel mono con los colores negro y dorado que tanto habían conseguido en el mundo de la Fórmula 1 me hicieron sentir muy afortunada y me acercaban a la realidad de mi sueño. Empezaba a cumplirse.
Ya vestida, nos dirigimos a una parte de la nave donde se encontraban los Fórmula 1 de la temporada anterior, el modelo R29.
Todo a mi alrededor era de un blanco impoluto, parecía que me encontraba en un laboratorio farmacéutico en vez de en un taller por su limpieza y organización meticulosa. En el centro, el protagonismo lo acaparaban ambos bólidos. Y a su alrededor, mecánicos uniformados de negro trabajaban en la preparación para subir, por primera vez, a una mujer a sus mandos.
Saludé a todos y me quedé con sus nombres. Bob fue con quien sentí más empatía, era el más veterano del equipo, pero el resto también se mostraron agradables y centrados en lo que allí nos había reunido.
El asiento
Me pidieron que me subiera al Fórmula 1 para hacerse una idea de mis medidas. En su interior tenían un asiento de Nick Heidfeld, piloto que había corrido para ellos; sus medidas podían parecerse más a las mías. Una vez dentro me deslicé hacia abajo y dijeron: «Creo que eres demasiado pequeña incluso para hacernos una idea con este asiento. Tenemos que empezar de cero».
Hacerme el asiento en todos los coches de carreras que he pilotado en mi vida ha sido tarea difícil porque, como en este caso, el interior del chasis (estructura que da rigidez al Fórmula) me quedaba muy grande y llevaba mucho tiempo lograr que me encontrara sujeta y adaptada en su interior. Y, aun así, muchas veces no se conseguía perfectamente.
Adaptar los coches de competición a las mujeres
Creo que una de las cosas que se deben hacer, y harán en el futuro, es adaptar los coches de competición a las mujeres. No estoy diciendo ninguna locura.
El grosor del volante: yo tengo las manos más pequeñas que las de un hombre y me cuesta más poder agarrarlo con fuerza si apenas puedo hacer pinza entre mi dedo pulgar y el anular. En consecuencia, estoy operada de los dos pulgares por lesión en la articulación.
Los pedales: tienen una longitud para un pie de hombre, luego yo, con mis pies pequeños, tengo que hacer mucha más fuerza, ya que los presiono a la altura de la base, donde hay menos palanca. O si no, debo pisar arriba del todo subiendo mis pies para llegar a ese punto, lo que hace que tenga que pilotar con los pies en alto durante toda la carrera, con el desgaste físico en la zona abdominal y lumbar que eso supone.
Los cinturones de seguridad: no contemplan adaptación para mujeres en los anclajes más bajos, que resultan bastante incómodos. Por no hablar del arnés en la zona superior, que te oprime el pecho.
Podría seguir con una larga lista, aunque no es donde quiero llegar, ya que gracias a la profesionalidad del equipo Lotus Renault y al buen hacer de sus mecánicos, consiguieron adaptar el Fórmula 1 muy bien, tanto que me hicieron sentir que aquel coche, finalmente, sí, ese Fórmula 1, estaba hecho para mí. Y no solo mi cuerpo se sentía acoplado en su interior, sino que mi cabeza captó también este mensaje.
La Fórmula 1 no era solo para hombres. Yo empezaba a sentir que encontraba mi sitio.
Tardamos varios días en tener este trabajo perfectamente hecho, más de lo que el equipo esperaba en un principio, así que tuve que visitar la fábrica de nuevo, pero quedé totalmente satisfecha.
Las pruebas físicas
Las pruebas físicas se hicieron en las mismas instalaciones, en un gimnasio que tienen en la parte exterior, y allí Daryl se ocuparía de mi test.
Estaba bastante nerviosa, era la primera vez que un equipo de carreras me hacía unas pruebas físicas. Sentía que había llegado en forma, había trabajado mucho para ese momento, pero siempre te queda la duda de si lo harás bien.
Hice varias pruebas de fuerza/resistencia, realicé el mayor número de repeticiones posible levantando pesos y luego proseguimos con una prueba de resistencia máxima que la haría en un remo. En las semanas precedentes, el remo se había vuelto mi mejor amigo, pasaba a su lado más tiempo del que pasaba con nadie. Finalizamos con análisis médicos y una prueba de reflejos.
Todo había ido bien. ¡¡Prueba superada!! Podría pilotar el Fórmula 1.
Una cuestión de entorno
Desde pequeña, cada vez que ascendía de categoría, escuchaba la frase: «Va a ser muy duro para una chica». Pero luego la adaptación llegaba y solo había que trabajar físicamente más horas que los chicos. Así que para mí esa frase ya había quedado obsoleta. Además, había estudiado INEF para saber todo lo posible al respecto. Y había corrido con un Fórmula de 750 caballos frente a los 850 del Fórmula 1, sin dirección asistida. Estaba segura de que, físicamente y después de todo el trabajo dedicado a mi entrenamiento, podría pilotarlo.
Para mí, si una mujer no estaba compitiendo en ese momento en la Fórmula 1, no era porque físicamente no pudiésemos, sino porque nuestro entorno no es favorable.
«Como no sabían que era imposible, lo lograron»
El día que me licencié en Ciencias de la Actividad Física y Deporte estaba escuchando el discurso de graduación mientras que el resto de mis compañeros no prestaba mucha atención, pensando en la fiesta que habría luego. Aquella mujer en su atril se dirigió a nosotros y empezó diciendo: «Que no os corten las alas», refiriéndose a que nadie nos limitase frente a nuestros sueños. Prosiguió: «Que no os llamen locos», frase con la que me sentí tremendamente identificada, ya que aún se sigue percibiendo como una locura que una mujer quiera pilotar en la Fórmula 1. Pero, además, para terminar y como si estuviera dirigiéndose solamente a mí, remató: «Como no sabían que era imposible, lo lograron».
Giré la cabeza y con la mirada busqué a mis padres entre tanto público. Sabían lo que yo sentía en aquel momento. Sabían que esas palabras parecían escritas para mí. Mis ojos a duras penas aguantaron las lágrimas.
El día por el que has esperado toda tu vida llega
No había pasado mucho tiempo desde la reunión con Ecclestone; dos meses y ya estábamos citados en el Circuito de Paul Ricard para hacer la prueba «secreta».
La tensión con mi mánager había aumentado tanto que ya no nos dirigíamos la palabra. Había tomado esa decisión. Llevaba solo trabajando con él tres meses, y, es cierto, la oportunidad me había llegado de su mano, pero yo llevaba toda la vida esforzándome para este día y no me lo iba a amargar. Para que esto no ocurriera, directamente no me dirigía a él.
Mi padre vino al test a petición mía. Él no quería, decía que era mi día, que no quería que la Fórmula 1 pensase que yo había llegado hasta allí por él. Pero yo quería compartir con él aquel momento. Le dije: «Si no vienes y no lo puedo compartir contigo, no podremos revivirlo». Así que accedió, a pesar de la negativa de mi mánager. Y no os podéis imaginar lo bien que me siento de haber tomado esa decisión. He pasado mucho tiempo sola. Los triunfos son muy gratificantes. Pero si los vives solo, no valen nada. Repito, nada.
Era 3 de agosto de 2011 y llegué al circuito muy temprano.
Lo tenía todo organizado desde el día anterior. Mi mono estaba preparado y doblado en el interior del camión del equipo con el resto de mi vestimenta, el casco y las bebidas isotónicas. Cada detalle estaba milimétricamente medido. Llevaba una pomada que me ponía en las caderas y en la clavícula para no sentir los moratones que me haría el arnés. Y las zapatillas más prietas que tenía para poder sentir bien los pedales.
Me había puesto las lentillas horas antes para poder adaptarme bien en el momento de sentarme en el coche y había desayunado lo que acostumbraba últimamente para asegurarme que nada me sentase mal.
Gerry estaba allí conmigo, me asistiría cuando estuviese dentro del Fórmula 1 con la bebida y me soltaría los músculos en las paradas que tuviésemos.
El test no era una tontería, eran 300 km (la duración de un Gran Premio) y me cronometrarían y verían mi respuesta a las diferentes exigencias del equipo.
Antes de subir yo, ahí estaba Romain Grosjean (piloto de pruebas del equipo en ese año, 2011, y piloto oficial de 2012) para subirse al mismo coche, establecer una vuelta rápida y poder compararnos a ambos.
Me dijeron que él daría unas vueltas a primera hora de la mañana y, mientras, Gerry me llamó para hacer la activación antes de subirme al coche, que consistía en hacer unos ejercicios de calentamiento y saltar a la comba.
Allí estaba yo, encima del box donde se encontraba el piloto que se mediría conmigo en el Fórmula 1, con una comba en mis manos. Empecé a saltar y escuché el motor del Fórmula 1 ponerse en marcha bajo mis pies. Mi corazón dio un vuelco, vibraba, estaba nerviosa. El piloto salió a pista y yo seguía saltando. Me venía bien, la verdad, porque así soltaba tensión, pero pensaba: «Joder, a ver si me voy a cansar mucho antes de subirme al coche». Miraba a Gerry y me decía: «Sigue, María». Así que yo obedecía y seguía saltando.
Para el momento que me habían apuntado, una hora y media después de empezar el otro piloto, bajé al box y tuve un briefing con mi ingeniero para ese día. El briefing en las carreras es una reunión donde se comentan todos los detalles que se van a llevar a cabo en pista, tanto a nivel técnico como mecánico, y resume las necesidades que tienen del piloto. Aunque un objetivo estaba claro: hacer el mejor tiempo posible.
Antes de subirme al Fórmula 1 di unos saltos para liberar tensión, choqué con fuerza la mano de mi entrenador, Gerry, que me animó diciéndome que estaba preparada, y le di un beso a mi padre. Sabía que a lo mejor ese beso sería la comidilla de algunos que podrían pensar que era una niña de papá. Pero yo sabía muy bien quién era y lo que había trabajado para llegar a ese instante. En el coche quedaría demostrado.
Me subí al R29 y me volvió esa increíble sensación, como si ese coche fuese mío desde siempre. Nunca me había sentido tan conectada a un coche, ni después de pilotarlo toda una temporada. Y este, con ese contacto, ya me quería lo suficiente.
Cerré los ojos, me santigüé y pensé: «María, es tu momento».
Si pudiese explicar con palabras lo que sentí ese día en el circuito francés pilotando aquel pepinazo, me haría escritora. No tengo la suficiente capacidad para explicaros lo que viví dentro del Fórmula 1 de Lotus. La mezcla de concentración y éxtasis que corrió por mis venas fue brutal. Aquel coche era como si le diese ritmo a mi vida, a mi corazón, a mi euforia. Aceleraba a fondo y sus músculos arropaban mi cuerpo, subía de marchas con mucha velocidad y de una forma insaciable me pedía una marcha más, y otra, y otra. Mi cabeza conectó con su electrónica de tal forma que parecía que me había hipnotizado a sus peticiones. Y cuando frenaba obedecía tan rápido que cada metro retrasado parecía insuficiente.
Poco a poco fui conduciéndolo como él ordenaba. Dejándolo correr por curva, pidiéndole las cosas sin prisa pero sin pausa, al tiempo justo, preciso, haciendo que el juego de mis pies bailara al ritmo del son que él disfrutaba.
Sí, aquel coche era mío, me pertenecía.
Mis tiempos iban bajando considerablemente. Yo sabía que muchos pensarían que a la mitad de la jornada ya no aguantaría, pero ahí estaba. Estaba tan contenta que no sentía cansancio en mi cuerpo. Solo quería comer algo rápido, por obligación, y volver a los mandos del mejor coche que había pilotado en mi vida.
El entendimiento con mi ingeniero fue muy bueno. Me decía lo que quería que hiciera y mis tiempos sonreían a sus peticiones. Me ayudó a que aquel test no fuera una prueba obligada de una mujer en la Fórmula 1, sino que de verdad fuese una oportunidad para hacer un trabajo serio contando con la confianza de todo el equipo.
Me quedé a un segundo y ocho décimas de Romain, e hice mi mejor tiempo con la hora punta de calor del día, 34 grados, y con neumático usado. Me quedaba solo una tanda para terminar y el neumático ya no tenía más que darme. Por la radio del equipo mi ingeniero me dijo: «Buen trabajo, María, ya lo has conseguido, disfruta de tus últimas vueltas».
Euforia, sosiego, tranquilidad, alivio, felicidad, rabia, confianza… No hay palabras para explicarlo. Tantos años contra corriente luchando por algo que parecía no estar en tu mano, algo lejano, loco. Y lo había conseguido.
Bajé del coche, abracé a Bob, a Gerry, a mi mánager y a mi padre. Nos pasaríamos toda la noche hablando de cada curva, cada vuelta, cada detalle. Lo saboreamos y lo seguimos saboreando como uno de los mejores momentos de mi vida.
El siguiente día laborable me llamó el jefe de equipo a mi teléfono móvil: «Buen trabajo, María, queremos que estés con nosotros en la Fórmula 1». Estaba caminando por Madrid, y se congeló el mundo para mí. Lloré en mitad de la calle.
Sabía que mi futuro pasaría por la negociación que mi mánager hiciera con ellos. Pero yo no quería continuar con él, nuestra confianza mutua ya no existía y nuestro trabajo juntos se hacía insoportable.
Me encontré con otra decisión muy importante en mi vida: rescindir su contrato aunque eso pudiese significar perder el contacto con Lotus Renault. Y así fue.
Lo sé, pensaréis: «Qué locura, después de lo que has pasado durante tantos años». Solo os diré que sentí un gran alivio al alejarle y retomar yo las riendas de mi vida.
Cinco meses después, en enero de 2012, firmé un contrato con Mark Blundell, expiloto de Fórmula 1, que cerraría mi acuerdo con el equipo Marussia como piloto de pruebas de Fórmula 1, y, como conté al inicio de este capítulo, me embarqué a vivir mi sueño.
La Fórmula 1
Arranqué mi temporada en la categoría reina intentando pasar lo más desapercibida posible. No quería que nadie se confundiera: yo no era «una mujer en la Fórmula 1», era un piloto más que quería trabajar, aprender, evolucionar para ser considerada piloto de carreras en un futuro próximo. En la temporada 2013.
Pasaba la mayoría del tiempo dentro de la sala con el resto del equipo, estudiando y complementando toda la información que nos llegaba de cada carrera.
No tenía amigos, tampoco buscaba hacerlos, solo trabajaba e intentaba ganarme el respeto de los que allí trabajaban.
En la Fórmula 1 va todo el mundo muy justo de tiempo. A mí me llegaba la información de dónde tenía que estar y lo que tenía que hacer. Y eso es lo que hacía. Cuando tenía alguna duda hablaba con Simon, jefe del equipo, con quien sentí una empatía sincera. Y era así, Simon era el único que me preguntaba de vez en cuando cómo estaba. Es normal, no me quejo, es muy difícil ser considerada en un equipo donde no puedes hacer lo que has hecho siempre en tu vida: pilotar. Pero ese día llegaría.
Debía ser otra vez paciente y esperar al Rookie Test (vulgarmente dicho, test de los novatos de la Fórmula 1), que tendría lugar en julio, momento en el que podría pilotar el Marussia para demostrar otra vez mi valía. Y dar otro paso más.
Mi relación con los otros pilotos era normal, aunque el más joven intentaba hacerme de menos siempre que podía y más de una vez me dejó tirada en el circuito o en el hotel, ya que yo tenía que ir siempre con él en los desplazamientos.
Lo cierto es que estas cosas las recuerdo ahora: allí era feliz trabajando, empapándome del mundo que amaba y alimentando el sueño que estaba viviendo. Tenía otra meta: disputar una parrilla de la Fórmula 1.
Australia, Malasia, China, Bahrein, España, Mónaco, Canadá, Europa… Recorrí medio mundo con el equipo durante cuatro meses hasta que por fin llegó el día en que tomaría contacto con el Fórmula 1 de mi equipo.
No sería un test como el de Paul Ricard de Lotus Renault, simplemente sería un test aerodinámico, es decir, una prueba en un aeropuerto donde solo tendría que pilotar en una recta en ambos sentidos.
Pero al menos era volver a ponerme a los mandos, era recuperar mi lugar, mi sitio, salir del rincón del box donde estaba absorbiendo datos para, finalmente, hacer lo que sabía hacer, lo que había hecho toda mi vida. Para ser ese día la protagonista. Conducirlo para que pudieran evolucionar las piezas del coche que se jugaba su participación más importante en el siguiente Gran Premio, el de Silverstone, unos días más tarde.
Un día más de lluvia en UK
La semana antes del test tenía ganas de ver a mi hermana, con la que tengo una relación muy especial: somos como un pack y nos conocemos muy bien. Así que la llamé y le dije: «Isa, por qué no vienes a Inglaterra, tengo ganas de que estemos juntas», y ella respondió: «Ya lo había pensado, me he cogido el día libre para ir contigo». Me hizo mucha ilusión.
Era 2 de julio de 2012, el día antes de mi test aerodinámico. Cenamos en el hotel, nos pusimos al día y nos reímos de un vídeo muy divertido que nos habían mandado por móvil. Recuerdo que Isabel pidió un plato de carne con salsa que no le gustó nada: era un pastel de carne inglés, a mí me hizo mucha gracia porque una Isa hambrienta no es muy divertida, pero las caras que ponía sí lo eran. Pasamos un buen rato. Qué bien que hubiese venido; si no, estaría sola cenando en aquel hotel, como de costumbre desde que empecé mi trabajo en la Fórmula 1.
A las 6 de la mañana sonó mi despertador. Lo primero que hice fue asomarme por la ventana para ver qué día hacía, aunque ya imaginaba que no sería diferente. Lluvia. Me metí en la ducha con energía y me preparé como si me fuese a un casting. Los días que me subo a un coche de carreras me preparo con mucho detalle y con tiempo, como si fuera a recibir un premio, mi premio: coger los mandos del Fórmula 1.
Aunque tenía buena visión (0,5 dioptrías), siempre me pongo lentillas en esos días porque no quiero perder detalle; además, es como pensar que me guardo algo extra. Al ponérmelas veo más nítido y eso, en carreras, me ha estimulado. Incluso he llegado a no ponérmelas hasta entrenos cronometrados pensando que me daría un tiempo más rápido en el cronómetro, como si unas décimas adicionales me aguardaran…
Mi piel estaba un poco morena y tenía las uñas de los pies pintadas de un coral muy brillante. Las de las manos me las había limpiado la noche anterior. Siempre se me hacía raro pilotar con pintura, como si las manos más femeninas no fueran tan eficaces, un complejo, una tontería. Me puse mi colonia favorita, Flor de Naranjo, y fui a desayunar después de dejar mi maleta de mano meticulosamente preparada. Me había hecho experta en no llevar nada de más, pero sí todo lo que pudiese necesitar encima del coche, y estaba todo organizado, todo perfecto, lista para desayunar.
Salimos del hotel sin hacer el check out porque pensé que volvería al terminar el test e iríamos a casa de mi mánager, Mark Blundell, a cenar con su familia.
El día anterior tenía que haber quedado todo montado en el aeródromo para el test, pero el equipo no llegó, así que esa mañana habría mucho trabajo retrasado por hacer. A diferencia de mi test con Lotus, el briefing tampoco se había hecho con antelación. Y aunque yo había acudido el día previo a la cita con el equipo para preparar todo, ellos no habían aparecido a tiempo.
Llegamos al aeródromo y recorrimos el mismo camino del día anterior hasta llegar a la carpa que habían preparado para hospedar el test. Aparcamos donde el resto de los coches y entramos en el interior.
La carpa era muy grande. Estaba dividida en dos partes: una en la que estaba la zona de trabajo mecánico, con las piezas de repuesto, alerones, fondos planos (suelo del Fórmula 1), y otra en la que estaban los ingenieros con sus mesas y sus portátiles alineados hacia el Fórmula 1, que ocupaba la zona de mayor protagonismo de la carpa.
En una pequeña estantería, dividiendo ambos sectores de la carpa, pude ver que se encontraban mis cascos. Me acerqué a verlos porque uno acababa de ser pintado y ese día lo estrenaría. Estaba precioso, con una visera de espejo en tonos anaranjados. Solo le faltaban dos detalles: el primero es que me gusta llevar las siglas de la gente que quiero firmadas en la parte de atrás; la otra es que ese casco no había pasado por las manos de mi madre, que siempre, sin que me diese cuenta y desde que mi padre corría, ha metido un trocito del manto de la Virgen de la que es devota.
El jefe deportivo, que también se llama Marc, me dijo que ese día llevaría el nuevo, que les venía mejor porque el antiguo tenía otro sistema de radio. A mí no me pareció mal.
Saludé a todos los miembros del equipo y me encantó volver a sentirme piloto. Cuando eres piloto de pruebas pierdes un poco tu identidad, ya que dentro de los Grandes Premios los protagonistas son los pilotos que corren las carreras y sientes que no estás en el lugar que te corresponde, aunque lo llevas de la mejor manera posible hasta que llegue el momento de ocupar ese asiento en parrilla de salida. Pero ese día sí que estaba todo en movimiento para mí. Y me sentía bien, muy bien.
Me fui a cambiar tal y como me indicaron y estrené ropa, puesto que la ropa interior ignífuga llevaba los patrocinadores grabados, a diferencia de la que yo tenía. Me la puse y me gustó su tacto. Mucha ropa ignífuga pica un poco, pero esta era agradable. El verdugo que nos ponemos en la cara bajo el casco tenía el mismo tacto; me gustó porque mi piel es más delicada que la de los chicos al ser más fina y muchas veces se me irritaba la cara después de pilotar.
Isabel me acompañó a cambiarme. No había un sitio adecuado para ello, así que me fui a mi coche de alquiler y lo hice allí.
Al volver a la carpa estaba preparada y ansiosa por tener ese briefing que el día anterior no se había podido realizar y que, según el horario, sería a las 8 de la mañana.
La jefa de prensa me pidió que antes del briefing atendiera a los medios. No me hizo mucha gracia, quería comenzar el trabajo, pero lo entendí. Me presentaron a la pareja de prensa de Sky que habían invitado para cubrir el test, así como al fotógrafo. Me enfundé el mono hasta el cuello para que se viesen bien todos los sponsors y respondí a sus preguntas, amable, pero con ganas de acabar. Quería centrarme en el trabajo aerodinámico de aquel día.
Era la primera vez que hacía un test aerodinámico, conduciría en línea recta, y tenía mucho interés en empaparme de los procedimientos y necesidades del equipo.
Los mecánicos iban de un lado para otro y los ingenieros no levantaban sus cabezas de los ordenadores. Parecía que aún no estaban preparados, así que dos de los jefes del equipo me llamaron para ir a reconocer la pista (simplemente ver de cerca por dónde pasaría yo con el Fórmula 1).
Nos subimos a mi coche de alquiler para este reconocimiento y, por la parte de atrás de la carpa, accedimos a la pista de aterrizaje, que sería donde alcanzaría la velocidad máxima que necesitábamos en la realización de la prueba. Yo conducía. Recorrimos el largo de la pista hasta llegar a un punto de referencia en el que me fijé para dar la vuelta. Paramos el coche y bajamos a ver el punto de giro. Recuerdo que había cerca una caseta y pensé que allí sería donde empezaría a frenar.
La calidad del asfalto no tenía nada que ver con la de un circuito y tenía diferentes rugosidades, lo que haría que la adherencia del Fórmula 1 fuese muy variable.
Volvimos a la carpa y desde su interior me indicaron la zona por la que llegaría con el Fórmula 1 hacia lo que sería mi entrada. No haría una parada en recto, como cuando paran los Fórmula 1 en los circuitos. Su acceso era sinuoso y había sido modificado respecto a lo previsto.
El asfalto estaba mojado, el día era gris y hacía frío. Pensé en poner un tweet para compartir ese momento; pero al final no lo hice, quise que fuese solo mi momento, concentrarme, saborearlo y no perderme nada. Solo escribí a la gente que quiero, antes de salir del hotel, por la mañana.
Estaba ansiosa porque el briefing se retrasaba. Las cosas no estaban yendo como yo quería. Como cualquier piloto querría. No se estaban haciendo bien. Demasiadas prisas.
«María, prepárate para subir al coche», me dijeron. «No hay tiempo, saldrás primero a pista y luego tendrá lugar el briefing».
Me subí al Fórmula 1, tenía muchas ganas, sí, pero estaba decepcionada. En la preparación va parte del encanto, y sentí que me robaban tiempo para saborear el momento.
Salí de la carpa y pasé la célula del tiempo que te cronometra, aunque esta vez no tenía que hacer ninguna vuelta rápida, solo probar varias herramientas del Fórmula 1 a distinta velocidad. Justo después torcí a la izquierda para ir a la pista de aterrizaje donde haría las pruebas. Aceleré hasta cuarta marcha y luego levanté, con bastante tiempo, antes de frenar. Había mucho spray, me refiero a que la pista mojada levantaba mucha agua, estaba más mojada de lo que creía. Di la vuelta donde debía e hice el mismo recorrido en sentido contrario. Pasé por el camino hacia la carpa donde tenía que parar. Todo era normal hasta que volví a pasar el control de tiempo que se encontraba a pocos metros del lugar donde tenía que efectuar la parada.
Iba despacio, pero desde ese momento recuerdo cada segundo como un minuto. Me dije: «¿Por qué se está acelerando el coche solo? Soy copiloto en un Fórmula 1, creía que esto no ocurría».
Frené todo lo que pude unos segundos y luego alivié para intentar recuperar la dirección de mis ruedas, que estaban bloqueadas y no giraban. No pude, imposible. La falta de tiempo que se dedicó en mi posición de conducción me limitaba el llegar a los mandos que necesitaba. Como consecuencia de ello, tampoco me permitió accionar el embrague. Pulsé el botón de N como último recurso para intentar pararlo. Era como una pesadilla. No respondía a mis demandas.
Cuatro segundos, cuatro segundos hasta el impacto. Lo tengo todo grabado en mi mente. Esa cuenta atrás, cuatro segundos eternos.
Gracias a Dios no recuerdo el momento del impacto.