En Santander

El limonero

Una de mis actividades favoritas antes del accidente era salir a correr con Rodrigo por el campo. No solo cumplía con mi entrenamiento, sino que además me gustaba mucho correr a su lado. También nos llevábamos a Morgan, el perro de unos amigos, con una mancha en el ojo a modo de parche, que corría a nuestro lado encantado de desahogarse.

Cuando llegábamos a casa nos estirábamos en el jardín y, bajo una palmera, recuperábamos el aliento: era nuestro momento.

Si el tiempo acompañaba, preparábamos la comida y la sacábamos a la terraza y, a modo de premio, nos tomábamos una cerveza bien fresquita. A mí me gusta ponerle limón natural y beberla en botella, y siempre bromeaba diciendo: «Solo me falta un limonero en el jardín para ponerlo directamente, porque este momento es perfecto, eso, solo me falta el limonero».

Al salir del hospital, y antes de viajar a Santander, me fui a mi casa de Madrid con Rodrigo. Nos costó mucho convencer a mis padres de la decisión que había tomado: yo necesitaba mucha ayuda y además corría el riesgo de padecer ataques epilépticos después de las operaciones. Mi madre estaba muy inquieta, pero yo necesitaba pasar unas horas en casa a solas con él. Necesitaba comprobar que todo podía volver a la normalidad. No sentirme enferma ni física ni mentalmente en mi hogar.

Recuerdo que llegamos y miré por la ventana que da a la terraza. Había algo esperándome. Me asomé y no pude contener las lágrimas. Había plantado un limonero. Miré a Rodrigo y lloré, lloré por segunda vez que yo recuerde desde el accidente. Pero esta vez fue de felicidad.

El Solievo

Mis padres llaman a su casa de Santander El Solievo por la paz que nos ha dado siempre este lugar.

Como os podéis imaginar, en mi casa siempre se ha hablado de coches hasta la saciedad. Somos muy pesaditos con todo lo que tenga ruedas, y como además hemos trabajado todos en la empresa familiar —Escuela de Pilotos y Equipo de carreras Emilio de Villota Motorsport—, era difícil separar el trabajo de la vida familiar. Pero en Santander lo conseguíamos.

Llegamos a casa y me instalé en mi habitación con mi hermana Isabel. Rodrigo dormiría en la habitación de mi hermano Emilio. Cada día era parecido. Yo dormía mucho y mi hermana me ayudaba a ducharme y arreglarme. Luego bajábamos a la terraza o a la sala de estar y descansaba en el sofá.

Los dolores de cabeza eran tremendos y, como el médico había recomendado que durmiese cuanto más mejor cada vez que sintiese que mi cabeza lo necesitaba, a veces echaba una cabezadita que se convertían en 3 o 5 horas de sueño.

Por las tardes, haciendo un gran esfuerzo, salía con Rodrigo a dar una vuelta a la casa. Era mi paseo obligatorio. Muy corto, pero a mí me costaba mucho, daba pasos de tortuga. La pierna derecha, además, estaba muy débil y a veces me fallaba.

Mi primer día de playa

Me moría de ganas de ver el mar, pero estaba demasiado débil para ir a la playa.

El calor, el sol, la arena… no era muy lógico ir en mi estado, pero la playa de Somo ha sido mi lugar favorito en los últimos años. Me ha dado mucha energía y he tomado decisiones importantes en mi vida sentada en su orilla.

Logré convencerles de que un día me llevaran, pero eso tuvo sus preparativos: tenían que hacerse con una pamela, con unas tiras de silicona que cubriesen mis cicatrices, unas gafas que no me doliesen en el puente de la nariz (porque también se me rompió) y esperar a que tuviese un día bueno.

Ese día llegó.

Me pusieron todo el kit y fuimos para allá. Nos acercamos a la arena. Yo parecía un personaje de La guerra de las galaxias con todo el tunning que llevaba encima. No estaba cómoda porque apenas veía entre la pamela, las gafas… Recuerdo que me veía solo los pies, que, por cierto, tenían los empeines más blancos de toda la playa, casi transparentes. Empecé a impacientarme, quería que me quitaran todo aquello. Anduve un poquito de su mano y cuando paré dispuesta a levantar mi cabeza por fin, vi el mar… Fue muy bonito, pero me llevé una desilusión, porque con un ojo no veía su inmensidad. No como antes. Para ver todo el horizonte debía mover la cabeza hacia los lados. Lo percibía más pequeño de lo que es en realidad, como una foto cortada por la mitad.

No dije nada. Hacía viento y la pamela empezó a golpearme en la cara, estaba cansada de los pocos pasos que había podido dar en la arena. Disimulé mi desilusión y pregunté si podíamos irnos.

Las noches

Los desayunos en Santander son una maravilla, mi madre prepara el comedor para todos y a gusto de todos: Cola-Cao, galletas con nata, pan con mermelada, cereales. Cada uno se despacha a su ritmo. Rodri es el más madrugador y mi padre normalmente le sigue, ya que luego se pone a arreglar el jardín. Emilio y Elda (ahora su mujer) amanecen más tarde, como Isa y yo. Las mañanas del Solievo son un chute de vitalidad.

La casa se llena de voces y de visitas, como la de mi amigo Zalo, de Santander, que vino a verme con un libro y muchas sonrisas de regalo. «Que débil te veía», me reconoce estos días. «Tu imagen me impactó», me dice. «Pero allí estaba tu sonrisa, eras tú».

Las noches, sin embargo, eran durísimas para mí. Conforme avanzaba la tarde se me empezaba a tensar la mandíbula al ver venir la hora de dormir, por consiguiente mi cura diaria frente al espejo.

Yo había tomado una decisión: el párpado me lo curaría yo, solo yo; bastante habían sufrido los que estaban a mi alrededor como para sufrir más.

Cada noche, cuando todos estaban en la cama, era el momento diario de enfrentarme a mí misma.

Isabel siempre leía cuando yo me acercaba al baño y cada noche me preguntaba: «¿Seguro que no quieres que te ayude?». No me dejaba. Prefería que lo viesen como estaba durante el día. Tapado.

Entonces, frente al espejo, quitaba las gasas y mojaba de suero las heridas. Y me venían mil preguntas médicas a la cabeza: ¿si está de este color será malo?, ¿por qué supura?, este punto está muy feo, ¿estará infectado?

Era el precio que tenía que pagar por haberme ido del hospital. Y lo asumía. Pero me afectaba mucho. Si supiera que todo aquello era normal… César, mi doctor, me había dicho que no dudase en escribirle whatsapps con cualquier duda, y lo hacía, pero no quería ser pesada, así que me reservaba muchas preguntas y solo le hacía las que ya verdaderamente me preocupaban.

Un día, después de levantar una costra, me di cuenta de que tenía todavía un punto de tela negro. Él me había sugerido que tirara sin miedo, pero a mí me parecía que aquel punto era bastante largo en su interior, y, sinceramente, pensaba que si tiraba de él toda la cicatriz de la nariz hasta el lagrimal se me caería hacia abajo de lo tierna que estaba. Finalmente un día tiré con la parte de costra que llevaba consigo y me quedó un agujero en la cara, entre el puente y el lagrimal, del tamaño de una lenteja. Lo limpié bien con suero y se me cortó la respiración. Es repugnante lo que os estoy contando, pero es que no veía el fondo de aquel agujero.

Estaba muy angustiada, me desesperaba, intentaba contener mis lágrimas.

Volvía a la cama intentando disimular lo que Isa sabía que no podía esconder. Le preguntaba si había puesto el anti-mosquitos, tenía esa obsesión por si me picaban en alguna herida, o algo peor. Y me iba a dormir no sin antes escribir a Rodrigo: «Menos mal que estás también aquí, qué mal lo paso, odio este momento, que se acabe pronto».

Por la mañana se volvía a respirar alegría en el desayuno, y ya cada día iba todo un poquito mejor.